viernes 19 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Los Oesterheld», de Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami

NICOLINI-BELTRAMILosOesterheld

A veces, la historia de un país descarga toda su violencia contra una familia. Esa fue la fatalidad que signó la vida del célebre historietista Héctor Oesterheld, sus cuatro hijas, sus tres yernos y dos de sus cuatro nietos, secuestrados y desaparecidos durante la última dictadura. ¿Cómo fue que el creador de El Eternauta, guionista reconocido en el mundo, se convirtió en correo de Montoneros? ¿Qué llevó a sus hijas, alumnas destacadas de colegios bilingües de elite, a involucrarse en el trabajo de base y la lucha revolucionaria? De las tertulias en el chalet de un barrio privilegiado de Buenos Aires al trabajo territorial en villas del conurbano. De las asambleas universitarias, el teatro experimental, la bohemia artística y las redacciones periodísticas a las campañas en el monte del Norte argentino y la clandestinidad.

Esta biografía coral muestra cómo, con el plan de aniquilación que incluyó a Héctor y sus hijas, la represión buscó destruir también la brillante vida cultural y política del país. Los Oesterheld es una investigación excepcional que llevó años de entrevistas y búsquedas en archivos y que tiene el invalorable mérito de recuperar en detalle la intimidad de una familia cuya tragedia irradia la suerte de toda una sociedad y su época.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

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Estela tomó una revista que estaba sobre la mesa del comedor y se detuvo a observar la tapa. Había una mujer dibujada en mini short, botas, panza al aire, un trago en la mano y pose sugestiva a lo chica James Bond. Los colores eran estridentes. A un costado, un recuadro anunciaba Ernie Pike en Vietnam. Había algo contradictorio en la composición de esa tapa. Sin dudas la chica sexy no venía a ilustrar al corresponsal de guerra que había inventado su padre y que ahora se metía en la guerra de la que leían todos los días en el diario, sino que daba cuenta de cierto pastiche editorial que intentaba recuperar la atención de un género en decadencia. La revista se llamaba Top maxi historietas y era publicada por Cielosur, en tiempos en los que el único sello que lograba sostener tiradas considerables era Columba, a fuerza de historietas estandarizadas. El propio César Spadari, director de Top, haría el contacto para que Héctor entrara a trabajar en Columba al año siguiente, en 1972: cada vez que lo recibía a Héctor con el guión de Ernie Pike en Vietnam en la mano, desesperado por sumar colaboraciones, se preguntaba cómo podía ser que alguien con su talento, que había estado al frente de una de las mejores revistas de historietas como Hora Cero, se encontrara en esa situación laboral tan precaria.

—Ahora lo metí en Vietnam, ¿viste?

Le dijo Héctor a su hija mientras le mostraba un número anterior, el primero, de julio de 1971, en el que Pike volvía a escena con un texto de presentación: “La Segunda Guerra Mundial me sigue tan viva en el recuerdo como el primer día, y si el mundo estuviera en paz seguiría escribiendo como antes, sobre Normandía, o Tarawa, o El Alamein. Pero cañones y fusiles siguen su diálogo letal: hoy la guerra se llama Vietnam. Imposible seguir recordando la guerra vieja cuando el presente arde al rojo vivo. Por eso esta nueva etapa de mi carrera periodística, enteramente dedicada a la guerra que hoy, en este mismo momento en que me estás leyendo, lector, está desgarrando el cuerpo tan lleno de vida de un muchacho como tú”. Junto al texto, había una foto del propio Héctor personificado como el corresponsal de guerra.

La última vez que Héctor le había dado vida a aquel personaje había sido diez años antes en Frontera, su propia editorial, cuando por unos segundos el cielo pareció estar a los pies de la historieta. Ernie Pike nació en el primer número de Hora Cero, en mayo de 1957. Para dibujar la historieta, Pratt se documentó con una serie de fotos de guerra que había robado de un baúl de Il Gazettino di  Venezia, un periódico al que habían llegado miles de imágenes de la Segunda Guerra de corresponsales de todo el mundo. La intención de Héctor de narrar el infierno cotidiano del soldado anónimo, al que él le ponía nombre y circunstancia a través de la mirada humanista de Pike, se cruzó con el realismo documentado de Pratt para alumbrar la primera historieta de guerra en la que el enemigo no era el otro sino la misma guerra: al final de cada historia, todos podían morir, aliados o alemanes, del mismo modo y con los mismos miedos, heroísmos o miserias.

Dos años antes de la creación de Frontera, en 1955, Héctor era el principal autor de la revista Misterix, de Abril. Muchos de los personajes que ahí se publicaban habían sido ideados por él. Además de Bull  Rockett, estaba Sargento Kirk, el primer gran trabajo con Pratt, esa dupla creativa compleja —porque se admiraban pero se celaban, porque se potenciaban pero competían— e insuperable. Héctor quería hacer a un desertor del ejército argentino, un Martín Fierro. Pero Civita, que intervenía en los inicios de cada tira, prefería un Western, aun cuando ese género ya había pasado de moda. Así nació Kirk, el desertor del ejército norteamericano que se reinventa en el Lejano Oeste junto a un grupo de amigos, también marginales. Con sus ilustraciones de Pratt redefinió el género, a pesar de que el italiano luego dijera que la historia no le gustaba, que Héctor le llenaba de texto los cuadritos y que él no quería dibujar miles de caballos como le pedía el guión. En Abril, Héctor también había creado El Indio Suárez, un ex boxeador convertido en entrenador, que llevaba ilustraciones del español Carlos Freixas y en la que los conflictos personales de los personajes importaban mucho más que las contiendas. Paralelamente, escribía cuentos y pastillas para la revista Más Allá, de ciencia ficción, y había incursionado en ese género en formato de cómic con Uma-Uma, en la que dos científicos y un agente del FBI se iban de vacaciones a una isla del Pacífico y terminaban combatiendo contra extraterrestres. Un joven Francisco Solano López, al que le habían pedido imitar el trazo de Campani para continuar con Bull Rockett, se encargaba de ilustrarla.

Para mediados de la década del cincuenta, en el país se editaban unas 60 revistas de historietas, una publicación como Misterix vendía 220 mil ejemplares por semana, el género se había instalado como un producto cultural masivo y Héctor era una firma reconocible y valorada. Sin embargo, el trabajo a destajo nunca era suficiente para mantener a su familia y en Abril le habían empezado a recortar algunas colaboraciones, lo que lo obligaba a trabajar con otras editoriales y a convertirse en un escritor orquesta, más atento a la cantidad que a la calidad. Fue en ese momento cuando se lanzó con la idea de un proyecto personal. En principio, para publicar versiones noveladas del Sargento Kirk y de Bull Rockett: sabía que sus personajes tenían prestigio propio, más allá de Abril. Además, lo atraía la posibilidad de sacarles a sus creaciones un rédito sin intermediarios. La editorial se iba a llamar Frontera, el logo dibujado por Joao Mottini iba a ser una suerte de Quijote pampeano —un indio sobre un caballo, con una tacuara y la mirada en el horizonte—, y como socio lo embarcaría a Jorge, su hermano.

Jorge era mayor que Héctor. Había estudiado agronomía pero también guardaba cierta veta intelectual. Era buen lector como los demás Oesterheld, escribía en secreto y sobre todo, admiraba a su hermano. Así que cuando Tito —como lo llamaba él— le propuso no sólo publicar historietas noveladas sino también una revista, Jorge se metió de lleno en la empresa. En un principio estuvo a cargo de la parte administrativa, aunque más adelante se iba a animar a escribir. En el monopolio de la pluma de Frontera, sería el único al que Héctor le daría un espacio como autor. Elsa y Nelly, las hermanas, también iban a colaborar en ciertos trabajos puntuales: la primera como tipeadora y traductora; la segunda, como dibujante, convirtiendo a Frontera en un verdadero emprendimiento familiar, con las informalidades que eso implicaba.

Durante un tiempo, Héctor trabajó en paralelo para su editorial y para Abril porque no contaba con capital propio para ampliar su proyecto. Hasta que un día, se citó con Civita en un café y le contó que quería abrirse. Había conseguido que algunos amigos le prestaran el dinero. Lo que siguió con Civita fue la separación amistosa de bienes, como en un matrimonio civilizado. El italiano se quedó con  Bull Rockett, su querido piloto de pruebas, y Héctor, con Sargento Kirk. Pero también con algo que no estuvo en aquella mesa de negociaciones: los mejores dibujantes de Abril. Francisco Solano López, Carlos Roume, Alberto Breccia, Ivo Pavone, Hugo Pratt, Carlos Vogt, Daniel Haupt, Eugenio Zoppi, Néstor Olivera, Julio Schiaffino, Leopoldo Durañona, Jorge Moliterni y Arturo del Castillo. A la mayoría de ellos los reunió en la casa de Beccar, les contó del proyecto y les ofreció pagarles más, ser socios en las ganancias y, una novedad para ese entonces, conservar la propiedad intelectual de sus ilustraciones.

A pesar de que, casi desde un principio, la promesa de mejores retribuciones se convirtió en pagos en cuotas, y la participación de las ganancias, en un cuadernito en el que Héctor anotaba aquello que ganarían en caso de que hubiera un excedente que nunca hubo, durante los dos primeros años de Frontera los dibujantes se sintieron estimulados. Trabajaban con plena libertad, podían hacer sugerencias, pedir alguna historia o, incluso, alterar las indicaciones del guión. Cualquier dibujante que se dedicara al género quería ser parte de Frontera y de sus revistas Frontera y Hora Cero.

En esos años, Héctor formó las duplas con las que gestaría sus obras maestras: Ernie Pike y Ticonderoga con Hugo Pratt; Sherlock  Time con Breccia y El Eternauta con Solano López.

 

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La editorial era nuestra casa. Hugo Pratt vino durante años a cenar todos los días, era como mi segundo marido y me tenía loca porque aparecía a cualquier hora. Teníamos una relación muy de familia. En una época vivían todos los italianos juntos en una pensión, entonces venían a comer porque extrañaban a su familia, y ahí se armó un grupo muy lindo en torno a editorial Frontera. Eran todos tipos muy particulares. Hugo tenía una personalidad tremenda y había tenido una experiencia de vida increíble. Héctor escribió el Ticonderoga para él, el de los indios del norte de Estados Unidos, porque él se lo pidió. Pratt se había criado en Abisinia, había estado en un campo de concentración de chico, había sido correo de la Resistencia y también había vivido en África, y siempre andaba en el delirio de la aventura. Creo que el dibujo fue su manera de plasmar esa vida bohemia, de acción. Él había vivido un montón de cosas que Héctor no, porque Héctor siempre estuvo acá, con su vida tranquila. Una vez Hugo le regaló a Estelita un libro sobre Grecia, porque ella ya tenía siete años y dibujaba, y Hugo decía que iba a ser una gran dibujante. En esa época mis hijas eran chiquitas y estábamos acostumbrados a que hubiera un gobierno y a los dos días las tropas en la calle y un cambio de gobierno. Pero el mundo en nuestra casa pasaba por lo cultural y no por lo político. Para cuando lo sacaron a Frondizi con un golpe, Héctor ya había empezado a publicar El Eternauta, que salía por entregas, y causó sensación y ahí se hizo más famoso. Yo creo que fue porque los jóvenes que lo leían ya estaban gestando una actitud humanística diferente de la de nuestra generación, empezaban a entender de otro modo las cosas. El Eternauta fue sensacional. Cuando a Héctor le empezó a ir mal, ellos, los dibujantes, se fueron a Europa porque ya todos, con el trabajo que habían hecho en Frontera, podían ser reconocidos afuera. Y se fueron porque mi marido estaba fundido. Él y su hermano Jorge se pelearon. Ninguno de los dos había sido bueno como administrador y parece que la imprenta los estafó: hacían más copias de lo que le decían y las vendían ellos. Porque mi marido no destruía los originales. Entonces los dibujantes le empezaban a decir cómo puede ser que Hora Cero venda mucho más que Misterix y que nosotros no veamos más plata, algo está pasando. A mí él no me decía que estaba lleno de deudas, yo no me quería enterar y no estaba de acuerdo con que él siguiera escribiendo historietas. Cuando la editorial cerró, mi propuesta era que cambiara, que volviera a algo de su carrera, a un empleo de verdad, que eso igual le iba a permitir seguir escribiendo pero en una forma más selectiva. Pero él no quiso, él siguió tratando de salir adelante en lo que estaba haciendo y empezó a escribir para toda publicación que se le cruzara.

 

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Una de las primeras lecturas que Miguel hizo en clave política, mucho antes de ser parte del micromundo de la casa de Beccar, fue la del Sargento Kirk. En esta sociedad sólo se puede ser un desertor, se dijo cuando conoció la historia de ese personaje del Lejano Oeste que decide que en medio de una guerra injusta no hay lugar para él y se une a un miembro de una tribu diezmada, a un médico que atiende a los indios y a un ex bandido. Tres años después, en julio de 1974, Miguel y Eduardo publicarían la versión novelada del Sargento Kirk en el sello La Isla, una editorial que había creado Hilario Fernández Long junto al poeta Basilio Uribe. Héctor, que para esa época tenía buenos ingresos, no sólo le cedió el texto sino que lo autorizó a piratear el dibujo de Hugo Pratt para la tapa.

—Con todo lo que me debe ese tano a mí, usen la imagen tranquilos.

Héctor sabía que Pratt había publicado en Europa varias de sus historietas sin reconocerle el crédito. Estela fue quien copió el rostro del Sargento Kirk en blanco y negro y se encargó del arte de tapa y de la diagramación. La impresión terminó siendo de muy mala calidad y Uribe, indignado, se quejó de que la editorial La Isla nunca había publicado algo de tan bajo nivel.

El mapa de lecturas de Miguel viró de Los Caudillos, de Félix Luna a Los condenados de la Tierra, de Frantz Fanon y las obras completas de Lenin. Eduardo y Beatriz no se quedaban atrás y discutían si la dicotomía era Imperialismo y Nación o Proletariado y Burguesía. La respuesta de Miguel al dilema fue trocarle a un compañero de colegio el libro de Carlos Ibarguren sobre Juan Manuel de Rosas por el Diario del Che en Bolivia, y declararse marxista.

—¿Cómo es un marxista católico? ¿Los marxistas pueden creer que en una misa el cura convierte el vino en sangre?

Lo chicaneaba Héctor. Beatriz también se sumaba a las cargadas y Miguel se defendía, enojado. Tenía sus argumentos. Estaba Camilo Torres, estaban los curas del Tercer Mundo, estaban los artículos de Cristianismo y Revolución. En este contexto, Miguel también se preguntaba por qué su padre, admirador de Tomás Moro y Erasmo, afín a las corrientes modernizantes de la Iglesia, lo había librado a él a una educación guiada por el oscurantismo católico.

Héctor representaba todo lo contrario y, sin embargo, solía terminar este tipo de charlas lejos de las bromas y con una frase:

—Yo prefiero no discutir sobre religión porque es sacarle algo a alguien a cambio de nada.

El 4 de febrero de 1968, nueve sacerdotes de la diócesis de San Isidro le entregaron una carta al obispo Antonio María Aguirre en la que se reafirmaban como curas obreros y planteaban la necesidad de poder trabajar como cualquier otro hombre para ser parte de la comunidad. Más moderados que los curas del Tercer Mundo, también habían declarado su opción. “Queremos ser hermanos de los pobres. Nadie salva a nadie desde afuera”, escribían. La carta era una reacción a la intervención del obispo de San Isidro, quien había apartado a dos de ellos con el argumento de que se habían desviado de la línea pastoral. Los curas obreros eran en su mayoría españoles, pertenecían a la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoame ricana, se habían empleado en fábricas de zona norte y los llamaban “El grupo de los Nueve”. La contraofensiva del obispo de San Isidro, acompañado por su vicario Justo Laguna, fueron cuatro pasajes a España a modo de vacaciones obligatorias. En solidaridad, los otros cinco renunciaron a sus parroquias y hasta un grupo de setecientos laicos encaró a Aguirre en el atrio de la Catedral a la salida de una misa, pero el obispo los echó al grito de herejes. El 22 de febrero de aquel año, La Razón titulaba: “Abandonaron el país 4 sacerdotes extremistas”.

En ese contexto, para neutralizar la atracción de la izquierda y del cristianismo más combativo entre sus fieles, desde la jerarquía de la Iglesia se orquestaron las Semanas de la Juventud para alumnos de cuarto y quinto año de las escuelas católicas y grupos pa rroquiales de cada diócesis. Si bien intentaban sonar modernas y compatibles con la necesidad de que la Iglesia se acercara a los más pobres, los discursos estaban bien alejados de cualquier propuesta revolucionaria. Eduardo y Miguel participaron de esa primera semana en la Catedral de San Isidro. Entrenados en el arte del debate, se encargaron de alterar cada una de las discusiones grupales. El último día, después de que se presentaran las conclusiones en un plenario, Miguel se levantó, pidió la palabra y largó.

—Acá se habló del compromiso con el otro pero cuando un grupo de curas quiso hacer algo por el otro hace un par de años, los echaron.

—Y subió la apuesta: —Además, muchos de ustedes saben que en las comisarías hoy se está torturando, y nadie dice nada. Al final todo esto son sólo buenas intenciones.

Al otro día, Jorge Casaretto, que por ese entonces se encargaba de la Pastoral de la Juventud, lo llevó a hablar con Justo Laguna. Con tono paternal, le dieron a entender que si quería seguir participando de las actividades de la Catedral, tenía que revisar sus ideas extremas. Miguel y Eduardo decidieron salirse del radar de los popes de la Iglesia de San Isidro y recalaron con Beatriz en la parroquia Nuestra Señora de Lourdes, a pocas cuadras de su casa, a cargo de Jordi Catarineu, el hermano moderado de uno de los nueve curas expulsados. Allí, alumnos del Nacional San Isidro habían empezado a imprimir la revista Gente Joven, censurada por el rector unos meses antes. Los tres se sumaron a la publicación y más adelante lo harían Estela, con dibujos, y Diana, con poemas y artículos. Entre todos le cambiaron el nombre a la revista: le pusieron Hombre Nuevo,  título que sólo duró una edición porque Jarito Walker, periodista, ex secretario de Redacción de Gente, en ese momento lanzaba su semanario Nuevo Hombre, en el que convivían el pensamiento marxista, el cristianismo y el peronismo revolucionario con los comunicados de las organizaciones armadas. El nombre, finalmente, se cambió a De Pie, por las 62 organizaciones de pie junto a Perón. Cualquier frase o simbología que aludiera al peronismo combativo los entusiasmaba.

 

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Me acuerdo de que en casa las chicas empiezan a hablar del Che. Era un personaje muy atractivo, y Héctor no escapó a ese personaje. A mí también me atraía ese idealismo y hoy creo que es alguien que tuvo coherencia consigo mismo. Y en esos años Latinoamérica tenía semejante referente para la juventud que creo que Héctor se empezó a dar cuenta de la época en la que estaba viviendo, del cambio, y que los cambios los traían los jóvenes. Y eso lo hacía tener un apoyo sin condiciones a la juventud: sentía que cuando él era joven no había comprendido realmente cuál era el sentido de la identidad nacional. Él había vivido algo aislado en su mundo de creatividad, de lectura y de intelecto y nada más y, por lo tanto, creo que empezó a valorizar al Che. En ese momento estábamos en el gobierno de Onganía, de facto, y el comunismo era la gran mala palabra. De pronto Héctor decidió hacer el Che Guevara y lo iba a dibujar Breccia. Y yo veía qué consecuencias podía traer todo esto: encima que teníamos dificultades de trabajo por cuestiones de mercado, complicarse políticamente me parecía una imprudencia total, entonces se lo comenté, le pregunté si estaba seguro de lo que iba a hacer, porque él nunca fue comunista, al comunismo lo criticó siempre, y me contestó que él no creía que fuera a haber problemas. Además, me dijo, no vamos a hacer al Che solo sino a los caudillos de Latinoamérica, las figuras que han tenido repercusión por las luchas libertarias. Claro, nadie iba a pensar que eso podía ser un peligro y me pareció razonable. Así que hizo el Che pero después parece que las ediciones las quemaron todas. Eso dicen. Lo que yo sé es que salió en los diarios que el autor del Eternauta ahora hacía historietas de subversivos y empezaron a llamar a casa. En la escuela de las chicas hacían comentarios y yo no podía creer que esa gente que nos conocía, que había venido a comer a casa, ahora hablara mal de nosotros.

 

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En septiembre de 1968, Héctor fue a lo de Alberto Breccia y le propuso hacer una historieta sobre la vida del Che Guevara. Se habían conocido en editorial Abril pero se hicieron cercanos cuando el dibujante empezó a trabajar para Frontera. Su primera colaboración fue Sherlock Time, y su consagración, Mort Cinder, el hombre que moría y resucitaba con cada viaje en el tiempo. Héctor tenía hasta el más mínimo detalle en su cabeza y en esa primera reunión, en la que también participó Enrique —el hijo de Breccia—, les contó prácticamente todo, hasta muchos de los diálogos que luego figuraron. El proyecto iba a integrar la colección “Biografías”, que incluía una serie de doce historietas biográficas sobre figuras históricas de América. Vida del Che sería la primera de la lista que sumaba a Augusto César Sandino, Tupac Amaru, Pancho Villa, Fidel Castro, Simón Bolívar, entre otros. La idea original era que saliera antes del fin del ciclo lectivo para entusiasmar a los estudiantes, pero finalmente se lanzó en enero del 69. A pesar del receso escolar, para marzo ya estaba por agotarse la tirada, que había sido distribuida en kioscos y revistas y publicitada en la vía pública.

El editor de la historieta era Carlos Pérez, quien había trabajado en EUDEBA, era jefe de producción en el Centro Editor de América Latina y empleado en la editorial de Jorge Álvarez. También dirigía sus sellos Carlos Pérez Editor y Escuela. Vida del Che saldría por Ediko S.C. Desde un principio, y hasta que el propio Álvarez aclarara cuarenta y cinco años después que sólo participó en la cocina del libro a través de charlas informales con Pérez, circuló la idea de que había sido editada por Álvarez. Tal vez fue producto de un malentendido o tal vez fue adrede: publicar un libro en esa editorial confería prestigio porque se compartía espacio con autores como Germán Rozenmacher, Rodolfo Walsh, Quino, Ricardo Rojo y un Manuel Puig que acaba de debutar con La traición de Rita Hayworth.

Hasta entonces, Héctor nunca había inscripto su obra en un marco ideológico tan explícito. Tampoco acostumbraba a hablar de política con sus ilustradores. Alberto Breccia era más bien un anarco que no había votado en su vida y, aunque se decía de izquierda y antiperonista, no le interesaba profundizar al respecto. Durante los tres meses que les llevó hacer el trabajo —en el que el padre se encargaría de la primera parte, el Che médico, y el hijo, del Che combatiente— el único momento en que rozaron la política fue cuando Héctor le preguntó a Enrique por qué había decidido dibujar la serie. Y el joven de 23 años —que integraría JAEN (Juventud Argentina por la Emancipación Nacional, agrupación formada por Rodolfo Galimberti y Ernesto Jauretche, entre otros) y después Guardia de Hierro— le contestó que lo hacía por peronista. No obstante, cuando Pérez les ofreció mantenerlos en el anonimato para evitar cualquier problema con el gobierno de facto, Héctor redobló la apuesta con un compromiso deliberado:

—Una historia con un personaje como el Che no merece que se haga a escondidas. No sólo quiero firmarlo, sino que quiero mi nombre en la tapa.

Si bien en ese entonces a Héctor le interesaba más la faceta trágica del guerrillero, con Vida del Che sentó posición a favor de la lucha por la liberación de los pueblos del Tercer Mundo. Todo un gesto que implicaba asumir un nuevo estatuto estético y político en el abordaje de la historieta de aventuras local. En ese sentido, en el único momento que opinó sobre el trabajo de los Breccia fue cuando le marcó a Enrique que no le gustaba cómo dibujaba a los campesinos bolivianos. En la línea expresionista inaugurada por su padre, Enrique les marcaba sus rasgos y Héctor le decía que, para él, los embrutecía. Firmado con las iniciales E.V. —de un posible Eliseo Verón—, el prólogo despejaba cualquier duda acerca de la intención ideológica de la historieta. Decía: “Al encontrar los signos de la historieta, la imagen del Che se incorpora al lenguaje que más ha contribuido a poblar el panteón de las figuras mitológicas de la sociedad de masas. Pero no hay que olvidar que la noción de mito no tiene, en la moderna ciencia de la comunicación, un sentido despectivo. Es, simplemente, sinónimo de ideología. Y la ideología, lejos de haber desaparecido como lo han pretendido algunos, no es otra cosa que el sistema de significaciones que nutre los procesos de acción y orienta en el mundo de hoy a los movimientos sociales”.

El 10 de enero de 1969, a pocos días de salir a la venta, el diario La Nación publicó un editorial advirtiendo sobre el peligro de una historieta que pretendía la captación ideológica mediante la desfiguración de la verdad histórica. Bajo el título “Confusión” y sin nombrar a sus autores, el texto alertaba: “Ha sido realizada con los tintes más sombríos y toscos, propios de posturas revolucionarias que hasta en sus concepciones estéticas están ya superadas por nuestro tiempo, pero cuyo poder de penetración no puede, sin embargo, subestimarse”, y consideraba que no resultaba adecuado mezclar en una sola lista de títulos a figuras tan disímiles por “la confusión mental que una serie de esta naturaleza puede ocasionar”.

Desde la SIDE hicieron un par de llamadas a la casa de Beccar y Héctor respondió las preguntas pacientemente. También se comunicaron desde la Embajada de los Estados Unidos, pero con una estrategia que simulaba ser ajena a cualquier intimidación. Un periodista que conocía a Héctor desde la época de Vea y Lea le comentó que habían leído la historieta, que les había llamado la atención la calidad y que tenían la idea de hacer una serie sobre personajes norteamericanos para distribuir en América Latina. Comenzarían por Kennedy. Le propuso instalarse un año en Estados Unidos pa ra po der documentarse y recorrer los lugares en los que había vivido el presidente norteamericano.

Nada de eso sucedió. A los autores les dijeron que la editorial había sido allanada y la edición secuestrada por el gobierno militar. Tampoco fue así. No obstante, era una versión verosímil en tiempos de Onganía. A ese mito se le sumaría otro relato, escuchado por Enrique Breccia: que en el comedor de la casa del ministro del Interior del gobierno de facto de Ongañía, Guillermo Borda, estaba enmarcado el cuadro final de la historieta. Ese en el que el Che le ordena a su asesino que lo mate.

Carlos Pérez sería víctima de otra dictadura mucho más feroz que la de Onganía. En mayo de 1976 una patota lo secuestró en su departamento de Capital por sus vinculaciones con el ERP. Lo habrían fusilado en Campo de Mayo.

Otra era la vivencia de las chicas en relación a esta historieta. Las cuatro estaban un poco enamoradas del Che, incluso Marina que a sus 11 años se sintió desolada con la noticia de su muerte. Diana directamente estaba obsesionada con su figura y se sentía orgullosa por compartir los mismos gustos literarios: sabía que como ella, el Che adoraba a Cervantes —piedra basal en la casa Oesterheld—, Emilio Salgari, Julio Verne y Alejandro Dumas. Ahora creía que esta historieta había llegado para calmar el dolor de su muerte. Compenetrada con el texto, analizaba junto a su padre el uso de la tercera persona al inicio y la primera después, como recursos creativos que permitían introducir al lector en la piel de Guevara, yendo de la razón al sentimiento, del dicho a la acción en pos del bienestar general y el Hombre Nuevo. Ideas que apenas unos años después abrazarían con fuerza. En marzo de 1975, cuando estaba por irse de su casa para dedicarse de lleno a la militancia, al ser entrevistado por Carlos Trillo y Guillermo Sacomanno, Héctor definió al Che como uno de sus intelectuales de cabecera y al Diario del Che en Bolivia como una pieza única. El guerrillero encarnaba en definitiva el modelo exacto de sus héroes, un hombre común al que las circunstancias ponen a prueba y, en su reacción, se revela para los demás y sobre todo para sí mismo como un ser extraordinario.

 

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Para El Eternauta había dos dibujantes, que eran los mejores de ese momento, y Héctor estaba muy indeciso, le costaba mucho, tenía charlas eternas. Eran Breccia y Solano López. A mí Breccia siempre me pareció muy difícil. Pero Héctor estaba fascinado con él, que es un grandísimo dibujante para quien entiende de dibujo. Un día me dice, me tiene loco a quién poner, está este muchacho Solano López que es muy bueno pero muy joven. Ese día estaba parado al lado mío con las dos muestras en cada mano. No sé qué hacer, unos me dicen que Breccia no va a tener éxito, y que Solano sí, pero no sé. Y yo le digo, no tenés mucho qué pensar, ¿qué van a hacer, un libro de arte carísimo o una revista? Los dibujos de Breccia no van a comprarlos los chicos que vienen todos los días a pedir revistas, yo no lo compraría. Y me dijo, me convenciste.

A mí a veces me preguntaba. Yo no era una persona que le incitaba ideas, pero lo que me parecía se lo comentaba. Me gustaba mucho la pintura y el arte y había leído a los rusos y a los franceses y él me decía, ¿dónde leíste tanto? ¿Cuándo? Yo viví leyendo porque mamá tenía locura por la literatura y me lo pasaba a mí. Creo que la decisión de El Eternauta fue una buena decisión. Me acuerdo de que Solano, tan jovencito, venía a casa a dibujar. Lo hacía en el escritorio de mi marido, que todavía tenía escritorio, hasta que nació Marina. La más chica mía nació justo cuando Frontera arrancaba y todos querían trabajar con mi marido. Todos estaban fascinados con él, hasta Borges. Héctor lo visitaba a Borges en la Biblioteca Nacional, cuando era el director. Héctor era fanático de él y a Borges le encantaba la ciencia ficción. No sé si habrá leído El Eternauta pero Héctor le contaba la historia y le decía que iba a ser una novela de ciencia ficción, y a Borges le encantaba que la ciencia ficción sucediera en Buenos Aires. Lamentablemente El Eternauta empezó saliendo en una revistita que costaba unos pocos centavos. A Héctor no le convencía eso pero había que ganar algo para poder vivir, yo le proponía que se fuera a Estados Unidos, porque ahí te daban una cantidad de dinero anticipada para poder vivir mientras escribía. El negocio acá era terrible, pero él insistía con hacer cosas acá y por eso abrió Frontera.

 

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Héctor empezó una nueva entrega de las tres páginas de El Eter- nauta que se publicaban en Hora Cero Semanal. En uno de los cuadros dibujados por Solano, aparecía una pintada: “Vote Frondizi”. En enero de 1958 era eso lo que se leía en las paredes de Buenos Aires. A Héctor, además, algo le interesaba de aquel candidato a presidente que había escrito el libro Petróleo y política y que proponía un modelo desarrollista con especial atención en el autoabastecimiento energético. Ese mismo mes, el apoderado del Partido Justicialista, John William Cooke, y el representante de Frondizi e ideólogo de su plan económico, Rogelio Frigerio, llegaban a un acuerdo secreto en Venezuela por el cual el peronismo apoyaría al candidato radical.

Delante de la pintada de Frondizi, Solano también había dibujado un tanque y una fila de soldados. Eran Juan Salvo, el Eternauta, y su ejército irregular; se dirigían por Libertador hacia un nuevo enfrentamiento en el estadio de River. “Seguimos avanzando por la avenida. Atrás quedó la rotonda de la General Paz. Con las señales del reciente combate quedaron las Escuelas Raggio, la Escuela de Mecánica de la Armada”.

Si las referencias a contextos locales, espacios reconocibles y personajes de fácil identificación empezaban a ser una de las marcas registradas de Oesterheld como guionista, El Eternauta se iba a convertir en la historia que guardaría, a partir de ese momento y hasta el final, sus huellas autobiográficas. En su versión original, con los detalles de contexto y geográficos; en su reversión de 1969, con intervenciones ideológicas que anticipaban su cambio de pensamiento. Y en su secuela de 1975, directamente con él como protagonista.

Esta característica estaba en su génesis, cuando ante la idea de crear una nueva historieta de ciencia ficción para su flamante editorial —ya había hecho Rolo, el marciano adoptivo, en la que un cielo porteño se llenaba de platos voladores— se puso a pensar en su barrio, su chalet, su familia. ¿Qué pasaría si nos quedáramos aislados en nuestra casa, rodeados de muerte y amenazados por un enemigo desconocido e inalcanzable, como unos Robinson Crusoe del suburbio?, se preguntó. Lo que para muchos luego generaría una lectura premonitoria, en ese momento para Héctor fue un disparador personal para ir en busca de la aventura. Así nacían muchas de sus historias y así nacieron Juan Salvo y sus compañeros. Un grupo de hombres comunes que de pronto se encuentran actuando de manera extraordinaria para sobrevivir a una invasión extraterrestre. Y lo que empezó siendo una historia de setenta cuadros, se convirtió en la historieta insignia de Frontera. Era el mejor momento de la editorial y él sentía que estaba haciendo algo grande. Pensaba que quizá, hasta podía llegar a convertir a El Eternauta en esa novela consagratoria que tanto esperaban de él y que le daría orgullo a su familia.

Los Oesterheld
Primer libro que cuenta la historia de la familia del creador del Eternauta, aniquilada por la dictadura que secuestró y asesinó a Héctor, sus cuatro hijas, sus maridos y desapareció a sus nietos.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 07/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789500754620
Disponible en: Libro de bolsillo

 

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