viernes 19 de abril de 2024
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«La Vida en el Archivo», de Lila Caimari

Cuando una historiadora o un historiador publica una obra, tendemos a imaginarla como resultado de operaciones analíticas que incluyen la lectura de bibliografía, la puesta a prueba de avances parciales en congresos de expertos (que permiten refinar las hipótesis o el método) y laboriosos procesos de escritura y reescritura.

Pero también podemos preguntarnos por una zona de su oficio que el libro terminado no suele dejar a la vista: los meses (o años) pasados en bibliotecas, hemerotecas, reparticiones públicas que guardan fondos documentales, materiales en variable estado de conservación que hablan los lenguajes del pasado.

La vida en el archivo confirma que esa faceta más primaria, azarosa y sucia del trabajo del investigador se juega en el contacto físico y virtual con libros, revistas, diarios, formularios de otras épocas. Con humor, con destreza de narradora que comenta sólo lo que conoce muy a fondo, Lila Caimari capta esa etapa de la investigación en que la obra no existe todavía, muchos rumbos son posibles y todo parece inestable. Construye así un libro inspirador, heterodoxo, capaz de revelarnos la parte menos conocida de la labor académica e intelectual.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Giro tecnológico y economía documental

El sentido común indica que los archivos de nuestro campo tienen una cualidad secreta, por eso la operación de sacarlos a la luz reviste relevancia en sí misma.  En comparación con otras áreas, es posible que nuestra materia requiera búsquedas adicionales, que se premien las movidas intrépidas, las astucias.  Aun así, quisiera oponer la imagen del investigador-detective a otra menos complaciente: la del investigador abrumado por la documentación, o la investigadora que conoce mal su archivo no porque alguien le impida leerlo, sino porque no logra abarcar lo que tiene.  Querría interrogar un aspecto que se ha ido desplegando en paralelo a los dilemas de acceso: el crecimiento exponencial de la base empírica disponible.

Por tratar sobre áreas del  Estado muy sensibles a la acumulación de información, donde los archivos han jugado un papel importante, las investigaciones que necesitan documentos judiciales, policiales o penitenciarios transcurren, al cabo de algunos esfuerzos, en una ecología relativamente nutrida.  Por supuesto que transformar esos documentos en “fuentes”, construir con ellos un archivo para la investigación, es una operación riesgosa y marcada por los problemas metodológicos que plantean los sesgos de las instituciones productoras.  Pero este es, al fin y al cabo, un de safío común a muchas áreas de la historia, y en el tratamiento de esos problemas residió una de las pruebas de validación de este campo.  La adquisición del oficio exige el conocimiento de lenguajes institucionales, la comprensión de mecanismos de producción, de trayectorias, de usos.  Hemos aprendido las implicancias de una orden del día, de un sumario y de un edicto; sabemos de las trampas de la estadística del delito, de la matriz sesgada de la historia criminológica, de la barrera de intermediación del “tinterillo” judicial.

El uso de los papeles grises de la policía, la justicia y la prisión ha requerido, pues, de un frondoso bagaje crítico, que se fue entrelazando con perspectivas del “giro material” y con la reflexión sobre los “caminos de papel” que subyacen a todo corpus de documentos de la historia.9  Estos saberes se adquirieron poco a poco, a medida que avanzaba el desbroce de las piezas disponibles.  Celebrar (con razón) la expansión de la base documental y la adquisición de un capital metodológico no debería hacernos olvidar, sin embargo, hasta qué punto ese conocimiento sigue siendo apenas un rasguño de la superficie, ni tampoco distraernos de lo que hay por delante, que es la integración más plena del potencial de estos materiales.  En archivos de instituciones, en archivos históricos, personales o temáticos, en bibliotecas y hemerotecas, en nuestras propias computadoras, yacen materiales que aún no hemos podido explorar.  Esta empresa no podrá prescindir de una reflexión sobre los profundos cambios que experimenta la práctica de la investigación histórica.

Más allá de contextos políticos e institucionales, sabemos que el crecimiento documental de los últimos años debe mucho a la intersección entre tecnologías y disciplinas humanísticas.  En este sentido, nuestro campo acusa el impacto de las novedades mucho más amplias, que han cambiado reglas de trabajo vigentes durante siglos, multiplicando accesos, bajando su costo y reduciendo drásticamente la necesidad de presencia física en el archivo.  Como observaba  Roy  Rosenzweig, el quehacer de la historia transita el paso de un régimen de escasez a uno de abundancia.10  En la  Argentina, el “giro digital” interviene en el marco de estructuras archivísticas y bibliotecológicas que arrastran deficiencias de largo plazo, y algunos rasgos del proceso actual – el vértigo, los contrastes, el panorama cambiante y semianárquico de solapamientos y velocidades discordantes–  emanan de ese punto de partida.  Podría decirse, retomando la idea de  Rosenzweig, que antes que a un proceso de adaptación a la abundancia, asistimos a una transición donde abundancia y escasez documental (y el recuerdo muy persistente de la escasez) conviven y se potencian en una nueva configuración.

Todavía no está claro hasta dónde llegará ese tránsito, ni cómo modificará las expectativas de destreza para la investigación.  Las novedades se van integrando en el marco de los repertorios previos, en un proceso de transformación que será diverso en cada subcampo disciplinar.  Sí es evidente que la cultura de escasez no de saparecerá tan fácilmente (y esto vale aun en los contextos más privilegiados, en los países con los mejores archivos del mundo).  Respondiendo a estrategias internalizadas a lo largo de siglos, nos acercamos a la documentación siguiendo potentes impulsos de acumulación.  Así, por la vía de los escáneres portátiles y las cámaras digitales, se está produciendo una modificación radical en la escala del archivo de trabajo.  Se trata de un cambio que todavía está en desarrollo y que se combina con otras novedades, como el acceso virtual a archivos remotos y las búsquedas mediadas por algoritmos.  En su conjunto, estas operaciones afectan el quehacer de la historia en muchos niveles, desde las posiciones de investigación hasta los recortes temáticos, los sesgos y las selecciones.  Ofrezco algunas observaciones tentativas sobre las implicancias que esto tiene en nuestro campo de estudios.

Por tratarse de universos abarcables y de consulta frecuente, las principales empresas públicas de reproducción de documentos de nuestra región se han concentrado en el ámbito de las publicaciones periódicas.12  Sabemos que otros proyectos en curso seguirán cambiando la cartografía del acceso, pero aun cuando este universo se extienda, esa reproducción siempre será, por fuerza, parcial.  Es por eso que una parte sustantiva de la tarea todavía depende de proyectos liderados por equipos de trabajo sobre temas específicos, o incluso por investigadores solitarios.  Esto ha sido evidente en la  Argentina, donde una porción considerable de los subsidios de investigación que se incrementaron tanto en los últimos años se ha utilizado para este fin.  Así, gracias a la iniciativa de instituciones o equipos de trabajo que ponen a disposición del público materiales obtenidos en investigaciones propias, cada año surgen nuevas islas (o archipiélagos) de acceso documental.  La multiplicación de materiales digitalizados está expandiendo las posibilidades más allá de lo hasta hace poco imaginable: no solamente acerca lo que se buscaba, sino que pone a disposición lo que no se buscaba (y que buscaron otros).  El espectro documental más y más extenso se ha vuelto, también, más heterogéneo, y por eso se presta a nuevas combinaciones.

De todo esto se desprende el potencial de la tecnología digital para erosionar una de las dimensiones más individuales de nuestro muy individual oficio, esa cultura de la exclusividad condensada en la noción del archivo propio, obtenido por el esfuerzo propio, y por eso guardado bajo siete llaves.  En su dimensión más abierta, la del archivo disponible en  internet, esto implica no solamente la apertura a otros colegas, sino a cualquier persona interesada en esos materiales.  La digitalización marca, así, una saludable tendencia a minimizar el acceso como valor en sí.  Y con ello jerarquiza la destreza y creatividad en la construcción del archivo para la base de un trabajo, que siempre será un archivo singular.

Nos guste o no, la solución al problemático acceso a los archivos materiales está surgiendo menos del (indispensable) aggiornamento de los marcos normativos o de la (igualmente indispensable) reforma de los hábitos del  Estado y la sociedad, que de las iniciativas de digitalización en serie de actores muy diversos, de una suerte de guerra de guerrillas de la reproducción documental.  Materiales ocultos e inaccesibles durante décadas han empezado a circular, a escaparse de sus sedes sin necesidad de mucha intervención en los usos y costumbres, eludiendo cuestionamientos y planteos de fondo, sin esperar el resultado de eventuales modificaciones de las reglas formales de acceso.  Se ha encontrado una solución de corto plazo, o más bien, una vía de escape.  Este recurso liviano y rapidísimo permite que momentos cortos, y hasta subrepticios (que recuerdan más a la ficción de espías que a la de detectives), tengan rendimientos muy altos, que permiten en cierto modo “puentear” los obstáculos.  Algo de esta naturaleza está sucediendo en múltiples instancias de la investigación histórica, y sin duda en el trabajo de base que sostiene el crecimiento de nuestro campo de estudios de la “cuestión criminal”, donde el acceso siempre ha tenido una cuota de incertidumbre.  En este marco, la digitalización aparece como la manera de remediar problemas urgentes de acceso y preservación, o más bien, como la manera de escapar a esos problemas, sin atacar sus raíces ni poner abiertamente en cuestión las condiciones que los originan.  El acceso más o menos informal a materiales de colecciones privadas o de burocracias estatales, y la digitalización de papeles por la vía de concesiones discrecionales, constituyen – no lo olvidemos–  atajos que de ninguna manera equivalen al triunfo de criterios de accesibilidad aceptables.  Mientras avanza la frontera de los documentos digitales, la cuestión de la producción, preservación y acceso de los archivos sigue estando ahí.

En ciertos casos, como vimos, la documentación se ha vuelto accesible gracias a la apertura de repositorios que estaban vedados.  En otros, se permitió el acceso a nuevos fondos en archivos ya existentes.  Algunas instituciones, por su lado, han promovido sistemáticamente la preservación y puesta en acceso de documentos relevantes. En muchos otros casos, los documentos – o copias de documentos, o de series limitadas, o de segmentos de esas series–  se están filtrando imperceptiblemente de sus sedes de origen.  Como serpentinas que brotan de un centro ciego y en apariencia hermético, miles de imágenes salen cada día de los archivos policiales, penitenciarios y judiciales para ir a parar, tranquila y silenciosamente, a las computadoras de los investigadores.  La masificación de la tecnología digital se ha cruzado aquí con el viejo principio de reproducción máxima de los historiadores, que sigue intacto.  La marca del archivo negado o inalcanzable ha encontrado su contrapartida en un horizonte utópico de acceso total e independencia absoluta, donde es posible liberarse de las tiranías del archivo y de sus custodios (de la autoridad arcóntica, en términos de  Derrida): donde cada uno produce, reproduciendo, su propio archivo de  Babel.

Mientras tanto, la vida útil de los materiales revela nuevos efectos de circulación.  Como es evidente, la eliminación del requisito de presencia física en el archivo, y la posibilidad de reproducción infinita de copias de un original, permiten circulaciones más amplias, menos “comprometidas”, y por eso mismo, más abiertas y “promiscuas”.  Esto ha ocurrido, por ejemplo, con los usos de  Sherlock  Holmes, una riquísima revista porteña de casos policiales de principios del siglo  XX.  Luego de varios años de frustraciones en las bibliotecas correspondientes, y gracias a esa mezcla de suerte, tozudez y favores personales que acompañan a estas búsquedas, el equipo de trabajo al que pertenezco logró armar una serie casi completa de la publicación, que fue digitalizada y puesta a disposición de los interesados.  A falta de fondos para colgar todo en la red, se anunció la novedad en varios encuentros y se repartieron  CD- ROM con el material.  Los resultados de esta modestísima iniciativa se hicieron evidentes de inmediato: en pocos meses, la circulación de  Sherlock  Holmes desbordó los límites de los proyectos que habían impulsado su búsqueda para convertirse en la base de estudios sobre temas en franjas más y más alejadas, como el lunfardo, el anarquismo o los orígenes de la novela policial argentina.  En cuestión de meses, la iniciativa de un grupo de especialistas estaba incidiendo en el trabajo de quienes eran capaces de entender valores adicionales del hallazgo.  Así, el espectro de utilizaciones de la revista se expandió con rapidez, permitiendo nuevas vidas para materiales cuya riqueza se habría desperdiciado de haberse mantenido en los circuitos minúsculos del grupo original.  Se dirá con razón que se trata de un caso singular, distinto al de zonas más específicas de nuestra base empírica.  Pero sabemos que todas las fuentes tienen un potencial que excede lo que puede aprovecharse en una sola investigación, que mientras avanzamos en busca de respuestas a las preguntas propias encontramos pistas para las preguntas de otros.  Incluso en sus versiones más discretas e individuales, la labor de archivo se ha convertido en una empresa más fácil de compartir.

El ejemplo de  Sherlock  Holmes se inscribe, por supuesto, en un cambio muchísimo mayor, pues nos hemos acostumbrado a la buena noticia de los salvatajes que han ido restituyendo y haciendo accesibles patrimonios de gran riqueza.  La figura del investigador privilegiado, que se consagraba por haber accedido a una pieza preciada en alguna biblioteca del primer mundo, está siendo desplazada por la del que trabaja con un corpus más y más tramado, más y más ambicioso, obtenido en visitas a sitios que ofrecen acceso a revistas, correspondencias, manuscritos, primeras ediciones, etc.15  Junto al cambio en la escala de los temas, se percibe la combinación más frecuente de archivos de distintas procedencias en operaciones que recolocan los objetos en perspectivas más amplias, en series más completas, en recortes más precisos.  Una manifestación de la nueva modalidad de trabajo reside en la expansión de la historia de redes, en este y en otros campos de la disciplina, en perspectivas que enfatizan las conexiones, los viajes, las importaciones, los cruces y circulaciones.  En este plano, la nueva economía documental alimenta una agenda regional robusta, una historia latinoamericana cada vez más descentrada de los marcos nacionales y de la tradicional dependencia de las bibliotecas de la academia estadounidense.

Explorar nuevos diseños para estos mega-archivos individuales requerirá, a su vez, una conciencia crítica en relación con las operaciones de anexión documental.  Los sistemas de búsqueda, por ejemplo, están guiados por sesgos imperceptibles que llevan a ver y no ver, a tomar ciertos caminos y descartar otros, todo ello en cadenas de decisiones que son poco menos que automáticas.16  La puesta en línea de una selección de corpus documentales interviene de manera decisiva en el régimen de visibilidad del universo de fuentes: lo que puede consultarse con dos o tres movimientos del mouse desde una computadora personal tendrá mayor protagonismo que lo que queda restringido al soporte en papel, sesgando rumbos, enfatizando ciertas dimensiones del pasado y oscureciendo otras.  Esto también vale para el recorte de horizontes espaciales: las regiones mejor servidas por el avance de las tecnologías están mucho más presentes entre las opciones que pondera el investigador que aquellas donde las instituciones no dedican recursos a estos fines y que permanecen marginadas (por silenciosas) en el medioambiente virtual.  El equilibrio de visibilidad e invisibilidad de la evidencia, cuya ponderación siempre fue parte del oficio de la historia, demanda un ejercicio de interpretación de claroscuros que son más contrastantes que nunca.

El crecimiento de ciertas fuentes a expensas de otras en la composición de la base empírica revela cada día efectos de circulación y de uso propios de una nueva economía documental, donde estos contrastes son palpables.  La digitalización de la colección completa del magazine ilustrado argentino  Caras y  Caretas (18981939) por la  Hemeroteca de la  Biblioteca  Nacional de  España es un buen ejemplo.  En muy poco tiempo, y gracias a la iniciativa de una institución remota, se multiplicó en la producción historiográfica argentina la presencia de esta fuente en trabajos sobre los temas más variados.  Esto no se debe solamente al acceso instantáneo a una publicación fundamental del temprano siglo  XX: la posibilidad de navegar con un buscador por palabra permite detectar en pocos minutos materiales relevantes para investigaciones muy diversas.  Así,  Caras y  Caretas se ha ido incorporando como evidencia gráfica o periodística, como prueba estelar o como pincelada de color, en corpus de historia social o política que no habrían podido incluir una fuente de este tipo sin la radical reducción de las horas/archivo.  Mientras tanto, otras revistas parecen haber quedado más rezagadas que antes en las reconstrucciones de época.

El acceso rápido y sencillo a ciertos universos documentales exige, entonces, que se tenga conciencia de lo que queda por fuera de esa extraordinaria novedad.  Del mismo modo, la mudanza de partículas de evidencia de un contexto a otro será un ejercicio plano sin la previa comprensión de los sentidos de estos materiales en el medio que les era propio.  Como observa  Laura  Putnam, la alianza intrínseca entre historia digital e historia transnacional no siempre ha asumido el costo de reformular las fronteras, y se ha procedido a la anexión de archivos remotos prescindiendo de la labor de restitución de los contextos que era la regla en el trabajo con el archivo material, lo que en algunos casos ha alentado incorporaciones superficiales o incluso malentendidas. Las posibilidades abiertas por la navegación de las fuentes reactualizan, en verdad, tensiones metodológicas planteadas en las operaciones de anexión de archivos “culturales” en la historia social, cuyos dilemas ya se insinuaban en los debates sobre el “giro culturalista”.  Por cierto, los términos del de safío no han cesado de agudizarse, pues los archivos combinados que son la marca de los nuevos tiempos abren oportunidades creativas inéditas y a la vez requieren cierta vigilancia sobre las articulaciones internas de esos ensamblados.  En la era de la historia hecha sobre archivos-mosaico y archivos navegados, la amplitud de lo excavado importa menos que la calidad (y la productividad) de lo que se construye con esas piezas.

A todas luces, nuestro trabajo tiende a alejarse de la inmersión vivencial de largo plazo descrita en las primeras páginas de este ensayo.  La gran novedad de la investigación del pasado – la que subyace a los cambios hasta aquí referidos–  reside en el desanclaje con respecto al contexto de origen de los documentos.  No solamente se han reducido las visitas efectivas al archivo, sino que esas visitas se han transformado en un breve paso destinado a obtener miles de imágenes que serán trabajadas en otra parte (esto es, cuando esas imágenes no llegan directamente por  Google o por  Dropbox, ya que la digitalización también estimula la delegación).  Al extraer al historiador de la “situación de archivo”, al disolver el lazo táctil que lo unía a los sujetos del pasado, la experiencia sensible y vital del trabajo empírico ha cambiado.

Las implicancias de ese cambio varían mucho según el área de estudios (y el proyecto dentro de cada área).  Por regla general, la “desmaterialización” de los documentos y el desanclaje de los contextos de origen tienen escasa importancia a la luz de todo lo que se gana en variedad de fuentes y, sobre todo, en tiempo invertido (que puede destinarse a la lectura de buenos libros, por ejemplo).  En áreas donde la materialidad del objeto es parte de la reflexión, como la historia del libro o de la prensa, la investigación con imágenes en pantallas requiere previsibles resguardos sobre la distancia entre la experiencia de lectura del investigador y la de los sujetos que se investigan.  En el campo de la “cuestión criminal”, en cambio, esta dimensión importa menos que la disolución de los contextos de origen.  La digitalización de amplias zonas documentales parece cumplir con la promesa de ampliación de las fronteras archivísticas; y la libertad de circulación de los materiales hace más factible que nunca la utilización de archivos de la policía, la justicia o la prisión para otras narrativas de la historia social, política y cultural.  Pero esa operación requerirá, a su vez, la inmersión previa en los contextos específicos, empezando por el aprendizaje de los lenguajes y las lógicas que subyacen a estos documentos.  Este requisito cobra mayor importancia a medida que las mediaciones tecnológicas tienden a disociar el trabajo empírico y la experiencia de contacto con las instituciones de origen.  La “pérdida del aura” del archivo de la “cuestión criminal” y su circulación en copias fragmentarias anuncia la desaparición progresiva de un marco de interacciones, el distanciamiento de aquella experiencia pregnante que tanto había marcado la relación con los materiales.  Sin duda, el archivo policial que llega del ciberespacio no tiene el mismo peso que el que es fruto de una temporada en contacto directo con la policía.

La lista de precauciones podría extenderse, y sin duda se extenderá a medida que la conciencia de estas operaciones se integre al bagaje metodológico previo.  Indispensables como son, sin embargo, los eventuales reparos no pueden agotarse en posturas conservadoras, plañideras y nostálgicas.  El quehacer de la historia no necesita la figura del investigador-héroe, ni se beneficia del culto fetichista de la fuente material.  Restituir las intensidades de la experiencia del archivo no implica añorar las limitaciones que conllevaba, y resulta difícil poner en duda la potencia de los cambios que atraviesa nuestro trabajo.  Lo que tenemos por delante es, más bien, el camino de integración de los saberes del medio virtual con otros más añejos, esos que se forjaron en la sala de lectura de un archivo tradicional, en las reparticiones burocráticas que nos hicieron un lugar, o en el rincón de este mundo que nos haya tocado visitar en busca de la pieza que faltaba.  Junto a las herramientas liberadoras, casi mágicas, que nos ofrecen las pantallas digitales, los viejos trucos del oficio seguirán ahí.

La Vida en el Archivo
Publicada por: Siglo XXI Editores Argentina
Fecha de publicación: 05/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876297271
Disponible en: Libro de bolsillo
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