viernes 29 de marzo de 2024
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«Orígenes», de Neil deGrasse Tyson y Donald Goldsmith

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El científico Neil deGrasse Tyson y el escritor especializado en astronomía Donald Goldsmith, escribieron el libro «Orígenes, Catorce mil millones de años de evolución cósmica». La obra es una combinación de astrología, geología astrofísica y cosmología. Los autores sintetizan los mayores descubrimientos astronómicos de la historia y develan varios misterios sobre las estrellas, la materia oscura y el origen de la vida en la Tierra. Con una narrativa ágil y cargada de humor invitan al lector a viajar en el espacio para conocer que sus verdaderos orígenes no son humanos ni terrestres, sino cósmicos. A continuación, un fragmento del libro: 

 

 

Una reflexión sobre los orígenes de la ciencia y la ciencia de los orígenes

Una reflexión sobre los orígenes de la ciencia y la ciencia de los orígenes   Ha surgido, y sigue floreciendo, una nueva síntesis de conocimiento científico. En los últimos años, las respuestas a preguntas sobre nuestros orígenes cósmicos no han llegado exclusivamente desde el ámbito de la astrofísica. Trabajando bajo el paraguas de campos emergentes con nombres como astroquímica, astrobiología o física de las astropartículas, los astrofísicos han admitido que pueden sacar un gran provecho de los avances de otras ciencias. Recurrir a múltiples ramas de la ciencia para responder la pregunta «¿De dónde venimos?» ofrece a los investigadores una amplitud y una profundidad de percepciones antes insospechadas sobre el funcionamiento del universo.

En Orígenes: catorce mil millones de años de evolución cósmica, introducimos al lector en esta nueva síntesis de conocimiento, la cual nos permite abordar no solo el origen del universo, sino también el origen de las estructuras más grandes que ha formado la materia, el origen de las estrellas que iluminan el cosmos, el origen de los planetas que ofrecen los lugares más adecuados para la vida y el origen de la vida propiamente dicha en uno o más de esos planetas.

Los seres humanos continúan fascinados por el tema de los orígenes por muchas razones, tanto lógicas como emocionales. Difícilmente podemos comprender la esencia de algo si no sabemos de dónde procede.

Y todas las historias que escuchamos sobre los orígenes engendran en nuestro interior hondas resonancias.

Debido al egocentrismo que la evolución y la experiencia en la Tierra nos han inoculado en la médula, al contar la mayoría de las historias sobre el origen nos hemos centrado, como es lógico, en episodios y sucesos locales. No obstante, gracias a cada avance en el conocimiento del cosmos sabemos que vivimos en una mota cósmica de polvo que gira alrededor de una estrella mediocre de la periferia de un tipo corriente de galaxia, una más entre los cien mil millones de galaxias que pueblan el universo. La noticia de nuestra irrelevancia cósmica desencadena en la psique humana impresionantes mecanismos de defensa.

Muchos nos parecemos, sin darnos cuenta, al hombre de la historieta que contempla el cielo estrellado y le dice a su compañero: «Cuando miro todas esas estrellas, me asombra lo insignificantes que son».

A lo largo de la historia, las distintas culturas han elaborado mitos de la creación según los cuales nuestros orígenes son el resultado de fuerzas cósmicas que forjan nuestro destino. Estas historias nos han ayudado a mantener a raya la sensación de insignificancia. Aunque normalmente los relatos sobre los orígenes empiezan con un cuadro general, bajan a la Tierra a una velocidad pasmosa; pasan como una flecha por la creación del universo, de todo lo que contiene, y de la vida en el planeta Tierra para llegar a prolijas explicaciones sobre innumerables detalles de la historia humana y sus conflictos sociales, como si de alguna manera nosotros constituyéramos el centro de la creación.

Casi todas las respuestas dispares a la cuestión de los orígenes aceptan como premisa subyacente que el cosmos se comporta con arreglo a normas generales que se revelan a sí mismas, al menos en principio, para que podamos examinar detenidamente el mundo que nos rodea. Los filósofos de la Grecia antigua llevaron esta premisa hasta cotas más elevadas al insistir en que los seres humanos son capaces de percibir el funcionamiento de la naturaleza amén de la realidad subyacente a lo observado, es decir, las verdades fundamentales que rigen todo lo demás. Como es lógico, afirmaban que descubrir esas verdades sería difícil. Hace dos mil trescientos años, en su reflexión más famosa sobre nuestra ignorancia, el filósofo griego Platón comparó a quienes se esfuerzan por alcanzar el conocimiento con prisioneros encadenados en una caverna, incapaces de ver los objetos situados a su espalda, y que, por tanto, partiendo de las sombras de dichos objetos, deben intentar deducir una descripción precisa de la realidad.

Con este símil, Platón no solo resumía los intentos de la humanidad por entender el cosmos, sino que también hacía hincapié en que tenemos una tendencia natural a creer que ciertas entidades misteriosas, vagamente percibidas, dominan el universo y están al tanto de conocimientos que nosotros, en el mejor de los casos, vislumbramos solo en parte. Desde Platón a Buda, desde Moisés a Mahoma, desde un hipotético creador cósmico hasta películas modernas sobre «la matriz», los seres humanos de todas las culturas han llegado a la conclusión de que el cosmos está regido por unos poderes superiores dotados de conocimiento sobre la brecha que existe entre la realidad y la apariencia superficial.

Hace medio milenio, fue afianzándose poco a poco un nuevo enfoque para comprender la naturaleza. Esta actitud, que en la actualidad llamamos «ciencia», surgió de la confluencia de las nuevas tecnologías y los descubrimientos propiciados por estas. La proliferación de libros impresos en toda Europa y las mejoras simultáneas en los viajes por tierra y mar permitieron a los individuos comunicarse con más rapidez y eficacia, de tal modo que pudieron enterarse de lo que otros tenían que decir y responder a ello mucho más rápidamente que en el pasado. Durante los siglos xvi y xvii, esto aceleró un debate continuo y desembocó en una nueva manera de adquirir conocimiento, cimentada en el principio general de que el medio más eficaz para entender el cosmos se basa en observaciones detalladas del mismo combinadas con intentos de establecer principios amplios y fundamentales que las expliquen.

Otro concepto influyó también en el nacimiento de la ciencia: esta se apoya en el escepticismo organizado, esto es, en las dudas continuas y metódicas. Pocos dudamos de nuestras conclusiones, por lo que la ciencia adopta un enfoque escéptico que recompensa a quienes dudan de las conclusiones de otros.

Podríamos considerar acertadamente que este planteamiento es poco natural, y no tanto porque requiere desconfiar de los pensamientos de alguien como porque la ciencia estimula y premia a quienes pueden demostrar que las conclusiones de otro científico son erróneas. Para los otros científicos, el científico que corrige el error de un colega, o que aporta buenas razones para dudar seriamente de sus conclusiones, realiza una acción noble, como un maestro zen al dar un sopapo a un novicio que se aleja del camino de la meditación, si bien los científicos se corrigen unos a otros más como iguales que como maestro y alumno. Al recompensar a un científico que descubre los errores de otro —tarea que para la naturaleza humana es mucho más fácil que percibir los errores propios—, los científicos como grupo han creado un sistema innato de autocorrección: han elaborado la herramienta más efectiva y eficiente para analizar la naturaleza, pues tratan de rebatir las teorías de otros científicos incluso cuando respaldan sus concienzudos intentos por fomentar el conocimiento humano. Así pues, la ciencia viene a ser una actividad colectiva; en todo caso, no es una sociedad de admiración mutua ni pretendía serlo.

Como ocurre con todos los intentos de progreso humano, el enfoque científico funciona mejor en la teoría que en la práctica. No todos los científicos dudan unos de otros como realmente deberían. La necesidad de impresionar a colegas que ocupan puestos de poder, y el hecho de que a veces estén influidos por factores que escapan a su conocimiento consciente, acaso obstaculice la capacidad autocorrectora de la ciencia. A largo plazo, no obstante, los errores no pueden perdurar, pues otros científicos los descubrirán y promoverán su propia carrera pregonando la novedad a los cuatro vientos. A la larga, las conclusiones que sobrevivan a los ataques de otros investigadores alcanzarán el estatus de «leyes», aceptadas como descripciones válidas de la realidad, aunque los científicos sepan muy bien que tal vez, algún día, cada una de esas leyes se verá a sí misma formando parte de una verdad más amplia y profunda.

Sin embargo, los científicos no suelen dedicar tiempo a intentar desvelar los errores de los demás. Casi todos sus esfuerzos consisten en examinar hipótesis imperfectamente establecidas frente a resultados observacionales ligeramente mejorados. De vez en cuando, sin embargo, surge un enfoque sensiblemente nuevo sobre una teoría importante, o (más a menudo en una época de avances tecnológicos) un abanico de observaciones totalmente nuevo abre la puerta a un conjunto de hipótesis que expliquen esos resultados. Los grandes momentos de la historia científica se han dado, y siempre se darán, cuando una explicación nueva, quizá combinada con resultados observacionales nuevos, produce un cambio sísmico en nuestras conclusiones sobre el funcionamiento de la naturaleza. El progreso científico depende de individuos en ambos bandos: los que recogen mejores datos y extrapolan con cuidado a partir de ellos; y los que arriesgan mucho —y tienen mucho que ganar si les sale bien— poniendo en entredicho conclusiones comúnmente aceptadas.

El núcleo escéptico de la ciencia constituye un mal contrincante para la mente y el corazón humanos, que rehúyen las controversias en curso y prefieren la seguridad de verdades aparentemente eternas. Si el enfoque científico fuera solo una interpretación más del cosmos, no habría acabado significando tanto; el gran éxito de la ciencia se basa en el hecho de que funciona. Si subimos a un avión construido conforme a los principios de la ciencia—principios que han sobrevivido a los diversos intentos de demostrar su falsedad—, tenemos muchas más posibilidades de llegar a nuestro destino que si subimos a un avión construido con arreglo a la astrología védica.

A lo largo de la historia relativamente reciente, las personas enfrentadas al éxito de la ciencia a la hora de explicar los fenómenos naturales han reaccionado de cuatro maneras distintas. En primer lugar, una exigua minoría adopta el método científico como máxima esperanza para entender la naturaleza sin buscar otros medios de interpretación del universo. Segundo, un número mucho mayor ignora la ciencia, que considera poco interesante, opaca o contraria al espíritu humano. (Quienes ven la televisión con avidez, sin pararse a pensar de dónde vienen las imágenes y el sonido, nos recuerdan que las palabras magia y máquina comparten profundas raíces etimológicas.) Tercero, otra minoría, consciente del aparente ataque de la ciencia sobre sus preciadas creencias, procura activamente rebatir resultados científicos que la irritan o la enfurecen. De todos modos, lo hacen fuera del marco escéptico de la ciencia, como podemos comprobar fácilmente al formularles esta pregunta: «¿Qué prueba os convencería de que estáis equivocados?». Estos anticientíficos todavía acusan el sobresalto descrito por John Donne en su poema «Anatomía del mundo: primer aniversario», escrito en 1611, cuando surgieron los primeros frutos de la ciencia moderna:

Y la nueva filosofía lo pone todo en duda,

el elemento del fuego está apagado,

el Sol se ha perdido, y la Tierra, y no hay ingenio que guíe al hombre.

Y los hombres afirman que este mundo se ha desmoronado,

cuando en los planetas y el firmamento

buscan otros nuevos; ven que este [mundo]

se ha derrumbado sobre sus propios átomos.

Y todo está hecho pedazos, perdida toda cohesión,

todo justo soporte y toda relación…

Cuarto, otro gran sector del público acepta el enfoque científico de la naturaleza mientras sigue creyendo que el cosmos está regido por entidades sobrenaturales situadas más allá de nuestro alcance intelectual. Baruch Spinoza, el filósofo que creó el puente más sólido entre lo natural y lo sobrenatural, rechazaba cualquier distinción entre la naturaleza y Dios, e insistía en que el cosmos es a la vez Dios y naturaleza. Los seguidores de las religiones más convencionales, que por lo general se empeñan en remarcar esta distinción, suelen reconciliar las dos ópticas separando mentalmente las esferas en las que actúan lo natural y lo sobrenatural. Con independencia del bando en que uno esté, no cabe duda de que la nuestra es una época muy prometedora para aprender lo que hay de nuevo en el cosmos. Iniciemos, pues, nuestra aventura en busca de los orígenes cósmicos; en ella actuaremos como detectives que deducen los hechos del crimen partiendo de las pruebas e indicios que vayan quedando atrás. Invitamos al lector a sumarse a la expedición que indagará pistas cósmicas —y los medios para interpretarlas— para quizá sacar a la luz la historia de cómo una parte del universo se ha transformado en nosotros.

 

Orígenes. Catorce mil millones de años de evolución cósmica.
Una exploración accesible y magníficamente bien escrita sobre las profundas aguas de la cosmología, la astrofísica y la exobiología. Nuestros verdaderos orígenes no son sólo humanos, ni siquiera terrestres, sino cósmicos. Recurriendo a recientes avances científicos y a la actual polinización cruzada entre la geología, la biología, la astrofísica y la cosmología, Orígenes explica los impresionantes saltos en nuestro conocimiento del cosmos. El resultado de este audaz ejercicio es un libro sorprendente y absorbente, ajeno a la monotonía de muchos textos astronómicos, que comienza con el Big Bang y termina con la búsqueda de vida extraterrestre. Los autores sintetizan los resultados de diversos campos científicos para presentar una especie de consiliencia cosmológica y hacen hincapié en que el método científico y su escepticismo intrínseco constituyen el único medio para entender misterios como la materia oscura, la formación de las estrellas o el origen de la vida en la Tierra. Cargado de humor, que nos es de gran ayuda para seguir adelante y no desistir en las secciones difíciles, Orígenes combina la astronomía, la astrobiología, la astroquímica y otras disciplinas del siglo XXI constituyéndose como una excelente guía para viajar «de vuelta al principio de todo».
Publicada por: Paidós
Edición: Primera
ISBN: 978-84-493-3072-8
Disponible en: Tapa dura
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