martes 19 de marzo de 2024
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«La vida oculta de Fidel Castro», de Juan Reinaldo Sánchez

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Juan Reinaldo Sánchez fue guardaespaldas de Fidel Castro, es por eso que puede develar los secretos más íntimos de una de las personalidades políticas más importantes de América Latina. En este libro, el autor muestra múltiples facetas que el gobernante cubano tuvo durante los 17 años en los que lo acompañó. A continuación un adelanto de esta obra que muestra intimidades de la vida privada y política de Castro:

 

La escolta: su verdadera familia

Cincuenta y cinco años después del triunfo de la Revolución, la familia Castro es una dinastía bien establecida: siete hermanos (incluido Fidel), una decena de hijos, nietos e incluso varios biznietos muy pequeños. Sin olvidar a los sobrinos y los primos. Sin embargo, la «verdadera» familia del Comandante siempre ha sido la de los guardaespaldas que componen su escolta. Es normal: durante su prolongada existencia, ciertamente el Líder Máximo ha pasado cien veces más tiempo en compañía de soldados dedicados a su protección personal los trescientos sesenta y cinco días del año que con su mujer y sus hijos. Militar de corazón, Fidel tiene más afinidades con sus hombres vestidos con traje de faena color caqui que con sus propios descendientes, quienes jamás han conocido otra cosa que el cómodo estatus de «hijo de» y cuyos hechos de armas brillan por su ausencia.

Por ejemplo, es con nosotros, sus guardaespaldas y sus chóferes, y no con Dalia ni con sus hijos, con quienes el Comandante celebraba el 1 de enero, el 26 de julio y el 13 de agosto. Son las tres fechas fundamentales en la historiografía castrista. El 1 de enero corresponde al triunfo de la Revolución, que tuvo lugar el día de Año Nuevo de 1959. El 13 de agosto es el cumpleaños de Fidel Castro, nacido en 1926. Por último, el 26 de julio se recuerda que la epopeya revolucionaria anti-Batista comenzó ese día, el año de gracia de 1953, con el «asalto heroico» (aunque fallido) al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. Para que la importancia histórica de este acontecimiento fuera bien comprendida, Fidel incluso convirtió el 26 de julio en la fiesta nacional cubana. El mensaje es nítido: en Cuba, dicha fecha constituye el comienzo de todo, el big bang de la política.

Para su cumpleaños, al Comandante en Jefe le gusta rodearse de su guardia personal. Por tradición, él y su escolta se encuentran en la casa situada en el corazón de la Unidad 160, la misma donde Fidel organiza sus citas galantes a espaldas de Dalia. Asan un mechui, un cordero entero a la brasa, que los huéspedes comen sin cubiertos, con la mano, conforme a la tradición árabe, y que riegan con vinos argelinos.  Se hallan asimismo presentes: Pepín Naranjo, el edecán que no deja a Fidel ni a sol ni a sombra, Antonio Núñez Jiménez, el amigo geógrafo del Comandante, uno de los pocos que frecuentan Cayo Piedra, y Manuel Piñeiro, alias «Barbarroja», el jefe del Departamento América de los servicios  de espionaje cubanos, uno de los personajes clave del régimen. En cierta ocasión me crucé asimismo con el general Humberto Ortega: el hermano del presidente Daniel Ortega era por entonces ministro de Defensa del Gobierno revolucionario sandinista de Nicaragua.

El día de su cumpleaños, Fidel jamás omite hacer una visita a su hermano Raúl ni a su amigo el escritor colombiano Gabriel García Márquez, los cuales se suman a veces al mechui de la Unidad 160. Por lo general, el festín dura tres o  cuatro horas. Es inmortalizado con una sesión de fotos, casi siempre tras la entrega de los regalos destinados a Fidel. Se requiere mucho tiempo para abrir todos esos presentes, enviados por los homólogos de Fidel Castro o por admiradores extranjeros. Los regalos se cuentan por centenares, como también las cajas de vino de la presidencia argelina, las cajas de dátiles expedidas por el jefe del Estado iraquí Sadam Hussein o incluso los jamones pata negra obsequiados por un grupo de fans españoles que conocen la pasión del Comandante por esa charcutería ibérica.

Para Fidel, ese momento de esparcimiento supone siempre la ocasión de contar algunas anécdotas y recuerdos de infancia a un auditorio ganado de antemano y que nunca correría el riesgo de interrumpirlo. El Jefe practica igualmente ese tipo de charla con ocasión de nuestros desplazamientos a provincias o al extranjero, cuando la velada se prolonga después de la cena, en petit comité. El hallarme siempre presente a su lado me ha permitido almacenar un conocimiento detallado de su biografía, incluido el período anterior a mi entrada en la escolta, en 1977.

Fidel Castro es un narrador sin igual. No obstante, se trata asimismo de alguien en quien la repetitividad constituye un destacable rasgo de carácter: de natural un tanto obsesivo, reitera las mismas historias año tras año. Lo cual me ha permitido asimilar algunas como si las hubiera vivido. Retrospectivamente, el relato de esos retazos de vida revela varios aspectos de su temperamento, como la marrullería, la tozudez absoluta o la convicción, sólidamente anclada en él, de que todos los medios son buenos para lograr sus fines, incluida la mentira.

Ignoro cuántas veces nos ha narrado «el asunto de las dos libretas de calificaciones», pero al menos se cuentan por decenas. El relato se sitúa en la época en que Fidel abandonó el domicilio y el pueblo familiar de Birán (provincia de Holguín, en el este del país) por la gran ciudad de Santiago de Cuba, a ciento veinte kilómetros de allí, donde ingresó en el colegio jesuita Dolores. El joven Castro residía por entonces en casa de Luis Hippólite Hibbert, que era a la vez amigo de su padre, su propio padrino y cónsul de Haití en dicha ciudad, la segunda de Cuba. Ahora bien, el diplomático era del tipo estricto: tomándose muy a pecho su papel de padrino y de tutor, exigía que el niño sacara excelentes calificaciones en la escuela, sin lo cual éste no recibía sus veinte centavos semanales para ir al cine y comprarse golosinas, así como revistas de historietas.

Un buen día, Fidel pretendió haber perdido su libreta de calificaciones con el fin de que el colegio le proporcionase una segunda. A partir de ese momento, llevaba una doble contabilidad de sus notas. Por un lado, presentaba a su tutor una libreta falsificada, donde aparecía que era el primero de la clase, con un 10 en todas las asignaturas; por otro, imitaba la firma de su padrino a fin de entregar a su profesor principal la verdadera libreta, debidamente rubricada. Entre ambos mundos, la estanquidad era perfecta. Lo malo —el colofón del relato que Fidel, guasón, adoraba contarnos— fue que al final del curso escolar Luis Hippolite Hibbert insistió en asistir personalmente a la ceremonia del cuadro de honor. Y así es como el Jefe nos relataba el final de la historia:

—… Entonces, nos vestimos con nuestros mejores trajes y nos pusimos en camino hacia el colegio Dolores. Por supuesto, mi padrino estaba convencido de que me llevaría todos los premios. Su sorpresa fue total cuando el director de la escuela fue llamando al estrado a un montón de alumnos, salvo a mí. La cosa iba así: «Historia…, ¡Fulano! Biología…, ¡Mengano! Matemáticas…, ¡Zutano! Enhorabuena, bravo, etc.». A lo largo de toda la ceremonia, mi padrino, sentado a mi lado, hervía de impaciencia, muy decidido a reprender al director de inmediato. Estaba furibundo, y yo no tenía ni idea de cómo salir del apuro. A medida que avanzaba la ceremonia, mi turbación iba en aumento. Pero de pronto, ¡eureka!, encontré la solución. Como había faltado buena parte del primer trimestre a causa de una operación benigna de apendicitis, le expliqué que había sido imposible incluirme en la clasificación, pues los tres primeros meses de mi escolaridad no entraban en el cómputo. Esa pirueta me salvó in extremis: me creyó. Pero ¡menudo calor pasé!

Otra anécdota favorita de Fidel se refiere a sus años de juventud en La Habana. Ya estudiante, buscaba una habitación amueblada para alquilar en la capital con el dinero que su padre, rico terrateniente, le enviaba. Fidel se ponía su mejor traje para ir al encuentro de sus futuros caseros. A fin de demostrarles su buena fe y su solvencia, incluso se ofrecía, en plan gran señor, a pagar de inmediato dos meses de alquiler por adelantado. Habiendo engatusado así a los propietarios, residía en su casa durante cuatro meses sin abonar un centavo más. ¡Entonces se marchaba a la chita callando para repetir la jugada en otra parte! Fidel concluía su relato con una estentórea carcajada: «Todavía hoy debe de haber gente en La Habana que me persigue…».

Seamos justos: tales historias nos encantaban. La mayoría de sus monólogos se referían siempre a su vida de guerrillero, al asalto a Moncada, a Sierra Maestra, en pocas palabras, a la epopeya revolucionaria. Estábamos fascinados, era nuestro héroe, nos habríamos dejado cortar en pedacitos por él. Éramos su familia ideal.

La historia de la escolta de Fidel es tan antigua como la Revolución. A partir de 1956, cuando el guerrillero se echa al monte en Sierra Maestra, un pequeño grupo del ejército revolucionario es destinado a su protección personal. Después del triunfo de la Revolución, es decir, una vez hubo bajado de las montañas y llegado a La Habana, Fidel sustituye a sus guardaespaldas guerrilleros por militantes del Partido Socialista Popular (PSP, comunista) y de las Juventudes Socialistas. Es entonces cuando entran en escena Alfredo Gamonal y José Abrantes. El primero fallece en un accidente de tráfico, pero el segundo no tarda en imponerse como uno de los hombres de confianza de Fidel. Así, éste lo nombra jefe de su escolta y después, tras el asunto de la bahía de Cochinos (1961), lo propulsa a la dirección del Departamento de Seguridad del Estado, también llamado G2, que tiene bajo su mando todos los organismos de la policía secreta.

Abrantes cede entonces su puesto al capitán «Chicho», de nombre real Bienvenido Pérez, excombatiente de Sierra Maestra. En los años setenta éste es sustituido a su vez por Ricardo Leyva Castro, luego por Pedro Rodríguez Vargas y finalmente por Domingo Mainet. Es él quien dirige la escolta cuando, en 1977, paso a incorporarme a la guardia pretoriana de Fidel.

Por entonces la protección personal de Fidel Castro es ya una organización ejercitada en extremo y perfectamente entrenada. El primer anillo de protección se compone de una tropa de treinta a cuarenta soldados de élite, algunos de los cuales son asimismo chóferes. Acompañan al Comandante noche y día, dondequiera que se encuentre: en su casa en Punto Cero, en el Palacio de la Revolución (donde tiene su despacho), en su isla de Cayo Piedra, en alguna de sus otras residencias privadas de provincias o incluso en el extranjero, con ocasión de los desplazamientos oficiales.

La escolta se divide en dos equipos (el grupo 1 y el grupo 2) que trabajan alternativamente, día sí día no, veinticuatro horas de un tirón y se relevan a mediodía. Un empleo del tiempo al que hay que añadir media jornada de entrenamiento físico. Una semana tipo se descompone, pues, del siguiente modo: entrenamiento físico el lunes por la mañana, entrada en servicio al mediodía hasta el día siguiente, martes, a mediodía, descanso de media jornada el martes por la tarde, hasta el nuevo entrenamiento el miércoles por la mañana, antes de la entrada en servicio al mediodía, y así sucesivamente. Cuando Fidel viaja a provincias o al extranjero, evidentemente la escolta es movilizada las veinticuatro horas del día.

Fidel se desplaza siempre con catorce guardaespaldas como mínimo, repartidos en cuatro coches, Mercedes negros automáticos. En el vehículo n.º 1: Fidel, su edecán Pepín Naranjo, uno de sus tres chóferes personales ( Jesús Castellanos Benítez, Ángel Figueroa Peraza, René Vizcaíno) y el jefe de la escolta, el coronel Domingo Mainet o, en ocasiones, su médico personal, Eugenio Selman. Coche n.º 2: un chófer y tres guardaespaldas, todos con uniforme militar. Coche n.º 3: ídem. Coche n.º 4: ídem, pero esta vez los soldados van vestidos de civil y circulan en un Lada soviético con cambio de marchas mecánico, cuyo motor está «hinchado » para aumentar la potencia. Este vehículo sigue a los tres anteriores a una distancia de cien metros, a fin de que la presencia militar alrededor de Fidel no sea demasiado agobiante. Cuando el comandante abandona la capital para ir a provincias o de fin de semana a su isla de Cayo Piedra, un quinto Mercedes completa la comitiva. Éste transporta al médico personal Eugenio Selman, al enfermero Wilder Fernández, al fotógrafo oficial Pablo Caballero y al mayordomo Orestes Díaz, todos ellos considerados miembros de la escolta de pleno derecho.

Cuando Fidel viaja a provincias o se dispone a participar en un acontecimiento concreto, el grupo operativo, o segundo anillo, es movilizado como refuerzo para cubrir las posiciones de la escolta, a una distancia más alejada de Fidel. Y si éste visita una fábrica, una escuela, un pueblo, un barrio o un ministerio, oficiales de contraespionaje forman parte de la partida. Se ponen a disposición de la escolta, movilizando a todos los agentes de información infiltrados en el interior y en los alrededores de los lugares visitados. Por su parte, la aviación se encarga de vigilar el espacio aéreo con la ayuda de radares. Y cuando Fidel se encuentra cerca del litoral o sube a bordo de un barco, los guardacostas se hallan asimismo en pie de guerra.

Pero volvamos a la escolta propiamente dicha. Entre esta guardia pretoriana, algunos han sido elegidos no sólo en función de su aptitud para el tiro o de sus reflejos en el close- combat. Dos guardaespaldas, Andrés Arronte Martínez y Ambrosio Reyes Betancourt, fueron seleccionados… ¡debido a su grupo sanguíneo! Su grupo, A negativo, uno de los más raros de la especie humana, es, qué duda cabe, el de Fidel Castro. Así, en caso de necesidad imperiosa, su presencia permitiría realizar de inmediato una transfusión sanguínea de brazo a brazo, con sangre fresca, para salvar al Jefe.

Otra curiosidad: ¡la escolta de Fidel cuenta con un sosias! Imberbe y más bajito que el Comandante, Silvino Álvarez no es, propiamente hablando, su doble perfecto. Sin embargo, instalado en el asiento trasero de un coche y disfrazado con una barba postiza, puede ser fácilmente confundido, de lejos, con el Líder Máximo, pues ambos poseen el mismo perfil griego (la frente y la nariz forman una misma línea oblicua, ligeramente doblada en su punto de unión).

Este medio de desinformación se ha utilizado en varias ocasiones, sobre todo en 1983 y en1992, cuando Fidel Castro cayó gravemente enfermo sin que nadie se enterase, como veremos más adelante. El Comandante permaneció entonces clavado en el lecho durante varias semanas en el mayor de los secretos. Y el falso Fidel fue instalado en el asiento trasero de la limusina presidencial, que circulaba por La Habana, teniendo cuidado de pasar por numerosos lugares populares, como el puerto, el Malecón (la avenida del frente marítimo), la avenida de El Prado, la Quinta Avenida o incluso por delante de las embajadas de los países capitalistas, como Francia o el Reino Unido. Silvino Álvarez bajaba entonces la ventanilla del vehículo y saludaba desde lejos a los transeúntes mitando los gestos de Fidel. La población no se enteraba de nada, como nos confirmaron después los informadores de la policía apostados en la ciudad.

En materia de desinformación, Fidel Castro resulta casi imbatible. Cuentan los libros de historia que cuando los periodistas estadounidenses acudían clandestinamente a entrevistarlo en las montañas de Sierra Maestra, el guerrillero procedía a una puesta en escena perfectamente organizada: el experto director hacía circular a sus soldados en todos los sentidos en un segundo plano con el fin de crear un efecto de masas y hacer creer a sus interlocutores que sus tropas rebeldes eran mucho más numerosas de lo que lo eran realmente.

Las técnicas de manipulación de la información están en el meollo del trabajo de protección de toda alta personalidad. Pero no de manera tan sistemática como en Cuba. Allí, cada desplazamiento de Fidel está concebido con objeto de engañar al público sobre el horario, el lugar y el medio de transporte utilizado. Cuando el Comandante en Jefe desea expresarse en público, su aparición es anunciada a una hora precisa pero, de hecho, su llegada siempre se adelanta o atrasa. Asimismo, es habitual afirmar que viajará en helicóptero, cuando circula en coche. Otro ejemplo: con ocasión de los viajes al extranjero, prevemos todas las veces dos o tres lugares de residencia diferentes (por ejemplo, dos reservas de hotel y la residencia de la embajada de Cuba) antes de elegir uno en el último momento a fin de desorientar a toda persona que, por la razón que sea, haya querido saber de antemano el lugar donde Fidel tiene previsto pasar la noche.

Incluso en La Habana, cuando se dirige diariamente al Palacio de la Revolución desde su propiedad de Punto Cero (unos diez kilómetros separan ambos lugares), el itinerario seguido varía en el último momento, de tal suerte que incluso sus propios guardaespaldas ignoran la ruta elegida por el jefe de la escolta. Además, los tres coches de la comitiva cambian todo el tiempo de posición con el fin de que nadie sepa jamás en qué vehículo (el de cabeza, el del centro o el de cola) se encuentra el Líder Máximo.

Lo cierto es que hasta 1979 el coche de Fidel era fácilmente identificable: circulaba en una pesada limusina soviética negra de la marca ZIL, idéntica a las reservadas a los dignatarios de la URSS. Le había sido obsequiada por el número 1 del Kremlin Leonid Brézhnev.

Nosotros, los miembros de la escolta, circulábamos entonces a bordo de unos Alfa Romeo color burdeos, modelos 1750 y 2000, ligeros, nerviosos, manejables.

Sin embargo, dos años después de mi entrada al servicio de Fidel, la flota automovilística fue renovada por completo. Al abandonar la 6ª cumbre de los No Alineados,3 organizada a principios de septiembre de 1979 en La Habana, el presidente iraquí Sadam Hussein regaló a su homólogo cubano un Mercedes-Benz 560 SEL blindado que había hecho traer consigo desde Bagdad. Tras lo cual Fidel dio orden a dos mecánicos del taller n.º 1 perteneciente a la Dirección de la Seguridad Personal, llamados Socarras y Álvarez, de dirigirse a Alemania Occidental con el fin de comprar otros Mercedes-Benz 500 de ocasión, en sustitución de los Alfa Romeo, que habían quedado obsoletos.

Conforme al procedimiento de seguridad aplicado a todos los vehículos oficiales repatriados a Cuba tras una estancia en el extranjero, los Mercedes son necesariamente enviados al taller automovilístico de la Unidad 160 para someterlos a controles en profundidad. Se desmontan sistemática e íntegramente —hasta el último perno— a fin de comprobar si se ha introducido algún micrófono o un dispositivo explosivo detrás del forro de una portezuela, en el interior de un asiento, en el cuadro de mandos, bajo el chasis o en el motor. Después de la «luz verde» por parte de los especialistas en detección de explosivos, los Mercedes pueden por fin ser montados de nuevo y puestos en servicio.

La potencia de fuego de la escolta tampoco es algo que pueda descuidarse. Cuando Fidel Castro circula a bordo de su limusina blindada, él mismo dispone de un fusil de asalto soviético Kalashnikov de culata plegable, calibre 7,62 milímetros, siempre depositado entre sus pies, así como de cinco cargadores de treinta municiones cada uno. Dicha arma jamás lo abandona. Se mantiene en su sitio incluso cuando Fidel invita a un importante huésped extranjero a subir a su coche. Cosa que sin duda impresiona notablemente a éste.

Fidel siempre se sienta en el asiento trasero, a la derecha. Justo detrás de él, a la altura de su hombro derecho, se encuentran una pistola Browning 9 milímetros así como tres cargadores de trece balas. Por lo demás, el habitáculo alberga un segundo Kalashnikov, calibre 5,45 milímetros, y cinco cargadores de treinta cartuchos, depositados a los pies del jefe de la escolta Domingo Mainet, que ocupa el asiento del pasajero en la parte de delante. A eso se suman las armas de todos los guardaespaldas: cada uno lleva una pistola Browning al cinto y, según la situación, un Kalashnikov en bandolera.

Además, por entonces el maletero del Mercedes presidencial encerraba siempre un maletín negro que contenía un Kalashnikov AKM, de culata de madera y calibre 7,62 milímetros, así como cinco cargadores de cuarenta cartuchos. Este fusil de asalto era el arma personal de Fidel, la que utilizaba en sus ejercicios de tiro, a los que se obligaba regularmente, y que se llevaba a su casa todas las noches. Dalia, avisada de nuestra llegada por radio, lo esperaba en la escalinata de la vivienda familiar, como una esposa devota. Según un ritual inmutable, Fidel la besaba en la boca y acto seguido le confiaba su arma. Ella se dirigía a guardarla cuidadosamente en su dormitorio, en el piso superior. En Punto Cero o en sus desplazamientos, el jefe del Estado dormía siempre con su Kalashnikov muy cerca de la cama, al alcance de la mano.

Por otra parte, el maletero del Mercedes de Fidel alberga un botiquín (bajo la responsabilidad de su médico y de su enfermero), botas de recambio, un traje de civil, dos o tres trajes de faena militares, corbatas, gorras militares y tres mudas de ropa interior. Sin olvidar un equipo completo de baloncestista, al menos hasta que Fidel decidió abandonar el baloncesto de resultas de su herida en el dedo del pie, en 1982.

Por último, uno de los vehículos posee una nevera que contiene refrescos, cervezas, botellas de agua, así como leche de vaca, un litro de leche de cabra y yogures naturales o de limón, uno de los favoritos del Jefe.

Para terminar con los vehículos de la escolta, es totalmente falso pretender (como he oído decir en Miami, en boca de seudoespecialistas en el castrismo) que la limusina presidencial transporta granadas situadas al alcance de la mano de Fidel. Como tantos otros camelos que se cuentan en relación con él, se trata de elucubraciones, trolas, fantasías. En cambio, una cosa es segura: todas las informaciones del presente libro se basan en cosas vistas, vividas, concretas, no en habladurías o testimonios de segunda mano. Como suele decirse, ¡yoestaba allí!

En el dispositivo de seguridad del jefe del Estado cubano yo ocupaba un lugar especial, privilegiado, sobre todo a causa de mis tres cinturones negros (yudo, karate, close-combat), mis cualidades de tirador de élite y mi devoción total por la Revolución. Muy pronto me asignaron la función de guardaespaldas personal de Fidel. El honor supremo. Entre los treinta o cuarenta miembros de la escolta, yo era el primer guardaespaldas, como dirían del primer violín de una orquesta. En cuanto nos apeábamos del coche, me correspondía a mí situarme justo al lado o justo detrás de Fidel, a fin de prevenir cualquier imprevisto y de ser su última defensa. Durante diecisiete años estuve en primera fila.

Guardaespaldas lleno de celo, rápidamente me di cuenta de que era posible mejorar aún más la protección personal del Jefe. Hablé de ello al jefe de la escolta Domingo Mainet. Y procedimos a hacer algunos ajustes. Por ejemplo: en la escuela del Ministerio del Interior había aprendido que había que estar atento a la mirada de la gente. ¿Acaso los ojos no son el espejo del alma y reflejan las intenciones de todos y cada uno? No obstante, sobre el terreno descubrí que el peligro venía de las manos, no de los ojos. De hecho, si bien un agente enemigo bien entrenado puede enmascarar con facilidad las expresiones de su rostro, le resulta más difícil ocultar los movimientos de sus manos, y por lo demás, a menudo ni siquiera piensa en ello. Este aspecto de las cosas no tardó en ser integrado en la formación general de los guardaespaldas cubanos. Desde entonces se les enseña a centrar la atención en las manos de la gente que compone una multitud.

Fui también yo quien hizo modificar nuestras posturas de tiro. Al principio desenfundábamos la pistola con las piernas flexionadas, para ganar estabilidad. En el entrenamiento hice observar a Fidel que, al flexionarnos así, perdíamos unos preciosos centímetros que nos permitían hacer mejor pantalla delante de él. Fidel admitió lo acertado de mi observación. A partir de entonces, sus guardaespaldas aprendieron a mantenerse erguidos sobre ambas piernas durante los entrenamientos.

Cabe decir que en última instancia es siempre Fidel quien decide sobre todo lo concerniente a su guardia pretoriana, desde la elección del personal hasta las armas utilizadas. Ni el ministro del Interior, ni el director de la Seguridad Personal, ni su jefe de escolta pueden tomar la iniciativa sin su aprobación. En muchos casos, el jefe de escolta no es más que la correa de transmisión en relación con la voluntad del Comandante. En cuanto a Dalia, que en diversas ocasiones ha intentado inmiscuirse en los asuntos internos de la escolta, Fidel jamás le ha brindado la ocasión, ¡y es mucho mejor así!

Tras haberme convertido en primer guardaespaldas, era lógico que pasase también a jefe de coche. Como su nombre indica, el «jefe de carro» ocupa la posición jerárquica más elevada en el vehículo en que se encuentra. Es sobre todo él quien coordina, junto con los otrosjefes de coche, los movimientos de la comitiva motorizada.

Paralelamente, me fue confiada otra responsabilidad: la de preparador físico de la escolta. Dicho claramente, yo era quien establecía el programa de entrenamiento deportivo: al menos cuatro horas de footing, musculación y close-combat al día, desde las ocho hasta las doce. Naturalmente, también me impuse como profesor de tiro. Todas las mañanas íbamos al campo de tiro para ejercitarnos en posición de pie, acuclillada o tendida, con blancos fijos o móviles. Nos ejercitábamos con toda clase de armas: pistolas, fusiles, metralletas, inmóviles o caminando, o incluso corriendo.

Algunos entrenamientos tenían lugar en la Ciudadela. Se trata de un pueblo fantasma que se encuentra en dirección a la ciudad de Mariel, entre la carretera panamericana y el mar, a unos veinte kilómetros de La Habana. Igualmente utilizado por los soldados de las Tropas Especiales cubanas, la Ciudadela recuerda un decorado cinematográfico, con sus edificios vacíos, algunos de los cuales están coronados por las letras CDR (Comité de Defensa de la Revolución), su falsa clínica y su vía férrea. Es el lugar ideal para simular combatesurbanos con coches en movimiento y tiradores emboscados en los tejados.

A fin de aumentar el realismo, instalaron sobre los raíles una maqueta de coche a tamaño natural, que se desplaza como un blanco móvil. La Ciudadela alberga varios campos de ejercicio para el tiro con fusil, con metralleta, con ametralladora, con lanzagranadas, con lanzacohetes, hasta una distancia de quinientos metros. Las carreteras que atraviesan el lugar bordeando el mar permiten también disparar desde coches que circulan a toda marcha. Uno de los ejercicios desarrollados por mí consistía en desenfundar un arma, cargarla, hacer fuego (y hacer diana) y luego guardarla en su funda, todo ello en menos de tres segundos.

Personalmente, muy pronto superé las cuatro horas diarias de entrenamiento obligatorias, forzándome a correr y  a disparar durante mis días de vacaciones con el fin de estar siempre lo mejor preparado posible, de dar ejemplo y de consolidar mi posición jerárquica en el seno del organigrama. Gustoso me despedí de la mayoría de mis medias jornadas de descanso y de mis días de vacaciones para trabajar seis días de cada siete o incluso más. En previsión de los futuros viajes de Fidel Castro al extranjero, me correspondía, en mi calidad de preparador físico, seleccionar a los soldados del grupo que tendrían el honor y el privilegio de participar en el desplazamiento oficial, mientras que los demás, menos competentes a mis ojos, se quedarían en Cuba. Sin duda eso suscitó envidias y me valió algunos rencores.

A partir de mediados de los ochenta, añadí una varilla más a mi abanico de competencias: fui designado para realizar la tarea de «precursor». El precursor es el que se adelanta con el fin de efectuar todos los preparativos necesarios para la seguridad del presidente Castro antes de que éste se dirija a un país determinado. Por ejemplo, debe llevar a cabo localizaciones en la capital visitada, determinar los trayectos que gozan de mayor seguridad y comprobar que la delegación cubana no carezca de nada ni esté expuesta a riesgo alguno. Por lo tanto, también era yo quien alquilaba casas o reservaba hoteles, vigilando la seguridad de las entradas y salidas de los edificios en cuestión. Maleta de efectivo en mano, he llegado a comprar casas, sobre todo en África, cuando estimaba que era la mejor manera de garantizar la seguridad de Fidel durante la noche. Para esta misión no estaba solo. La Avanzada, es decir, el grupo precursor, cuenta por lo general con seis oficiales: un jefe del equipo médico, un responsable de los alimentos, un especialista de la Técnica (encargado de poner o de detectar micrófonos), yo mismo y por último el director de la Seguridad Personal, en la época el general de división Humberto Francis Pardo, que tenía a varios miles de hombres bajo sus órdenes.

En esta delegación, exceptuando al general Francis, el elemento principal es por supuesto el que representa directamente a la escolta de Fidel, en el caso que nos ocupa un servidor. No hace falta recordarlo: no existe nada más importante que la seguridad del Comandante en Jefe. Junto con mi colega de la Técnica, ponía especial cuidado en descubrir eventuales micrófonos ocultos. A lo largo de mi carrera detecté dos: uno oculto en un marco de ventana, en la habitación del hotel de Fidel, en  Madrid; el otro en el falso techo de la residencia del embajador de Cuba en Harare, en Zimbabue. Última precisión: en los países visitados, evidentemente la Avanzada recibe el apoyo de los oficiales de información destinados en la embajada de Cuba.

Es de creer que Fidel siempre ha estado satisfecho de mi trabajo, pues en más de una ocasión, cuando lo recibía al bajar del avión al pie de la escalerilla, lo oí exclamar:

—¡Ah, Sánchez! ¿Estás aquí? Muy bien, entonces todo está en orden. Dime, Sánchez, ¿cuáles son tus sugerencias?

Entonces le hacía un informe con el fin de iluminarlo sobre la situación en todas las cuestiones relativas a la logística, a la seguridad, a sus desplazamientos. Por ejemplo, se ha dado el caso de que le aconsejara que no se dirigiese hacia la multitud en un determinado momento de una visita oficial, pues nuestros agentes de información se habían enterado de que falsos partidarios deseaban atraerlo hacia ellos con gritos de «¡Viva Fidel!» (Fidel es especialmente sensible a ese tipo de aclamaciones), pero con la intención de insultarlo una vez lo tuvieran delante. Por regla general, era asimismo al bajar del avión cuando le proponía las opciones de alojamiento en las que había pensado. De todos modos, Fidel depositaba en mí el cuidado de decidir por él.

En el seno de la «familia» de la escolta, mi carrera conoció una progresión ascendente regular. Teniente en 1979, fui ascendido a capitán en 1983, a mayor en 1987 y a teniente coronel en 1991. Y de algo estoy seguro: siempre he hecho un buen trabajo. En 1986 el general de división Humberto Francis Pardo, que, en cuanto comandante de la Dirección General de la Seguridad Personal, era uno de los más importantes dirigentes de Cuba, me hizo redactar un informe sobre mi visión de lo que debía ser la escolta de un jefe de Estado. Mis escritos le gustaron tanto que, tras haberlos leído, me pidió que diera una conferencia ante la plana mayor de la Seguridad Personal, es decir, ante la totalidad de los jefes de escolta de todos los dirigentes cubanos.

Asimismo, en determinadas ocasiones Fidel insistió en recompensar mis servicios con una medalla. A nuestro regreso de Brasil, donde el Jefe había asistido, en enero de 1990, a la toma de funciones del presidente Fernando Collor de Mello,4 fui condecorado, por ejemplo, por la excelencia de mi trabajo en Brasilia. En noviembre de 1992 gané el concurso nacional de mejor tirador con pistola de guerra a veinticinco metros, estableciendo un récord absoluto de 183 puntos sobre 200. Lo cual me valió recibir la distinción de «tirador experto», que ningún soldado cubano había obtenido antes que yo. Distaba de imaginar que tan sólo dos años después sería enviado a la cárcel como un vulgar delincuente. Pero no nos anticipemos…

Como ya he dicho, mi función de primer guardaespaldas se prolongaba incluso bajo el agua, con ocasión de las salidas de pesca submarina en Cayo Piedra, donde me correspondía proteger a Fidel de las morenas, los tiburones y las barracudas. No obstante — en un contexto no tan deportivo—, mi responsabilidad más importante fue sin duda la de llevar la «libreta». En ese cuaderno de formato bolsillo (13 x 18 cm) y tapa gris, tenía a mi cargo anotar todos los actos de Fidel realizados a lo largo de cada jornada: la hora de levantarse, el menú del desayuno (y de todas las demás comidas), la hora de salida hacia el Palacio de la Revolución, la de llegada a destino, el itinerario tomado por la comitiva presidencial a través de La Habana, el nombre de las personas recibidas en audiencia, el horario y la duración de cada cita, así como los asuntos tratados.

Ya telefonease al número 1 del Kremlin Mijaíl Gorbachov, se entrevistara con el ministro del Interior José Abrantes o hiciera una visita a su amigo Gabo (Gabriel García Márquez) en su casa habanera, siempre había que consignar sucintamente los temas de conversación abordados. Dicho trabajo de escriba constituía un sacerdocio. En ocasiones concernía a los más insignificantes detalles; en Cayo Piedra, por ejemplo, debía registrar, sin errores, el número de peces capturados por el dueño de la casa: diez langostas, cuatro guachinangos, tres meros, etc. También tenía que anotar el nombre, la procedencia y la añada de los vinos cada vez que Fidel descorchaba una botella.

Cuando me hallaba ausente del servicio por ser mi período de descanso, era a mi colega del grupo 2, mi sustituto, a quien incumbía anotarlo todo en hojas sueltas. Al día siguiente yo debía sintetizar los datos recogidos con esmero y transcribirlos en la libreta. Desde 1977 hasta 1994 mantuve actualizado el célebre cuaderno gris. Lo cual me permitió adquirir un conocimiento detallado —¡hora a hora!— de la vida de Fidel Castro.

Una vez llenas todas las páginas, la libreta se ataba como un paquete de regalo, se sellaba con cera y se enviaba al servicio de documentación del Palacio de la Revolución. Allí quedaba almacenada para la posteridad, junto a otros centenares  de cuadernos del mismo formato. Así, la totalidad de la vida del Comandante ocupa varios metros de estanterías en alguna parte, en unas oficinas del palacio presidencial de La Habana. Allí se encuentran asimismo todas las grabaciones de audio efectuadas a petición de Fidel (pero a espaldas de sus interlocutores), que, cuando es posible, graba en cintas magnéticas todas sus conversaciones importantes, ya sea con la ayuda del dispositivo de alta fidelidad instalado en su despacho o con la de las minicasetes que nosotros, su escolta, llevamos siempre en el equipaje. Eso sí, Fidel, prudente, ha dado una consigna que hay que seguir en caso de que el comunismo cubano llegara a derrumbarse: es absolutamente prioritario destruir dichos archivos.

Si bien para Fidel la escolta constituía su única familia «verdadera», debo reconocer que también era así para mí. Enteramente consagrado a la Revolución, dedicaba poco tiempo a mis seres queridos. Cabe decir que tenía una profesión formidable. Acción, viajes, espionaje, contraespionaje, todo ello inmerso en el corazón del poder; en pocas palabras, todos los ingredientes para una buena película se hallaban reunidos. La guinda del pastel: había adquirido cierta notoriedad. Como siempre aparecía en el encuadre de la foto, o en la televisión detrás del Líder Máximo, era famoso en mi barrio. Recuerdo que en la época en que aún no nos habíamos mudado a nuestro propio piso y vivíamos en casa de mi madre, lindas vecinas aprovechaban cualquier pretexto para pasarse por casa —preferentemente en ausencia de mi esposa— con el fin de comprobar si por casualidad yo andaba por allí… De todos modos, mi adorada exmujer puede estar tranquila: la Revolución y el servicio a Fidel apenas me dejaban tiempo libre para tontear.

Me han preguntado a menudo si Fidel Castro significaba para mí un padre sustituto. Todas las veces respondía que no: ¡significaba mucho más! Para mí era un dios. Bebía sus palabras, creía cuanto decía, lo seguía a todas partes y habría querido morir por él. En un momento dado, mi deseo más profundo era realmente caer en el campo del honor tras haberle salvado la vida. Creía a pies juntillas en los nobles ideales de la Revolución cubana y podía recitar sin hacerme demasiadas preguntas todo el catecismo antiimperialista de la época. Abrí los ojos mucho más tarde, pero en aquel momento estaba demasiado absorbido por mi profesión y fascinado por Fidel para ejercer el menor sentido crítico.

En el seno de la escolta, el ambiente era excelente. Al menos durante todo el reinado de Domingo Mainet, es decir, antes del advenimiento, en 1987, del imbécil de su sucesor, José Delgado Castro, el más incapaz de los jefes —incompetente, intrigante, cobarde, estúpido, envidioso, y me quedo corto— que Fidel haya tenido jamás a la cabeza de su escolta. Afortunadamente, como ya he dicho, el auténtico jefe de la escolta de Fidel era en realidad el propio Fidel.

Sea como fuere, mis camaradas y yo aspirábamos siempre a la excelencia, e incluso en el reinado del cretino de José Delgado Castro estoy convencido de que la alcanzamos. Nuestros mismos colegas extranjeros, incluida gente de la CIA, han dicho y escrito que en un sentido amplio los servicios cubanos se situaban entre la élite mundial al lado de los cinco grandes: Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña, Francia e Israel. Es cierto que nos inspirábamos sobre todo en los métodos del Secret Service estadounidense y del Mosad israelí, pero también en los de los servicios franceses y los del MI5 británico.

En cambio, la experiencia del KGB en materia de protección de altas personalidades carecía, a nuestros ojos, de todo valor y utilidad. Los rusos no podían enseñarnos nada, pues en la Unión Soviética las apariciones públicas de los dignatarios eran infrecuentes, estáticas, calibradas, pautadas como el papel de música, sin establecer nunca contacto directo con la multitud ni ceder a improvisación o espontaneidad algunas. En resumen, todo lo contrario que Fidel, animal instintivo e impulsivo que de golpe y porrazo se abría paso entre la gente y se exponía a toda clase de riesgos y peligros.

Huelga decir que analizábamos minuciosamente todos los intentos de atentado, frustrados o no, contra jefes de Estado o personalidades de todo el mundo: John y Robert Kennedy (1963 y 1968), Anastasio Somoza (1980), Juan Pablo II (1981), Indira Gandhi (1984) o incluso el candidato a la presidencia colombiana Luis Carlos Galán (1989). En cuanto al atentado del Petit-Clamart contra el general De Gaulle (1962), en los suburbios de París, lo estudiamos del derecho y del revés. Lo mismo por lo que respecta a la emboscada tendida a Pinochet en Chile, en 1986, por lo demás urdida con la ayuda de Cuba. Recuerdo que mis colegas y yo sentíamos sincera admiración hacia los chóferes de ambos presidentes, que habían demostrado una sangre fría, unos reflejos y un valor extraordinarios para salvar la vida de su «jefe».

Imaginar, anticipar, prever y evitar cualquier ataque contra Fidel Castro era nuestra preocupación permanente en aquellos tiempos de guerra fría, sobre todo en los años ochenta, en que el presidente de Estados Unidos Ronald Reagan (1980-1988) se la tenía jurada al comunismo internacional. El riesgo era real. Ahora bien, nosotros sabíamos perfectamente que uno de los principales puntos vulnerables de Fidel era su residencia de verano insular de Cayo Piedra, en caso de que llegaran a descubrirla. Diversos tipos de ataques eran posibles: el bombardeo de la isla efectuado con la ayuda de un avión turístico, como un Cessna, volando a baja altitud y por lo tanto indetectable por los radares; la agresión desde una motora rápida que nos bombardease como una cañonera, o una operación especial de submarinistas enemigos que podría acudir a minar durante la noche el Aquarama II, el yate de Fidel, a fin de hacerlo explotar una vez él estuviera a bordo.

Para paliar el peligro de un bombardeo habíamos elaborado un plan de evacuación, pues la isla no posee refugio antiaéreo. La idea era simple: llevar a Fidel a unos doscientos metros de su casa principal para ocultarlo en un sector pantanoso. Allí, bajo la vegetación, invisible desde el cielo, incluso se construyó un pontón con el fin de que Fidel pudiera refugiarse en él, en seco, mientras durase la primera salva. Inmediatamente después comenzaría la evacuación de la isla. La idea era hacer zarpar o despegar en el mismo instante todas las embarcaciones y todos los helicópteros presentes a fin de sembrar la confusión en el enemigo. Por supuesto, Fidel no viajaría en su yate sino en una embarcación más pequeña y discreta. Imaginamos igualmente una variante de ese guión: Fidel se quedaría en la isla en el momento en que todos los vehículos motorizados emprendieran la huida, para crear la ilusión de que se largaba. Y lo habríamos recuperado pocas horas (o pocos días) después mediante un comando cubano.

Huelga decir que Fidel, que había estado a punto de desencadenar un conflicto nuclear durante la crisis de los misiles, en 1962,5 había contemplado todos los guiones, incluso el de una guerra regional o mundial. Por consiguiente, se construyó un refugio atómico en La Habana, debajo del Palacio de la Revolución. En ese búnker habría encontrado refugio un consejo de guerra compuesto por Fidel, Raúl, los principales ministros y los altos dignatarios de las tres armas: tierra, aire, mar. Este refugio de al menos mil metros cuadrados es lo bastante grande para contener despachos o salas de reuniones, un dormitorio común, un comedor, una cocina, cuartos de baño y una war room, desde donde Fidel habría supervisado las operaciones. Por otra parte, a seis metros de profundidad, un túnel secreto de doscientos metros de largo, que pasa por debajo de la avenida de la Independencia, une el Palacio de la Revolución con el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), dirigido por Raúl Castro, el cual dispone asimismo de un refugio atómico.

En caso de conflicto, la escolta de Fidel habría cambiado de inmediato sus Mercedes-Benz por Land Rover —modelo Cruiser— armados con lanzacohetes RPG, fusiles ametralladores RPK y lanzagranadas de calibre 30 a 40 milímetros. Llegado el caso, yo habría conservado la función de jefe de coche, pero a la cabeza de un 4×4 británico con cabida para ocho hombres: un chófer, seis guardaespaldas (tres de ellos francotiradores) y yo mismo. En cuanto a Fidel, habría efectuado todos sus desplazamientos en un vehículo militar blindado.

No se había dejado de lado la seguridad de la familia de Fidel. En caso de conflicto internacional, Dalia y sus hijos habrían podido elegir entre dos refugios. El primero era una casa desocupada de Punta Brava, la misma donde Dalia se había alojado en 1961, a su llegada a la capital, justo antes de instalarse con Fidel.6 El otro refugio estaba enterrado en la casa del Gallego, una vivienda situada justo enfrente de la Unidad 160, donde Fidel solía celebrar su cumpleaños con su escolta. En cambio, contrariamente a los chismes ampliamente divulgados, la casa de los Castro en Punto Cero no está dotada de ningún refugio antiaéreo. Es lógico: ¿quién sería tan estúpido como para esconderse en su casa?

Teníamos conciencia asimismo de que el peligro podía presentarse en forma de algo tan trivial como una comida. Por eso todos los alimentos consumidos por Fidel eran y siguen siendo sometidos a análisis bacteriológicos y químicos antes de servirlos en su mesa. Dichos tests los efectúa el célebre Centro de Investigación Médico-Quirúrgica (CIMEQ), en el oeste de La Habana, a sólo un kilómetro de la propiedad de los Castro. Igualmente, se toman precauciones con las cajas de botellas de vino que Fidel recibe como obsequio: la escolta entresaca varias al azar a fin de comprobar que no contienen ni explosivos ni veneno. De vez en cuando, un chófer de la Unidad 160 es designado para probar el brebaje. Exactamente igual que los reyes de la Edad Media, Fidel tiene su catador.

Incluso los alimentos procedentes del recinto de Punto Cero son objeto de una vigilancia especial. Unos veterinarios supervisan la buena salud de las gallinas y las vacas criadas en la propiedad, mientras que las frutas y verduras cultivadas en los seis invernaderos del jardín son sistemáticamente lavadas con ozono gracias a un dispositivo especial que permite eliminar los residuos contaminantes (pesticidas, fungicidas) y de ese modo evitar en lo posible el riesgo de cáncer. Del mismo modo, el agua del pozo del jardín se analiza con regularidad.

Tantas medidas de prudencia llevan a pensar que Fidel Castro está rodeado de enemigos y vive bajo la permanente amenaza de intentos de envenenamiento. ¡Es el caso! Durante mucho tiempo, sin duda hasta principios de los años noventa, la CIA multiplicó los planes de asesinato sin que ninguno fuera consumado. Tal como los propios servicios estadounidenses admitieron. En los años 2000, cierto número de archivos secretos de Estados Unidos que abordaban este asunto fueron desclasificados y hechos públicos.

No por ello habría que sacar la conclusión de que Fidel sólo tiene enemigos. Por el contrario, sus partidarios, reclutados en el mundo entero, constituyen una extensa familia, mucho más vasta todavía que la de sus guardaespaldas. He visto a muchos de sus miembros desfilar por La Habana, ya se trate de dirigentes revolucionarios, de guerrilleros latinoamericanos o de terroristas vascos. Esos discípulos tienen a Fidel por el más notable líder del Tercer Mundo y el más experimentado de los guerrilleros antiimperialistas. Para ellos es algo más que un jefe de familia: es un jefe de guerra, o de guerrilla, siempre dispuesto a prodigar sus sabios consejos en materia de subversión.

 

La fortuna del monarca

¿Fidel Castro es pudiente? ¿Posee una fortuna oculta? ¿Dispone de una cuenta secreta en un paraíso fiscal? ¿Nada en oro? A menudo me han formulado esas preguntas. En 2006 la revista estadounidense Forbes intentó contestarlas publicando un artículo dedicado a las fortunas de los reyes, reinas y dictadores del planeta. Colocaba la de Fidel entre las diez primeras, al lado de las de Isabel II, el príncipe Alberto de Mónaco y el dictador guineano Teodoro Obiang. Avanzaba la cifra de novecientos millones de dólares a partir de una extrapolación: la revista había atribuido a Fidel Castro una parte de la cifra de negocios de empresas creadas y controladas por el Comandante (Corporación Cimex, el Centro de Convenciones y Medicuba), donde ha colocado a allegados que sujetan por él los cordones de la bolsa. Basándose en testimonios de numerosos altos funcionarios cubanos que desertaron, la revista afirmaba que Fidel malversaba y utilizaba una parte nada desdeñable de la riqueza nacional a su antojo. Lo cual no es falso. Y si bien la metodología de Forbes era aproximativa, la tónica era la adecuada…

La publicación estadounidense logró enfurecer al Comandante, quien pocos días después respondió a tan «infames calumnias». Afirmó que no poseía nada más que sus novecientos pesos de salario mensual, es decir, veinticinco euros. Lo cual resulta de lo más cómico cuando conoces la realidad de su tren de vida cotidiano, y cuando has visto año tras año a los dirigentes de las empresas del Estado seguir las instrucciones y rendir cuentas al Líder Máximo (quien lo decide todo), ya sea directamente o por mediación de sus dos ayudantes, Pepín Naranjo, su edecán, y Chomy, el secretario del Consejo de Estado (es decir, su secretario particular, puesto que Fidel preside la institución).

Nadie podrá jamás evaluar con precisión la fortuna del Comandante. Sin embargo, para acercarnos a la verdad, es preciso comprender antes la realidad cubana, partiendo del hecho de que Fidel Castro reina como monarca absoluto sobre su isla de once millones de habitantes. En Cuba, es la única persona que puede disponer de todo, apropiárselo, venderlo o darlo. Sólo él puede autorizar, de un plumazo, la creación (o el cierre) de una empresa del Estado, en la isla o en el extranjero. Reunidas en conglomerados, todas las sociedades nacionales son administradas como empresas privadas y colocadas bajo el control de tres instituciones principales: el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR, dirigido por su hermano Raúl hasta 2008), el Ministerio del Interior (MININT, estrechamente vigilado por Fidel) o el Consejo de Estado (presidido por él). Es Fidel quien nombra a los responsables y los revoca. De hecho, tal modelo de funcionamiento convierte a Fidel en el súper presidente y director general del «holding Cuba», cuyo organigrama concibió. ¡Cuántas veces lo habré oído, en su despacho, transmitir directrices económicas a Pepín, a Chomy o incluso a Abrantes, el ministro del Interior, relacionadas con la venta de tal activo o la creación de tal empresa fantasma en Panamá (con el fin de burlar el embargo estadounidense)!

Cuba es la «cosa» de Fidel. Es su dueño y señor, a la manera de un terrateniente del siglo XIX. Todo sucede como si él hubiera transformado y ampliado la hacienda de su padre para hacer de Cuba una única hacienda de once millones de personas. Dispone de la mano de obra nacional a su capricho. Por ejemplo, cuando la Universidad de Medicina forma médicos, no es para que éstos ejerzan libremente su profesión, sino para que se conviertan en «misioneros» enviados bajo sus órdenes a chabolas de África, Venezuela o Brasil, conforme a la política internacionalista imaginada, decidida e impuesta por el jefe del Estado. Ahora bien, si están de misión en el extranjero, estos buenos samaritanos no perciben más que una parte del salario que debería pagarles el país de acogida, pues la parte más importante revierte al Gobierno cubano, que hace las veces de prestador de servicios. Del mismo modo, los hoteleros extranjeros, franceses, españoles o italianos, que contratan a personal cubano en la isla no retribuyen directamente a sus empleados, como es el caso en cualquier sociedad libre: pagan los salarios al Estado cubano, que factura dicha mano de obra a precio de oro (y en divisas), antes de entregar una ínfima parte a los trabajadores en cuestión (en pesos cubanos, que no valen casi nada). Esta variante moderna de la esclavitud no deja de recordar la relación de dependencia que existía en las plantaciones del siglo XIX respecto del amo todopoderoso. Por lo demás, se halla en absoluta contradicción con los principios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los cuales estipulan textualmente que «todo trabajador tiene derecho a percibir un salario sin la intervención de un intermediario».

Para librarse de todo control, Fidel, que está por encima de las leyes, creó hace mucho (en los años sesenta) la famosa «reserva del Comandante». Se trata de una cuenta particular constituida con fondos especiales extraídos de la actividad económica nacional. Destinada al uso exclusivo del Comandante, escapa a toda comprobación. Fidel la utiliza a discreción. Casi sagrada, la reserva del Comandante es intocable. Por supuesto, Fidel explica que las necesidades de la Revolución, es decir, la amenaza de una agresión imperialista, imponen este tipo de gestión poco ortodoxo. En realidad, la reserva sirve tanto para los intereses privados de Fidel Castro como para la acción pública. Es la paga que le permite vivir como un rey sin preocuparse jamás de los gastos. Pero también es la que lo autoriza a mostrarse magnánimo cual gran señor cuando se desplaza por «sus» tierras, a través de «su» isla. En efecto, Fidel puede echar mano en todo momento de su hucha para ordenar construir un dispensario, una escuela, una carretera, o para atribuir vehículos a determinado municipio (porque la reserva comprende también un parque automovilístico) sin pasar por un ministerio o una administración. Basta con que el benefactor se vuelva hacia su edecán y le indique una cantidad para que el proyecto se convierta en realidad…, y para que Fidel pase por ser un hacedor de milagros. Es decir, un populista.

Sin embargo, su relación con el dinero no es de la misma naturaleza que la de los nuevos ricos, como el italiano Silvio Berlusconi o el expresidente argentino Carlos Menem, tan propensos al lujo, el consumismo y los placeres inmediatos. Cierto es que el austero Fidel Castro no descuida su propia comodidad. Cierto es que el Líder Máximo posee (en secreto) un yate de casi treinta metros. Pero no experimenta el deseo de sustituirlo por un modelo último grito, más moderno, más vistoso. Para él, la riqueza constituye ante todo un instrumento de poder, de supervivencia política, de protección personal. A este respecto, conociendo su carácter precavido y su mentalidad de viejo campesino español, resulta inimaginable que no haya tomado medidas y protegido sus espaldas (como hacen todos los dictadores), por si él y su familia tuvieran que huir de Cuba e instalarse en el extranjero, por ejemplo en Galicia, la tierra natal de su padre. Por otra parte, un día, Dalia, su mujer, me dijo como de pasada: «No te preocupes, Sánchez, el futuro de la familia está asegurado». Al ser considerada un instrumento de la Revolución, en la cumbre del poder la reserva no se contempla como un tema tabú. Se habla de ella con normalidad, sin perífrasis, en presencia de Fidel o en boca de éste. No constituye un secreto de Estado. Lo que sí lo es, en cambio, es la cuantía de la reserva. Desde que existe, es decir, desde los años sesenta, se reflota de manera constante, a medida que el Comandante hace uso de ella. Cuando Cuba dependía de las subvenciones procedentes de la URSS, era frecuente oír a Fidel decir a Chomy, su secretario particular, que extrajera de dichas subvenciones un importe de x millones de dólares (porque la unidad de cuenta de Fidel es el dólar) y los ingresara en la reserva. Del mismo modo, el Líder Máximo podía disponer del petróleo soviético como le viniera en gana: donar una parte a Nicaragua o vender otra en el mercado negro para generar liquidez. Con el oro negro venezolano cedido por Hugo Chávez a precio de amigo estoy seguro de que ese modo de gestión a discreción ha perdurado.

Diversas fuentes alimentan ese fondo especial, empezando por las empresas colocadas bajo la tutela del Consejo de Estado (dirigido por Fidel), como indicaba la revista estadounidense Forbes en 2006. Entre éstas: la Corporación Cimex (bancos, construcción inmobiliaria, alquiler de vehículos, etc.), Cubalese (empresa disuelta en 2009, que proporcionaba a embajadas y empresas extranjeras servicios como el alquiler de mano de obra cubana o alojamientos) o incluso el Palacio de Convenciones, creado en 1979 para acoger la 6.ª cumbre de los No Alineados y dirigido por el fiel Abraham Maciques. Un día en que éste recibió a Fidel ante dicho centro de convenciones, a mediados de los años ochenta, lo vi entregarnos una bolsa de viaje que contenía un millón de dólares en efectivo. Como siempre, fue el edecán Pepín Naranjo el encargado de trasladar y consignar la cantidad en la reserva. Otro día, también a mediados de los años ochenta, fue el ministro del Interior José Abrantes quien entró en el despacho de Fidel con una maleta llena de billetes y pronunció la expresión consagrada: «¡Comandante, esto es para la Revolución!». Fidel se limitó a contestar «Muy bien» y se volvió hacia Pepín para decirle que lo ingresara en la reserva.

Sé que el director de la Banca Nacional, Héctor Rodríguez Llompart, era el consejero económico de Fidel, pero desconozco los circuitos financieros y si existen cuentas en el extranjero (en mi opinión, tal sería el caso). Una cosa es cierta, no obstante: a Fidel nunca le ha faltado dinero en metálico. Pude constatarlo, por ejemplo, en Harare (Zimbabue), cuando me confiaron una maleta con doscientos cincuenta mil dólares en metálico para preparar la llegada del jefe del Estado cubano.

Entre los episodios más divertidos de que he sido testigo se encuentra éste: en cierta ocasión, oí a Fidel decir a Pepín y a Chomy que parte de los fondos de la reserva servirían para prestar dinero a la Banca Nacional, dirigida por Llompart. Ahora bien, ese par, Llompart y Fidel, habían fijado las tasas de interés en el 10 %. Dicho de otro modo, el Comandante iba a prestar un dinero que no le pertenecía al país que gobernaba, mediante la banca cuyas tasas de interés fijaba él, ¡y a embolsarse de paso el 10 % de los beneficios!

A la hora de alimentar la reserva, Fidel no escatima los medios. A tal efecto, es capaz de comportarse como un jefe de pyme. Así, ha contribuido con su flota de la Caleta del Rosario, su puerto deportivo particular, donde, además de su yate Aquarama II, posee dos barcos de pesca llamados Purrial de Vicana I y II, uno de cuyos capitanes se llama Emilio. Tras sus salidas al mar, sus capturas son enviadas a las unidades de congelación del puerto de La Habana y a la Unidad 160 (la plataforma logística de la escolta de Fidel). Estas capturas no se destinan al consumo de la familia Castro, que no come pescado congelado: se venden en uno de los mercados de alimentación más importantes de La Habana, el Super Mercado, situado en la esquina de la Tercera Avenida y la calle 70 del barrio de Miramar. Del mismo modo que un grano no hace granero pero ayuda al compañero, una unidad de producción de pavos y una granja de cría de corderos coadyuvan al mismo propósito: aumentar la reserva. A lo que cabe añadir los negocios emprendidos en Luanda durante la guerra de Angola en el kandonga, el famoso mercado negro angoleño, donde los cubanos fueron hiperactivos a lo largo de quince años. Cosa que también permitió incrementar la reserva del Comandante.

En el momento de la aparición del artículo en Forbes, el historiador Eusebio Leal, muy cercano a Fidel, había salido a la palestra para defender la reputación del Comandante. Como prueba del altruismo del Líder Máximo, reveló que en los años noventa éste le encargó distribuir entre los museos y los centros culturales 11.687 obsequios recibidos por él, entre los que había cuadros, joyas, objetos de marfil y valiosos tapices procedentes de ciento treinta y tres países. Puede que sea cierto. Pero no demuestra nada. Porque en lo que a mí respecta, bien que vi los diamantes de contrabando en el despacho de Fidel. Originarios de Angola, habían sido enviados por Patricio de la Guardia y Arnaldo Ochoa, jefe de la misión del MININT y jefe de la misión militar cubana, respectivamente, en ese país africano sumido en la guerra. Eran diamantes de pequeño tamaño, guardados en una caja de puros Cohiba. Chomy, el secretario, y Pepín, el edecán, se los iban pasando de mano en mano en presencia de Fidel, su médico personal, Eugenio Selman, y yo. Todavía recuerdo su diálogo.

—Bien, Pepín, ya sabes lo que hay que hacer. Los vendes en el mercado internacional…

—Sí, Comandante —respondió el edecán, convertido de repente en experto en gemología—. Pero ya sabe que el valor de estas piedras no será demasiado elevado, porque son pequeñas… Bien, en todo caso algo han de valer, porque su tamaño será apreciado en joyería.

En lo tocante a los negocios, Fidel tiene en ocasiones la mentalidad de un pirata del Caribe. Situarse fuera de la ley, navegar en la informalidad, practicar el contrabando no le plantea ningún problema, puesto que las circunstancias lo exigen y su postura de resistencia ante el embargo estadounidense lo autoriza todo. Por otra parte, contrariamente a lo que él afirma, siempre ha estado al corriente de todas las actividades ilícitas (incluido el tráfico de drogas en los años ochenta) concebidas y llevadas a la práctica por Patricio de la Guardia y Arnaldo Ochoa, quienes, en el seno del Departamento MC (Moneda Convertible), se esforzaban por hacer acopio de divisas sin importarles los medios, con el fin de apoyar a la Revolución. Del mismo modo, Fidel estaba al corriente de las actividades paralelas del ministro del Interior José Abrantes, quien ordenaba fabricar falsos tejanos Levi’s en talleres clandestinos (donde trabajaban prisioneros cubanos) y traficaba con Chivas Regal adulterado para comercializarlo en el mercado negro de Panamá. Y siempre con la misma finalidad: irrigar la «reserva del Comandante en Jefe».

Todas estas operaciones comerciales las conozco porque Fidel y su entorno hablaron de ello en mi presencia durante diecisiete años seguidos, y porque Pepín y Chomy, con los que yo colaboraba estrechamente a diario, rendían cuentas con regularidad al Comandante en Jefe sobre el particular, sin recelar de mi presencia porque, ciertamente, por entonces yo pertenecía al círculo más íntimo del Jefe.

En cualquier caso, el «golpe» más logrado de Fidel fue tal vez ordenar, en 1980, la reactivación temporal de la mina de oro de la Dolita, en la isla de la Juventud, la gran isla en forma de torta situada al sur de las costas cubanas. Después de haber agotado el filón, los españoles la habían cerrado definitivamente en tiempos de la colonia. Sin embargo, tras enterarse de que la cotización mundial del oro conocía un boom, a Fidel se le metió en la cabeza comprobar si por ventura los equipos modernos permitirían extraer de la Dolita un poco de mineral residual que se hubiera pasado por alto. Su intuición fue certera: se recogieron entre sesenta y setenta kilos de oro, que se fundieron en lingotes. Los vi con mis propios ojos cuando fueron trasladados al palacio para mostrárselos a Fidel. Pepín me pidió que los ayudara a transportarlos en una carretilla, por eso pude calcular el peso: un solo hombre no podía levantar todo aquel metal de una vez. No me tomé la molestia de preguntar para qué iba a servir el botín, ni cuál era su destino: ya conocía la respuesta…

Como resulta imposible evaluar la fortuna de Fidel Castro, al menos se puede intentar calcular su patrimonio. En un país donde no existe mercado inmobiliario, es difícil tasar la inmensa propiedad de Punto Cero (con su piscina, su parque arbolado y sus invernaderos) o la isla paradisíaca de Cayo Piedra. Estos bienes excepcionales no dejan de poseer un valor intrínseco, que sería fácil comparar con sus equivalentes en el mercado del lujo, muy cotizados en el mar de las Antillas, las Bahamas, Granada o Antigua. Así, la isla privada de Cayo Piedra valdría, como mínimo, entre dos y diez millones de dólares.

Ahora bien, el patrimonio de Fidel no se limita a esas dos residencias principales. A ellas hay que sumar docenas de otras. Para ceñirme a una evaluación rigurosa, objetiva y minimalista, me limitaré a la veintena de casas al servicio exclusivo del Comandante, que conozco por haberlas pisado y visto con mis propios ojos, sin tener en cuenta otras viviendas que podrían pasar por alojamientos oficiales.

Pasaremos revista a esa cartera inmobiliaria, región por región, de oeste a este de la isla. En la provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental de Cuba, posee tres bienes: la casa del Americano (con piscina al aire libre), la granja de la Tranquilidad, en el paraje llamado Mil Cumbres (muy poco frecuentada por Fidel; yo sólo fui dos veces), y La Deseada, un pabellón de caza que conocí bien, situado en una zona pantanosa y donde caza patos en invierno.

En La Habana, el Comandante (aparte de la propiedad de Punto Cero), tiene seis eventuales residencias: la casa de Cojímar, que fue su primera vivienda tras el triunfo de la revolución, en 1959; la de la calle 160, en el distrito de La Playa, bastante lujosa; una tercera reservada a sus citas galantes: la casa de Carbonell, situada en el recinto de la Unidad 160; una adorable casita en Santa María del Mar, estilo años cincuenta, encarada al mar y al lado del hotel Trópico (en el municipio de La Habana del Este), y por último, las dos casas provistas de refugios antiaéreos para la familia Castro en caso de guerra: la casa de Punta Brava (donde Dalia vivió en 1961 antes de convivir con Fidel) y la casa del gallego, muy cerca de la Unidad 160.

En la provincia de Matanzas, posee dos residencias de verano en los litorales norte y sur: en el norte, una casa situada en el corazón de la estación turística de Varadero, muy apreciada por los hijos que ha tenido con Dalia porque da a la playa; y en el sur, La Caleta del Rosario (en la bahía de Cochinos), donde una marina sirve de puerto de amarre para el yate Aquarama II y el resto de la flotilla privada del Comandante. Más al este, en la provincia de Ciego de Ávila, otra casa da a la arena fina: es la de la Isla de Turiguanó, cerca del centro turístico Cayo Coco, muy apreciado por buceadores de todo el mundo, en la costa septentrional de Cuba.

En la provincia de Camagüey, siempre más al este, se encuentra la pequeña hacienda de San Cayetano, la cual, aunque Fidel no monta a caballo, posee un picadero exterior (conocido como «palestra» en el mundo de la equitación). Otra vivienda, llamada Tabayito, siempre en Camagüey, queda oculta en el interior de un complejo que alberga otras viviendas reservadas a los miembros de la nomenklatura. Por último, conozco otra propiedad llamada Guardalavaca, en la provincia de Holguín, y dos residencias en Santiago de Cuba, la gran ciudad situada en la parte oriental de la isla: una casa en la calle Manduley (con dos pisos y una bolera) y otra, con piscina, en el interior de un complejo perteneciente al Ministerio del Interior.

No estoy seguro de que el presidente de Estados Unidos disponga de un patrimonio inmobiliario tan surtido. No obstante, cualquiera que sea la respuesta a este interrogante, Fidel jura y perjura, y te pide que lo creas, que sólo gana novecientos pesos al mes…

 

La vida oculta de Fidel Castro
¿Qué se sabe en realidad de Fidel Castro? ¿Cómo vive? ¿Es de verdad el hombre austero y fiel a los ideales de la revolución comunista que afirma ser? La respuesta, según Juan Reinaldo Sánchez, guardaespaldas personal del Comandante durante diecisiete años, es un rotundo no. El Líder Máximo no sólo lleva una vida mucho más confortable de lo que siempre ha dado a entender, sino que tras su fachada de respeto a la ortodoxia del comunismo se esconden manipulaciones financieras dudosas que en este libro se develan por primera vez. Innumerables secretos de Estado y traiciones ocultas han pasado ante los ojos de Juan Reinaldo Sánchez, que ha sido testigo privilegiado de las múltiples facetas del gobernante cubano, reveladas por primera vez en este libro: estratega genial en Nicaragua y Angola, autócrata paranoico en su país, espía sin igual a todas horas, diplomático maquiavélico, padre de familia distraído -tiene al menos nueve hijos, habidos de cinco relaciones diferentes-, obseso de las grabaciones e, incluso, cómplice de los narcotraficantes, la gota que acabó colmando el vaso del que fue durante casi dos décadas su fiel guardaespaldas.
Publicada por: Ariel
Fecha de publicación: 11/10/2014
Edición: Primera edición
ISBN: 9789501201871
Disponible en: Libro de bolsillo
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