martes 19 de marzo de 2024
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«Manual de zonceras económicas», de Andrés Asiain

Tapa Manual de zonceras economicas

 

Manual de zonceras económicas es el nuevo libro del economista Andrés Asiain, quien se propone explicar y desmenuzar el alcance de aquellas consignas repetidas incansablemente desde los medios de comunicación hasta convertirlas en lugares comunes del pensamiento social, sin percatarse de que el mensaje que se desprende de ellas atenta contra el propio bolsillo. En ese caso, la suma de los bolsillos «azonzados» se transforma en la economía nacional. A continuación, algunos textos que forman parte del capitulo 2 del libro, titulado La inflación:

 

LA EMISIÓN GENERA INFLACIÓN

El debate sobre los efectos de la emisión de papel moneda en la determinación de los precios es de larga data en la historia de las ideas económicas. La posibilidad de utilizar como dinero un mero papel fue una realidad largamente resistida. Es más, fue la experiencia práctica —muchas veces forzada por situaciones de penuria financiera— la que demostró que monedas hechas de materiales de escaso valor cumplían las funciones del dinero de igual o mejor manera que las de oro y plata. Un ejemplo de ello fue la gestión del Gobierno del Perú realizada por el general José de San Martín, quien creó un banco emisor de papel moneda ante la fuga de metales durante el conflicto bélico. “Si falta metal, que representando todas las especies comerciales pueda canjearse con ellas, es preciso reponerle otro signo que circule en su lugar”, señaló en una carta enviada a Tomás Guido, justificando el desafío práctico a las teorías monetarias en boga a comienzos del siglo XIX.

Ante la evidencia de los hechos, las ideas comenzaron a evolucionar hasta alcanzar a comprender que el dinero es simplemente una convención social, por la cual le atribuimos a un cierto objeto como un papel o un número en una cuenta electrónica, la materialización del poder de compra. Este poder, en una sociedad en la que casi todo está en venta, se encuentra sólo limitado por la cantidad de dinero que se posee. De ahí que quien tiene mucho dinero, tiene mucho poder, hecho que suele denominarse como poder económico.

El mito de que la emisión genera inflación busca evitar que el poder político representado por el Estado se independice del poder económico al financiar sus políticas mediante la emisión monetaria. Por eso es que busca limitar artificialmente las políticas públicas atándolas —cuando la recaudación de impuestos es insuficiente— a conseguir financiamiento en el mercado de crédito, sea interno o externo. De esta manera —especialmente cuando una depresión económica disminuye la recaudación tributaria—, los bancos y otros actores del mercados financiero condicionan el financiamiento de las políticas públicas a que las mismas le sean favorables.

En los países poderosos se hace caso omiso al temor inflacionario de la emisión. A modo de ejemplo, se calcula que la Reserva Federal norteamericana emitió 16 billones de dólares para limpiar los pasivos de los principales bancos privados durante la última crisis, sin siquiera sentir la necesidad de informar al público los montos emitidos. Si bien Argentina no emite una moneda aceptada internacionalmente como el dólar, puede explotar al máximo la posibilidad de emitir pesos para relanzar la actividad doméstica, especialmente aquella que derrama poco en importaciones y que no presiona demasiado sobre el mercado de cambios. Es, por ejemplo, el caso de la obra pública y la construcción de viviendas, dos ejes para una política de recuperación de la actividad productiva que, adicionalmente, tienen un fuerte impacto económico y social.

A quienes se oponen a la emisión en nombre de la estabilidad de precios, hay que señalarles que el proceso inflacionario actual se encuentra liderado por el encarecimiento de los alimentos. La pretensión de limitar la inflación reduciendo la emisión monetaria del Estado, sólo va a redundar en una baja real de los sueldos estatales, las jubilaciones, los planes sociales y el gasto público. La consecuencia de esa política procíclica es una larga depresión, ¿acaso pretenden que a fuerza de desempleo y pobreza disminuya la demanda de alimentos para, así, estabilizar sus precios.

UN MILLÓN DE PESOS PARA CADA ARGENTINO

La ortodoxia suele caracterizarse por aplicar análisis simplistas, válidos en todo tiempo y lugar, para explicar complejos procesos socioeconómicos. Un ejemplo de ello es la teoría monetarista de la inflación, donde todo aumento de precios en cualquier país y momento de su historia se atribuye a la emisión monetaria por parte del Banco Central para financiar el excesivo gasto estatal. El discurso se mantiene contra toda evidencia empírica, como el ejemplo reciente de los Estados Unidos, donde se calcula una emisión de 16 billones de dólares para limpiar los pasivos de los principales bancos privados durante la última crisis, sin que se haya registrado una aceleración de la inflación.

En el plano local, el hecho de que la inflación se haya más que duplicado entre 2006 y 2008, cuando había superávit de las cuentas públicas y la tasa de emisión era decreciente, tampoco parece mellar la fe de los ortodoxos sobre el poder explicativo de su teoría. Tampoco se achican ante la evidencia de los primeros meses de 2014, cuando la política de reducción real de la base monetaria por parte del BCRA convivió con una disparada de los precios. El paradigmático caso de los subsidios a las tarifas, donde un recorte de los mismos que reduce el gasto y las necesidades de emisión impacta positivamente sobre el ritmo de aumento de los precios es gambeteado con una promesa de estabilidad en el largo plazo, aquel indefinido tiempo donde el economista británico John Maynard Keynes presagiaba que “estaríamos todos muertos”.

Arrinconados por la realidad, los defensores del monetarismo suelen replicar que si la emisión no genera emisión, el Gobierno podría alcanzar mágicamente la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación, emitiendo un millón de pesos para regalárselo a cada argentino. Se trata de una chicana liberal que, sin embargo, puede ser una buena excusa para discutir sobre los límites de las políticas monetarias expansivas.

Al respecto, en su Teoría general, Keynes presagiaba que el límite se encontraba en que la expansión del los gastos estimulada por la expansión monetaria no supere la capacidad productiva máxima dada por el pleno empleo de la fuerza de trabajo. Sin embargo, ese límite teórico fue desafiado en los países centrales durante la experiencia de movilización económica en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Como explicó John Kenneth Galbraith en su libro Teoría del control de precios, los excesos de ingresos por sobre la oferta de pleno empleo provocados por la expansión monetaria que acompañó el esfuerzo bélico, fueron canalizados hacia el incremento de los ahorros monetarios mediante el racionamiento de la demanda y los controles de precios.

En economías como la de nuestro país, el límite a las políticas monetarias expansivas se encuentra bastante más acá del pleno empleo. Tampoco hay que esperar un retiro masivo de la oferta de trabajo porque a alguno se le haya ocurrido emitir un millón de pesos para cada argentino reduciendo los incentivos a trabajar y estimulando un salto repentino en el consumo. El límite se encuentra en lo que los economistas estructuralistas denominaron restricción externa. La falta de dólares, provocada por la necesidad de importar insumos, maquinarias y energía junto a la fuga de capitales, tiende a forzar la adopción de políticas monetarias contractivas para reducir la dolarización de los ahorros monetarios y contraer las importaciones vía baja de los gastos y la producción.

INFLACIÓN POR CORRUPCIÓN

El economista de la cátedra Jauretche, Rodrigo López, suele decir que así como los esquimales distinguen tonalidades del blanco de tanto vivir entre la nieve, los economistas argentinos distinguimos diversas causas de presión alcista de precios de tanto convivir con la inflación. A las tradicionales de demanda y de costos, el ojo especializado del economista nacional le agrega la inflación cambiaria, inercial, por puja, importada, estructural, entre otras. No conformes con tanta diversidad teórica, desde dos extremos aparentemente opuestos del arco político se ha dado curso a una nueva y original teoría: la inflación por corrupción.

En un video disponible en la web, el insistente candidato del Partido Obrero, Jorge Altamira, señala que “el motivo principal de la inflación es la forma en que el Gobierno gasta el dinero público”, ya sea por el pago “de la deuda externa a los usureros internacionales”, porque le “da plata a Cirigliano que la invierte en Miami” o porque “pagan sobreprecios”. Similar argumento había esbozado tiempo atrás en un programa televisivo el ex ministro de la Alianza Ricardo López Murphy, al indicar que la inflación se debía al “excesivo gasto público financiado con emisión”. Al ser consultado sobre si pretendía combatir la inflación con un ajuste del gasto en educación como el que intentó durante su efímera gestión, el economista liberal señaló que había que bajar el gasto que financia “negociados como el de Ciccone”.

Al respecto, y sin menospreciar el posible impacto de los mencionados hechos sobre el desvío de los dineros públicos a mejores finalidades, su carácter inflacionario es bastante controvertido. Comenzando por el pago de la deuda externa como por la plata que Cirigliano “invierte en Miami”, son usos del dinero público que no afectan el nivel de gasto en la economía nacional, por lo que, en todo caso, podrían alterar la estabilidad de precios de la península de Florida o del lugar donde gasten sus ingresos nuestros acreedores. Para analizar si pueden ser fuente de inestabilidad de pre cios los sobreprecios en la obra pública o los obtenidos indebida mente por Ciccone, habría que conocer en qué fueron reinvertidos esos ingresos mal habidos y ver, en todo caso, si generaron un exceso de demanda sobre la capacidad productiva de algún sector que se haya traducido en remarcaciones de precios.

Para no comprar teorías disparatadas, hay que saber que la inflación por emisión monetaria, sea para financiar gasto genuino o desviado por hechos de corrupción, es una versión particular de la inflación de demanda. Esta última sostiene que el aumento del nivel general de precios se debe a que el gasto excede la capacidad productiva de una economía que utiliza al máximo sus recursos productivos, dada la tecnología disponible. En el caso particular que ese exceso de demanda se deba a un incremento del gasto público financiado con créditos del Banco Central, se habla de inflación por emisión.

Al respecto, la economía argentina mantiene un nivel moderado de utilización de la capacidad productiva de las empresas y un nivel aún importante de trabajadores desempleados o en actividades de baja productividad que pueden contribuir a expandir la oferta de bienes y servicios. En ese sentido, plantear que hay que reducir el nivel de gasto para estabilizar los precios, aunque se esconda el pedido de ajuste bajo el manto de un reclamo contra la corrupción, parece un error de diagnóstico que puede afectar la actividad económica y el empleo conduciendo a la economía a una honesta recesión.

LA INFLACIÓN POR AUMENTO DEL SALARIO

Cada vez que se discuten aumentos de salarios en las paritarias se oyen voces que advierten sobre su impacto en los precios, señalando al trabajador como responsable por la inflación. De tal diagnóstico deriva una determinada propuesta estabilizadora: hay que parar los aumentos de salarios para frenar los incrementos de precios. Sin embargo, los aumentos de salarios generan incrementos de los costos, no de los precios. Entre ambos, hay una decisión empresarial de traslado de costos a precios para mantener el margen de ganancias. En ese sentido, el empresario actúa de la misma forma que el trabajador, incrementando su ingreso nominal para mantenerlo en términos reales. Señalar a uno, invisibilizando al otro, es tomar partido por una de las partes en la vieja lucha entre el capital y el trabajo.

Por otro lado, los aumentos de salarios intentan recuperar la pérdida de poder de compra que ocasionó el previo aumento de los precios. Al respecto, plantear si los salarios o los precios aumentaron primero se parece en mucho al inconcluso debate sobre quien fue primero, el huevo o la gallina. Más útil es discutir cómo se van a determinar a futuro, lo que implica debatir cómo se va a distribuir el ingreso. Quienes proponen congelar salarios sin intervenir sobre los precios, están proponiendo bajar la inflación a costa de una baja del salario real de los trabajadores. Esta política tiene pocas chances de prosperar dado el elevado nivel de empleo y la fortaleza de las organizaciones sindicales. Por ello, quienes la proponen lo hacen en el marco de un “plan integral antiinflacionario”, que incluye cierta dosis de ajuste, apertura y represión, como mecanismos de persuasión.

Del otro lado, pedir aumentos nominales de salarios sin regular su posterior traslado a precios es pan para hoy y hambre para mañana. Las paritarias han sido una herramienta clave para recomponer el salario luego de la crisis de la convertibilidad, y para evitar el deterioro de los ingresos laborales en un contexto inflacionario. Sin embargo, se ha mostrado como una herramienta li mitada para avanzar en la redistribución del ingreso en los últimos años, ya que los salarios crecieron en promedio levemente por arriba de los precios (según miden las estadísticas provinciales). Sí les ha servido a ciertos sindicatos que representan a grupos de trabajadores de sectores productivos de elevada rentabilidad para obtener incrementos de salarios superiores al promedio. Pero lejos de combatir al capital, su posterior traslado a los precios generó una redistribución del ingreso entre los trabajadores desde los que menos ganan hacia los que tienen mayores ingresos.

En algunas oportunidades, el Gobierno ha implementado un congelamiento temporal de precios con los supermercados, generando un contexto favorable para negociar paritarias moderadas sin que impliquen pérdidas en el poder de compra de los salarios. Este tipo de políticas de estabilización de precios previas a la negociación salarial podrían ser mejor aprovechadas si se contara con un índice de precios aceptado por empresarios y sindicalistas para acordar aumentos de salarios reales, en lugar de nominales. De esa manera, la estabilización inicial de los precios generaría una estabilización posterior de los salarios, que consolidaría una baja de las tasas de inflación. Así se podría evitar que sindicatos y empresarios con vocación desestabilizadora negocien aumentos salariales desmedidos que, tras ser trasladados a los precios, socavan las bases de los acuerdos con la intención de acelerar la inflación y desgastar al Gobierno.

SE VIENE UNA NUEVA HIPERINFLACIÓN

Con el rebrote inflacionario de los últimos años, no faltó la aparición de algún economista o político opositor que alertara sobre la posibilidad de una hiperinflación como la que terminó con el gobierno de Raúl Alfonsín. Se trata de una operación política de sectores conservadores, cuya prédica de ajuste y desempleo sólo puede triunfar si es presentada como un mal menor frente al proyectado caos económico. Para desarmar la operación pánico hiperinflacionario, comencemos por las causas de la hiperinflación de finales de los ochenta, que no son la emisión monetaria descontrolada para financiar el déficit público generado por las ineficientes empresas estatales, como le mintieron a doña Rosa.

La causa estructural que derivó en la hiper fue la presión que ejercía sobre el mercado de cambios el pago de la deuda externa contraída por la última dictadura militar. En un contexto donde el precio de las materias primas de exportación se encontraba por el piso, y los mercados regionales donde colocábamos bienes industriales se habían reducido por su propia crisis de la deuda, los dólares que ingresaban al país no eran suficientes para pagar las importaciones necesarias para mantener una mínima expansión de la actividad económica y, mucho menos, para cumplir con las deudas externas que habíamos heredado.

Fue así que la democracia retornó con un mercado de cambios bajo extrema presión, donde el permanente salto del dólar se llevaba detrás de sí a los demás precios. En ese contexto, la propia inflación deterioraba las cuentas públicas, tanto por la rápida pérdida de valor de la recaudación como por el retraso de las tarifas de los servicios públicos que generaban el déficit del Estado empresarial. La obligada emisión no alimentaba la actividad, ya que las políticas de ajuste impuestas por los acreedores reducían el mercado interno. El resultado: la emisión iba directo al dólar, incrementando aún más la presión cambiaria.

.Fue así que las tasas de inflación, que superaban el 100 % anual desde el Rodrigazo, alcanzaron niveles de más del 1000 % hasta que nuestros acreedores externos nos dieron tregua. Claro que cobrándose a cambio las principales empresas del país, que fueron privatizadas a precio de remate y a pagar en títulos públicos desvalorizados. Con los dólares que ingresaron por la cuenta capital se pudo estabilizar el mercado de cambios, y con el dólar quieto, se calmaron los precios en el marco del plan de Convertibilidad.

El contexto actual es totalmente diferente al de los ochenta. La política de desendeudamiento redujo nuestra deuda externa pública a cifras mínimas y los precios de los productos primarios de exportación se encuentran en máximos históricos. El achicamiento del superávit comercial producto del crecimiento acelerado en una economía con varios agujeros en su matriz productiva (especialmente en la industria automotriz, electrónica y los hidrocarburos) junto a la fuga de capitales, pueden derivar en cierta presión sobre el mercado de cambios. Pero ello se traduce en una desaceleración del crecimiento y movimientos del dólar, cuya magnitud no es comparable con la de los años ochenta.

Los niveles actuales de inflación (aun los que informan fuentes privadas) y sus causas se asemejan más a la de la etapa de industrialización que rigió entre 1940 y 1974. Una inflación vinculada a la puja salario-precio, acelerada coyunturalmente por variaciones del tipo de cambio o los precios internacionales, que debe ser motivo de preocupación de la política económica pero no una excusa para implementar políticas que paralicen la actividad y redistribuyan regresivamente los ingresos con pretextos catastrofistas.

POPULISMO E INFLACIÓN

A lo largo de nuestra historia, los economistas ortodoxos no han dudado en señalar a los gobiernos populares como los causantes de la inflación, en su tendencia a emitir moneda para financiar gastos con los que satisfacer las demandas sociales. Desde la vereda opuesta, los estructuralistas han rechazado esas explicaciones simplistas, brindando explicaciones alternativas en cada período histórico. Por ejemplo, mientras que en la actualidad los monetaristas responsabilizan del alza de los precios a la emisión monetaria del “populismo K”, desde la tribuna estructuralista le responden que el alza de los precios se explica por el impulso que dio el aumento del precio de los alimentos entre 2006 y 2008 (inducido por el alza mundial de las materias primas y el desabastecimiento patronal local) a la tradicional puja distributiva que se manifiesta en aumentos secuenciales de salarios, precios y tipo de cambio.

También en los años ochenta ambas escuelas diferían sobre las causas de las elevadas tasas de inflación coronadas por la hiper. Para los ortodoxos que añoraban la dictadura militar, era generada por el “populista” de Alfonsín que, para ganar elecciones, emitía sin control, sosteniendo ineficientes empresas estatales y elevados salarios públicos. Desde el campo heterodoxo, se sostenía que la inflación era el resultado del déficit estructural de las cuentas externas provocado por la deuda contraída por la dictadura, en un contexto internacional de bajos precios de nuestras exportaciones y fuga de capitales hacia el Norte. La consecuente devaluación permanente de la moneda tendía a acelerar las remarcaciones de precios, que arrastraban una inercia inflacionaria del 100 % como piso desde los tiempos del Rodrigazo.

Uno de los antecedentes más antiguos de la histórica polémica fue el alza de los precios que siguió a la finalización de la Primera Guerra Mundial, que los sectores conservadores atribuyeron a las políticas “populistas” de Yrigoyen. La respuesta vino desde un conservador heterodoxo, Alejandro Bunge, que desarrolló por primera vez la tesis de inflación estructural nada menos que en una sobremesa en casa de uno de los padres fundadores del monetarismo, el economista estadounidense Irving Fisher. Allí convenció al colega norteamericano de que la inflación argentina no podía atribuirse a causas monetarias o de exceso de demanda, brindando una explicación alternativa:

“La fuerte demanda del exterior elevó los precios de nuestros productos, lo cual repercute hasta en los de nuestro pan y nuestra carne de consumo, y, por otra parte, el alza de los artículos manufacturados, que nos hemos acostumbrado a recibir del extranjero, tuvo por consecuencia que, aún reduciendo nuestras importaciones a un tercio, por muchas causas concurrentes, pagamos tanto por ellas como antes de la guerra. Un alza, que oscilaba 30 y 70 por ciento para nuestros productos y entre 100 y 400 por ciento para nuestras importaciones, tenía que influir necesariamente en nuestros precios, a pesar de no existir inflación monetaria; más de un tercio de nuestros consumos manufactureros provenían del exterior y exportamos dos quintos de nuestra producción. (…) Entretanto, y debido a la persistencia del alza que parecía no detenerse, toda la vida económica se fue ajustando a esos nuevos divisores comunes. Los salarios subieron en igual proporción (…). Todo se amoldó a la fuerte baja del poder adquisitivo de la moneda”.

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