jueves 25 de abril de 2024
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«El nazi y el psiquiatra», de Jack El-Hai

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El periodista y escritor norteamericano Jack El-Hai, autor de libros como The Lobotomist, publica su nueva obra «El nazi y el psiquiatra. Hermann Göring y Douglas M. Kelley: un encuentro letal de mentes al fin de la Segunda Guerra». Más de 20 criminales nazis, entre ellos  Rudolf Hess, Alfred Rosenberg, filósofo del nazismo, y  Hermann Göring, se encuentran esperando el juicio de Núremberg y para asegurarse de que estén preparados para enfrentar la situación, el Ejército de los Estados Unidos envía un joven psiquiatra militar, Douglas M. Kelley, quien se propone descubrir cuál es el rasgo psicológico de sus pacientes. Así, se entablará una relación muy especial. A continuación, un fragmento del libro a modo de adelanto:

El psiquiatra

C uando apareció en medio del drama de Ashcan, Douglas Kelley no tenía ninguna experiencia con criminales de guerra, si acaso, solamente contaba con algunos antecedentes en la práctica de la desintoxicación de adictos. La misión le llegó de forma inesperada el 4 de agosto de 1945, cuando recibió órdenes nuevas del comando ejecutivo del Ejército de los Estados Unidos. «Debe contactar al capitán Miller… [en el] Hotel Palace en Mondorf-Lesbains, un pequeño pueblo a dieciséis kilómetros aproximadamente al sur de la ciudad de Luxemburgo —decía el comunicado—. El capitán Miller le dará instrucciones específicas respecto a su misión». Kelley no sabía que esas órdenes catapultarían su vida en una nueva dirección.

Dos meses antes un enjambre de psiquiatras y otros médicos solicitaron permiso para viajar a Mondorf, examinar a los jerarcas nazis y tratar de encontrar las razones de su comportamiento. Uno de ellos, el psicoanalista norteamericano John Millet, esperaba «enriquecer la información que tenemos respecto al carácter y deseos habituales de la gente alemana». Otros que trataban de entrevistar a los nazis querían algo más que un poco de su tiempo. «Algunos llegaron a proponer que se diseccionaran los cerebros de los… perpetradores: eso implicaría ejecutar a los hombres con un disparo al pecho para no dañar los tejidos cerebrales», escribe el historiador clínico Daniel Pick. La milicia estadounidense los rechazó a todos y favoreció a uno de sus propios integrantes que ni siquiera había solicitado el honor que le fue concedido.

Era una tarea fácil, un encuentro con hombres a quienes muchos consideraban los criminales más terribles del siglo. El periodo que Kelley trabajó como supervisor de varios hospitales psiquiátricos le había enseñado que, con frecuencia, la fuente de comportamientos aberrantes era misteriosa y fascinante, y por esa razón estableció sus propios objetivos para la estancia que tendría en aquella cárcel. Llegó con deseos de averiguar si los prisioneros nazis mostraban señales de algún defecto común: la disposición a cometer actos malévolos. ¿Acaso compartían un desorden mental, o existía una causa psiquiátrica para su comportamiento? ¿Había una personalidad nazi que explicara sus horrendas fechorías? Kelley tenía la intención de averiguarlo. «La devastación de Europa, las muertes de millones, la casi total destrucción de la cultura moderna habrán si- do en vano si no sacamos las conclusiones correctas acerca de las fuerzas que produjeron dicho caos. Para dar los pasos que nos permitan prevenir que un mal de esas características vuelva a presentarse, debemos entender el porqué del éxito nazi», escribió el psiquiatra tiempo después.

Kelley se formó juicios inmediatos sobre Göring. Gracias a sus reuniones con los otros prisioneros nazis, reconoció que Göring «poseía, sin duda, la personalidad más sobresaliente de la cárcel porque era inteligente. —Así lo describió Kelley en sus notas médicas—. Tenía un buen desarrollo mental, es decir, bien formado; su cuerpo lucía poderoso y enorme cuando estaba cubierto por la capa y los demás no podían ver sus lonjas sacudirse al caminar; era un individuo de buen ver, a distancia. Un tipo muy fuerte y dinámico». Por otra parte, como durante sus conversaciones iniciales en la celda del prisionero tuvo la oportunidad de hablar con él de manera superficial sobre política, la guerra y el ascenso del nazismo, también estaba consciente de su lado oscuro. El ex Reichsmarschall hizo alarde de su crueldad y narcisismo, así como de la indiferencia que le provocaba cualquiera que no perteneciera a su círculo cercano de familiares y amigos. Esa misma combinación de características presentes en Göring —lo  admirable y lo siniestro—, aumentaron el interés de Kelley en él. Solamente un hombre tan atractivo, capaz e inteligente, que había destruido y extinguido las vidas de tantas personas, podría dirigir al psiquiatra hacia aquellas regiones del alma humana que con tanta vehemencia deseaba explorar.

Por la sangre de Kelley corría una ambición desmedida. Los McGlashan, la familia de June, su madre, eran uno de los clanes más precoces y excéntricos de California, y Kelley estaba orgulloso de su extravagante saga familiar. El carácter de los McGlashan era rotundo; se trataba de una variedad obsesiva de triunfadores y edificadores de monumentos, particularmente, a sí mismos. El patriarca, Charles Fayette McGlashan, llegó a los siete años a California desde Wisconsin, y cuando creció se convirtió en un enérgico abogado defensor, editor de periódicos, amante de la naturaleza, inventor, poseedor de patentes e historiador aficionado.

En los primeros años del siglo veinte, la casa de Charles McGlashan coronó una colina que miraba hacia Truckee, un agreste pueblo enclavado en la Sierra Nevada, sobre la azulada joya de Lake Tahoe. A la casa la rodeaban amapolas, acianos y arbustos de lilas, y estaba apostada sobre un alto cimiento de piedra que resplandecía debido a la mica. Era una deslumbrante estructura de dos pisos con columnas griegas blancas y altas ventanas con arcos que fulguraban con el sol. Los residentes de Truckee recordaron por mucho tiempo la onírica visión de aquella peculiar morada, de sus ventanas iluminadas por parpadeantes bombillas que surgían de entre la nieve alumbrada por la luna. Cada habitación albergaba tesoros que narraban historias: tapetes persas, estuches repletos de grabaciones musicales de Edison, esculturas y recuerdos, y mobiliario elegido tras mucha deliberación.

 

«Nuestra casa destacaba en la colina, tan llamativa como pastel de bodas », recuerda uno de los primos de Kelley. A veces, Charles McGlashan se plantaba en su asiento favorito en la rotonda: una silla acolchada de cuero negro que tenía vista a la espectacular cima de una montaña. La casa estaba conectada por medio de un puente peatonal a una torre circular de diseño similar, que se encontraba sobre una de las rarezas naturales de la región. La Piedra Mecedora era un peñasco de dieciséis toneladas que estaba delicadamente balanceado, era famoso por mecerse hacia atrás y hacia adelante con el más ligero impulso. En décadas anteriores, los miembros de la tribu india washoe almacenaron alimentos en la base del peñasco, aprovechando que el movimiento asustaba a los animales carroñeros.

La torre albergaba la extensa colección de veinte mil mariposas de los McGlashan, curiosidades indias y artículos de una de las tragedias más infames de la nación. En el invierno entre 1845 y 1846, varias familias que viajaban para emigrar al oeste quedaron atrapadas en una tormenta de nieve y tuvieron que pasar algunos meses en las gélidas montañas cercanas a Truckee. Muchos integrantes del que fue conocido como Grupo Donner, murieron, y antes de que el resto pudiera ser rescatado, los sobrevivientes, que morían de hambre, recurrieron como última opción a comerse los cuerpos de sus familiares. McGlashan pasó años recolectando remanentes de los campamentos del grupo en las montañas cercanas y construyó su casa a solamente cinco kilómetros al este del lago Donner, escenario de los peores meses de la tragedia. La torre museo de la Piedra Mecedora, albergaba muchos artículos grotescos, como el hueso del dedo chiquito del pie de uno de los muertos, el cual fue rapiñado de los fosos de las hogueras del grupo. En ningún otro lugar de Sierra Nevada existía algo parecido a este incongruente par de edificios. McGlashan, un imponente individuo de mirada agresiva y con una noble línea del cabello que cada vez retrocedía más, paseó por la región a caballo durante años y con frecuencia se detenía a perseguir mariposas para añadir a su colección. «A mí dame un prado de la montaña, y puedes quedarte con todas las grandes ciudades del mundo. Preferiría cazar mariposas en las praderas de Truckee que competir por un puesto, ganancias y fama en cualquier otro lugar. ¿Pez gordo en estanque pequeño? Sí, esa descripción me va bien», le dijo a un amigo en una ocasión.

Sin embargo, a Charles McGlashan le costaba trabajo no buscar la fama y la controversia. En una ocasión viajó como reportero a Utah para darle seguimiento a las pistas sobre la muy polémica masacre mormona de Mountain Meadows en 1857. Dos décadas después conoció a James F. Breen, sobreviviente del Grupo Donner, encuentro que lo encaminó a una búsqueda obsesiva y permanente de la historia de una tragedia que muchas otras personas de la región consideraban era mejor olvidar. A McGlashan le intrigaba en particular el villano del grupo, Lewis Keseberg, quien presuntamente aceleró la muerte de los otros miembros. ¿Era un hombre tan malvado como mucha gente creía? McGlashan rastreó a Keseberg hasta Sacramento, lo entrevistó y se convenció de su inocencia.

También asumió la responsabilidad de localizar las cabañas podridas de las familias del Grupo Donner. A los treinta y un años escribió History of the Donner Party, una obra acreditada, basada en las veintenas de entrevistas que realizó a los sobrevivientes, y que hasta la fecha sigue publicándose. En las décadas siguientes se hizo cargo del enorme y finalmente exitoso esfuerzo por construir un gran monumento para las víctimas Donner en el lugar donde estuvo una de las cabañas. Quizá otros veían la tragedia como una historia de horror que no le otorgaba ningún mérito a la región de Sierra Nevada, pero para McGlashan fue un suceso importante a nivel personal. En su opinión, la recuperación de los tristes sucesos de los migrantes para la memoria contemporánea, les daría distinción a sí mismo y a su familia, y por eso se apropió de lo que pasó ese funesto invierno. De hecho llegó a considerar que su investigación de lo sucedido al Grupo Donner no era solamente una interpretación novedosa de un desastre humano, sino la prueba de su propio valor y capacidad de logro. Los descendientes de McGlashan aceptaron su punto de vista. El mérito de la familia quedó vinculado a los horripilantes hechos de la catástrofe humana que tuvo lugar tan cerca de su propiedad. Los McGlashan se aseguraron de que el Grupo Donner no fuera olvidado jamás y, a cambio, el Grupo se convirtió en un elemento fundamental de la identidad de la familia. Era una dependencia peculiar y simbiótica. Este proyecto tan desgastante, sin embargo, le pasó la factura a la familia de McGlashan. A Nona, su esposa, le desagradaban sus frecuentes ausencias y el apego que le tenía a su trabajo, el cual lo tornaba distante y nervioso incluso cuando estaba en casa. El patriarca se iba de paseo a las cabañas de los Donner con el menor pretexto y disfrutaba sentarse entre los cimientos en ruinas y los tocones de los árboles, al mismo tiempo que imaginaba aquel macabro invierno de décadas atrás. Se dio a la tarea de recolectar astillas de los troncos de las cabañas y encapsularlas en botellines para luego venderlas por un dólar y así financiar el monumento a los Donner. Cuando McGlashan se ausentaba de las comidas que Nona preparaba para la familia «su plato vacío crecía frente a los ojos de mi madre hasta llenar toda la mesa», escribió una de las hijas del matrimonio. «Si realmente quieren saber la verdad —diría Nona tiempo después—, yo fui quien más sufrió del Grupo Donner».

Los eruditos intereses de McGlashan le llevaron en muchas direcciones, como la de la política (en 1884 fue electo como asambleísta de California y, poco después, como presidente de la tristemente célebre Liga Antichina; también fue nominado por el Partido del Trabajo para la gubernatura del estado), y la biología (junto con June, la madre de Kelley, descubrió una especie de mariposas que llegó a conocerse como Melataea macglashani). Para quienes no estaban familiarizados con su adicción al trabajo, McGlashan parecía un hombre atento, educado, sensible y de inteligencia aguda. Tenía mirada hipnótica, cabello blanco, un bigote que le aportaba autoridad y facilidad para desenvolverse frente al público. Si California pudiera jactarse de haber tenido familias imperiales en los años previos a la realeza del mundo del espectáculo de Hollywood, la dirigida por Charles McGlashan sería una de ellas.

Su hija June siguió el ejemplo del padre en lo referente a las leyes, y fue una de las primeras mujeres aceptadas en la barra de abogados de California. Padre e hija ejercieron juntos por varios años, durante los cuales los observadores de la sala del tribunal notaron que June había heredado la pasión de su padre como oradora y persuasora. La joven tenía el mismo tipo de introversión que su padre, quien le enseñó que era inútil tratar de hacerles entender a otros las motivaciones personales. Él le dijo que solo hiciera lo que pensaba que era mejor, que no se preocupara por explicar por qué lo hacía, y nada más viera si los otros la apoyaban. El patriarca tenía un enfoque arrogante que iba contra el valor de las opiniones que discrepaban de las suyas y de la importancia de crear vínculos con otras personas.

Charles McGlashan fue muy elogiado por su labor en los ámbitos del derecho, el gobierno, la historia y la ciencia. Era un hombre importante en la mente de la mayoría de la gente que le rodeaba, y se regodeaba en el encomio de los demás. En las ocasiones que fue cuestionado públicamente —como cuando el comité que controlaba las labores para erigir el monumento al Grupo Donner modificó la inscripción que él había redactado para que se grabara en la piedra— McGlashan siempre retiró su apoyo y se amargó. June tenía los mismos matices oscuros y taciturnos del carácter de su padre, pero los ocultaba detrás de la imagen que ofrecía a las otras personas. La joven reprimía su ira y emociones, y trataba de contener el estrés; por ejemplo, antes de argumentar un caso en el tribunal, solía apretar tanto los puños que llegaba a sangrar. Y al igual que su padre, cada vez que se sentía consumida, se refugiaba para recuperar su energía.

En 1909 June dejó de trabajar en el bufete de su padre para casarse con George Kelley, conocido como Doc, un dentista de Truckee que practicaba como abogado de medio tiempo. Doc era famoso por su amabilidad, un hombre de gustos sencillos que vivía inmerso en la vida cívica del pueblo, y a quien cortejó primero fue a la hermana de June. Después de casarse, June siguió trabajando por algunos años como subprocuradora del condado, empleo que en ocasiones la obligó a enfrentarse a su padre cuando este fungía como fiscal en el tribunal. «La aguerrida  defensa y el intercambio de poderosas estocadas, hacían que los jurados y los testigos se mantuvieran al borde de sus asientos —recuerda un integrante de la familia McGlashan—.

Padre e hija se insultaban con sofisticados y cuidados despliegues de un desdén tan intenso, que provocaba que de ambos emanaran sus dramáticos instintos hasta las últimas consecuencias». En agosto de 1912, June dio a luz a su hijo, Douglas McGlashan Kelley. La familia se mudó de Truckee a San Francisco en 1919, y Doc abrió un consultorio dental en la Novena e Irving, donde trabajó por más de cincuenta años. El joven Douglas recibió el intenso amor y protección de June, sentimientos que contrastaban con la ligera camaradería de Doc. El niño era para su madre la encarnación absoluta del linaje McGlashan y no tenía nada que ver con la amable mediocridad que ella notaba cada vez más en su esposo. Douglas se involucró en actividades intelectuales cuando fue estudiante: ayudó a construir dioramas para las exposiciones locales de ciencia, vendió tarjetas que describían las constelaciones, recolectó flores silvestres y estampillas, y leyó con voracidad. En algunas de las notas de investigación que tomó durante ese tiempo, describió los atributos de la gente nacida bajo su propio signo astrológico, Leo (y, ciertamente, se identificó con ellos). La lista de características de Douglas incluía: «Extremadamente vitales, valerosos, ásperos; no pierden el tiempo en amabilidades, son hombres de acción; enérgicos y emprendedores que siempre se involucran, necios… muy sensibles, apasionados… quizá geniales… por lo general ascienden hasta el nivel más alto del ámbito en que eligen desarrollarse».

En muy poco tiempo, el precoz muchacho —cada vez más seguro de sus opiniones intelectuales y dueño de la confianza que tenía en sí mismo— captó la atención de Lewis Terman, un psicólogo de la Universidad Stanford que emprendía un estudio acerca de las vidas de niños californianos de gran inteligencia. Consciente de la capacidad intelectual de su hijo, June lo llevó a los numerosos exámenes y sesiones de evaluación. El coeficiente intelectual de Douglas era suficientemente alto; estaba por encima de 135, y eso le permitió calificar para ser incluido en el estudio. Él y Terman mantuvieron correspondencia las siguientes cuatro décadas como parte de la determinación del psicólogo por averiguar si los niños particularmente inteligentes, al crecer, se convertían en adultos con la misma característica. Terman mantuvo una vigilancia estrecha sobre todos los sujetos del estudio a lo largo de su paso a la adultez, pero llegó a considerar que Kelley era uno de los más intrigantes y enigmáticos de los 1,444 niños que observó.

Para cuando Douglas cumplió quince años, ya había reunido colecciones enteras de flores, hongos y líquenes; era líder de su tropa de niños exploradores (y muy pronto llegaría a ser Scout Águila); formaba parte de la sociedad de debates de su preparatoria; fungía como presidente del club de botánica; y había ganado dinero como miembro de un equipo de leñadores y por el trabajo que realizó en la cafetería de la escuela. Al muchacho le apasionaban sus actividades intelectuales: era como una bestia cerebral. Le interesaba tener éxito, recopilar y clasificar conocimiento, y vencer en todos sus desafíos.

Años más adelante, incluso los hijos pequeños de Douglas llegarían a percibir la necesidad que tenía su padre de dominar todos los ámbitos en que se desempeñaba, y de asegurarse de que los demás reconocieran su triunfo. En algún momento de su adolescencia adoptó el pasatiempo de la magia, el cual era muy adecuado para un chico con intenciones de impresionar a otros. Ya sea con la baraja, o haciendo trucos u otro tipo de ilusiones, el mago en el escenario controla lo que su público ve y percibe. Después de realizar trucos sencillos que aprendió en revistas y manuales, Douglas pasó a ilusiones más complicadas. Su interés en la magia se intensificó cuando fue estudiante del curso propedéutico de medicina en la Universidad de California, en el campus de Berkeley. El periódico de la escuela publicaba divertidos relatos sobre los actos de magia que él promovía y presentaba frente a todos los compañeros estudiantes que pudieran asistir. Estas proezas incluían manejar un auto por el campus con los ojos vendados y con una capucha en la cabeza, acto que, al parecer, el jefe de la policía de Berkeley toleraba a pesar de que le parecía suficientemente peligroso para hacer comentarios «sobre los peligros para Kelley y para el tráfico de los distritos del centro». Kelley imitaba a Harry Houdini en demostraciones públicas en las que lograba escapar estando esposado y encerrado en un costal de correo y dentro de un baúl invulnerable; también presentaba sus actos de magia en cenas y eventos de clubes, incluso llegó a imprimir tarjetas de presentación para promover sus habilidades como prestidigitador. Tiempo después fungió como presidente de la Sociedad de Magos de San Francisco. El mismo Kelley señalaría más adelante que el trabajo del mago fortalece la confianza del individuo y le brinda una sensación de superioridad sobre su público. En poco tiempo se dio cuenta de que la gente que gozaba de mayor educación —quienes estaban entrenados para aceptar sugerencias de otros, brindar su atención y llegar a conclusiones a partir de la observación—, era la que más se asombraba entre el público del espectáculo de magia cuando alguno de los trucos desafiaba sus expectativas. También tuvo oportunidad de observar los inconvenientes del ilusionismo: el público disfrutaba de las maravillas, pero el mago sabía que no se trataba de algo más que un truco, un astuto engaño.

A medida que Douglas fue madurando, se apegó más a la autoritaria personalidad de su madre y salió de la órbita de su padre. Doc rara vez le preguntaba al joven Douglas acerca de lo que leía, sus experimentos científicos o sus actividades como joven explorador. En el aspecto intelectual, Douglas era el híbrido de una esponja y un toro furioso, pero Doc no parecía entender las pasiones de su hijo. Para colmo, cuando se le comparaba con los integrantes del clan McGlashan, Doc siempre resultaba un hombre de pocos logros que se conformaba con ejercer su oficio y mostrar su disposición a la alegría: prueba misma de que no poseía el nostálgico y salvaje empuje de un ser verdaderamente virtuoso. Douglas creía que la sencillez y naturaleza amable de su padre le hacían parecer débil. A los McGlashan nunca les gustó vagar por la vida sin un propósito; su tendencia era llegar a la cima, dominar las situaciones y afirmar su superioridad. Era gente que tenía el control de su reino. Douglas absorbió de June ese modo de vida y jamás prescindió de ello.

Charles McGlashan murió el 6 de enero de 1931. Al final anhelaba ver a June, pero ella también estaba confinada en cama debido a una enfermedad. Nona lo siguió a la tumba tres años después. La espectacular casa de los McGlashan en Truckee, sucumbió tras un incendio varios años más adelante, y aunque la torre de la Piedra Mecedora sobrevivió, al final fue demolida. Lo peor de todo era que la piedra misma ya había dejado de oscilar. Los cuidadores de la propiedad llenaron el espacio debajo de la roca para evitar que aplastara a los visitantes. Evidentemente, la magia del lugar se desvaneció por completo.

Douglas Kelley ingresó a la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Berkeley y se graduó a los veinticuatro años. Para entonces era un rubicundo y fornido joven de casi un metro ochenta, que quería ser cirujano pero creía que sus manos eran demasiado pequeñas para ser el mejor en esa especialidad. Decidió dedicarse a la psiquiatría, quizá porque según cuenta la leyenda familiar, sabía que los McGlashan eran una horda de dementes. El joven fue el mejor en esa disciplina y obtuvo del Instituto Rockefeller una beca de posgrado por todo un año para estudiar en la Universidad de Columbia, lo cual le permitió conseguir su título de médico por el

Colegio de Médicos y Cirujanos de esa misma universidad, en 1941. Kelley pasó horas en el Hospital Psiquiátrico de Nueva York. Su investigación en esa ciudad hizo que se abriera a nuevas maneras de pensar respecto al funcionamiento de la mente y le dio la oportunidad de cubrir un territorio muy amplio. También trabajó con algunos colegas en la creación de un examen dermatológico para evaluar la sensibilidad al consumo de alcohol; era una prueba muy parecida a las que ahora se usan para medir reacciones a los alérgenos. Asimismo, se aventuró un poco en el arcano y peculiar estudio de temas como el efecto de la luna llena en el comportamiento de los enfermos mentales, y publicó los resultados en The Psychoanalytic Review.

Un elemento que influyó todavía más en su carrera fue la exposición que tuvo a las relativamente nuevas pruebas Rorschach de manchas de tinta. Dichas pruebas le proveyeron un entendimiento particular del estado psiquiátrico de los pacientes porque permitían que médicos con entrenamiento especial interpretaran las respuestas de estos a una serie estandarizada de diez tarjetas que mostraban patrones simétricos y abstractos de tinta que, en algunos casos, eran de distintos tonos de grises, y en otros, de colores. Las manchas de tinta no significaban nada por sí mismas, y por lo tanto cualquier cosa que los sujetos vieran en ellas, era solamente una proyección de lo más profundo de su personalidad.

«El individuo promedio da entre dos y cinco respuestas para cada mancha de tinta —explicaba un artículo de una revista de la época—. Diez o más respuestas indican ambición: una fuerte tendencia al éxito; determinación para triunfar por cantidad en caso de que la calidad por sí sola no sea suficiente. Menos de dos respuestas, y en particular si son vagas y mal descritas, denotan un individuo ensimismado, sin ideas ni imaginación. Sin embargo, un número pequeño de ideas contundentes, claras y explicadas con precisión, es indicador de un individuo con habilidades y confianza, de alguien que sabe lo que quiere y trata de obtenerlo». Por lo general los analistas registraban con exactitud lo que el individuo decía sobre las manchas de tinta en un periodo de prueba de cerca de una hora. No solamente hacían un escrutinio del contenido de las respuestas, también determinaban si el sujeto se había enfocado en toda la imagen o solamente en una parte, y el número de animales, humanos, figuras fantásticas u otras imágenes que el paciente distinguía en la tarjeta. Kelley creía que era imposible hacer trampa porque la personalidad afloraba a través de cualquiera de las respuestas, sin importar cuánto tratara de ocultarla o distorsionarla el sujeto.

El psiquiatra suizo Hermann Rorschach dio a conocer en 1921 el examen de manchas de tinta que tanta influencia alcanzaría en el ámbito psiquiátrico —y más adelante en el de la psicología—, como herramienta para la investigación de la personalidad del individuo. El examen conserva hasta la fecha su importante estatus en la psicología, pero hasta antes de la década de los sesenta, época en que los métodos estandarizados para interpretar la información de Rorschach ganaron más adherentes, su valor dependió de la experiencia y habilidad del intérprete para sacar conclusiones a partir de los resultados. Bruno Klopfer fue líder en el dominio de la prueba Rorschach en Estados Unidos, y cuando Kelley lo conoció, empezó a crecer en el aspecto profesional hasta convertirse en un intérprete inmensamente talentoso. «El método siempre debe considerarse un auxiliar para diagnosticar, y no una herramienta completa en sí misma —escribió el joven médico—. Es una técnica que, usada de la manera adecuada, enriquece el armamento del psiquiatra porque le brinda otro método objetivo de diagnóstico». A Kelley a veces le agradaba comparar la obtención de resultados de Rorschach con cortar una rebanada delgada de tarta. «Y como bien lo saben todos los que comen tarta, una rebanada delgada nos da una buena idea de qué tan bueno es el resto», solía decir.

El uso de la prueba de Rorschach finalmente se extendió más allá del diagnóstico de desórdenes psiquiátricos, hasta llegar a formar parte de las aplicaciones del gobierno, el ejército, las  empresas y cualquier persona interesada en determinar el tipo de personalidad de un prospecto de empleado, de alguien que requiere autorización de seguridad, o de quien desee identificar la carrera adecuada para estudiar. No obstante, en la década de los treinta y a principios de los cuarenta, cuando Kelley desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la prueba, esta apenas comenzaba a ser más utilizada. En 1942 publicó, junto con Klopfer, Técnica del psicodiagnóstico de Rorschach, una guía detallada para administrar e interpretar la prueba. La participación de Kelley en el libro se enfocó en el uso de Rorschach en contextos clínicos. Al psiquiatra le resultaba igual de fascinante el novedoso estudio de la semántica general, campo desarrollado en 1933 por un excéntrico ingeniero, físico, y otrora conde polaco, llamado Alfred Korzybski, quien era un hombre calvo e imponente de mirada escrutadora y manos de luchador, que con frecuencia sostenía su cigarro en una boquilla larga. El científico propuso un método para pensar, con el cual creía que podría dar fin a la estupidez y promover la cordura, particularmente en las relaciones entre la gente. Le daba gran importancia al principio que denominó time-binding, es decir, la capacidad de nuestra especie para transmitir conocimiento colectivo de una generación a la siguiente. El pensamiento emocional e irracional hace que el time-binding sea difícil o imposible, y por lo tanto impide el progreso humano. Korzybski formalizó estas ideas en su influyente libro, Ciencia y sensatez: Una introducción a los sistemas no-aristotélicos y a la semántica general, obra que escribió en su mayor parte en el estudio de su casa con dos monos que tenía como mascotas, sentados en su regazo.

Kelley se volvió devoto de Korzybski y su nueva ciencia, estaba ansioso por aplicar estas ideas a la psiquiatría. Vio a la semántica general como el estudio de la comunicación y la preservación de ideas superiores. «Esta comunicación debe ser libre y mutua porque, de otra manera, al volver al estatus de animales, las personas y las naciones se enfilarán hacia su propia destrucción —explicó—. El mantenimiento y el progreso de ideas superiores, son la principal diferencia entre los seres humanos y los animales». Kelley exploró muchas aplicaciones de la semántica general en la psiquiatría clínica. A diferencia de los animales, que reaccionan a los estímulos pero no pueden pensar explicaciones racionales para los mismos, los humanos tienen la capacidad de modificar su comportamiento por medio de la comprensión de las causas, circunstancias y soluciones. Para condicionarse al peligro del campo de batalla, un soldado puede desarrollar una ansiedad incapacitante cada vez que escuche sonidos fuertes; sin embargo, el uso terapéutico de la semántica general serviría, en su caso, para persuadirlo de que esos sonidos solo son peligrosos en ciertos contextos y cuando provienen de fuentes específicas.

Con frecuencia, el pensamiento racional puede vencer los dañinos resultados de las reacciones emocionales. De forma muy similar, un polemista hábil puede persuadir a su oponente si lo escucha con cuidado, identifica su pensamiento emocional y determina qué le obliga a comportarse de la manera que lo hace, en lugar de tratar de controlarlo a través de argumentación agresiva. Kelley sostenía que la resolución de las diferencias se podía alcanzar con mayor facilidad si uno llegaba a entender las motivaciones que impulsaban a los otros.

 

El nazi y el psiquiatra
Veintidós criminales de guerra nazis se encuentran presos en espera de enfrentar el Juicio de Núremberg, a fines de 1945. Entre ellos están el sustituto del Führer, Rudolf Hess, Alfred Rosenberg, filósofo del nazismo, y el más astuto y dominante de todos: el mariscal del Reich y jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring. Para asegurarse de que los cautivos están mentalmente sanos y preparados para enfrentar el juicio, el Ejército de Estados Unidos envía a Douglas M. Kelley, joven y ambicioso psiquiatra militar, quien se propone aprovechar la oportunidad profesional de su vida: descubrir en estos prisioneros el rasgo psicológico que marcaría su diferencia del resto de la humanidad. Así da comienzo una intensa relación entre el psiquiatra y sus pacientes, y de manera muy especial con Göring. Kelley descubre que el mal tiene sus encantos?
Publicada por: Paidós
Edición: Primera
ISBN: 978-987-3804-07-6
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