miércoles 24 de abril de 2024
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«Postdata», de Simón Garfield

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Postdata, de Simón Garfield, indaga sobre los grandes intercambios epistolares de nuestra historia, desde Cicerón y Petrarca hasta Jane Austen o Ted Hughes, y examina los particulares consejos ofrecidos por los más vendidos manuales sobre cómo escribir cartas. Este libro nos descubre un sinfín de atractivas anécdotas, incluida la curiosa evolución de los saludos de encabezado o los ingredientes perfectos para crear tinta invisible. A continuación, un fragmento de su obra a modo de adelanto:

El primer amor en papel

No te imaginarás el anhelo de ti que me posee.

Hacía el año 102, más de veinte años después de la erupción del Vesubio, plinio escribía a su tercera esposa, Calpurnia.

La causa principal es mi amor por ti. No nos hemos acostumbrado a estar separados. Me ocurre que me quedo despierto casi toda la noche, pensando en ti. Por el día, cuando llega la hora en que solía visitarte, mis pies me llevan, tal y como te lo cuento, hasta tu cámara, pero, como no te encuentro en ella, regreso con el corazón roto, como un amante rechazado.

Calpurnia había estado indispuesta y Plinio había tenido que viajar por un asunto legal. En otra carta escribió:

Dices que acusas grandemente mi ausencia y que lo único que te reconforta cuando no estoy es hojear mis escritos, que a menudo colocas junto a ti, en el lugar que suelo ocupar yo. Me gusta pensar que me extrañas y que encuentras alivio consolándote así. Yo también leo siempre tus cartas, y las releo una y otra vez como si fueran nuevas, aunque así solo consigo avivar el ascua de mi añoranza. Siéndome tus cartas tan queridas, imagínate cómo disfruto de tu compañía. Aunque me producirás con ello tanto placer como dolor, te pido que me escribas tanto como puedas.

Las cartas se han convertido en una adicción y fortalecen la devoción que la pareja se tiene a la vez que ponen de relieve la ausencia del otro. «Escríbeme todos los días e incluso dos veces al día: me encontraré mejor mientras leo tus cartas, aunque cuando lo haya hecho mis miedos volverán al punto».

¿Cómo puede el lector moderno no conmoverse ante tal sinceridad? Las cartas de Plinio (las de Calpurnia no se conservan) son valiosas por otra razón distinta de la intimidad de la pareja: resulta que son las únicas de su tipo que existen. Fuera de ellas, como hemos visto, no hay testimonios apenas de amor epistolar en la antigua Roma.

Hay una excepción, descubierta por azar en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, en el siglo xix. El cardenal Angelo Mai era bastante conocedor de los palimpsestos (pergaminos cuyo texto escrito se borraba para ser utilizados de nuevo). En 1815 se topó, bajo un texto más bien aburrido, con algo fascinante: las actas del primer concilio de Calcedonia, celebrado en 451, ocultaban la correspondencia entre el importante orador y profesor Marco Cornelio Frontón y un joven Marco Aurelio, datada en el siglo ii, unos veinte años antes de ser este nombrado emperador.

En 1818 el cardenal encontró más cartas bajo el mismo documento relativo al concilio, esta vez en la Biblioteca Vaticana. Ambos hallazgos crearon un ambiente de expectación. En esos primeros años del xix empezaron a conocerse así pues los años formativos de uno de los mayores emperadores romanos, aunque nadie esperaba que de ese modo. De hecho, cuando el cardenal Mai publicó su nuevo descubrimiento, la comunidad académica quedó decepcionada. Al parecer, las cartas trataban principalmente sobre el estilo prosaico en lengua latina. La primera traducción completa al inglés no apareció hasta 1919 y, de nuevo, suscitó pocas reacciones. No obstante, aunque nadie quería verlas, se leían en el texto una plétora de expresiones amorosas y descripciones de intimidades físicas que incomodaban, por excesivas, hasta al más liberal lector de la ilustración georgiana. Mai había dado con un alijo de una especie de pornografía imperial, raro ejemplo documental de chico conoce chico o, más exactamente, chico conoce chicos.

En años recientes ha cobrado fuerza la hipótesis del enamoramiento entre Frontón y Marco Aurelio, que ha culminado en 2006 con la publicación de Marcus Aurelius in Love (Marco Aurelio enamorado), obra en la que Amy Richlin edita y traduce la correspondencia entre ambos. Richlin defiende firmemente que los unió un profundo afecto y se pregunta hasta dónde llegó la relación. Para Richlin, que los victorianos quedasen «decepcionados» da a entender que los lectores de la época juzgaron de mal gusto la intimidad entre Frontón y Marco Aurelio, cuya reputación de santo varón quedaba en entredicho. A la especialista estadounidense le intriga que tampoco en periodos posteriores se estudiase esta correspondencia, dado su carácter erótico, y que los estudiosos de la historia de la homosexualidad no la hayan tenido en cuenta como excelente ejemplo epistolar de amor entre hombres.

Las cartas entre Marco Aurelio y Frontón ilustran el auge y la caída de un cortejo que se extendió entre el año 139, durante la última adolescencia del futuro emperador, y el 148. En su clímax, la relación epistolar arde en pasión: «Muero de amor por ti», escribe Aurelio, a lo que su tutor responde: «Tu ardiente amor me ha dejado aturdido, como golpeado por el relámpago».

No sabemos con qué frecuencia se encontraban en calidad de tutor y pupilo, aunque parece claro que los intervalos entre esos encuentros se les hacían muy largos a ambos. Quizá eran solo sus mentes las que se fundían de manera tan fructífera y entusiasta —Marco Aurelio arrebatado por las habilidades retóricas de su maestro, Frontón cautivado por el fulgurante potencial de su alumno—, pero las cartas hablan de algo que va más allá de la mera comunión intelectual: la imaginación del remitente solitario vaga hasta otras realidades, a veces inalcanzables. Podría ser también que las cartas fueran una especie de piezas de retórica erótica, una especie de deberes en los que se obligaban a poner en práctica el arte de la seducción:

¿Cómo puedo estudiar cuando tú estás dolorido, sobre todo cuando estás dolorido por mí? Debería golpearme a mí mismo y someterme a todo tipo de experiencias desagradables. Después de todo, ¿quién tiene la culpa de que te duela la rodilla, que, según dices, te molesta más desde anoche? […] ¿Qué se supone que debo hacer, si no puedo verte y vivo atormentado por ello?

Fuera de estos besos y relámpagos, las cartas de amor no son muy abundantes en la Antigüedad tardía ni en los primeros tiempos del mundo cristiano, ni tampoco durante la Edad Media europea o bizantina, lo que podría achacarse al hundimiento del alfabetismo y al auge de una Iglesia preocupada por el adoctrinamiento y la dominación. Los corazones vivieron ese periodo a bajo cero. Hay devoción en las cartas de Pablo del Nuevo Testamento, por supuesto, y a lo largo de un milenio de comunicaciones oficiales se cuelan algunos mensajes personales, pero si buscamos pasiones íntimas pincharemos en hueso. Claro está, hasta que no entremos a examinar lo que se ha descrito como la reinvención del amor romántico, en el siglo xii, cuando nos damos de bruces con uno de los mayores amores de la historia, vertidos para regocijo del lector en formato epistolar.

El que la llameante y desesperada historia entre Abelardo y Eloísa siga candente más de ochocientos años después se debe a la existencia de cartas y a la interpretación que de estas se hace, ya sea festiva y humanista, o condenatoria y moral. La saga proporciona el mejor y más antiguo ejemplo de lo que ocurre cuando en una asfixiante sociedad religiosa, poco amiga de tales manifestaciones, florece el deseo sexual desenfrenado. Nos encontramos ante una sórdida e inédita combinación de dogmatismo doctrinal y lascivia de rasgar sotanas.

La historia comienza en torno a 1132, cuando Pedro Abelardo, originalmente llamado Pierre Abélard, religioso y filósofo que entonces sobrepasaba apenas la cincuentena, escribe su biografía en forma de carta a un amigo innominado. Este formato se convertiría en un género popular, la carta de consolación o historia calamitatum, cuyo objetivo era hacer al destinatario sentirse mejor al respecto de su propia desgracia, haciéndole ver que a uno le iba mucho peor. En esa carta, escrita en latín, dentro de un completo y grandilocuente relato de sus penalidades, Abelardo cuenta su relación con una mujer muy culta e intelectualmente atractiva de la que había sido tutor: otra relación entre maestro y estudiante que, pese a tanta promesa de amor eterno, lleva dentro la semilla del fracaso.

Abelardo fue uno de los grandes iconoclastas de la Europa medieval. Famoso por su original pensamiento y su ágil e ingeniosa dialéctica, jamás dudó de sus habilidades y convicciones. Su optimismo tenía razón de ser, y vivía convencido de la atracción que causaba en las mujeres y de su destreza como comentarista de Ezequiel («Eran mis embajadores mi juventud, mi excepcional belleza y mi gran reputación»). Conoció a una joven (de al menos diecisiete años, probablemente mayor) parisina dotada de una cultura y belleza excepcionales, «que no le iban a la zaga a él mismo», y decidió seducirla, tratando de impresionar en primer lugar a su tío y tutor, Fulberto (canónigo de la catedral de Nuestra Señora de París), lo cual consiguió. Quedó entonces la joven a su cargo. «¿He de decir más?», pregunta Abelardo a su anónimo corresponsal. «Con el pretexto de las lecciones nos entregamos enteramente al amor.» Había «más besos que enseñanzas» y las manos «se iban más al pecho que a las páginas». En efecto, Eloísa al parecer recibió muy poca formación convencional, pues los deseos de ambos «no dejaron de verse satisfechos en ninguno de los aspectos del amor, y las ocurrencias novedosas que el deseo inventaba las recibíamos de buen grado».

Sus pasiones nocturnas no cejaron y Abelardo descubrió que su labor como instructor comenzaba a resentirse. El resto de sus quehaceres comenzaron a aburrirle y sus clases se hicieron anodinas. Nunca dejó de sorprenderle que todo el mundo, salvo el tío de Eloísa, estuviera al tanto de lo que ocurría. En una carta a Sabiniano, Abelardo citaba a San Jerónimo: «Somos siempre los últimos en saber del mal que alberga nuestro hogar: los defectos de nuestra mujer e hijos son la comidilla del pueblo pero no llegan jamás a nuestros oídos».

Fulberto no era un tutor precisamente indulgente: dejó dicho a Abelardo que podía pegarle con fuerza a Eloísa si esta no se aplicaba. No le hizo mucha gracia enterarse de que sí que se aplicaba, aunque en otro sentido. Los amantes descubiertos huyen de la ira del canónigo, Eloísa descubre que está embarazada y la pareja acuerda casarse en secreto, lo que llega a oídos de Fulberto, que en un primer momento queda complacido por la noticia. Nace un hijo al que llaman Astrolabio. Pero cuando Fulberto decide hacer pública la noticia del casamiento, Abelardo, avergonzado por sus actos, mete a Eloísa en un convento y envía a Astrolabio con la hermana de esta. Ahí hubiera quedado todo de no ser porque el encolerizado Fulberto, a cuya sobrina, abandonada, Abelardo ha arruinado la vida, pergeña un plan junto con unos amigos.

Como describe Abelardo, «dormía una noche plácidamente en mis aposentos, cuando, tras sobornar a uno de mis sirvientes para que les franqueara el paso, se vengaron de mí cruelmente, con barbarie tal que a todo el mundo horrorizaría: cortaron las partes de mi cuerpo con las que había causado el mal del que me acusaban».

Así mutilado, Abelardo toma los votos y se entrega al amor de Dios y de las escrituras. Sin embargo, nunca dejó de ser un espíritu inquisitivo y no se hizo querer por sus pares, pues se empecinaba en señalar las incoherencias que veía en la doctrina cristiana. Escribió mucho en pro del racionalismo y renunció públicamente —por imperativo anatómico— a los placeres de la carne. Sin embargo, transcurridos nueve años de su castración, su confesión epistolar llegó a manos de Eloísa, recluida en el convento de Argenteuil (cómo, no lo sabemos; quizá Abelardo le enviase una copia), quien volvió a caer fascinada a los pies de su antiguo amante.*

Eloísa se mostró en desacuerdo con algunos de los detalles del relato que Abelardo hacía a su amigo y apenada de que hasta entonces su examante hubiera guardado silencio, pero era obvio que seguía entregada a él. Más que a Dios, como mínimo:

Hasta durante la celebración de la misa, cuando nuestras oraciones deben ser especialmente puras, se adueñan de mi alma infeliz libidinosas visiones de los placeres que compartimos y mis pensamientos se detienen en la lascivia en lugar de en la oración. Todo lo que hicimos, y los lugares y momentos en que lo hicimos han quedado grabados en mi corazón junto con tu imagen, de modo que revivo todo ello junto a ti. Ni siquiera cuando duermo hallo descanso. A veces me traiciona el cuerpo, que moviéndose expresa mis pensamientos, los cuales en otras ocasiones brotan en una palabra dicha sin pensar.

Eloísa se convence de que su vida se ha ido al garete y sabe que ha sufrido más que Abelardo. A él lo redime la fe, ella solo siente vergüenza por no haber conseguido lo mismo.

Si bien Dios quizá vio en ti a un adversario, se ha probado amable contigo, como el médico honrado que no se arredra ante la necesidad de provocar dolor si este es curativo. En mi caso, sin embargo, las delicias que me procuraron la juventud, la pasión y la vivencia del placer intensifi can los tormentos de la carne, el anhelo y el deseo. Su ataque es más feroz cuanto que la naturaleza de la atacada es más débil.

La respuesta racional de Abelardo a las efusiones de Eloísa es bastante más comedida de lo que Eloísa habría querido. Este le ofrece asistencia espiritual y religiosa, y le expresa la certeza de que sabrá dirigir apropiadamente su convento. A él lo ha abandonado todo deseo sexual por ella, y no solo porque se haya convertido en eunuco. Abelardo opina que la libido es degradante y juzga las noches pasadas con ella como fuente únicamente de «placeres obscenos y despreciables». Opina asimismo que impuso a Eloísa la lujuria y se muestra agradecido por su nueva condición física, que considera «absolutamente justa y misericordiosa».

[…] haber quedado disminuido en esa parte de mi cuerpo, sede de la lujuria y única razón para el deseo […] a fin de castigar el miembro por todo el mal que nos hace, expía los pecados cometidos para diversión suya, y me salva del lodazal en que me he hallado inmerso en cuerpo y alma. Solo así podía presentarme ante los altares.

Eloísa parece aceptar no sin cierta reticencia estos argumentos, o al menos se siente derrotada ante su contundencia. Las últimas cartas de la pareja, las llamadas «cartas de dirección espiritual», hablan de temas más filosóficos que íntimos, aunque en ellas los espíritus de ambos parecen latir al unísono, en un vínculo irrevocable.

Pero la historia no termina aquí. A principios de la década de 1970 un estudioso eclesiástico alemán llamado Ewald Könsgen publicó una tesis en Bonn en la que describe una serie de cartas de amor redactadas sobre tablillas de cera y publicadas originalmente en una antología compilada por Jean de la Véprie, abad francés del siglo xv. Los autores de las cartas eran desconocidos, pero Könsgen tenía la corazonada —y poco más— de que aquellas podrían ser las cartas originales que Abelardo y Eloísa se escribieron en París, antes de que las cosas se torcieran. Su corazonada se afianzó en 1974, año en que publicó Epistolae duorum amantium. Briefe Abaelards und Heloises? Pero ese escueto volumen pasó sin pena ni gloria. Sí se levantó controversia en 1999, cuando el australiano Constant  J. Mews, profesor de la Universidad Monash, en Melbourne, publicó las cartas con un título inequívoco: The Lost Love Letters of Heloise and Abelard [Las cartas de amor perdidas de Eloísa y Abelardo]. La conmoción fue aún mayor cuando las cartas se tradujeron al francés, en 2005. El debate sigue inflamando la discusión entre medievalistas: ¿son auténticas las cartas? En ese caso, ¿son la correspondencia original entre los dos amantes?*

Ciertamente, hubo cartas entre ambos en los días de clímax pasional. En su autobiografía, Abelardo razona que en sus primeros tiempos juntos disfrutaban «de la mutua presencia gracias al intercambio de mensajes escritos, mediante los que podíamos hablar más abiertamente aún que cara a cara». Cuanto más indagaba el profesor Mews en las cartas durante su traducción, más se convencía de las similitudes en gramática y uso del idioma existentes entre las cartas conocidas y las descubiertas. Cotejó estas con otros manuscritos de la Francia del siglo xii y encontró más indicios que confirmaban su hipótesis. Las ciento doce cartas varían en extensión: de tres o cuatro líneas a más de seiscientas palabras, desde fragmentos incompletos de prosa a largas estrofas minuciosamente medidas. Se habla en ellas de la constancia del amor, reflejada en la fidelidad, y se alude indistintamente al amor humano, al amor espiritual y al amor de Dios. Muchas parecen independientes de las demás, como si se hubieran escrito sin esperar respuesta.

mujer: Al que hasta hoy he amado y amaré siempre: con todo su ser y sus sentimientos, en la salud, la alegría, la prosperidad y todo lo que sea benefi cio y honra. […] Adiós, adiós, y que estés bien mientras dure el reino de Dios.

hombre: A su más preciada joya, siempre radiante de esplendor natural, que él, el oro más puro, la rodee y ciña en un abrazo de regocijo. […] Adiós a ti, la que me hace estar bien.*

El lapidario empalago aparece incluso en fragmentos más largos y es, en todos los casos, frustrantemente vago. (ella: «Adiós, mi dulzura. Estoy enteramente contigo o, por ser más fiel a la verdad, enteramente dentro de ti». él: «Al inagotable cáliz de todas mis dulzuras […]». ella: «Puesto que eres el hijo de la dulzura cierta […]».) Lo físico de su relación, no obstante, emerge gradualmente, si bien de forma más queda de lo acostumbrado en las cartas más tardías (aquellas ensoñaciones de banco de iglesia). (hombre: «Mi yo espiritual se agita con un temblor alegre y mi cuerpo se transforma con nuevos gestos y posturas».) Llegada la carta 26, se lanzan ambos a un lenguaje febril y florido, muestra de un ardor en el que reconocemos sin duda a nuestros famosos amantes:

 hombre: ¡Qué fértil en deleites es tu pecho, cómo resplandeces con belleza intocada, tu cuerpo tan rico en humores, tu indescriptible aroma! Revela lo oculto, descubre lo que escondes, deja que siga burbujeando la saludable fuente de tu dulzura más abundante. […] Hora tras hora me acerco irremisiblemente a ti, como el fuego que devora la madera.

 Estas cartas «nuevas», auténticas o no, comparten otra cosa más con sus homólogas canónicas: son enormemente entretenidas.

Los padres de la Iglesia no rehuyeron el género epistolar en el largo periodo que va de Plinio el Joven a Eloísa, pero ninguno brilló en el aprovechamiento de sus posibilidades. Sin embargo, de esos mil años (más o menos) no conservamos más que misivas de tema teológico. No se fomentaba entonces el alfabetismo entre la plebe y, a la sombra de la Iglesia, la opinión del vulgo carecía de la mínima relevancia. La tradición oral ocupó el lugar de la escrita. Solo los ricos podían pagar a mensajeros, y las destrezas y materiales de escritura eran dominio casi exclusivo de los escribanos y los clérigos para los que trabajaban. Además, ¿en qué otra cosa de provecho podía ocuparse el lego que no fuera la doctrina?

Las cartas que conservamos conforman un corpus poco sugerente. Sus píos autores estaban entregados al deber, eran cultos y sus cartas tenían más posibilidades de perdurar que otras (no sabremos mucho de la correspondencia entre reyes hasta más tarde en la historia). Las fórmulas de saludo y despedida en las cartas eclesiásticas se basan en las de la Antigüedad tardía, pero hasta ahí llegan los parecidos: los autores de aquellas no muestran interés por la filosofía mundana o por la mejora personal, y tampoco por las impertinencias e intrigas políticas de Cicerón ni por los consejos senequianos sobre el viaje o la modestia. Como es de esperar, el tema de interés es predominantemente el eclesiástico: un camino de virtud con pocas bifurcaciones.

Tenemos bastantes cartas que así lo prueban: sobreviven unas doscientas cuarenta de Gregorio Nacianceno, datadas a lo largo del siglo iv, trescientas sesenta de San Basilio, de ese mismo periodo, unas dos mil notas breves de Isidoro de Pelusio y más de doscientas de Teodoreto de Ciro, del siglo v. Es preferible la muerte a la tortura indescriptible de leerlas.

Postdata
Se han escrito cartas desde la antigua Roma hasta las maravillas y los horrores del email, y Simon Garfield demuestra que éstas revelan mucho de nuestras vidas. Postdata. Curiosa historia de la correspondencia indaga en los grandes intercambios epistolares de nuestra historia, desde Cicerón y Petrarca hasta Jane Austen o Ted Hughes (sin olvidar a John Keats, Virginia Woolf, Jack Kerouac y Anaïs Nin), y examina los particulares consejos ofrecidos por los más vendidos manuales sobre cómo escribir cartas. Garfield nos descubre un sinfín de atractivas anécdotas, incluida la curiosa evolución de los saludos de encabezado o los ingredientes perfectos para crear tinta invisible.
Publicada por: Taurus
Edición: primera
ISBN: 9788430610228
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