jueves 25 de abril de 2024
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«Hacer negocios con palabras», de Arjun Appadurai

Arjun Appadurai vuelve a demostrar su agudeza para captar los dilemas del capitalismo globalizado. No se trata de demonizar sino de comprender cómo nos hemos convertido en sujetos financieros obedientes y cómo podemos desandar ese circuito de manera creativa.

Con un virtuosismo teórico que le permite revisitar autores fundamentales como Émile Durkheim, Max Weber, Karl Marx, Marcel Mauss y John Austin, Appadurai explica que el sistema financiero –el mismo que colapsó en 2008, se levantó y se expande hacia el sur global– está asentado en una forma muy antigua que ha entrado en crisis: el contrato, ese género en el que dos partes acuerdan ciertos términos bajo la premisa de que cumplirán lo prometido. Ve allí una verdadera revolución en la historia del capitalismo: los contratos más lucrativos ya no son aquellos en los que ambas partes honran el pacto inicial, sino aquellos en los que una parte gana sumas siderales justamente si la otra incumple sus promesas.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

4- El mercado sagrado

La antropología de los objetos

Dado que las finanzas actuales involucran objetos cuya materialidad parece tanto real como irreal, resulta apropiado comenzar el presente capítulo sobre el carácter sagrado del mercado con una revisión rápida de la antropología de los objetos, las cosas y la cultura material en general. El campo tiene su origen dual en Marx y Mauss, y ha sido una fuente venerable de inspiración para los antropólogos que regresan a las obras clásicas y siempre cambiantes de Bronislaw Malinowski sobre el kula (1922), de Edward E. EvansPritchard sobre el ganado (1940), de Boas sobre el potlatch (1921) y similares. Una generación posterior de gigantes exploró otros contextos en esas tradiciones de investigación: entre ellos se encontraban Clifford Geertz y su obra pionera sobre los bazares en Marruecos (1978), Annette Weiner y los tejidos de las islas Trobriand (1991), Marshall Sahlins y su estudio de la economía de la Edad de Piedra (1972) y Bourdieu y el intercambio de dones entre los kabyle (1976). En la actualidad, nuestra generación mayor aún activa persigue materialidades tan complejas como las del arte aborigen (Myers, 2002), el genoma humano (Pálsson y Rabinow, 1999), embriones y fetos (Ginsburg y Rapp, 1995), y otros objetos elusivos, difíciles de identificar. Los arqueólogos, que han confiado siempre en el registro material, continúan realizando un trabajo inventivo sobre el lugar de las herramientas, los hábitats, los restos animales y humanos, y sobre esas huellas que hemos dejado como especie durante nuestra larga historia y que perduran en el arte, las joyas, los huesos, el hierro y las telas. Por otro lado, nuestra generación más joven ha comenzado a estudiar las características más de safiantes de nuestra economía global al examinar los salones de transacciones o “parqués” (Zaloom, 2006), a los corredores de bolsa japoneses (Miyazaki, 2013), los banqueros islámicos (Maurer, 2005) y otros instrumentos y actores en el ámbito de las finanzas internacionales. En ello se suman a los debates en el pujante campo de los estudios sociológicos de objetos, inaugurado por Michel Callon y Bruno Latour. En el presente capítulo retomo a Émile Durkheim y cuestiono cómo podría guiarnos en el estudio antropológico de la economía de hoy para ayudarnos a de sarrollar una visión cultural de nuestra época de financiarización intensa.

 

El mercado

Comienzo por mencionar la función fundamental que tiene el mercado como hecho cultural en nuestra vida actual en los Estados Unidos, función sobre la que aún se ha teorizado poco. Una venerable línea de antropólogos, desde Karl Polanyi hasta Marshall Sahlins, nos ha alertado que el mercado es una característica central del imaginario social burgués. De igual modo, estudiosos destacados como Keith Hart (2000) y Timothy Mitchell (1998) nos han advertido sobre las características específicas, constituidas históricamente, de abstracciones tales como la economía y el mercado mediante las disciplinas de economía y teoría social moderna. Y aun así su función en nuestra vida sigue siendo subestimada.

En la actualidad, el mercado es un hecho social durkheimiano masivo. En su clásico estudio Las formas elementales de la vida religiosa (1995 [1912]), Durkheim buscó cimentar las ideas de Kant sobre la fuente del imperativo categórico a partir de la relectura brillante que hizo de las innovadoras etnografías de Spencer y Gillen sobre los aborígenes australianos. Su argumento principal es impresionante por su simplicidad. Afirmó que lo que estos aborígenes experimentaban, celebraban y simbolizaban como sagrado no era otra cosa que la fuerza externalizada de la sociedad operando en su vida moral interna. En otras palabras, lo que cada aborigen experimentaba como moral, regulador, maravilloso, vinculante y significativo en su persona se exteriorizaba e hipostasiaba como sagrado. Durkheim generalizó esta perspectiva como explicación de la presencia de cierta noción de divinidad trascendente observada en todas las sociedades humanas. Este argumento continúa siendo el más radicalmente secularizador de los tiempos modernos, más aún que los de Marx, Nietzche y Freud, todos ellos grandes desmistificadores de lo sagrado.

Durkheim luego releyó una serie de prácticas, creencias y símbolos específicos en las etnografías de Spencer y Gillen para demostrar que eran todas pruebas para su argumentación sobre el totemismo, y los rituales y objetos religiosos aborígenes (como el famoso churinga). Este no es lugar apropiado para discutir los numerosos debates posteriores sobre las lecturas o malas interpretaciones de Durkheim sobre las etnografías de Australia que tenía a disposición, ni para detenernos en la enorme deuda que muchos de los principales antropólogos tienen con él, incluidos Claude Lévi-Strauss, Bourdieu y Sahlins, para dar sólo tres nombres.

Podríamos realizar la operación paralela sobre el mercado actual, con el único reajuste necesario de reemplazar la idea de sociedad por la de mercado. Es decir, nuestro mundo sagrado no es, en su mayor parte, otra cosa que la realidad de nuestros seres sociales exteriorizados en la abstracción del mercado. Por tanto, planteado en términos más precisos, dado que lo sagrado como tal (en sus formas religiosas organizadas y explícitas) es un nicho demográfico en nuestra propia sociedad, la mistificación real es la externalización de lo social en la imagen, ya no de la sociedad, sino del mercado. De este modo, este adquiere la autoridad y prioridad lógica de algo dentro nuestro que experimentamos como fuente de orden trascendente, moral y ética en nuestra vida. Esto no ocurre, claro está, por conversión o convicción repentina, sino mediante la fuerza reproductiva constante de una serie de prácticas, creencias, rituales y símbolos, incorporados en una cosmología que presta una convicción constante a algo que es real pero no está abierto por completo al examen consciente, es decir, un equivalente exacto de lo que era la sociedad para Durkheim. Si él hubiera realizado una investigación etnográfica en los Estados Unidos contemporáneos, habría concluido que lo sagrado no es otra cosa que el mercado, externalizado como corresponde. Para que este argumento se sostenga –el diablo se esconde en los detalles, después de todo–, debemos examinar al menos algunas de nuestras prácticas y convicciones cotidianas con el fin de evaluar esta afirmación. No haré ese análisis considerando al mercado como un todo, sino a ese aspecto suyo que se cristaliza en el término “financiarización”.

Resulta imperioso hacer una salvedad. No sostengo que hoy estemos más dominados por grandes intereses económicos, aunque eso sea verdad. Tampoco estoy haciendo mero eco de la comprensión marxista, tan bien de sarrollada, que sostiene que el pensamiento burgués es un reflejo ideológico del capitalismo moderno, aunque también sea verdad. Tampoco es que esté sólo quejándome de la avaricia, el materialismo y la obsesión por la riqueza de tantos estadounidenses en nuestro tiempo, aunque también sea una observación legítima. Ni tampoco simplemente quejándome del desprecio cínico del sector financiero por la gente común, aunque eso también sea evidente. Busco algo más fundamental, más elusivo y con mayores consecuencias.

 

La materialidad financiera

Una sencilla definición intercultural de religión podría indicar que se trata de un conjunto de significados y prácticas mediante el cual volvemos visible y manejable para los intereses humanos el mundo invisible. Así como en cada cultura varía lo que se entiende por “invisible”, lo mismo ocurre con las religiones que surgen a partir de esas nociones de invisibilidad. Una gran medida de lo que hoy nos esforzamos por hacer visible y manejable del mundo invisible está asociado con el costado financiero de nuestra vida como seres de mercado. Planteemos algunas formas básicas de esa mediación. Comencemos con el plástico. Entre las tarjetas que casi todos llevamos en la billetera o cartera suele haber una de crédito o débito, una para extraer dinero del cajero automático y una o más tarjetas de alguna tienda en particular. Muchos llevamos varias más. Estos objetos plásticos son fundamentales para nuestra subsistencia. No solemos conocer la letra chica asociada con la mayoría de las tarjetas, pero las tomamos en serio porque a menudo son lo que nos permite acceder al 95% de nuestra vida material. Moriríamos sin ellas. A continuación presento una breve aproximación a la importancia que tiene el plástico en los Estados Unidos de hoy.

Tomemos un solo número: US$ 793 100 millones, la deuda rotativa total de los Estados Unidos (de la cual el 98% corresponde a deudas de tarjetas de crédito) a mayo de 2011 (Simon, 2011). Esta cifra sorprendente debería obligarnos a reflexionar. Mide una dimensión de mi punto de vista durkheimiano que considera al mercado como un hecho social colectivo en los Estados Unidos de hoy. El actual producto bruto interno (PBI) del país es de US$ 14 billones. Es decir, uno de cada dos mil dólares estadounidenses está en alguna forma de deuda de consumo circulante. Tal vez la proporción parezca pequeña, pero tomemos otro número. Observemos la deuda de consumo total, en contrapartida a la deuda rotativa que ronda los dos billones y medio (US$ 2.430.000.000.000), un 15% del PBI. Y veamos un último número, el coeficiente de servicio de la deuda por hogar, que es la razón entre nuestros pagos de servicio de deuda y nuestros ingresos personales disponibles: para los inquilinos es cerca del 25% y para quienes tienen hipotecas, de aproximadamente 15%.

¿Qué significan estos números para nuestro enfoque neodurkheimiano? Si escogemos el punto medio entre los pagos de servicio de deuda para los inquilinos y los que tienen hipotecas y lo consideramos un 20%, un quinto de lo que ganamos se gasta en deudas de tarjetas de algún tipo. No me preocupa directamente el costado político-económico de este estado de la cuestión, las horrendas implicaciones de ser una economía impulsada por la deuda o de la conexión entre este hecho y las estadísticas de empleo actuales y la recesión como un todo. En cambio, me interesa señalar que el mundo del plástico está atado a nuestros medios diarios de reproducción en la vida cotidiana; que las implicaciones más amplias de nuestros problemas colectivos son, en buena medida, desconocidas y no las vemos; que los medios de esa forma de reproducción son problemáticamente mágicos y, sobre todo, que esas formas precarias de vida cotidiana impulsada por la deuda resultan un sinsentido para el consumidor estadounidense. Los mecanismos para esta naturalización se abordarán más adelante en el presente capítulo.

Por otra parte, consideremos las acciones en la Bolsa de valores. En buena medida, hemos olvidado qué forma extraña y abstracta de valuación colectiva se encuentra congelada y mistificada en nuestro mercado de valores actual. Las acciones de las compañías son una forma peculiar de riqueza, cuyo valor se mide por indicadores poco confiables como las ratios de precio-ingresos. En realidad, los precios de las acciones suelen ser un fenómeno que la propia Bolsa se encarga de que cumpla. El mercado de valores no es un mercado de productos que tienen un valor real en otra esfera, sino que, de hecho, es la fuente de valor de las acciones y resulta constantemente volátil debido al accionar de los compradores, vendedores, operadores, agentes y otros, que se basan en criterios que son intrínsecamente opacos. El valor de las acciones y conceptos como “subvaloración”, que es el principio perdurable de los inversores de “valor” como Warren Buffet, es algo muy misterioso por numerosas razones, pero particularmente porque las acciones miden un metavalor o, si se quiere, el precio de un valor que es, en sí mismo, una abstracción. Esto no tendría importancia si una gran cantidad de estadounidenses no estuvieran atados al mercado de valores, ya sea como pensionistas, pequeños inversores, operadores de posiciones diarias o empleados de empresas cuyas políticas se ven impulsadas por las valuaciones de la Bolsa y por varias otras organizaciones especulativas dependientes del mercado (como los fondos especulativos) que influencian de manera regular los precios de las acciones con sus propias acciones o inacciones.

Desde una perspectiva durkheimiana, el mercado de valores podría ser visto como una vasta serie de agrupamientos totémicos, que se organizan en diversos conjuntos, clasificaciones y series como acciones de compañías de gran futuro, de empresas dedicadas a la tecnología, de mercados emergentes y demás, cada una asociada a diferentes creencias y cultos con sus fortalezas y debilidades. Esta argumentación sobre las acciones puede extenderse a otros instrumentos, como los bonos, aunque el acceso relativamente limitado de los inversores comunes a la compra y venta de bonos los convierte en un interés más especializado. Sin embargo, en términos puramente cuantitativos, los bonos representan un mercado muy superior al de las acciones. La analogía totémica postulada no es menor. Con el paso del tiempo, las categorías de las acciones se descomponen y se convierten en los nombres, es decir, en una lista de nombres de determinadas empresas, cada una presidida, según la conveniencia del funcionamiento del mercado de valores, por diferentes categorías de analistas y agentes que se especializan en industrias específicas. La serialización y clasificación infinita de las acciones es un tema que retomaré más adelante.

Consideremos también las hipotecas, en particular las de vivienda. La extrañeza de esta forma de materialidad financiera mediada ha cobrado notoriedad pública debido a la crisis de 2008, en la que nuevas formas de derivados hipotecarios agrupados cumplieron un papel fundamental en el colapso del mercado, cuyos efectos siguen aún vigentes. Incluso la más simple de las hipotecas es un misterio. Es un instrumento para volverse “propietario” de una vivienda, pero sólo se es dueño de una hipoteca, no de la casa, excepto al final de un largo horizonte de amortización, que resulta un mecanismo en cierto modo misterioso. Mientras tanto, el dueño de la hipoteca lleva la carga del costo de esta particular especie de copropiedad en forma de intereses, que, en esencia, constituyen la ganancia del banco. Es debido al esfuerzo por evacuar los intereses de capital y los de alta carga inicial que en la última década se han producido las categorías más tóxicas de malos créditos hipotecarios de la historia de los Estados Unidos.

La propia amortización es un mecanismo enigmático para repagar las deudas generadas por préstamos durante un largo período (con cantidades variables de capital e intereses que se combinan a lo largo del tiempo para devolver el préstamo). El hecho de que la amortización haya pasado a formar parte del sentido común de cualquier propietario es prueba de hasta qué punto se han naturalizado las lógicas abstractas del capitalismo financiero actual. Los préstamos hipotecarios son una parte esencial de la vida material de los objetos financieros en los Estados Unidos, pues se valen de un elemento mítico en la cosmología contemporánea del capitalismo: tener la casa “propia” es visto como indicador de adultez y seguridad financiera. Se supone que todos los precios inmobiliarios suben y, aunque lo que uno posee sea un pedazo de papel, nos hacen creer que somos propietarios de una casa. La extraña materialidad de la vivienda estadounidense basada en el sistema hipotecario surge de que, si bien su forma material visible es bastante fija, firme e indivisible, su forma financiera, la hipoteca, está estructurada para que los especuladores puedan dividirla, recombinarla, venderla y apalancarla al infinito, de una manera que es tanto misteriosa como tóxica.

Tomemos otro elemento fundamental del estilo de vida promedio de los Estados Unidos, parte del “sueño americano”: la pensión jubilatoria. La jubilación es una forma bastante legible de la seguridad social, que en otras sociedades es dada por la familia y el clan, quienes aseguran protección a largo plazo contra la vejez, las enfermedades y la pobreza inesperada. En el mundo industrial avanzado, esta protección se transformó de manera gradual en un elemento común de los acuerdos salariales y presenta variaciones considerables en los distintos planes jubilatorios corporativos y privados, que ofrecen enormes diferencias en beneficios y cuestiones impositivas. El instrumento principal en que los beneficios visibles y comprensibles de las pensiones, en especial en los Estados Unidos, quedan atados a los misterios invisibles del mercado financiero mayor son los fondos de pensiones a gran escala, cuyos activos están conectados de manera sustancial a la Bolsa de valores así como a otros instrumentos que poseen diversos potenciales de riesgo y rendimiento. Se trata de un proceso gradual de abstracción y mistificación, en que la realidad medible y visible del recibo de sueldo (en el que figura claramente la retención de aportes jubilatorios) es un punto de inicio hacia la estratósfera financiera. Una vez más, lo visible se encuentra con lo invisible mediante una serie de pasos de desmaterialización.

Por último, la fuente más importante de mistificación materializada en el mercado financiero es el mundo de los seguros, que también posee sus raíces cotidianas en los esfuerzos de los individuos comunes para protegerse contra riesgos de la vida normal, como las enfermedades, la pérdida de empleo y la muerte, y cubrirse en caso de daños contra la propiedad. La industria de seguros en los Estados Unidos –que comparte las raíces de todos los sistemas aseguradores modernos: la interrelación histórica de probabilidad estadística, el comercio entre océanos y las apuestas– hoy en día extiende sus tentáculos a cada resquicio de la vida de cualquier estadounidense, de la salud a la vivienda e incluso llega a la educación de nuestros hijos, los de sastres naturales y cualquier contingencia imaginable. Además, como observamos en la reciente crisis financiera, la responsabilidad con respecto a la larga cadena de transacciones con derivados permitidas por los préstamos hipotecarios tóxicos cayó sobre el mayor gigante de las aseguradoras, AIG. Así, las grandes aseguradoras no significaron una cobertura contra el riesgo para el hombre de a pie. En cambio, fueron garantes de aquellos que se comportaron con mayor irresponsabilidad en cuanto al dinero de otros. Para nuestros propósitos, lo interesante de la función de los seguros en la financiarización de la vida cotidiana y los misterios materiales del culto al mercado es la transformación del riesgo en una mercancía especulativa, en oposición al riesgo como algo que abre la posibilidad de lucro por la distancia entre las expectativas y los resultados reales. Sobre todo, los seguros son el lugar principal para la técnica central de las finanzas modernas: el cálcu lo de probabilidades. Retomaré este punto en mis conclusiones.

Hacer negocios con palabras
A partir de un análisis revelador y original de las fallas del lenguaje, Appadurai desnuda la lógica del mercado –y el desastre– financiero, al tiempo que repiensa el lazo social y las salidas políticas que podrían ensayarse.
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 07/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-987-629-742-4
Disponible en: Libro de bolsillo
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