lunes 18 de marzo de 2024
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«El dilema del omnívoro», de Michael Pollan

 

¿Qué cenaremos hoy? Nos hemos confrontado a esta pregunta desde que el hombre descubrió el fuego, pero para Michael Pollan la manera en que la abordamos hoy en día podría llegar a determinar nuestra supervivencia en cuanto a especie.

El hecho de que seamos omnívoros y podamos ingerir todo tipo de alimentos hace que nuestro acto de decidir qué queremos comer se vuelva un dilema, sobre todo ante la abundancia de productos que nos ofrece el desconcertante y traicionero mercado alimenticio. Cuando escogemos nuestro tipo de alimentación, no solamente entra en juego la salud propia o la de nuestros hijos, sino la de todo el medioambiente.

Escrito de manera excelente y profusamente argumentado, El dilema del omnívoro promete cambiar nuestra percepción sobre las políticas alimenticias y el placer de la comida.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

17 – La ética de comer animales

Diálogos de asador

La primera vez que abrí Liberación animal, de Peter Singer, estaba cenando solo en la famosa cadena de asadores Palm, tratando de disfrutar de un chuletón poco hecho. Si algo así les parece la receta perfecta para experimentar una disonancia cognitiva, cuando no para sufrir una indigestión, bueno, esa era más o menos la idea. Hacía tiempo que a este omnívoro en particular el hecho de comer carne no le suponía dilema alguno, pero hasta entonces no me había visto envuelto de un modo tan directo en el proceso de transformar animales en comida: convertido en propietario de un buey destinado a convertirse en filetes, trabajando con los conos de matanza en el cobertizo de proceso de Joel Salatin y preparándose para cazar un animal salvaje. La cena en cuestión estaba teniendo lugar la tarde anterior a la matanza del buey 534, el único acontecimiento de su vida que no me estaba permitido presenciar, ni siquiera saber nada acerca de él, excepto su fecha aproximada. No me sorprendió demasiado: la industria cárnica entiende que cuanto más sepa la gente acerca de lo que ocurre en la sala de matanza, menos le apetecerá comer carne. Esto no se debe a que la matanza sea necesariamente inhumana, sino a que la mayoría preferimos que no se nos recuerde exactamente qué carne estamos comiendo o qué es lo que hace falta para llevarla hasta nuestros platos. El hecho de comerme el chuletón en compañía del filósofo que más se ha destacado en la defensa de los derechos de los animales en todo el mundo era mi, en cierto modo, retorcido intento de celebrar la ocasión y tratar de averiguar —un poco tarde, lo sé— si podía defender lo que había hecho y lo que estaba a punto de hacer.

Comer carne se ha convertido en algo moralmente problemático, al menos para la gente que se toma la molestia de pensar en ello. El vegetarianismo es hoy más popular que nunca, y el movimiento por los derechos de los animales, que hasta hace pocos años era el más marginal entre los marginales, está abriéndose paso rápidamente hacia la corrien te cultural dominante. No estoy muy seguro de por qué esto está sucediendo precisamente ahora, dado que los humanos llevamos decenas de miles de años comiendo animales sin sufrir por ello ardor de estómago en términos éticos. Ciertamente ha habido disidentes a lo largo de los años; me vienen a la mente Ovidio, san Francisco, Tolstói y Gandhi. Pero según el consenso general los humanos éramos de hecho omnívoros, y cualesquiera que fuesen los dilemas espirituales o morales que plantease el hecho de matar y comer animales, nuestras diversas tradiciones culturales (desde los ritos de la matanza hasta la bendición de la mesa antes de comer) bastaban para resolverlos en nuestro nombre. Durante milenios nuestra cultura nos ha venido a decir casi siempre que los animales eran buenos tanto para comer como para pensar.

En los últimos años los investigadores médicos han cuestionado el hecho de que sean buenos para comer, mientras filósofos como Singer y organizaciones como Personas por el Trato Ético de los Animales (PETA) nos han dado nuevas razones para dudar de si la carne es buena para pensar, es decir, si es buena para nuestra alma o para la consideración moral que tenemos de nosotros mismos. Cazar está especialmente mal visto hoy en día, incluso entre la gente que sigue comiendo carne; al parecer es al hecho de matar a lo que más se oponen estas personas (como si hubiese otro modo de conseguir un filete), o quizá el problema se derive del hecho de obtener placer de la matanza de un animal. Puede que como civilización nos estemos encaminando a tientas hacia un nivel de conciencia más elevado. Puede que nuestra iluminación moral haya avanzado hasta tal punto que la práctica de comer animales —como las antiguas prácticas de poseer esclavos o de tratar a las mujeres como seres inferiores— puede verse ahora como la barbaridad que es, la reliquia de un pasado ignorante que muy pronto nos llenará de vergüenza.

Esa es al menos la apuesta de los filósofos que defienden los derechos de los animales. Pero también podría ser que las normas culturales y los ritos que antes permitían a las personas comer carne sin darle más vueltas al asunto se hayan venido abajo por otras razones. Quizá conforme se debilita la influencia de la tradición en nuestra toma de decisiones respecto a lo que comemos, los hábitos que en otros tiempos dábamos por supuestos queden suspendidos en el aire, donde es más fácil que se vean zarandeados por la fuerza de una idea potente o por la brisa de la moda.

Cualquiera que sea la causa, el efecto que provoca es una extraordinaria confusión cultural respecto al tema de los animales. Y es que al mismo tiempo que muchos de nosotros parecemos ansiosos por ampliar el círculo de nuestra consideración moral a otras especies, estamos infligiendo en nuestras granjas industriales más sufrimiento a más animales que nunca en toda la historia. La ciencia está desmantelando una por una las afirmaciones que nos convertían en una  especie única, descubriendo que elementos como la cultura, la fabricación de herramientas, el lenguaje e incluso posiblemente la conciencia de uno mismo no son, como solíamos creer, propiedad exclusiva del Homo sapiens. Y sin embargo, la mayoría de los animales que comemos llevan una vida organizada según el espíritu de Descartes, quien como de todos es sabido afirmaba que los animales eran simples máquinas, incapaces de pensar o de sentir. Actualmente hay algo de esquizoide en nuestra relación con los animales, en la que coexisten el sentimentalismo y la brutalidad. La mitad de los perros de Estados Unidos recibirán regalos de Navidad este año, pero pocos nos paramos a pensar en la vida del cerdo —un animal que puede ser tan inteligente como un perro— que se convierte en nuestro jamón navideño.

Toleramos esta esquizofrenia porque la vida del cerdo se ha salido de nuestro campo de visión; ¿cuándo fue la última vez que vieron un cerdo en persona? La carne viene de la tienda de alimentación, donde se corta y se envasa para que se parezca lo menos posible a las partes de un animal (¿cuándo fue la última vez que vieron a un carnicero en acción?). La desaparición de los animales de nuestras vidas ha abierto un espacio en el que no es posible cotejar con la realidad ese sentimentalismo ni esa brutalidad, un espacio en el que a los Peter Singers y a los Frank Perdues de este mundo les va igual de bien.

Hace unos cuantos años el escritor inglés John Berger escribió un ensayo titulado «¿Por qué miramos a los animales?», en el que sugería que la pérdida de contacto con los animales —y concretamente la pérdida de contacto visual— nos había sumido en una profunda confusión acerca de los términos de nuestra relación con otras especies. Ese contacto visual, siempre algo misterioso, nos recordaba de forma clara todos los días que los animales eran radicalmente iguales y distintos de nosotros; en sus ojos advertíamos algo inequívocamente familiar (dolor, miedo, valor) pero también algo irremisiblemente ajeno. Sobre esta paradoja las personas construyeron una relación en la que sentían que podían tanto honrar como comerse los animales sin mirar hacia otro lado. Pero este arreglo se ha venido abajo en gran medida; al parecer hoy o miramos para otro lado o nos hacemos vegetarianos. Por mi parte, ninguna de las dos opciones me resultaba muy apetecible; desde luego, mirar para otro lado estaba ya fuera de toda consideración. Lo que quizá explique por qué intentaba leer a Peter Singer en un asador.

Es algo que no les recomiendo hacer si están decididos a seguir comiendo carne. Liberación animal, integrado a partes iguales por razonamientos filosóficos y descripciones periodísticas, es uno de esos pocos libros que te exigen defender tu modo de vida o cambiarlo. Singer es tan hábil argumentando que para muchos lectores resulta más fácil cambiar. Liberación animal ha convertido a miles de personas al vegetarianismo, y no me costó mucho averiguar por qué: en pocas páginas consiguió ponernos a mí y mi condición de carnívoro, por no hablar de mis planes de caza, a la defensiva.

La argumentación de Singer es desarmantemente simple y, asumiendo que uno acepte sus premisas, difícil de refutar. Tomemos por ejemplo la premisa de la igualdad entre las personas, que la mayoría aceptamos de buena gana. Pero ¿qué es lo que de verdad queremos decir con ello? Después de todo, las personas no son en absoluto iguales; algunas son más inteligentes que otras, más guapas, tienen más talento, lo que sea. «La igualdad es una idea moral —apunta Singer—, no la afirmación de un hecho.» La idea moral es que los intereses de cada persona deberían recibir la misma consideración, sin depender de «cómo sean los otros ni de sus aptitudes». Muy bien; muchos filósofos han llegado hasta ese punto. Pero pocos han dado el que sería el siguiente paso lógico. «Si la posesión de una inteligencia superior no autoriza a un humano a utilizar a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma finalidad?»

Este es el núcleo de la argumentación de Singer, y enseguida, en la página 6, empecé a garabatear objeciones en el margen. «Pero los humanos somos diferentes de los animales de un modo moralmente significativo.» Sí, lo somos, admite Singer de buena gana, por lo que no deberíamos tratar a los cerdos y a los niños del mismo modo. Considerar sus intereses por igual no es lo mismo que tratarlos por igual, apunta; los niños tienen interés en ser educados; los cerdos, en hurgar en la mugre. Pero cuando sus intereses son los mismos, el principio de igualdad exige que reciban la misma consideración. Y hay un interés de suma importancia que los humanos comparten con los cerdos,  y con todas las criaturas sensibles, que es el de evitar el dolor.

Aquí Singer cita un famoso pasaje de Jeremy Bentham, el filósofo utilitarista del siglo xviii. Bentham escribe esto en 1789, después de que los franceses hubiesen liberado a sus esclavos negros y garantizado sus derechos fundamentales, pero antes de que los británicos o los americanos hubiesen actuado. «Puede llegar el día —escribe Bent- ham— en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos.» A continuación se pregunta qué características autorizan a una criatura a ser digna de consideración moral. «¿Es la facultad de la razón o acaso la facultad del discurso? —pregunta Bentham—. Un caballo  o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura humana de un día, una semana o incluso un mes.

»No debemos preguntarnos: “¿Pueden razonar?”, ni tampoco: “¿Pueden hablar?”, sino: “¿Pueden sufrir?”.»

Aquí Bentham está jugando una buena carta que los filósofos denominan «el argumento de los casos marginales», o ACM, para abreviar. Y dice lo siguiente: hay humanos —los niños, los discapacitados cognitivos graves, los dementes— cuya capacidad mental no supera la de un chimpancé. A pesar de que estas personas no pueden corresponder nuestras atenciones morales (tratar a los demás como te gustaría que te tratasen, etcétera), de todos modos los incluimos en el círculo de nuestra consideración moral. Por tanto, ¿en qué nos basamos para excluir al chimpancé?

«¡Porque es un chimpancé —garabateé furiosamente en el margen— y los otros son seres humanos!» Para Singer esto no es suficiente. Excluir al chimpancé de nuestra consideración moral por el mero hecho de no ser humano es lo mismo que excluir a un esclavo simplemente por no ser blanco. Del mismo modo que tildamos esa exclusión de «racista», el defensor de los derechos de los animales tilda de «especista» la discriminación del chimpancé exclusivamente por no ser humano. «Pero las diferencias entre los blancos y los negros son triviales en comparación con las diferencias entre mi hijo y un chimpancé.» Singer nos pide que imaginemos una sociedad hipotética que discrimina basándose en algo no trivial, por ejemplo la inteligencia. Si este planteamiento ofende nuestro sentido de la igualdad, lo que sin duda consigue, ¿cómo puede basarse la discriminación en el hecho de que los animales carezcan de esta o aquella característica humana? Por tanto, o no debemos justicia a los discapacitados cognitivos graves, concluye, o se la debemos a los animales con aptitudes superiores.

Fue entonces cuando solté el tenedor. Si creo en la igualdad, y la igualdad se basa en los intereses más que en las características, entonces o tengo en cuenta los intereses del buey o admito que soy un especista.

Por el momento, decidí, me declararé culpable de ese cargo. Y ter- miné mi chuletón.

Pero Singer había plantado una idea inquietante que a partir de aquel día creció y creció, regada por los otros pensadores partidarios de los derechos de los animales que empecé a leer: los filósofos Tom Regan y James Rachels, el teórico legal Steven M. Wise, escrito- res como Joy Williams y Matthew Scully. Creía que me daba igual que me llamasen especista, pero quizá algún día, como sugieren estos autores, lleguemos a considerar el especismo tan maligno como el racismo. ¿Es posible que algún día la historia nos juzgue tan duramente como juzga a los alemanes que vivieron tranquilamente a la sombra de Treblinka? El novelista sudafricano J. M. Coetzee planteó precisamente esta cuestión durante una conferencia en Princeton no hace mucho tiempo, y contestó afirmativamente. Si los defensores de los derechos de los animales están en lo cierto, entonces se está cometiendo todos los días a nuestro alrededor «un crimen de formidables proporciones» (en palabras de Coetzee) sin que nos demos cuenta.

Es prácticamente imposible tomarse en serio esa idea, y mucho menos admitirla, y en los meses que siguieron al cara a cara entre Singer y mi chuletón en el Palm empleé toda la energía mental de que disponía en refutarla. Sin embargo, Singer y sus colegas consiguieron aplastar una por una todas mis posibles objeciones.

La primera línea de defensa de los consumidores de carne es obvia: ¿por qué deberíamos tratar a los animales de un modo más ético de lo que ellos se tratan entre sí? De hecho, Ben Franklin trató de utilizar esta táctica mucho antes que yo. En su autobiografía cuenta que un día, mientras veía pescar a sus amigos, pensó: «Si os coméis entre vosotros, no veo por qué no deberíamos comeros». Admite, sin embargo, que este razonamiento no se le ocurrió hasta que el pescado estuvo en la sartén y empezó a oler «admirablemente bien». La gran ventaja de ser una «criatura razonable», remarca Franklin, es que puedes encontrar una razón para todo lo que quieras hacer.

El defensor de los derechos de los animales responde al razonamiento de «ellos también lo hacen» con una contestación sencilla y devastadora: ¿de verdad quieres basar tu código moral en el orden natural? El asesinato y la violación también son naturales. Además nosotros podemos elegir: los humanos no necesitamos matar otras criaturas para sobrevivir; los animales carnívoros, sí. (Aunque, si mi gato Otis puede servir de ejemplo, a veces los animales matan por el simple placer de hacerlo.)

El dilema del omnívoro
Michael Pollan aborda en este libro la aparentemente sencilla pregunta de qué deberíamos comer, ofreciéndonos unas respuestas que tienen profundas implicaciones políticas, económicas, psicológicas e incluso morales para todos nosotros.
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 04/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9788499927107
Disponible en: Libro electrónico
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