miércoles 24 de abril de 2024
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«Qué hacer con las drogas», de Juan Gabriel Tokatlian

Cuando los políticos con responsabilidades de gobierno hablan de narcotráfico, es común que propongan la prohibición total, la panacea de una sociedad libre de drogas ilegales. En este marco, recurren a discursos y promesas punitivas, que consistirían en más ¿mano dura? o directamente en la militarización de la cruzada antinarcóticos. Atento sobre todo a la situación de América Latina y la Argentina, y analizando evidencia confiable del plano internacional, Juan Gabriel Tokatlian dice de entrada que esa meta es no sólo inalcanzable sino peligrosa, que se asienta en un diagnóstico errado y en información sorprendentemente parcial, y que la política coercitiva que se sustenta en esas ideas ha fracasado en todas partes, dañando los derechos de los más vulnerables, dilapidando recursos públicos y, lo que es peor, demorando el debate sobre una estrategia alternativa.

Entre la sobreactuación de los políticos por su pánico a perder dividendos electorales, y la indiferencia o la desmesura de la opinión pública, se agitan fantasmas sin verdadero asidero -la colombianización, la mexicanización-, mientras se insiste en las tácticas represivas que no conducen a nada. Tokatlian, un experto con amplísimo reconocimiento académico que ha seguido el tema durante décadas con una coherencia infrecuente, repasa la lógica del régimen prohibicionista y propone repensar todo, resignando el efectismo grandilocuente e ineficaz y apostando a reformas graduales y sostenibles.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

4- La Argentina, las drogas y sus empedernidos guerreros

Lo que (al parecer) sabemos
Si hay un hecho claro e incontrastable en torno a las drogas en la Argentina, es la ausencia persistente de un diagnóstico riguroso. Esto no significa que falten elementos de análisis; aunque fragmentarios y parciales, datos, información, evidencias, estadísticas, tesis, noticias, estudios, informes y entrevistas están disponibles y brindan un panorama de la situación existente.

De acuerdo con investigaciones del Observatorio Argentino de Drogas de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), la prevalencia anual del consumo de marihuana, cocaína y pasta base ha sido, respectivamente, del 3,5%, 0,9% y 0,02% en 2010, y del 3,2%, 0,7% y 0,04% en 2014. En otras palabras, el incremento se ha dado en relación con el paco. De forma paralela, según los mismos datos, la proporción del consumo anual de marihuana en la población escolar pasó del 8,4% en 2009 al 11,8% en 2014, aunque muestra una leve tendencia declinante en la población general de 16 a 65 años. En tanto, un estudio que analizó el impacto de un “gran evento” (big event) como fue la crisis de 2001-2002 concluye que el consumo de drogas entre los jóvenes adultos en los barrios humildes del Gran Buenos Aires no se incrementó (Rossi, 2012).

Esto nos insta, entre otras cosas, a indagar más sobre el consumo en otros grupos socioeconómicos. Y en esa dirección resulta importante analizar el uso de drogas –en especial las sintéticas– entre jóvenes de clase media y media alta tal como lo han hecho algunas investigaciones. Por ejemplo, en un trabajo publicado en 2014, Ana Clara Camarotti destaca que el uso de drogas sintéticas

ocupa en los espacios de sociabilidad nocturna un lugar preponderante. Ningún joven dejó de mencionarnos su relación o vínculo con las diferentes drogas de síntesis, las consuman o no las consuman. Por otra parte, el consumo de alcohol, a diferencia de lo que muestran la mayoría de las investigaciones con jóvenes, si bien es una práctica habitual y extendida en este grupo, no es la más mencionada por ellos; queda opacada por la irrupción del éxtasis como elemento novedoso y distintivo, características que lo posicionan entre los concurrentes con una valoración altamente positiva. Este consumo asociado al placer y a las nuevas experiencias facilita las relaciones con los otros, la empatía, exalta la afectividad, el disfrute de la fiesta y permite romper con lo cotidiano. […] Los escenarios recreativos nocturnos que hemos estudiado terminan actuando por carencia o falta de otros espacios más propicios, como lugares de referencia para estos jóvenes. Si bien los jóvenes lograron modificar la representación social del consumo de drogas distinguiendo entre consumos no problemáticos y otros que sí lo son, el consumo de drogas sigue apareciendo como una práctica esperable asociada fuertemente a la idea de ser joven. Estos jóvenes representan un de safío para los abordajes sobre juventud desde las ciencias sociales, ya que justamente lo que los define es el permanente esfuerzo por escapar, desde su propia existencia individual, a toda definición o simbolización que busque homogeneizarlos o estandarizarlos (p. 113).

Los vínculos posibles entre las drogas y el delito
Otros trabajos han relevado la relación entre el consumo de sustancias psicoactivas en adolescentes y el delito. En un estudio de la Sedronar, realizado en 2012, se entrevistó a 372 adolescentes –representativos de una población de 1179 jóvenes de todo el país– alojados en 41 institutos de menores provinciales. El trabajo mostró la presencia y proporción de cuatro vinculaciones posibles entre los delitos cometidos por esos adolescentes y las drogas. En el 21,3% de los casos (251 hechos), los delitos se cometieron bajo los efectos del consumo de alcohol o drogas, sin los cuales la infracción no se hubiera producido (vinculación psicofarmacológica); en el 13,8% (163 casos), los delitos se cometieron a fin de obtener dinero o recursos para comprar drogas (vinculación económica); en el 1,3% (15 casos), los delitos se relacionaron con el comercio de drogas, tales como peleas territoriales, secuestros, amenazas, muertes (vinculación sistémica), y en el 1,7% (20 casos) se trató de delitos que infringieron las leyes de drogas (vinculación legal).

En ese relevamiento, el 35,2% de los jóvenes carecía de estudios o tenía el primario incompleto; apenas el 1,6% poseía el secundario completo; sólo el 33,2% vivía en un hogar con ambos padres presentes; el 30,9% residía en villas de emergencia o asentamientos; el 37% no trabajaba, y el 13,8% tenía hijos.

En este sentido, cabe mencionar que en la región (incluida la Argentina, por supuesto), en especial en ámbitos urbanos, a raíz del aumento del fenómeno de las drogas se ha incrementado, como dice Martín Hopenhayn, la

sensación de inseguridad frente a los pobres e indigentes, sobre todo varones jóvenes, percibidos por el resto de la sociedad y por la policía como potenciales delincuentes […] [Así] el joven, varón y de bajos ingresos, encarna la posibilidad de una agresión o un robo (2002: 13).

En general, la respuesta policial ha sido severísima con los más vulnerables y blanda con los poderosos.

 

Cara y contracara de algunos indicadores
En el país y en el mundo es usual, sobre todo entre los prohibicionistas, analizar la efectividad de la política antidrogas y medir su “éxito” en función de ciertos indicadores orientados a disminuir la oferta de sustancias psicoactivas y aumentar la detención y condena de personas ligadas a ellas. Ahora bien, es paradójico que mientras muchos medios de comunicación, varios políticos y algunos especialistas en la Argentina destacan un estado “alarmante” en el uso de algunas drogas sintéticas y de base natural, los registros de incautación muestran una baja. Según datos del Ministerio de Seguridad (2016), el descenso en la incautación de cocaína entre 2014 y 2015 fue del 42%, al tiempo que las incautaciones respectivas de éxtasis, anfetaminas y metanfetaminas cayeron de 634 158 comprimidos a 21 749, de 5052 a 1234 y de 6065 a 6 comprimidos en aquel lapso. A su vez, de acuerdo con el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos en su informe de 2014, la población carcelaria en la Argentina era ese año de 69 070 personas, lo que equivalía a una tasa de encarcelamiento de 161,85 por cada 100 000 habitantes. De aquel total, las infracciones vinculadas a la Ley 23.737 de tenencia y tráfico de estupefacientes constituían el tercer delito (el 10,5%) después de robos y/o tentativas de robo y homicidios dolosos. En cuanto a las personas extranjeras encarceladas (el 5,6% de la población en prisión) por infracciones a dicha ley, 905 (el 49,99% de la población penal extranjera masculina) eran varones y 210 (el 75% de la población penal extranjera femenina) eran mujeres. Tal como ha revelado un estudio sobre mujeres en prisión en la Argentina, entre 1990 y 2012 el número de mujeres en cárceles federales creció un 193% (la población carcelaria masculina aumentó en ese período un 111%), al tiempo que la mayoría de las mujeres –un 55,75%– estaban en prisión por delitos ligados a las drogas.

Tampoco en este aspecto la Argentina constituye un caso excepcional. Tal como lo muestra un minucioso y extenso estudio, la guerra contra las drogas ha sido un factor significativo en el aumento de la población encarcelada en los Estados Unidos, al tiempo que la tasa de encarcelamiento de las mujeres creció de manera notable (Travis, Western y Redburn, 2014).

En breve, aun si se utilizan los indicadores convencionales para medir la intensidad persecutoria en la lucha contra el narcotráfico, los resultados son deplorables: no se mejora la capacidad de interdicción en materia de narcóticos y se incrementa la encarcelación de mujeres que son, por antonomasia, el eslabón más débil del negocio.

Ahora bien, en general y de acuerdo con análisis comparados, ni la cantidad de sustancias ilícitas confiscadas ni el mayor encarcelamiento resuelven el fenómeno de las drogas, ni tampoco pueden ser interpretados como parámetros seguros de “éxito”. Como concluye un estudio de la RAND Corporation sobre políticas efectivas en materia de drogas,

las medidas coercitivas potenciadas tienen sus límites. Son relativamente ineficaces para suprimir la cantidad de droga consumida, y los delitos y violencia asociados con ella, en relación a una droga establecida y con un mercado masivo […]. En contraste, el tratamiento puede reducir el consumo de una droga endémica de manera efectiva en sus costos y de esa manera también minimizar los daños asociados a su uso. De los tres principales enfoques del control de drogas, la prevención es el único que intenta enfrentar el problema antes de que se produzcan daños. Hay pocas dudas de que la prevención ahorra más dinero de lo que cuesta para la sociedad, y la relación costo-beneficio en la reducción del consumo es competitiva si se la compara con la de algunas estrategias coercitivas (Caulkins, Reuter y otros, 2005: 37-38).

Aunque queda claro, en síntesis, que es preciso repensar los indicadores que se utilizan para abordar y medir los resultados en materia de drogas, nada indica que en la Argentina y en las distintas áreas del Estado se esté contemplando otro enfoque con una métrica distinta.

Asimismo, según indica otro trabajo de la Sedronar (2011), el país destina el 1,2% del Producto Bruto Interno (PBI) al presupuesto en materia de drogas; el 95% de ese monto se dedica a actividades de reducción de la oferta y el resto a la reducción de la demanda (prevención y tratamiento). No es sorprendente entonces que uno de los resultados de este notorio desbalance entre recursos sea la dificultad de acceso al sistema de salud de los consumidores problemáticos y el persistente estigma social de quienes recurren a sustancias psicoactivas declaradas ilegales.

Otro caso de desequilibrio notable es el mexicano: “Por cada dólar que México invierte en reducción de la demanda, gasta 16 en el control de la oferta” (Barra, 2013: 5). Hay casos, incluso, en los que una política activa (en énfasis y recursos) orientada a reducir la demanda suele ser interpretada por algunos como un llamado a la “degeneración moral”: esto es, se presume que el uso de sustancias psicoactivas ilícitas es resultado de una deficiencia personal y que la práctica inmoral de ciertas políticas públicas dirigidas a reducir los daños entre los consumidores no haría más que alentar ese comportamiento irregular. Es importante tener en cuenta que para el año fiscal de 2016 el presupuesto federal de los Estados Unidos en materia de drogas destinaba un 55,2% a reducir la oferta y un 44,8% a reducir la demanda.105 En el caso europeo, de los 16 países que brindaron información sobre sus presupuestos en materia de drogas al European Monitoring Centre for Drugs and Drug Addiction en 2014, los recursos gastados en reducción de la oferta fueron de menos del 50% del total en cuatro países, del 70% o más en cinco países, y de entre el 50 y el 70% en los países restantes.

Al menos en términos de aspiraciones, los casos de Colombia y Chile coinciden en subrayar la necesidad de que las políticas hacia la oferta y la demanda se articulen. El plan antinarcóticos colombiano de 2010 destaca, por ejemplo, que ambas estrategias “deben reforzarse mutuamente” y mantener “un balance entre la inversión de recursos institucionales y financieros que se asignan a las políticas de fiscalización y a las de reducción del consumo de droga” (Ministerio del Interior y Justicia, 2010: 51). Por su parte, en Chile se asegura que “la Estrategia Nacional sobre Drogas abordará con el mismo énfasis los problemas relacionados con la demanda y oferta, en un marco de refuerzo recíproco del efecto de estas acciones, privilegiando campos de acción que permitan optimizar el impacto y la eficiencia en el uso de los recursos, así como minimizar costos económicos, sociales y políticos” (Ministerio del Interior, 2009: 19).

Es bueno subrayar que el énfasis en reducir la oferta refuerza la continuidad del mismo conjunto de indicadores de “éxito” –cultivos ilícitos destruidos, drogas decomisadas, personas encarceladas– que han mostrado, una y otra vez, que la guerra contra las drogas es un combate fallido.

A su turno, un informe de la Procuraduría de Narcocriminalidad de la Argentina, realizado en 2014, remarca “el dramático descenso de causas iniciadas por estupefacientes” en la provincia de Buenos Aires, una merma que se registra desde diciembre de 2005. En 2016, otro informe de la misma Procuraduría, que compara todas las provincias, vuelve a registrar la menor judicialización de causas por estupefacientes en territorio bonaerense y lo atribuye “a la vigencia de la Ley 26 052, conocida como la Ley de Desfederalización”, que modificó significativamente las atribuciones jurisdiccionales y las prácticas institucionales en cuanto a la persecusión de delitos vinculados a conductas tipificadas en la ley.

Según Alejandro Corda, investigador de la organización no gubernamental Intercambios (Asociación Civil para el estudio y atención de problemas relacionados con las drogas), “la aplicación de la legislación de drogas se enfoca de manera primaria en delincuentes menores, que son más fácilmente arrestados, y se asocia con el encarcelamiento de dos poblaciones vulnerables, mujeres y extranjeros”.

En el mismo sentido, un detallado estudio empírico realizado por Marcelo Saín en 2015 muestra el papel central de la policía en la regulación de la criminalidad organizada en la provincia de Buenos Aires.

 

El lugar de la Argentina en el comercio mundial de drogas
En 2016, en la apertura de sesiones extraordinarias del Congreso, el presidente Mauricio Macri citó informes de UNODC de 2013 para afirmar que la Argentina era “el tercer país proveedor mundial de cocaína”.107 Y, según la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, el problema de las drogas en el país es “muy grave. Argentina es punto de salida para Europa. […] Estamos en altos niveles de exportación de coca. El nivel de alerta es amarilla”.108 Sin embargo, el informe de Naciones Unidas de 2016 evitó dar un lugar específico a la Argentina en términos de su papel en el tráfico internacional de drogas. La UNODC entendió que estas aseveraciones categóricas resultaban poco rigurosas y bastante infundadas. En realidad, sólo servían para que los impulsores de “argentinizar” la guerra contra las drogas dentro y fuera del gobierno usaran sus informes para avalar su propia cruzada más que para afrontar y resolver las reales dificultades del país en materia de drogas.

Muchas fuentes reconocidas ya habían cuestionado el método y las observaciones de Naciones Unidas. Un trabajo del European Monitoring Centre for Drugs and Drug Addiction indicó:

La inclusión de la Argentina en tercer lugar en la lista de la UNODC es engañosa como un indicador de la importancia relativa del país como punto de salida. Aunque el uso de la ruta del Cono Sur para la cocaína boliviana parece haberse incrementado […], los datos sugieren que las confiscaciones realizadas en Europa de cocaína que se cree salió de puertos argentinos son en general de pequeñas cantidades […] En su Informe de la Estrategia de Control Internacional de Narcóticos, en 2014, el Departamento de Estado no incluyó a la Argentina en su lista de los países de tránsito más importantes (Eventon y Bewley-Taylor, 2016).

Los principales puntos de partida de cocaína hacia Europa son Colombia, Brasil y Venezuela (European Monitoring Centre, 2016). En cuanto al circuito hacia Asia/Oceanía, el principal punto de origen en Sudamérica es Ecuador, de donde sale casi el 50%, mientras que, tal como indica un informe de la Office of National Drug Control Policy, desde la Argentina han salido “montos bajos” (2015: 9). En cuanto a la cocaína que arriba al Sur-Este de Europa, los dos principales puntos de partida en América del Sur son Bolivia y Paraguay (United Nations, 2014: 95). Según la West Africa Commission on Drugs (2014), Colombia, Venezuela, Ecuador y Brasil son los principales puntos de envío de cocaína hacia África Occidental. Mientras tanto, en la Evaluación de Amenaza de Droga a Nivel Nacional de 2015 a cargo de la Administración del Control de Drogas (DEA), México y las organizaciones criminales mexicanas aparecen mencionadas 168 veces; Colombia y las organizaciones criminales de ese país, 86; República Dominicana, 61; Perú, 19; Venezuela, 8; Centroamérica, 6 y Bolivia, 4 veces. La Argentina aparece sólo en una oportunidad.

El país, como tantos otros de América Latina y del Sur global, ha creado distintos organismos encargados de investigar, evitar y castigar el lavado de activos proveniente, entre otros, del narcotráfico: la Unidad de Información Financiera y el Programa de Coordinación Nacional para el Combate del Lavado de Activos y la Financiación del Terrorismo, en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos; la Gerencia de Prevención y Control del Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo, en la Superintendencia de Seguros de la Nación; y la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos, en el Ministerio Público Fiscal. Ahora bien, según el informe del Departamento de Estado estadounidense de 2016 sobre drogas, en el tema del lavado de activos en la Argentina,

la efectividad del programa, medida por condenas y confiscación de activos, ha sido insignificante. Desde 1999, la Argentina procesó con éxito sólo siete casos de lavado de dinero. En general, esos casos están a cargo de un fiscal que trabaja como parte de una unidad de la Procuraduría que se enfoca en seis áreas operativas. Persisten las sistemáticas deficiencias del sistema de justicia penal argentino, que incluyen extendidas demoras en los procesos judiciales y la falta de independencia de la justicia.

Hay que añadir que en el período 2001-2010 la Argentina se ubicó en el puesto 38 entre 143 en materia de flujos internacionales ilícitos del mundo en desarrollo hacia los países desarrollados.

En los últimos años, el caso de la ciudad de Rosario ha sido objeto de atención por el avance de grupos delincuenciales, su vínculo con el narcotráfico, los niveles de violencia, las prácticas policiales del “gatillo fácil” y la estigmatización de los jóvenes pobres. Respecto de los niveles de violencia, de acuerdo con el Centro de Estudios Legales y Sociales, en 2013 la tasa de homicidios dolosos en esa ciudad llegó al 27,4 cada 100 000. Según el Ministerio de Seguridad, la tasa de homicidios dolosos en la provincia de Santa Fe fue de 12,2 cada 100 000, la más alta del país y casi el doble de la tasa a nivel nacional (6,6 cada 100 000).

Ahora bien, hubo otro momento en el que el país –y en particular la ciudad de Rosario– pudo ser epicentro de un desarrollo mafioso agresivo y no lo fue. En efecto, tal como detalla Federico Varese (2011), en los años veinte y treinta Nueva York y Rosario fueron el escenario de grupos criminales en estrecha relación con una “oferta” de capacidad mafiosa derivada de la importante inmigración del sur de Italia desde finales del siglo XIX. En los dos casos hubo oportunidades de negocios: la construcción en los Estados Unidos; la exportación agrícola en la Argentina. En esencia, Varese muestra que en Rosario –para la época– había más presencia estatal y control institucional, lo cual evitaba que la provisión de bienes y seguridad quedara bajo bandas criminales. Si aquel ejemplo histórico ofrece pistas para comprender qué está sucediendo en la ciudad santafesina, podemos pensar que, por un lado, los extranjeros trasplantados (la “oferta” en el argumento de Varese) no conducen de manera necesaria al despliegue de grupos criminales violentos, y, por el otro, que las capacidades estatales (la “demanda” en el argumento del autor) son importantes para evitar el enraizamiento mafioso. En suma, son la falta, el deterioro, la oquedad o el contubernio del Estado los que explican, en buena medida, el avance del narcotráfico.

Que Hacer con las Drogas
Con una prosa clara y argumentos contundentes, este libro es un aporte sustancial al debate público, porque asumir batallas (contra las drogas, contra el terrorismo) y convocar guerreros para causas perdidas sólo aumenta el costo en vidas humanas sin resolver el problema de fondo.
Publicada por: Siglo XXI Editores Argentina
Fecha de publicación: 04/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876296892
Disponible en: Libro de bolsillo
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