viernes 29 de marzo de 2024
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«Pensamientos incómodos», de Pablo Marchetti

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Experto consumado en el arte de incomodar, Pablo Marchetti desnuda en este libro temas, ideas y reflexiones que lo obsesionan. De la masturbación al incesto, pasando por las contradicciones ideológicas de un progresista, la política, el rock, el fútbol, la televisión, los celos, el poder y el consumo de marihuana, nada es tan íntimo ni tan fuerte como para quedar fuera de su inventario iconoclasta. “En una época en que todo puede ser dicho pero poco puede ser cambiado, es gratificante saber que aún queda, para los textos, la sana costumbre de incomodar”, afirma el autor en el prólogo.

Irreverente, polémico, brillante pero sobre todo incómodo, este libro es una máquina de demoler preconceptos que se lee con una sonrisa, cuando no a las carcajadas. Al fin y al cabo, el lector sabe que esas confesiones bizarras, a veces brutales, aun vergonzantes, pueden ser también las suyas.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Yo sí discrimino

Hay mucha susceptibilidad con el temita este de la discriminación. Lógico, se trata de evitar políticas de Estado que consentían o, al menos, minimizaban el racismo, y la exclusión de los más débiles o de las minorías. Pero en nombre de estas injusticias quieren hacernos borrar de nuestras mentes términos que son sólo insultantes y que resultan adecuados cuando se trata de verbalizar la ira que provoca una situación de mucha irritación.

Decirle a alguien «negro de mierda», «judío de mierda», «gordo de mierda» o «fumón de mierda» no es más que un insulto. Porque alguien que es negro, judío o fumón no reniega de esa condición. Es más, la asume con orgullo. Y lo de gordo es una verdad inexorable: decirle que no es gordo a alguien que sí es gordo no lo transforma en un esbelto ser musculoso, del mismo modo que negar la ceguera de un ciego no le devuelve a ese ciego la vista.

Entonces, si alguien dice «judío de mierda» está diciendo que una persona que es judía, además, es una mierda. Lo de judío es un dato objetivo; lo de «de mierda» es una apreciación subjetiva insultante, pero no descalificadora, al punto de pedir su erradicación por «discriminadora». Si digo «habría que matar a todos los judíos, Hitler se quedó corto», sí estoy descalificando. Pero si digo que alguien es un «judío de mierda», no. ¿Por qué no admitir que alguien pueda pensar que Collin Powell o Condoleezza Rice son «negros de mierda »? ¿O que el rey de Arabia Saudita es un «musulmán del orto»? ¿O que Manuel Fraga Iribarne es un gallego sorete, o Silvio Berlusconi un tano ladrón?

Pero voy a ir más allá: creo que está bien que dejen de publicar medios que pregonan que hay que matar a todos los judíos, que Hitler se quedó corto o que los negros son la peor lacra de la humanidad. Y también creo que habría que dejar que haya partidos políticos que piensan eso y que quieran presentarse a elecciones. Si creemos que eso no debería ser así, ¿por qué George Bush sí puede ser candidato a presidente de los Estados Unidos? ¿Y por qué Manuel Fraga Iribarne pudo presidir la Xunta de Galicia durante tantos años? ¿O por qué Bussi pudo ser gobernador democrático de Tucumán?

En realidad, me parece que todo eso debería ser legal porque no creo que nada que tenga que ver con el campo de la expresión y de las ideas deba ser restringido. Obviamente, cuando esas ideas pasan al terreno de las políticas de Estado, la cosa se complica un poco. Pero mientras se mantengan sólo en eso, en ideas, lo mejor es dejarlas estar. Prohibirlas es crear mártires y eso sí que es un gran error político. Porque del martirio a la curiosidad hay un paso, y de la curiosidad a la alternativa de gobierno, otro, y eso sí que puede ser jodido.

Entonces, ¿para qué mierda tiene que existir un organismo como el Inadi, Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo? Bueno, supongo que para encontrarles un lugar a los funcionarios más parecidos a seres humanos que puede tener el gobierno. Pero más allá de eso, la existencia de este organismo suena a sobreactuación. Casi tanto como hablar de «derechos humanos». ¿Acaso no son «derechos humanos» el derecho a una vivienda digna, a una educación más o menos correcta, a la salud, a la justicia, a una calidad de vida razonablemente cuidada? ¿Entonces por qué el instituto de vivienda (o como corno se llame esta institución; ¿sigue existiendo el Fonavi?) no forma parte de la Secretaría de Derechos Humanos?

A veces, volver tan específico un tema es banalizarlo, sacarlo de su contexto natural y llevarlo sólo a un terreno (generalmente choto) desde donde resolver cuestiones que deberían conllevar un debate más profundo. La discriminación, por ejemplo, debería estar penada si quien discrimina merece una pena contemplada por el Código Penal. Pero si tal pena no existe, ¿para qué existe el Inadi? ¿Para que los intolerantes y guetistas de la Daia alcen la voz para gritar «discriminación» cada vez que alguien no judío dice la palabra «judío»?

Aflojemos un poquito. Ser partidario de la libertad de expresión implica asumir determinados riesgos. Y esos riesgos incluyen dar rienda suelta a las más bajas, canallas e imbéciles expresiones humanas. Después de todo, siempre es mejor el daño intelectual, la afrenta al raciocinio a través de expresiones estúpidas, que tratar de ocultar estas expresiones y que se terminen expresando a través de la práctica.

Y el que esté libre de pecado, que prenda su primer churro.

 

El yoga de los pobres

«Peregrinar a Luján es una metáfora de la vida. A veces tenés mucho impulso y andás rápido, otras no das más y pensás que no podés seguir adelante. Por momentos tenés que parar a descansar y a pensar un poco en cómo continuar. Y siempre hay alguien que te ayuda cuando creés que estás solo. Caminar es como vivir.» Roxana viene a la peregrinación hace veinticinco años, desde que tenía diecisiete. Está haciendo la previa a la partida oficial, vendiendo un disco, el de la música que se escucha en este momento a todo volumen en el patio de entrada de la Iglesia de San Cayetano, en Liniers.

Por los parlantes suenan canciones que recuerdan, entre otros personajes, al padre Mujica, el cura villero montonero asesinado por la Triple A en 1974. Roxana integra el grupo que trabaja en la Iglesia de la Santa Cruz, del barrio porteño de San Cristóbal, la misma donde en el año 1977 fueron secuestradas dos monjas francesas por un comando del ejército, y donde durante la última dictadura militar realizaron sus primeras reuniones varios grupos de familiares de desaparecidos. Lo recaudado con la venta del disco es para la obra que tiene la Iglesia en escuelas rurales.

Para Roxana, la imagen de la Virgen no es más que un ícono aglutinante. «Puede ser la Virgen o puede ser la madre tierra, el dios o la fuerza espiritual en la que cada uno crea», se expresa, amplísima. En la previa, por las calles de Liniers, el Cristo humano y el padre Mujica sirven de fondo para un sincretismo espiritual delirante y lumpenísimo.

El merchandising incluye esos adornos chinos colgantes, con figuras como la Virgen de Luján (la reina de la jornada), pero también de su colega mexicana de Guadalupe, de San Cayetano, de San Expedito, del Gauchito Gil, de San Jorge y del ascendente San La Muerte, santo patrono de los chorros y de las víctimas desamparadas de todo desamparo. Hay una innumerable clase de adornos de la Virgen: remeras, llaveros, estampitas, calcomanías, sombreros, pósters…

En el patio de la iglesia, unas diez señoras charlan sobre el viaje que van a emprender. Son de Alberdi, provincia de Buenos Aires. Lo dicen con orgullo, aunque no había dudas, porque tienen pecheras identificatorias. «Venimos hace ocho años», dice una que pasó hace rato los 60, de pelo teñido de rubio y riguroso equipo de gimnasia dominguero. «Aquí hago un esfuerzo físico que en otra circunstancia jamás podría hacer, pero siempre llego, no sé cómo, pero llego», se sincera. A su lado, una amiga acota detalles técnicos: «Cuando pasamos General Rodríguez, esos veinte últimos kilómetros, se vuelve insoportable. Pero la fe te hace seguir adelante».

La fe. Todas y todos hablan de la fe. «No entreno especialmente para esto. Trato de caminar, pero lo normal», explica una mujer de cuarenta y dos, que viene hace veinticuatro. «Bueno, estuve un par de años sin venir, cuando lo tuve a él», y señala a un muchachito con los pelos parados con gel y aros por varios lugares de la cara wachiturro style. El chico tiene diecisiete y viene hace tres, según responde con monosílabos. «Yo hago mucho deporte», concede al final el pibe, a regañadientes.

De repente, el sonido ambiente cambia. Se escuchan bombos y tambores y llega desde la otra cuadra lo que parece una comparsa. «Hinchas caracterizados», diría un cronista deportivo de la vieja escuela. «Mandarina, mandarina/ mandarina y cebollas/ llegaremos a Luján/ aunque sea con ampollas», canta la banda. La gente se engancha enseguida a cantar esto que parece ser un hit conocido por el peregrinaje. Y sigue: «Peregrino es un sentimiento/ no se explica, se lleva bien adentro/ y por eso te sigo a donde sea/ peregrino hasta que me muera/ ¡vamos a Lujáaaaan!/ ¡vamos a Lujáaaaaaann!».

Entre los cantos, el bombo y los redoblantes, las canciones del cura montonero quedaron atrás. Los peregrinos cantan, arengados por los manifestantes de la parroquia La Anunciación de la Virgen, de Quilmes. «Soy de la Virgen no más», dicen las pecheras que llevan puestas. En el patio de la iglesia, otra gente hace colas: para tocar a la «Virgen de Cabecera», a San Cayetano o recibir la bendición que dan varios sacerdotes. Dentro de la iglesia, algunas monjas tiran agua bendita y otros curas confiesan, como pueden entre el sonido de la muchedumbre, mientras un orador principal canta, también como puede por el mal sistema de audio y porque su entonación es malísima.

Los curas están muy solicitados pero se encargan de atender a todo el mundo. Ya sea para responder dónde queda el baño o para bendecir una botella de agua mineral de las que entrega el personal del gobierno de la ciudad. De repente suena una sirena y, sí, sale la Virgen. La de cabecera, la principal, la que llevan cargada en los hombros cuatro muchachos fornidos que así seguirán hasta Luján, con el peso de la anfitriona en sus anatomías. «Salimos, salimos», dicen tres señoras de unos cuarenta años, de jogging y zapatillas de correr, impecables. Otra, algo más formal, habla por celular: «Ahí estamos saliendo, poné Crónica», grita.

«Viva la Virgen de Luján», grita uno de los que arengan, al lado de la imagen de la Virgen de cabecera. «¡Viva!», responde la multitud. «Viva la fe de los peregrinos» y «viva el pueblo argentino», continúa arengando el muchacho virgenista, y los fieles vivan y vivan. Entonces sí, sale. Una cuadra, cruza la vía y ahí va. Por Rivadavia, aguantando una lluvia que estuvo anunciada pero que se hace desear. O, mejor dicho, que se hace no desear. ¿Será un milagro? Y de ser un milagro, ¿será un milagro de la Virgen?

«Vengo hace catorce años y la primera fue por cumplir una promesa, pero después no paré más», dice un treintañero con la camiseta de Racing. «Yo vengo hace tres, y también la primera fue por una promesa, pero ahora vengo porque me gusta», dice otro pibe, bandera de River al hombro, veintipocos, que trajo a su novia y a una amiga, debutantes ambas. Hay banderas de todos los clubes, hay camisetas, gorros, música, unos pibes que llevan un equipito de audio y van pasando cumbia.

Adelante van los barderos. «Episcopal, colegio de varones/ Episcopal, colegio de verdad/ Episcopal, colegio de varones/ no de putos maricones/ como los del Cardenal», cantan los pibes del Episco, un colegio que se jacta de tener «mucho aguante». Los pibes llevan estandartes, banderas, bombos y redoblantes. ¿Así van a llegar hasta Luján? ¿Con toda esa parafernalia? «Y, ¿vos ves algún otro que lleve bombos y banderas?», pregunta y sin esperar respuesta continúa: «Yo acá a los únicos que veo es a nosotros, los del Episco».

La columna del Episco es grande y mete ruido. Hay pibes en cueros, con buenos lomos, tatuados, cancherísimos, que cantan desaforados. Hay también varias chicas, con remeras ajustadas y calzas, sensualísimas, a las que les prohibirían la entrada a más de alguna iglesia. «Mandarina, mandarina, mandarina, mandarina/ el Episco es de varones/ no se hizo para minas», cantan los pibes y las chicas protestan ante el exabrupto. «Pasa que hace cinco años admitieron mujeres», cuenta uno de los pibes que toca el redoblante, «pero antes era sólo de chabones».

Hay una contradicción en esto de las mujeres en el Episco. Por un lado, los pibes conservan el orgullo chabonardi de antaño y reniegan de tanta fémina en las aulas. Por otro, la explosión hormonal adolescente agradece que haya disminuido sensiblemente el índice de olor a huevo, a manos de «estas minitas que están bárbaras», según rubrica uno de los pibes que hace flamear una bandera.

—¿Se gana en la Peregrinación?
—Eh… bueno… vamos a ver —balbucea uno de los chabones del Episco. Y enseguida se recompone y mete el casete—. Yo no pienso en eso. Mi horizonte está allá, con la Virgen —y señala hacia un adelante que puede ser el infinito, Ituzaingó o Padua.
—¿Pero no pensás en eso? —Y, si se da, se da —el pibe sonríe. Justo pasamos por debajo de un puente que dice «Bienvenidos a Ramos Mejía». Es la una de la tarde, está nublado y, a pesar de que el servicio meteorológico había pronosticado fuertes lluvias, aún no ha caído una gota.

«Si pinta un chabón que me copa, todo bien, a mí me recabe », dice una de las chicas remerita corta blanca, calzas negras, corpiño fucsia que se transparenta tras la remerita blanca, piercing en el ombligo. «Pero igual vengo porque me copa la onda, soy muy creyente, para mí es un asunto de fe».

«Una metáfora de la vida», dijo Roxana, la chica de la Iglesia de la Santa Cruz, la fan del padre Mujica. La capacidad de incorporarlo todo, desde las promesas personales hasta la espiritualidad más elevada, pasando por el puro y simple levante. Así es la Iglesia católica, la musa inspiradora del peronismo. En la peregrinación a Luján entra cualquier cosa que se le ocurra a cada uno y entra también la interpretación teórica y metafísica de lo que se le ocurra a cada uno. Es la confirmación de que todo puede ser asimilado y reinterpretado.

¿Está mal? No, qué va a estar mal. Al contrario. No hay nada más incuestionable que la celebración de un milagro. Que es el triunfo de la subjetividad, que es el triunfo de la humanidad en su versión más pura, menos dañina. Caminar ochenta kilómetros, a pesar del dolor de huesos y de las llagas en los pies, es el yoga de los pobres, el milagro de aferrarse a lo que a cada uno le hace bien. Y es, sobre todo, el milagro de aferrarse a la fe infinita de creer para seguir creyendo.

 

Tinelli es cultura

Almacenes coloridos a los que llamás «ciudad».
INDIO SOLARI, «Nike es la cultura»

Hoy amanecí culto. Y me parece que lo mejor es arrancar esta nota compartiendo con ustedes un poema:

Vusco volvvver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avía verdad.

Busco volvver de golpe el golpe.
A su halago, enveto bolivarianas fragosidades
a treintidós cables y sus múltiples,
se arrequintan pelo por pelo
soberanos belfos, los dos tomos de la Obra,
y no vivo entonces ausencia,
ni al tacto.

Fallo bolver de golpe el golpe.
No ensillaremos jamás el toroso Vaveo
de egoísmo y de aquel ludir mortal
de sábana,
desque la mujer esta
¡cuánto pesa de general!

Y hembra es el alma de la ausente.
Y hembra es el alma mía.

Se trata del poema IX de Trilce, libro imprescindible de César Vallejo, considerado por muchos (entre los que me incluyo) el libro de poesía en castellano más importante del siglo XX. Trilce está compuesto por 77 poemas, numerados en números romanos; fue escrito por Vallejo en 1922 en un pueblo del interior de Perú, a miles de kilómetros (y, por qué no, de años luz) de los movimientos vanguardistas europeos. Sin embargo es, cuando menos, contemporáneo, y cuando más, anticipatorio.

Durante ese mismo año T. S. Eliot publicaba en Londres The wast land (La tierra baldía o La tierra yerma, según la traducción castellana que se prefiera) y James Joyce su Ulysses, en París. Dos años después, en 1924, André Breton publicaba los Manifiestos del surrealismo. Sin embargo, todo aquello que hoy podemos definir como «surrealista» (lo onírico, lo lúdico, lo inconsciente, lo inexplicable, lo inquietante) se encuentra en esa obra fundamental de Vallejo.

Trilce se editó por primera vez en Lima con una tirada de doscientos ejemplares. El libro pasó sin pena ni gloria. Ni siquiera otro de los intelectuales más brillantes del Perú de la primera mitad del siglo XX, José Carlos Mariátegui, le prestó demasiada atención. Mariátegui era marxista, americanista y vanguardista como Vallejo.

Pero a pesar de la amistad que se tenían (existe una breve correspondencia entre ambos) y de la admiración por el poeta, Mariátegui priorizó Los heraldos negros, la obra indigenista de Vallejo (impecable, por cierto, aunque más predecible), por sobre Trilce.

Sí, lo admito: pueden estar pensando que les cuento esto porque cualquier excusa es buena para hablar de mi hija menor, que tiene once días y se llama… Trilce. Y sí, puede ser. Pero justamente por eso se podrán imaginar que mi adoración por esa obra es grandísima. Ahora bien, no hay dudas de que hoy Trilce, el libro, es una obra de aquello que llamamos «cultura». Pero, ¿también de la «alta cultura», si es que debemos creer en semejante cosa?

Tomemos otro ejemplo poético:

Gomería Ramos:
Tráiganos su goma vieja
nosotros se la tiramos.

Se trata de una obra de autor anónimo que, a diferencia de Trilce, no forma parte de canon alguno. Por más que hay una apelación al lenguaje publicitario propia de ciertos creadores vanguardistas, como lo hicieran los poetas concretos brasileños u otros creadores que incursionaron en la poesía visual, como el chileno Nicanor Parra o el catalán Joan Brossa. Por no hablar del arte pop, que hizo de la publicidad y la cultura mediática su materia prima casi exclusiva.

Este poema sin título (llamémoslo, como referencia, «Gomería Ramos») también utiliza un recurso de la poesía clásica, como la rima. Sin embargo, nadie lo consideraría parte de la «alta cultura». Pero no hay dudas que sí forma parte de la cultura. Eso no significa que sea un buen poema (lo confieso: a mí sí me parece bueno) ni que deba ser estudiado en la carrera de Letras.

La llamada «alta cultura» es algo que existe, sin dudas. Se trata de aquellos productos artísticos que necesitan ámbitos institucionales de legitimación: puede ser una universidad, una cátedra, una crítica, un museo, un centro cultural, un teatro o lo que fuera. No estoy diciendo que eso esté bien, estoy diciendo que eso existe. Que esa construcción está. Y que, como toda construcción, tiene valores que la cimientan y que la reproducen.

Hay una construcción que pretende hacernos creer que aquello que llamamos «cultura» es, en realidad, aquello que debería ser considerado «alta cultura». Porque la «alta cultura» no se conforma con existir: también pretende ser monopólica, excluyente. De acuerdo con esa concepción elitista de la cultura, el poema IX de Trilce forma parte hoy, casi un siglo después, de esa cultura. En cambio «Gomería Ramos» no.

La cultura es (o debería ser) aquello que forma parte de un lenguaje común. Algo que nos identifica, que nos comunica, que nos sucede colectivamente, nos guste o no. Entonces sí, «Gomería Ramos» forma parte de la cultura. Lo mismo que Marcelo Tinelli. Porque Tinelli nos sucede, nos identifica y nos comunica, más allá de que nos guste o no.

¿En el programa de Tinelli se cosifica a la mujer? Sí, sin dudas. ¿O alguien podría negar que el machismo es también parte de la cultura popular argentina? También es justo decir que Tinelli puso a una enana a bailar con un bailarín del Colón, en un acto de desparpajo inclusivo magnífico. ¿Esto neutraliza el corte de la pollera de Carla Conte? No, simplemente complejiza el fenómeno: Tinelli es contradictorio como todo fenómeno de la cultura popular.

No quiero con esto justificar la reciente distinción a Tinelli como personalidad destacada de la cultura porteña. Creo que el Estado debería destacar otros aspectos de la cultura: MARCHETTI-pensamientos incomodos.indd 154 12/1/16 10:28 Pablo Marchetti 155 ayudar a difundir causas poco difundidas, legitimar a artistas o referentes sociales que no tienen gran repercusión mediática y fomentar otro tipo de estéticas, éticas y poéticas. Tinelli ya tiene suficiente pantalla y difusión como para tener que darle un reconocimiento institucional.

Tinelli es parte de una cultura como también lo es el machismo y la cosificación de la mujer, algo constitutivo de la identidad Tinelli. Y así como esto no se puede negar culturalmente, tampoco es cuestión de andar premiándolo. Premiar a Tinelli significa convalidar esos valores que Tinelli fomenta.

El machismo y el elitismo son parte de un mismo comportamiento cultural berreta que debemos desterrar. Por eso no está bueno que premien a Tinelli. Pero tampoco está bueno indignarse porque Tinelli no debería formar parte de la cultura.

Tinelli es una personalidad destacada de la cultura. De la cultura porteña, argentina y rioplatense. Una de las más destacadas. Tinelli es uno de los personajes más populares si no el más popular de la televisión. Y, por ende, de la cultura. Negar esto es creer en una acepción del término «cultura » absolutamente reaccionario y elitista. Tinelli es cultura, aunque no nos guste. La televisión es cultura. Lo masivo es cultura.

Criticar la distinción a Tinelli porque Tinelli no forma parte de la elite cultural es lo mismo que criticar a Cristina Fernández de Kirchner por «yegua montonera», al mejor estilo comentarista de la versión web de La Nación. Tampoco me gusta que Tinelli sea distinguido como personalidad destacada de la cultura. Pero lo que no me gusta es la distinción institucional.

No me gusta Tinelli, no me interesa ver el programa de Tinelli, no me importa nada de lo que pasa en el universo Tinelli. Pero no puedo negar que sé quién es Tinelli. Por eso estoy escribiendo sobre Tinelli. Además, estoy mintiendo: hay algo que sí me interesa de Tinelli. Soy hincha de San Lorenzo y Marcelo Tinelli es vicepresidente de mi club. Personalmente, como hincha emblemático, prefiero a Viggo Mortensen. Ni a Tinelli ni al papa. Pero Tinelli está al mando de un San Lorenzo campeón de la Libertadores, algo que jamás en mi vida pensé que podría llegar a ver.

Más allá del fútbol, Tinelli es parte de la cultura. Y si ahora, con el fútbol, pasa a formar parte de mi vida, es precisamente porque, como el sol para Marilina Ross, aunque no lo veamos, Tinelli siempre está. Esa omnipresencia es la confirmación de que el tipo es un ícono cultural. Si Andy Warhol hubiera vivido en la Argentina de hoy, lo hubiera retratado como a Marilyn o a Liz.

Está bien que Tinelli exista, está bien que Tinelli se exprese, está bien que Tinelli haga lo que se le canta. Y, como lo que hace Tinelli es tan grande y tan vasto, sé que a veces me toca personalmente. Como me pasa con San Lorenzo hoy. O como me pasó hace algunos años, cuando Ideas del Sur, la productora de Tinelli, produjo Todo por dos pesos y Okupas, dos programas excelentes, que veía con devoción.

Está bien, también, que la gente vea a Tinelli si quiere. Yo prefiero mantenerme al margen de ese universo con epicentro en Showmatch y con mil ramificaciones que van desde programas hasta artículos en revistas y diarios on line y tantos otros planetas y satélites discursivos. Pero el que guste, ahí tiene. Lo que me jode, por igual, son dos cosas: el oportunismo que significa darle ese premio a Tinelli y la reacción seudoprogre a ese premio.

La indignación general y de piloto automático por la distinción a Tinelli como personalidad destacada de la cultura porteña reproduce otro lugar común, tan berreta y, a la larga, tan nocivo como el machismo: el del pequebú que pone a la cultura en un lugar berreta, en un Olimpo inmaculado donde, de tan intocable, la supuesta «cultura» se vuelve inmirable, inescuchable, ilegible, inaccesible.

Un lugar que resulta tan injusto con Trilce como con «Gomería Ramos». Un parnaso culturoso y bienpensante que no hace más que elevar la cultura a la estratósfera, alejarla de cualquier atisbo de gusto popular y, lo peor de todo, deja lo masivo en manos de Tinelli y el tinellismo.

No sé si se puede volver masiva o más o menos masiva una noción de cultura más acorde a estéticas menos conformistas y a valores que nos son dados como «naturales». Pero nadie debería impedirnos seguir intentándolo. Ni los culturosos berretas, ni Tinelli, ni los oportunistas que premian a Tinelli, ni nadie.

Pensamientos incómodos
Irreverente, polémico, brillante pero sobre todo incómodo, este libro es una máquina de demoler preconceptos que se lee con una sonrisa, cuando no a las carcajadas.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 03/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 978-950-04-3804-9
Disponible en: Libro de bolsillo
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