sábado 20 de abril de 2024
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«Amor y violencia» de Juan Ovidio Zavala

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En el libro «Amor y violencia», Juan Ovidio Zavala realiza un repaso por el romance menos público que tuvo Juan Domingo Perón: su relación con Nelly Rivas, una adolescente de catorce años que llegó a la residencia presidencial con los perros favoritos de Perón y que se albergó en el cuarto que tenía Evita en el Palacio Unzué. A través de un repaso histórico, el autor pone al descubierto una relación oculta del General después de 50 años.

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El escenario económico y social en 1945

En el país de esta historia la Segunda Guerra Mundial hizo progresar notoriamente la limitada producción industrial originada en el primer gran conflicto. Miles de familias de trabajadores, con capacidad adquisitiva que se renovaba quincenalmente, se concentraron sobre cuatro o cinco ciudades. A los que venían del interior hacia esos conglomerados industriales, buscando trabajo y mejores condiciones de vida, los llamaban «cabecitas negras». Simultáneamente, la venta de granos y carnes a Inglaterra y otros países en guerra enriquecieron a los propietarios de la tierra rural, así como a los proveedores de bienes y servicios que realizaban el aprovisionamiento de estos productores agropecuarios. Entonces creció también y se fortaleció gran parte de la llamada clase media.

Hasta la aparición de Perón el nivel de vida de los trabajadores rurales dependía, en gran medida, de la voluntad unilateral de los terratenientes (locales y foráneos) y el que correspondía a los trabajadores industriales se venía desenvolviendo con aracterísticas similares. El poder legislativo que sancionaba las leyes se componía en su gran mayoría de abogados y médicos. Allí hubo dirigentes sindicales recién después de la aparición de Perón.

En esa situación de la economía y de la sociedad argentina el hecho rebosante lo produjo el sector más obcecado de la oligarquía, cuando intentó poner en la presidencia de la república a Robustiano Patrón Costas, el riquísimo empresario azucarero que los lideraba.

Venían manteniendo el control del Estado mediante periódicos actos electorales fraudulentos, aunque para esa época de 1943 las condiciones generales de la población eran otras. En primer lugar habían crecido notoriamente las inversiones industriales, caracterizadas por una rentabilidad superior a la que obtenían los propietarios rurales. Como consecuencia, miles de familias de muy bajo nivel económico se habían incorporado a la clase media y otra cantidad mucho mayor ascendió desde una economía paupérrima a un ingreso quincenal. Además, estos últimos estaban concentrándose en torno a las fábricas que eran sus nuevos lugares de trabajo. Sobre esa renovada realidad socioeconómica, la tradicional conducción conservadora, emergida de la producción agropecuaria, pretendió mantener para sí el control del Estado y la parte del león en la distribución de los beneficios.

La resistencia se expresaba desde el anarquismo hasta distintas agrupaciones nacionalistas, pasando por el radicalismo, el socialismo y el comunismo. Sobresalía una agrupación originada en jóvenes militantes de origen radical denominada Fuerza Organizadora Radical de la Joven Argentina (FORJA), que combatía la dependencia económica de Estados Unidos, pero que no compartía la concepción autoritaria en la conducción del Estado y que reclamaba, además, decencia en el manejo de los dineros públicos. Como ya se dijo, los trabajadores en el campo y en la ciudad estaban supeditados a la decisión patronal, siendo limitada la legislación que regulaba la relación contractual y precaria la vigencia efectiva de las garantías individuales que establecía la Constitución.

A la salida de la Segunda Guerra Mundial, el enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia había politizado las demandas salariales.

Y en cuanto a la oligarquía local, siempre ha operado privilegiando sus intereses sobre los de la Nación.

En aquellos tiempos todo detenido político —aunque fuera un radical alvearista (oligarca)— era prontuariado por la policía con la calificación de comunista.

En realidad, la Argentina funcionaba económica y socialmente como una colonia, donde los privilegios eran para los círculos vinculados directa o consecuentemente con el país imperial.

Hay un acuerdo general, al menos tácito, en el sentido de que esta nación, la Argentina, a pesar de sus ponderables esfuerzos, nunca dejó de ser dependiente: primero de los españoles, luego de los ingleses y finalmente de los norteamericanos.

La cúpula de la Unión Cívica Radical, que cumplía el rol de partido opositor, era parte en esta asignación de funciones que determinaba la «elite» conservadora, sin mayores diferencias con lo que ocurría en los países de Centro y Sudamérica.

Así las cosas, la bifurcación de intereses entre los distintos sectores sociales había llegado a un punto de difícil conciliación, pero la situación internacional actuó como precipitante. Los Aliados (Estados Unidos, Inglaterra, Francia) estaban venciendo a las potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón) y comenzaban a pasar sus cuentas. Las agrupaciones nacionalistas de nuestro país habían visto con beneplácito la acción de Alemania, por aquello de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», pero finalizada la guerra la condición de neutral de la Argentina refractó como hipoteca vencida.

 

Y entonces fueron los militares a la calle, a poner la cara. Sobre este circunscripto organismo integrante del aparato del Estado que son las fuerzas armadas corren mil versiones que constituyeron, ni más ni menos, que la correa de transmisión de la sociedad en sus crisis coyunturales. En todos los casos expresaban al sector social que, por intermedio de ellos, coronaba su supremacía. Atribuirles objetivos propios o falencias también exclusivas es solo un sofisma argumental y esto es válido para el total de la historia militar.

Fue en este cuadro de situación cuando a un oficial del ejército, que ya había husmeado el poder en 1930, se le subieron a la cabeza el colonialismo de las democracias, la revolución rusa, el nacionalsocialismo, el fascismo y Oliveira Salazar. Bueno, a él y a muchos otros habitantes de los territorios subdesarrollados, porque finalizada la Segunda Guerra Mundial no quedó zona dependiente y sumergida que no intentara el recambio de su situación.

 

Producido el golpe de Estado del 4 de junio de 1943 que derrocó al gobierno constitucional de origen fraudulento del abogado Ramón S. Castillo, Perón, desde el Departamento de Trabajo, comenzó a apoyar las de mandas de los sectores laborales menos favorecidos, cuyo nivel de vida contrastaba con la riqueza acumulada por los titulares del capital.

Esta actitud resultaba una verdadera provocación frontal, porque el acrecentamiento de las ganancias de esos titulares del capital con motivo de la guerra europea derivó también hacia un vasto sector social de comerciantes y profesionales.

Ahí quedó definida la línea operativa en el camino hacia el poder. Perón enarboló la bandera de los trabajadores de la industria, a la que se unieron rápidamente los trabajadores rurales.

La clase media se fracturó: los satisfechos quedaron adheridos al orden vigente y los insatisfechos se sumaron a los trabajadores.

Los antiperonistas defendieron lo propio con esa resolución que caracteriza a los que saben mandar, recurriendo a conatos revolucionarios, ataques físicos, campañas calumniosas y cualquier otro procedimiento que condujese al debilitamiento del coronel-candidato. Este, que nunca fue precisamente un tímido, retrucaba con entusiasmo mesiánico.

Para quienes apoyaban su gestión, todo era poco: cargos públicos, negocios, prebendas, tolerancias judiciales, en suma, una manga bien ancha.

Para los neutros, una réplica del mismo estilo, cargada de desconfianza.

Para los restantes, los que pretendían opinar o actuar en contra de su gestión, censura, castigos corporales, cárcel y uno que otro desaparecido en la confusión, con la apatía de una yapa.

Y para julio de 1952, hacía ya un tiempo suficiente que estos opositores al gobierno peronista estaban recorriendo las cárceles del país.

Las cosas venían mal barajadas a punto tal que uno de los principales argumentos para que esos presos fueran optimistas era que Evita se muriese. Los rumores reiterados hasta el infinito aseguraban que tenía un cáncer imparable, pero lo cierto es que seguía con su actividad afiebrada, dialogando con cada postulante, Matendiendo a todos los menesterosos.

Claro, cuando la cárcel comienza a impacientar a sus alojados, los plazos se sienten alargados y, al final, resultan insoportables.

De todos modos, en esta situación solo caen los primerizos porque quienes superan las experiencias iniciales y siguen jugando a la heroicidad saben que allí debe tenerse un riguroso régimen alimenticio, un plan de ejercicios físicos con pelota de miga de pan, con bancos sirviendo como aparatos de gimnasia o con lo que fuere y sobre todo, un acomodamiento intelectual a partir del cual recién se saldrá transcurrido mucho tiempo. Si la bolada de la libertad llega antes, mejor. Estaban allí por la huelga de los maquinistas ferrovia-

rios del 1o de agosto de 1951, quienes habían reiniciado el paro que el restante personal de ese medio de transporte declaró el 1o de enero de ese mismo año.

Estos ferrocarriles ingleses, que tanto dinero habían mandado a Londres, fueron vendidos al Estado argentino compulsivamente cuando comenzaron a ser deficitarios. Inglaterra, que había resultado vencedora en la Segunda Guerra Mundial, violentaba su relación comercial con la Argentina que era su acreedora, con motivo de que esta se había mantenido neutral durante el conflicto armado. La empresa ferroviaria no podía aumentar los salarios porque eso equivalía al acrecentamiento de las pérdidas que, a partir de la nacionalización, debían ser afrontadas por el Estado argentino.

Eva Perón recorrió personalmente las principales estaciones de trenes de la ciudad de Buenos Aires y algunas del Gran Buenos Aires, reclamando la vuelta al trabajo y la solidaridad con el gobierno que es de los obreros, les espetaba a sus oyentes. Quienes la vieron enfrentar a los huelguistas recordaban su pasión enardecida y estos, los presos, sabían que los castigos corporales recibidos tanto como la prolongación de las reclusiones en la cárcel, eran decisión de ella.

Evita les decía a los obreros que habían sido instrumentados por la oligarquía ganadera. Era cierto porque Yrigoyen, Evita y Frondizi enarbolaron la misma bandera de convivencia de los distintos sectores sociales.

En un atardecer, oscurecido por las nubes que cubrían el cielo, comenzaron a iluminarse negros crespones en las farolas de la penitenciaría. Caía una llovizna intermitente y pegajosa como convocatoria nacional a la tristeza. Había muerto Evita. El dirigente más representativo del peronismo masivo, el más ácido, el más agresivo, el más auténtico y el más valeroso, acababa de morir y, así, los presos del régimen se durmieron esa noche en cada celda con renacidas esperanzas de recuperar la libertad.

De este modo quedó probado una vez más que de ilusiones también se vive. El entierro de la «señora», como la llamaban muchos de sus seguidores, rebasó con exceso las exequias del presidente Hipólito Yrigoyen, aquel cauteloso dirigente político que había quebrado la hegemonía fraudulenta de la minoría terrateniente, enarbolando la igualdad política de todos los hombres y preservando universalmente los intereses nacionales.

En esta oportunidad las autoridades encauzaron el masivo dolor popular, como ratificando la perdurabilidad de un poder que se exhibía a sí mismo como para siempre. Millones de personas se movilizaron para despedir con profunda congoja a quien constituyó una formidable bandera de reivindicación social y otros muchos, por la vara de un gobierno que no quería neutrales y no admitía enemigos.

Esos presos esperanzados la noche de su muerte fueron intimidados a rendirle homenaje durante 30 largos días. Más de la mitad se negó, entonces recibieron nuevos castigos, varios terminaron «quebrados» o atontados. Después daba pena verlos temblar con solo tomar agua.

Ninguno de los que la habitaron ha podido olvidar que la Penitenciaría Nacional tenía en un sótano su propio cuartito azul, que en este caso era negro, al que se le llamaba «el triángulo». Se trataba de una celda de aislamiento sin rejas o ventanas, con solamente tres paredes, ninguna de las cuales alcanzaba un metro horizontal. Allí se entraba más o menos normal y el estado con el que se salía dependía de dos factores: tiempo transcurrido y, como los boxeadores, capacidad de asimilación. Cuando el tiempo era largo y la capacidad corta, se salía idiota.

 

Amor y violencia
En diciembre de 1953, una adolescente de catorce años llegó a la residencia presidencial en Buenos Aires con los perros favoritos de Perón. Nelly Rivas, como muchas otras jóvenes que integraban la Unión de Estudiantes Secundarios en la Quinta de Olivos, estaba deslumbrada por el Presidente. Desde ese día hasta el derrocamiento de Perón, la joven se instaló en el palacio Unzué y ocupó el dormitorio de Evita, sin que trascendiera el círculo íntimo. Sin embargo, la gran repercusión internacional se produjo cuando aparecieron como pareja presidencial en el primer Festival de Cine de Mar del Plata, en marzo de 1954. ¿Por qué una adolescente, de un día para el otro, se quedó a vivir con el Presidente?¿Cómo fue la vida de Nelly Rivas al lado de Perón?¿Y la terrorífica persecución que sufrieron ella y su familia? Este libro ilumina el misterio que envolvió el dramático caso de Nelly Rivas, silenciado durante medio siglo por peronistas y antiperonistas. Juan Ovidio Zavala reconstruye de primera mano esa historia de amor a partir del hostigamiento que la “Libertadora” emprendió contra la joven y sus padres. Perón ya se había refugiado en la cañonera paraguaya, desde donde le escribió dos cariñosas cartas (“sos lo único que tengo y lo único querido que me queda…”), que fueron interceptadas y publicadas en los medios de todo el mundo. Los detalles de ese drama escalofriante, develados aquí con fotos y documentos inéditos, son una elocuente síntesis de la violencia extrema que atravesó la Argentina durante el peronismo y que siguió durante el antiperonismo con igual perversión y ferocidad. Zavala, un joven abogado de treinta y dos años, protagonizó vibrantes episodios durante su militancia estudiantil, profesional, y desde el gobierno de Frondizi. A pesar de haber sufrido torturas en las cárceles peronistas, decidió defender a Nelly y a sus padres, acusados por “complicidad en el delito de estupro”. Conocido por su tenaz defensa de los derechos humanos, actuó con la misma convicción cuando esta joven y su familia fueron rehenes de una venganza política y avasallados desde el poder del Estado. Este libro es un apasionante testimonio de ese coraje.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 10/24/2014
Edición: Primera Edición
ISBN: 9789504942412
Disponible en: Libro de bolsillo
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