jueves 28 de marzo de 2024
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«Imágenes apuntadas», de Eduardo Longoni

Dice Eduardo Longoni en su prólogo que esta es la historia de un aprendizaje, que son estos los relatos de un fotógrafo. ¿Será tal vez que los ojos no alcanzan a quien tiene el poder increíble de captar el momento que hace historia? ¿Será tal vez que incluso quien puede condensar el todo en una imagen –poética y poderosa capacidad– necesite contar también, para compartir, la historia casi íntima de esa foto? Ha de ser así, ya que Longoni ofrece en este libro las historias escondidas detrás de cada foto. Entre la imagen, la historia y el recuerdo del momento, el autor y fotógrafo muestra su talento anfibio en este libro que prologa Felipe Pigna.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Escenas de guerra en La Tablada

La temperatura insoportable contribuyó a que las escenas de guerra en los suburbios de Buenos Aires parecieran todavía más delirantes. Al menos así fue aquel 23 de enero del inexplicable ataque guerrillero al Regimiento de La Tablada.

Yo estaba viviendo una semana en La Plata, asistiendo a un curso intensivo (que a muchos reporteros nos cambió la mirada), dictado por fotógrafos de talla mundial como Sebastião Salgado y Susan Meiselas, entre otros. En años trabajando como freelancer había incorporado la costumbre de encender la radio apenas me despertaba, pendiente de la inestable situación política del país. Muy temprano me enteré de un supuesto levantamiento carapintada, otro más de una larga lista.

Apenas llegué a la puerta del regimiento quedé tirado en la calle, en medio de un tiroteo infernal: era obvio que pasaba otra cosa. Las rebeliones militares, al menos hasta ese momento, no se habían resuelto a balazos. Pero esa mañana de sol incandescente tronaban los cañonazos y la metralla. Fueron casi 15 minutos de terror con la cara contra el pavimento de la avenida Crovara, frente al cuartel, cámara en mano, totalmente inútil, cubierto por el cordón de la vereda y la parte de atrás de un viejo auto que me asustaba todavía más: miraba fijo el tanque de nafta, para mí, a punto de estallar.

Cerré los ojos y tuve un miedo que no había sentido jamás. Demasiado descubierto y sin ninguna chance de moverme. “Si me pegan un tiro que sea en la cabeza”, pensé.

No sé bien cómo, pero en un momento escapé del infierno de balas y subí a la terraza de un vecino, después de rogarle que me abriera la puerta de su casa. Era una losa sin ninguna defensa, que miraba directamente al cuartel. Una posición bastante peligrosa, pero privilegiada para la cámara.

En una terraza más alta había un francotirador del ejército. Me vio y dijo: “Quedate cuerpo a tierra. Si levantás la cabeza te la pueden volar de un balazo esos zurdos hijos de puta”. “¿Quiénes?”, pregunté. “Los guerrilleros que están adentro”, me contestó, mientras disparaba su FAL con mira telescópica. Me costó creerlo, pero estaba en presencia del ataque de un desconocido grupo guerrillero.

Enfrente mío veía un edificio del cuartel bajo el fuego incesante de los tanques y tiradores. Adentro, los guerrilleros se habían hecho fuertes y respondían con armas largas. Hubo heridos, explosiones, vehículos militares, ambulancias que iban y venían, incendios; las fotos empezaron a repetirse con el correr de las horas.

Las balas silbaban sobre mi cabeza; no podía levantarme de donde estaba. Mi interlocutor seguía siendo el francotirador. Me informaba que los militares ya habían empezado a recuperar parte de la guarnición, que había muchos muertos: “Antes de que caiga la noche tenemos que sacarlos de ahí”. Frase sueltas entre cigarrillos y ráfagas de su fusil.

En el primer silencio del día, sorprendentemente, sucedió: los bandos en pugna se juntaron. Yo apuntaba con mi teleobjetivo de 300 milímetros con duplicador, un dispositivo que permite acercar la imagen.

Un guerrillero saltó del edificio en llamas y, de la nada, aparecieron comandos del ejército. Siguieron saltando más jóvenes y, uno a uno, los capturaron. De rodillas, con las manos en la nuca y el torso desnudo, ese anónimo guerrillero que resultó ser José Alejandro Díaz se rindió desarmado ante el comando militar, que lo apuntaba con su fusil. Esa fue su última foto. No se lo volvió a ver y nunca apareció el cadáver.

Desde ese día, familiares y abogados denuncian el fusilamiento clandestino, a manos de tropas militares, de Díaz, y también de Iván Ruiz, un guerrillero del que tampoco se tuvo más noticia, que aparece en la foto, tirado en el piso, detrás del oficial.

Era importante sacar los rollos del lugar cuanto antes, pero no era tiempo de irse. El dueño de casa me hizo el favor de llamar a la pequeña oficina donde funcionaba mi agencia EPD/PHOTO. Mandaron un motociclista de confianza que llegó sobre las últimas horas de la tarde. Ya teníamos un circuito aceitado de comercialización de las imágenes: Guillermina, la vendedora, llevaba los rollos a revelar al laboratorio de editorial Atlántida. Ellos procesaban el material y tenían lo que suele llamarse una “primera vista”. Elegían lo que necesitaban para las revistas y hacían duplicados de las diapositivas. Luego, la agencia distribuía el material entre otros clientes.

La foto de los guerrilleros rindiéndose fue presentada por los familiares de las víctimas de La Tablada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como prueba de que Díaz y Ruiz se entregaron sin armas ante los militares que recuperaron el cuartel. Y en enero de 2015, la Corte Suprema de Justicia ordenó reabrir la causa de las desapariciones en La Tablada basándose, entre más documentos, en esta imagen.

Fue un día largo. Recién a la noche abandoné la losa del vecino. Todo estaba a oscuras. Los tiroteos sonaban esporádicamente. Fui a mi casa a dormir unas horas y antes del amanecer volví al cuartel. Todavía se oían disparos. Al final, el último núcleo guerrillero se rindió. No tenían balas y estaban cercados por cientos de militares.

Esa mañana me quedé en una puerta lateral; éramos pocos fotógrafos. De repente, unos oficiales nos propusieron entrar al cuartel para ver cómo había quedado todo. Fue un espanto: cadáveres por todos lados, paredes bombardeadas, incendios todavía humeantes. Un escenario de guerra. Fotografié horrorizado.

A veces la cámara actúa como escudo y nos defiende de lo que vemos. Pero esta vez no pudo evitar que soñara muchas veces con la cara de una guerrillera que tenía el cuerpo destrozado por la metralla, tendida frente a un edificio a punto de derrumbarse. Esa cara me acompañó durante noches y noches de pesadilla.

Imágenes apuntadas
Los relatos de un fotógrafo.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 05/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-5737-9
Disponible en: Libro de bolsillo
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