viernes 29 de marzo de 2024
Cursos de periodismo

«Libertad de palabra», de Timothy Garton Ash

La libertad de expresión nunca ha tenido tantas oportunidades como en la actualidad: gracias a internet, todos podemos propagar cualquier idea y alcanzar una audiencia potencialmente millonaria. Pero tampoco ha sido nunca tan fácil expandir los males de la expresión ilimitada: intimidaciones, graves violaciones de la privacidad o difusión de falsedades e incitaciones al odio que pronto adquieren un carácter viral.

Timothy Garton Ash, experto conocedor de las dictaduras y la disidencia política, argumenta en estas páginas que, en nuestro mundo conectado —la nueva Cosmópolis—, la combinación de libertad y diversidad implica disponer de más y mejor libertad de palabra. En un planeta dominado por las divisiones culturales, ¿cómo encontrar formas civilizadas de estar en desacuerdo? Garton Ash dirige un proyecto global online —freespeechdebate.com—, en el que invita a reflexionar sobre los conflictos relativos a la libertad de palabra: desde la censura orwelliana en China hasta la controversia acerca de las caricaturas de Mahoma en Charlie-Hebdo; desde la detención de periodistas incómodos con el poder o la persecución de los activistas pro derechos humanos hasta los riesgos que conlleva el imperio de las grandes empresas tecnológicas.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

¿Ofendido? ¿Qué daño hace eso?

¿Por dónde empezar? El filósofo del derecho Joel Feinberg es autor de una explicación magistral de las justificaciones para limitar la libertad mediante el derecho penal. Aunque sus propósitos eran a la vez más generales y más específicos que los míos, Feinberg ofrece un marco útil para pensar las justificaciones para restringir la libertad de expresión por cualquier medio, desde la ley más dura hasta la norma más blanda. Sus cuatro justificaciones, a cada una de las cuales dedica un volumen entero, son: daño a los demás, ofensa a los demás, daño a uno mismo y perjuicio inocuo. Feinberg describe los intentos de evitar los dos últimos como paternalismo y moralismo jurídicos. En el paternalismo jurídico, el Estado, como hace un padre con sus hijos, trata de evitar que sus súbditos se hagan daño a sí mismos. En el moralismo jurídico, el Estado usa la ley para hacer valer lo que considera una moral auténtica.

Ahora bien: en Occidente, por lo general, los debates contemporáneos liberales en torno a la libertad de expresión se centran, como haré yo, en las dos primeras categorías de Feinberg: el daño a los demás y la ofensa. Pero importa recordar que en buena parte de la historia occidental, tanto el paternalismo como el moralismo desempeñaron un papel decisivo en la limitación de la libertad de expresión (y en gran parte del mundo aún siguen haciéndolo). La actitud de muchos regímenes autoritarios, y de todos los totalitarios, es intrínsecamente paternalista. El Estado les dice a sus ciudadanos: nosotros sabemos mejor lo que es mejor para ustedes. Los trata como niños, no como los adultos ilustrados de Kant. El planteamiento de los estados identificados con una única religión o código moral dominantes, que encontramos en su forma más radical en las teocracias, también es moralista. Afirma esto: no puedes expresar eso, ni ver ni oír cómo se expresa esa idea, porque es contrario a la moralidad auténtica, tal y como la define nuestra interpretación de la sharía, o la Biblia, o un librito verde o rojo, o aquello que se reconozca como fuente de moralidad pública.

Nos olvidamos en nuestro perjuicio de lo mucho que, hasta hace bien poco, se aceptaban ambos acercamientos en las sociedades occidentales. En 1959, un influyente juez británico, lord (Patrick) Devlin, alegaba que una función adecuada del derecho era, como rezaba el título de su libro, La imposición de la moral. Una sociedad organizada estaría justificada si prohibiese la inmoralidad sexual privada (categoría en la cual Devlin incluía los actos homosexuales) en caso de pensar que su integridad estaba en peligro. Aún en 1962, un lord con atribuciones judiciales británico podía citar favorablemente una famosa sentencia de 1774: «los principios de nuestras leyes prohíben todo aquello que sea contra bonos mores et decorum, y la Corte Real, como censor general y guardián de la moral pública, lo ha de limitar y castigar». (Nótese el uso positivo de la palabra «censor».) En el Occidente de principios del siglo xxi, encontramos tanto rastros de ese paternalismo y ese moralismo como nuevas versiones de ellos. El artículo 10 del Convenio Europeo aún hace referencia a la «moral» y, como veremos, la legislación europea sobre el lenguaje del odio se desvía en ocasiones hacia territorios paternalistas, o maternalistas. Por otro lado, cuando la corriente liberal dominante en Occidente entra en contacto con el resto del mundo, las ideas sobre el rol paternalista del Estado (como en China) o sobre la imposición de la moral (como en Arabia Saudí) son centrales en las desavenencias resultantes.

De todos modos, la mayor parte de los principales debates occidentales contemporáneos sobre la libertad de expresión pueden formularse en términos de daño y ofensa. (A menos que indique lo contrario, han de sobreentenderse las palabras «a los demás» cada vez que use el término «daño». Feinberg también dice «ofensa a los demás», pero ¿de verdad puede uno ofenderse a sí mismo? El potencial cómico parece considerable.) En la formulación original de John Stuart Mill, el «principio del daño» afirma que «el único motivo por el que cabe ejercer legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para impedir el daño a otros».

Muchos liberales contemporáneos desean trazar la línea aquí. No debe limitarse la libertad de expresión, dicen, basándose en la mera ofensa. Nadie tiene derecho a no ser ofendido. Pero, como Feinberg señala, algunos liberales modernos serios, entre ellos el propio Mill, cruzan de hecho esa línea, en apariencia clara, y conceden cierta validez a las limitaciones basadas en que algo sea ofensivo en lugar de abiertamente dañino. Por ejemplo, al considerar la obscenidad y la censura cinematográfica, una comisión británica presidida por el filósofo liberal Bernard Williams justificó explícitamente sus propuestas de restricciones basándose no en el daño, como Mill, sino en «el carácter ofensivo» (aunque, como veremos, la comisión de Williams usaba el término en un sentido muy específico y restringido). Como mínimo, para dar cuenta de todo el espectro argumental tenemos que ocuparnos tanto del daño como de la ofensa.

Pero ¿qué es dañino? Y ¿qué es ofensivo? De inmediato empiezan las dificultades. Tomemos el daño máximo: poner fin antinatural a una vida humana. ¿Quién discreparía de la proposición de que las palabras que conducen al asesinato no deben permitirse? Pero ¿cómo saber qué palabras «conducen» al asesinato? Todo depende del contexto. Las mismas palabras o imágenes pueden resultar inofensivas en un contexto y fatales en otro. En consecuencia, hemos de fijarnos en el momento, el modo, el lugar y el medio de expresión, ejercicio que se complica significativamente por el hecho de que internet repliega el tiempo y el espacio.

Cuando yo era niño, hacía que a veces mi madre exclamase desesperada: «Le pegaría un tiro». Oí ese giro el otro día en Radio 4 de la BBC, cuando la voz de una mujer mayor afirmó: «Creo que habría que pegarles un tiro». Nadie en su sano juicio pensaría que esas anticuadas damas inglesas hablaban en serio. El periódico británico The Guardian publicó una entradilla en primera página que decía «Charlie Brooker: ejecuta a Simon Cowell y regala cruasanes». Charlie Brooker es un conocido escritor satírico y esta incitación a matar a Cowell, popular empresario musical, era obviamente un chiste. Pero cuando el dictador libio Muamar el Gadafi amenazó con «limpiar la ciudad de Bengasi […] callejón a callejón», todos sabían que aquello no era ningún chiste.

El contexto lo es todo. Constantemente se cita la observación de Oliver Wendell Holmes de que no se debe gritar con libertad «¡Fuego!» en un teatro abarrotado cuando no hay fuego. El ejemplo que da John Stuart Mill es mejor. «La opinión de que los tratantes de maíz matan de hambre a los pobres», escribe, «o de que la propiedad privada es un robo debería poder expresarse con libertad cuando sólo se divulga en la prensa, pero puede merecer un justo castigo cuando se expresa oralmente ante una agitada multitud congregada frente a la casa de un tratante de maíz o cuando se exhibe ante la misma multitud por medio de una pancarta.»

Y esto es sólo el principio. «Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me pueden lastimar», afirma un proverbio inglés. Tomado literalmente, como aseveración descriptiva, es claramente falso. Las palabras, las imágenes y otros modos de expresión pueden hacer daño, a veces más que una mera agresión física. Un destacado experto universitario en la libertad de expresión, Frederick Schauer, ofrece un buen ejemplo personal. «Unos comentarios desdeñosos sobre mi trabajo realizados por un experto respetado en todo el mundo», escribe, «me harían más daño que el que se me infligiría si esa misma persona me diese una patada, o incluso si me rompiese un brazo.» En este caso, el daño afectaría a su reputación —esto es, a cómo lo ven los otros— y en consecuencia sería, en cierto sentido, objetivo. Pero también habría un componente subjetivo: Schauer se sentiría mal y, en el peor de los casos, podría perder la confianza necesaria para proseguir su trabajo.

Lo que parecen líneas claras entre lo físico y lo psicológico, lo objetivo y lo subjetivo, resultan fluidas y discutibles. En un extremo, algunos escritores alegan que las palabras e imágenes no sólo incitan a actos dañinos, sino que son ese tipo de actos. Por ejemplo, la filósofa feminista Catherine MacKinnon escribió estas conocidas palabras: «La pornografía es material de masturbación. Se usa como sexo. Por tanto, es sexo». Más abajo en el mismo libro, se refiere al «lenguaje que es sexo». Richard Delgado y Jean Stefancic han defendido que el lenguaje del odio racista provoca daños tanto físicos como psicológicos. «Los daños inmediatos a corto plazo de la incitación al odio», escriben, «comprenden aceleración de la respiración, dolor de cabeza, aumento de la presión sanguínea, mareos, aumento del número de pulsaciones, ingesta de drogas, comportamiento temerario e incluso suicidio.» Por más endebles que puedan ser las pruebas médicas de estas generalizaciones, pocos negarían la existencia de daños psicológicos y la posible seriedad de los mismos.

Por su parte, la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo nos lleva a la zona fronteriza entre el daño y la ofensa. Jeremy Waldron argumenta que el derecho ha de proteger la dignidad de las personas, pero que no ha de protegerlas de la ofensa. Sugiere que la dignidad concierne a «los aspectos objetivos o sociales de la posición de una persona en la sociedad», mientras la ofensa concierne a «los aspectos subjetivos de los sentimientos, entre ellos el dolor, la conmoción y la ira». «La ofensa», dice, «es una reacción intrínsecamente subjetiva.»

Pero ¿y si uno opta por sostener, como hicieron Nelson Mandela y muchos afroamericanos dignos del siglo pasado, que los que verdaderamente se degradan no son los que padecen abusos racistas sino los que los cometen? ¿Tenemos que decir «No: objetivamente, camarada Mandela, su dignidad ha quedado degradada, aunque usted sostenga lo contrario. ¿Quién es usted para decir si ha conservado su dignidad?»? A principios de la década de 1960, el escritor afroamericano James Baldwin insistía con orgullo: «Aquel que humilla a otros se está humillando a sí mismo. No es una afirmación mística sino la más realista, como demuestran los ojos de cualquier comisario de Alabama; y no me gustaría ver que los negros llegan nunca a una condición tan miserable» (la cursiva es suya). Definir los daños a la dignidad como objetivos, sin tener en cuenta la opinión subjetiva del receptor, quizá sea en realidad arrebatarle a la gente la más irreductible dignidad humana: la de tomar la decisión soberana de cómo concebir su propia situación.

Dicho esto, es cierto que el tránsito desde el daño hasta la ofensa implica claramente un elemento creciente de subjetividad. Pero aquí también hay grados importantes. En un pasaje quizá involuntariamente desternillante de Offense to Others [Ofensa a los demás], Joel Feinberg idea treinta y un relatos de cosas más o menos ofensivas a las que el pasajero de un autobús podría tener que enfrentarse. En el relato 6, por ejemplo, vemos a un grupo de pasajeros tomando un almuerzo «que consiste en insectos vivos, cabezas de pescado y escabeche de órganos sexuales de cordero, ternera y cerdo, cubiertos de ajo y cebolla». En el relato 7, los mismos comensales practican «la gula a la manera de los antiguos romanos, atracándose hasta la saciedad y vomitando después sobre el mantel. Su práctica, sin embargo, aporta una novedosa variación de la costumbre antigua: se comen sus vómitos y los de los demás junto con la comida restante». El relato 8 se describe recatadamente como «una secuela coprofágica del relato 7». (Coprofagia significa «ingestión de excrementos».) En cuanto al sexo, los sucesos del Expreso Feinberg comprenden profusión de tocamientos y caricias (relato 15), alguien con una camiseta que representa a Jesús y María copulando entre sí (relato 19), dos lesbianas realizando un cunnilingus (relato 22) y sexo oral entre una pasajera y su perro (relato 23). ¿Quién dijo que la filosofía del derecho era aburrida?

La seria pretensión de Feinberg es demostrar que hay muchas formas de ofender y de sentirse ofendido. Que la ofensa sea o no intencional es importante. También lo es que la persona ofendida no pueda evitar con facilidad el ver, oír u oler aquello que considera ofensivo (de ahí que haya escogido el escenario del autobús) o que se haya puesto voluntariamente, por así decirlo, en el camino de la ofensa. Feinberg quiere añadir un «principio de ofensa» al principio del daño de Mill, justificando algunas restricciones en el derecho penal; pero lo ofensivo ha de ser deliberado, significativo y no razonablemente evitable.

Al examinar la obscenidad y la censura cinematográfica, la comisión británica presidida por Bernard Williams añadió otra salvedad importante. Las modalidades de lo ofensivo que le concernían —definidas con tacto como representar, tratar o estar relacionado con «la violencia, la crueldad o el horror, o funciones sexuales, fecales o urinarias, o los órganos genitales»— debían limitarse sólo si la disponibilidad ilimitada de tal material resultase «ofensiva para la gente razonable».

Por supuesto, esta última expresión, conocida en la filosofía y el derecho, suscita la pregunta de quién es una persona razonable, qué es lo que ella o él encontraría ofensivo, y por qué una jueza o un censor de películas está capacitado para decidirlo. Y en cosmópolis una expresión como «las normas de la comunidad contemporánea» suscita la pregunta de a cuál de las múltiples comunidades interconectadas nos estamos refiriendo. Con todo, la cuidadosa norma de Williams, que contempla un mínimo de restricciones, está muy lejos del acto puramente subjetivo de declarar «Estoy ofendido», que es lo que más preocupa a los defensores de la libertad de expresión cuando trazan la frontera en «ofensa». Ese «sentirse ofendido» es, como escribe Frank Furedi, «una respuesta privada, subjetiva y arbitraria a un sentimiento de dolor por parte de un individuo». Si uno legitima eso como justificación para limitar la libertad de expresión, lo que hace —llevándolo a su conclusión lógica— es darle a todo el mundo el derecho a ejercer el veto con tan sólo pronunciar las palabras «Estoy ofendido», como sucedía con los nobles polacos del siglo xvii, cada uno de los cuales podía bloquear una propuesta de ley con sólo pronunciar las palabras «Liberum veto!».

La mayor parte de los vetos de hoy en día adoptan la forma de protesta por una supuesta ofensa a una identidad de grupo. Junto a lo que Kamila Shamsie ha denominado el Musulmán Ofendido, está la Mujer Ofendida, el Hindú Ofendido, el Homosexual Ofendido, la Persona de Color Ofendida, el [rellénese con la nacionalidad, religión o grupo étnico de su preferencia] Ofendido y, no nos lo olvidemos, el Liberal Ofendido.68 La lógica es la misma: la legitimación, con consecuencias negativas para otros, del sentimiento puramente subjetivo de haber sido ofendido. Así, una lista cada vez más larga de términos e imágenes puede prohibirse porque podría resultar ofensiva para alguien. En su novela La mancha humana, Philip Roth retrata el descalabro vital de un profesor universitario por preguntar de pasada, acerca de dos alumnos que nunca asisten a su clase: «¿Existen o son fantasmas?». Además de significar «fantasmas», la palabra inglesa empleada, spook, puede ser un término ofensivo para referirse a los negros estadounidenses, que resulta ser el caso de los dos alumnos, a quienes el protagonista nunca ha visto. En la vida real, el actor Benedict Cumberbatch sintió la necesidad de deshacerse en disculpas por emplear la expresión «de color» en la televisión de Estados Unidos, aun cuando, lejos de pretender insultar a la gente de color, su único objetivo era expresar su preocupación por que a pocos actores no blancos se les ofreciesen papeles prominentes en el teatro.

Hay al menos dos razones, que se respaldan mutuamente, para rechazar los límites a la libertad de expresión basados en tales ofensas puramente subjetivas. La primera es una cuestión de, por así decirlo, psicología moral: ¿queremos ser la clase de seres humanos que están habitualmente a la espera de sentirse ofendidos, y que nuestros hijos se eduquen y socialicen de ese modo? ¿Queremos que nuestros niños aprendan a ser adultos o que nuestros adultos sean tratados como niños? ¿Debe ser nuestro modelo de conducta el activista susceptible que constantemente grita «Estoy ofendido»? ¿O deben serlo más bien Mandela, Baldwin o Gandhi, quienes dicen, de hecho, «aunque lo que veo escrito o descrito es terriblemente ofensivo, considero que mi dignidad se rebaja si me siento ofendido. Son los que me maltratan los que se están rebajando»? «Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me pueden lastimar» se convierte entonces no en una descripción claramente falsa de la realidad, sino en un precepto para la fortaleza.

Hay una objeción obvia a lo anterior, a la que me enfrentaré sin rodeos: «Es fácil para usted, un profesor de Oxford de raza blanca, de mediana edad, varón, que vive holgadamente y que, por tanto, es miembro de un grupo privilegiado y seguro, decir esto. Si fuese pobre/negro/lesbiana/musulmán, se sentiría de modo distinto. No tiene ningún derecho a hablar por esas minorías vulnerables». Para lo cual hay varias respuestas. Si todo el mundo tiene derecho sólo a hablar sobre su propia experiencia, o la de su grupo, toda conversación más general se torna imposible. Es más, esta objeción es una metaversión del subjetivo veto de ofensa basado en la identidad. Dice así: «¡Me ofende que tú —precisamente tú, entre todas las personas— cuestiones mi derecho a sentirme ofendido!». (Pero entonces, con tu propio criterio, ¿cómo te atreves a decirme lo fácil que es ser yo? ¿Qué sabrás tú del sufrimiento íntimo del hombre occidental blanco de mediana edad?) En fin, lo que estoy discutiendo aquí no es una sentencia, y mucho menos un decreto. Es una propuesta que presento para poder debatir y discrepar. Por otro lado, los ejemplos de dignidad más inspiradores no proceden de la mayoría dominante y segura, sino de los oprimidos que rechazaron la opresión.

Una razón adicional para rechazar los límites basados en un sentirse ofendido puramente subjetivo es que ahora vivimos en cosmópolis, y en cosmópolis no vamos a poder evitar toparnos con cosas que a algunos nos ofendan. En una ciudad global como Toronto o Londres, necesariamente coexisten codo con codo modos de vida distintos y a veces ofensivos los unos para los otros. Puede que un autobús urbano nocturno no despliegue el barroco abanico de conductas del Expreso Feinberg, pero cobijará algunas que el proverbial ciudadano razonable de la expresión inglesa «el hombre del ómnibus a Clapham» encontraría extremadamente ofensivas.

Esto, desde luego, es aún más cierto en internet. La columnista británica Suzanne Moore encontró —en la Red, claro— la imagen de un gato sentado frente a la pantalla de un ordenador. El pie de foto reza: «Dios mío. Me han ofendido. Y de todos los sitios posibles, precisamente en los internets». (Los internets, me aseguran fuentes fiables, significa «internet» en idioma gatuno.) En especial con la preponderancia de la publicación anónima, internet se ha convertido en una antología global de lo ofensivo.

Resulta tentador sugerir que la naturaleza de internet vuelve completamente impracticable controlar la diseminación de lo ofensivo, pero sería inexacto. Si algo es considerado inaceptable por casi todos, en todos los países y culturas, la colaboración internacional de poderes públicos y privados puede evitar la mayor parte del tiempo que la mayoría de la gente esté expuesta a ello. El mejor ejemplo lo constituyen las formas extremas, pedófilas, de pornografía infantil. Unos ciento cuarenta estados (incluido el Vaticano) han suscrito la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU y la mayoría de los gobiernos toman al menos algunas medidas contra esta inmundicia. La Convención sobre la Ciberdelincuencia del Consejo de Europa, que tiene una sección sobre «ofensas relativas al contenido» dedicada en su totalidad a la pornografía infantil, ha sido suscrita o ratificada no sólo por todos los miembros del Consejo de Europa, sino por otros once estados, entre ellos Australia, Japón, Panamá y Sri Lanka. Es significativo que ésta sea una de las áreas principales en las que Google activa y filtra de manera voluntaria sus propios resultados de búsqueda y colabora con las fuerzas del orden para encontrar a los pedófilos, por ejemplo, usando análisis fotográfico avanzado para identificar su posible ubicación y rastreando pornografía infantil en el correo electrónico.75 Ciertas empresas de telefonía móvil llegan al borde mismo de la legalidad (si no lo sobrepasan) para ayudar a las autoridades a encontrar pedófilos.

Pero la pornografía infantil es la excepción que confirma la regla: es una de las poquísimas cosas que casi todos concuerdan que no debe permitirse en internet. Y, al fin y al cabo, no es que sea meramente ofensiva para la gente razonable, sino que es la puerta hacia un daño atroz: el abuso sexual de niños. Pero incluso así, incluso con una condena casi universal, impuesta por la colaboración activa de los poderes públicos y privados, una parte de la ponzoña aún se abre paso, debido sobre todo a que sus proveedores huyen a la denominada red oscura.

Ante esta nueva realidad, hay, en términos generales, tres vías alternativas que podemos seguir. Una es que cada Gobierno intente imponer sus propios límites a lo que considera ofensivo dentro de sus fronteras. Como hemos visto, la práctica en internet se ha movido en esta dirección desde sus ciberlibertarios comienzos californianos. Incluso en Estados Unidos, algunos quieren que su Gobierno y tribunales hagan más por controlar la «Red ofensiva». Por ejemplo, el filósofo del derecho Brian Leiter ha argumentado que Google debe rendir cuentas en Estados Unidos por el material sobre las personas de índole extremadamente indiscreta o degradante que aparezca en los resultados de sus búsquedas. Pero para llevar a cabo este planteamiento con total consistencia, habría que erigir un Gran Cortafuegos en América, Francia o Australia, y un enorme aparato de vigilancia en su interior. Las dificultades prácticas, así como los efectos inhibidores y la invasión de la intimidad (en nombre de la defensa de la intimidad) sugieren que tales esfuerzos legales nacionales deben concentrarse en los que son claramente daños y no en la categoría, borrosa y a menudo subjetiva, de lo ofensivo.

Una segunda opción es que internet siga siendo relativamente libre y, en consecuencia, indudablemente ofensiva, y que los individuos y los grupos continúen sintiéndose ofendidos a diestra y siniestra. Es la receta para un mundo con muy malas pulgas y, en algunos sitios, para conflictos violentos. Recordemos que se produjeron protestas violentas en varios países en los que el vídeo de YouTube La inocencia de los musulmanes ya había sido bloqueado. Los manifestantes reaccionaban ante la mezcla de hechos y rumores que apuntaban a que el vídeo seguía disponible en línea en América y Europa. En este sentido, ya se ha demostrado que la opción de los cortafuegos nacionales resulta ineficaz.

La tercera alternativa es que aceptemos que tendremos que convivir con niveles de ofensa algo más altos, pero llevarlo lo mejor que podamos con la ayuda de normas de muchos tipos, defendidas de modos diversos. Si no podemos evitar vernos ante lo que encontramos ofensivo, en lugares públicos o en el autobús, podemos ignorarlo o protestar contra ello, aunque sin llegar nunca a la intimidación violenta. En vez de institucionalizar la susceptibilidad, podemos alentar a que todos, incluidos nosotros mismos, nos hagamos más fuertes. El poeta del siglo xvii George Herbert incluye entre su lista de proverbios ingleses éste: «No habría lenguaje malo si no nos lo tomásemos a mal». Podemos conservar cierto sentido de la proporción y, lo que es aún más valioso, del humor. Quizá parezca difícil, pero es lo que la mayoría de la llamada gente común —que es, por supuesto, muy poco común— hace en línea y en la calle todos los días de la semana.

A estas alturas debería resultar muy claro cuál es el camino que yo creo que hay que tomar. Las condiciones sin precedentes de cosmópolis no hacen sino reforzar la necesidad de una versión modernizada de una postura liberal clásica. Debemos usar el derecho penal y el poder coercitivo del Estado para combatir los daños reales. Dado el volumen mismo de comunicación que en estos momentos circula vertiginosa por el mundo, los estados ya lo tienen bastante difícil sólo con eso. Sin embargo, tenemos que adoptar medidas positivas de muchos tipos distintos, ya sea en la educación, en el periodismo, en las comunidades locales o en nuestra conducta personal, no sólo para prepararnos para convivir con la ofensa, sino para desarrollar una cultura de debate abierto y civismo saludable. Estas dos tareas van de la mano. Cuanto más éxito alcancemos en la segunda, menos necesidad tendremos de la primera. Ahora bien, las personas razonables pueden discrepar, y así lo hacen, sobre dónde colocar, en la línea que va del daño más grave a la ofensa más trivial, un ejemplo particular de «expresión», ya se trate de un artículo, un cómic, una representación dramática, un burka o una bandera en llamas. También discrepan sobre la ubicación, en la línea entre el derecho más duro y las normas más blandas, de la respuesta apropiada. Son dos decisiones separadas. Podemos estar de acuerdo sobre el carácter del daño y discrepar sobre el remedio apropiado, o viceversa.

Un modo de pensar sobre esto es imaginar unas coordenadas personales para la decisión, con tres ejes: contexto (del acto de habla), justificación (de la restricción) y restricción justificada. Tenemos que situar cada caso dentro de las coordenadas tridimensionales para determinar la restricción adecuada. El contexto comprende el momento, el modo y el lugar en que se habla, el público o públicos, el medio o los medios de comunicación implicados y las circunstancias históricas y culturales. ¿Se trataba de una multitud enfurecida ante la mansión sin vigilancia de un directivo de la banca de inversión? ¿O de un seminario de catedráticos decrépitos, a duras penas capaces de levantar un lápiz para expresar su enfado? ¿De un programa televisivo que alcanzó a decenas de millones gracias a una entidad de radiodifusión muy respetada, de un tuit individual que sólo alcanzó otros diez tuits, o de una conversación totalmente privada en la cama con tu pareja? ¿Cuál es la historia profunda de las imágenes, la música o las palabras empleadas en ese lugar y en ese momento concretos? La justificación son las razones para limitar la libertad de expresión. La restricción justificada se refiere a los múltiples modos distintos en que esa libertad puede limitarse.

Podremos discutir cada caso y su adecuada ubicación, pero el principio organizador general será claro. Cuanto mayor sea el daño, y cuanto más propicie el contexto ese daño, más firme ha de ser la restricción. Cuanto más débil sea la justificación, y más inofensivo el contexto, más blando será el límite justificado. Por ejemplo, la actividad de quienes propugnaron exterminar tutsis «como cucarachas» en la Radio Télévision Libre des Mille Collines en Ruanda debería haber sido interrumpida, y sus responsables deberían haber sido arrestados, juzgados, condenados y encarcelados. Alguien que cuenta un chiste que bordea el racismo en una comida privada merece una reacción fría o una reprobación abierta. Es un error pensar que, como un límite no se hace cumplir con un policía llamando a la puerta a las cinco de la madrugada, no es una restricción. Éstas son restricciones, y del más deseable de los tipos. Así es como aprendemos a navegar en alta mar en el océano de la libertad de expresión: saliendo en el velero, encontrando aguas picadas, vientos adversos y otros veleros.

Libertad de palabra
Un manifiesto necesario sobre la libertad de expresión y los nuevos retos de la comunicación en la era digital.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 07/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-987-670-452-6
Disponible en: Libro electrónico
- Publicidad -

Lo último