martes 19 de marzo de 2024
Cursos de periodismo

«El deseo de revolución», de Tomás Abraham

“La palabra ‘revolución’ insiste. Como decía Kant de la Revolución francesa, no se mide por sus éxitos o fracasos; es una virtualidad permanente. La revolución es un acto sublime, despierta entusiasmo. Es un deseo y, como tal, no tiene fecha de vencimiento. Un deseo que insiste a pesar de la decepción crea un problema que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio de placer con el principio de realidad. Por eso este libro es una paradoja: pretende trazar el obituario de una insistencia deseante.”

Con esas palabras, Tomás Abraham sintetiza la búsqueda que emprende en su nuevo trabajo filosófico, El deseo de revolución. ¿Qué sucede cuando el Gulag, la revolución cultural china y el fenómeno de la disidencia hacen eclosión y fisuran la idea de una lucha final que emancipa a la humanidad? Los filósofos franceses, desde Sartre y Camus a Foucault y André Glucksmann, los intelectuales argentinos, desde David Viñas y León Rozitchner a Juan Carlos Portantiero y Oscar del Barco, extraen las consecuencias de estos cambios históricos.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Foucault y la revolución islámica

Nos hemos detenido por un momento en las principales líneas de fuerza de este curso de 1978, porque en el mes de setiembre y en noviembre del mismo año, Foucault hará dos viajes a Irán como corresponsal del Corriere della Sera para dar cuenta de los acontecimientos turbulentos que se producían en aquel país.

Alterna su curso con estos viajes. Reunimos en una misma reflexión estas dos actividades de Foucault porque es interesante seguir el modo en que un filósofo es permeable a la coyuntura política. En el caso de Foucault, en una primera instancia, por su reconsideración de la problemática del poder de acuerdo con el modelo de la guerra en momentos en que se discute en Francia los horrores del socialismo de Estado, desde Polonia a la China, pasando por la URSS y Camboya. Luego, por un movimiento revertido, de la cátedra al terreno de las luchas, vemos cómo Foucault leerá el desarrollo de los acontecimientos iraníes a través de una lente condicionada, al estar inmerso en sus preocupaciones teóricas enunciadas semana tras semanas en el Collège de France.

El nuevo director del periódico era traductor al italiano de los libros de Foucault. Por esta relación, surge la idea de lo que el filósofo gusta en llamar «un periodismo de ideas». Junto a André Glucksmann y Alain Finkielkraut, se proponen realizar una serie de reportajes en los sitios en donde ocurren las ideas.

Foucault no desea escribir desde un escritorio, informándose de lo que sucede en el terreno con libros y material de archivo. Quiere ir al lugar en el que la gente actúa. Decide ir a Irán en momentos en que a fines de 1978, la población se levanta contra el Sha y se viven días de angustia. La represión es feroz. Lo que nos interesa no son las peripecias de una epopeya que derroca al regente que a comienzos del año siguiente debe ir al exilio, ni la llegada del Ayatollah Jomeini que después de trece años culmina su propio éxodo, sino, nuevamente, el modo en que el filósofo observa la realidad política, en este caso la iraní, y cómo asocia lo que ve con lo que desarrolla en el mismo momento durante el curso sobre Seguridad, territorio…

Señalamos que Foucault pasa de sus análisis del poder a una idea de gubernamentalidad que se fundamenta en técnicas de conducción de lo que define como poder pastoral. Lo que distingue a un poder de estas características es que une en una sola entidad la verdad, la ley y la salvación. La conjunción de estos tres aspectos es lo que nos permite entender lo que ha de llamar «espiritualidad».

Foucault no deja de asombrarse de lo que sucede en las calles de Teherán, de Tabriz, y de otras ciudades de Irán. Una multitud marcha desarmada frente a tanques y fusiles de un ejército que tiene la orden de hacer fuego y mata a miles de personas. Quiere entender este jugarse la vida que se reclama en sus grandes mayorías de la enseñanza del Corán, y de una lucha por el retorno del Ayatollah Jomeini.

Dice que la frase «la religión es el opio de los pueblos» hace reír a los iraníes, a él, como filósofo y periodista, no lo hará reír, lo hace pensar. Y para hacerlo asume el riesgo de la desorientación.

Se deja llevar por lo que ve, no quiere juzgar, ni tomar posición. Está impresionado. No se trata de ingenuidad ni de un turismo de guerra. Percibe un proceso político que no tiene antecedentes en Occidente, al menos, no encuentra en las categorías habituales del pensamiento político de la modernidad, los elementos ya dispuestos para hacer un diagnóstico preciso. Ni la lucha de clases, ni la mitología religiosa, ni una epidemia de hambre, ni un sometimiento colonial, explican lo que ocurre.

Son nueve los textos que escribirá Foucault, siete para el Corriere, además del enviado al Nouvel Observateur y otro para el periódico comunista L’Unità.

Hará dos viajes entre el 16 y el 24 de setiembre de 1978, y del 9 al 15 de noviembre. El 16 de enero de 1979, el Sha deja Teherán. El 30 de marzo se proclama por referéndum la República Islámica.

Foucault envía sus impresiones como si fueran un carnet de viajes. Está entusiasmado con su labor periodística. Se deja imbuir por el entusiasmo del pueblo iraní. Entrevista a gente proveniente de variados oficios y clases sociales. Nos dice que el Sha detrás de su prédica laica y modernizadora, de su desdén hacia las formas populares de la religión, por su afán de integrar a su país al mundo occidental que para él representaba la civilización ejemplar, no hizo más que una cosmética consumista cuyos productos son viejos y amortizados. Es lo que llama «arcaísmo». Lo que se ve en los bazares y en las vitrinas del lugar son el deshecho de la industria de los países centrales, y la imitación de modas olvidadas en su lugar de origen.

Por eso su columna del primero de octubre se llama: «El Sha tiene cien años de atraso».

Destaca tres elementos de fuerza en la realidad iraní: el petróleo, las fuerzas armadas y la miseria. El ejército no tiene una ideología como sí la tiene, así lo subraya, en la Argentina de Videla y en el Chile gobernado por Pinochet. Tampoco tiene émulos como lo fue Nasser o como lo era Kaddafi.

Se combina el despotismo y la corrupción. El descontento es general. La súbita urbanización del país que en diez años aumentó la población de las ciudades de nueve a diecisiete millones de habitantes, creó cordones de miseria, empobreció al campo y generó ingentes cantidades de gente desclasada.

La corrupción está a la vista y constituye un temario generalizado. Lo que le inspira a Foucault la siguiente ironía: «Siempre lamenté que el tema de la corrupción que atrae a tantas personas sin escrúpulos, atrae a tan pocas personas honestas».

Nosotros los argentinos conocemos el festival de denuncias como los de amenazas que van desde el «que se vayan todos» al «hay que meterlos a todos en cana», o el «para estos el paredón».

El islamismo es un movimiento popular. Los iraníes son chiitas. En su artículo «La fe contra el Sha», Foucault escribe que durante siglos el islam se ocupó de la vida cotidiana, de los lazos familiares y de las relaciones sociales de su comunidad. Es más probable aún que este poder pastoral fuera aun más estricto en el chiismo que en el sunismo por estar en manos exclusivas de autoridades religiosas.

Según Ryszard Kapuscinski en su libro El Sha o la desmesura del poder, de 1982, los chiitas constituyen una minoría entre los musulmanes. Tienen una historia trágica, de persecución, ocutamiento y marranismo, todas estrategias de una comunidad que lucha para poder sobrevivir. Además de un temple de acero contra adversidades y enemigos que los hizo algo arrogantes. En su larga marcha de un califato a otro, tampoco descartaron el terrorismo.

Siglos de lucha ideológica, el arte de camuflarse, confundir al adversario, hacerse el tonto, fue simultáneo a la necesidad del purismo doctrinario.

Se reclaman de Alí yerno de Mahoma y marido de Fátima, y padre de Hasan y Hussein, mientras el resto de la grey al seguir el mandato de otras autoridades crea la dinastía sunita como los Omeyas, los Abbasíes y los Otomanos. Se produce la escisión y la lucha entre sectas. Los chiitas afirman que nada existe por encima de las autoridades religiosas. Pero no establecen una jerarquía entre los imanes. El poder de cada uno dependerá del prestigio que obtiene entre sus seguidores.

Desde el siglo XVI, dice Kapuscinski, los chiitas se convierten en una religión de Estado. Hay doce imanes que se sucedieron en la historia del Islam. El tercero, Hussein, es considerado un mártir y se lo venera especialmente. Pero hay un imán oculto, el duodécimo, que desapareció en una gruta de la gran mezquita de Samarra, en Irak. Se lo llama «el Esperado».

Podemos colegir que entre el judaísmo y el chiismo hay más de un rasgo en común: el éxodo, el marranismo, la función sacerdotal al interior de la comunidad, y la espera del Enviado.

Foucault escucha la voz del islam. Es una religión parlante que se hace escuchar con amplificadores. Las voces braman desde las mezquitas, se difunden por la ciudad por medio de megáfonos a las horas de la oración; los niños circulan por las calles con aparatos en los que se grabaron voces de distintos ayatollah pidiendo el fin de la monarquía y el respeto por las leyes del islam. La resistencia furiosa e inclaudicable en nombre de la tradición le hace evocar al filósofo los tiempos de Münster, de Savonarola y de Cromwell.

Nos dice que la religión es bastante más que un vocabulario, es la forma de la lucha política cuando moviliza a las capas populares. Manifiesta el descontento, el odio, la situación de miseria y desesperación de miles de descontentos. Los convierte en una fuerza política.

Los «mollah», o versados en las escrituras, rezan con el fusil al lado. Los sacerdotes chiitas sin ser una fuerza revolucionaria, la constituyen cuando están del lado de los humildes y del pueblo.

Foucault se interroga sobre la revolución, quiere saber si asiste a un movimiento que se parece a lo que la historia política ha designado con ese nombre.

La palabra «revolución» fue empleada en los inicios de la modernidad por los estudiosos de la decadencia de las civilizaciones. La revolución era lo que justamente era necesario evitar porque hacía retroceder a las sociedades a los inicios de su ciclo. Una revolución cerraba un círculo. Las impedía fortalecerse y progresar. Sólo más tarde adoptó un aspecto regenerativo por el que inicia un proceso inaugural y marca una ruptura absoluta con el pasado.

Foucault prefiere interpretar el proceso iraní como una insurrección popular, una rebelión. Las multitudes en la que se mezclan islamistas y comunistas no están unidas por un proyecto ni por un programa común. Marchan juntos por el rechazo a un régimen de medio siglo que los quiso hacer diferentes de lo que son, que degradó sus creencias en nombre de un linaje supuestamente glorioso que los encomiaba por las hazañas de Ciro y Darío de una luminosa Persia.

Al pueblo iraní le importaba poco y nada, las invocaciones a la arianidad y a los fastos de Persépolis.

Con aquel blasón de los tiempos antiguos pretendía legitimarse la estirpe del Sha, pasando por alto no sólo más de un milenio de islamización, sino, además, el proceso de sojuzgamiento colonial del que participaron rusos, ingleses y norteamericanos.

Foucault interpreta la insurrección popular como un rechazo a la política. Interpreta que la población le dijo ¡basta!, a la política. No quiere jugar más el juego. No quiere reformas ni partidos ni plataformas. No cree en las palabras de los tecnócratas que hablan de tejido social, de medio ambiente, de crecimiento y de desarrollo.

De esa modernidad tienen bastante.

Foucault se reune con el ayatollah Chariat Medari acompañado por una comisión de derechos humanos. Este hombre no pretende que se instale un gobierno islámico. Confía en la consolidación de un régimen democrático después de décadas de tiranía.

Otros piensan en la posibilidad de una transición como la llevada a cabo en España, en donde el rey comandó el traspaso de poder. Pero tal sueño no deja de pertenecer a un onirismo importado. Foucault dice que camina por la ciudad con una única inquietud y una sola pregunta: ¿qué quieren ustedes? Dice que la respuesta jamás fue la de: ¡queremos la revolución! Pero, agrega, cuatro o cinco veces respondieron: queremos un gobierno islámico.

Le aseguraron que un gobierno de este tipo de ninguna manera significa montar un aparato político dominado por el sacerdocio, sino un ideal, una utopía, la de volver a los tiempos del profeta a la vez que apuntar al porvenir, a lo lejano. Lo que para ellos significaba renovar un pacto de fidelidad más que de obediencia. El filósofo habla de la creatividad del islam. Podemos imaginar que la encuesta que lleva a cabo Foucault está preñada de sus clases sobre la espiritualidad y el poder pastoral. Tiene ante sí un ejemplo vivo y contemporáneo de poder pastoral, del que no percibe aún los signos de una derivación sangrienta como la que se vivió en Occidente.

Nos dice que el Corán no da directivas precisas sobre todos los aspectos de la vida, aunque valoriza el trabajo y sostiene que la propiedad de la tierra debe ser colectiva. Además predica que la minoría debe ser respetada «mientras no perjudique a las mayorías». Esta salvedad no merece el menor comentario de Foucault. Por otra parte, nos dice que entre el hombre y la mujer no existe desigualdad alguna, pero sí «diferencias», ya que su «naturaleza» es diferente. Esta aclaración tampoco merece un comentario de nuestro filósofo.

De todos modos, piensa que no sería deseable que el islamismo se copie de las inquietudes sobre garantías supuestamente democráticas que en el mundo occidental, ya sea burgués o de tipo revolucionario, tuvieron consecuencias «que todos conocemos».

Indudablemente, quiere encontrarse en tierras iraníes con un acontecimiento desconocido y maravilloso, que nada tenga que ver con los sistemas políticos de la república representativa ni con la burocracia socialista.

Se puede hablar de lirismo o de ingenuidad política. Foucault fue denostado por estos artículos que no tomaron en cuenta lo que sucedió al poco tiempo, apenas unos meses después de la expulsión del Sha. Dice en su columna del 26 de noviembre: «No sé hacer la historia del futuro o predecir el pasado. Puedo contar aquello que está sucediendo, aunque sea un neófito en periodismo».

No quiere anticipar nada por temores o prejuicios. Desea que la insurrección destrone al jerarca y a sus aliados internacionales. Nos cuenta que diez años antes, un terremoto arrasó con el norte de Irán provocando doce mil muertes. Al haber conflicto de intereses e inercia del Estado, un religioso condujo a los habitantes a abandonar el lugar y fundar otra ciudad. La comunidad se unió en la tarea y levantaron las nuevas casas. Foucault ve en este hecho el modo en que la instancia religiosa se constituye en el principio de una creación política, y piensa si es posible, en términos generales, lograr que una dimensión espiritual se introduzca en la política, o, que la vida política no sea un obstáculo de la espiritualidad sino su receptáculo, su oportunidad, su fermento.

Dice: «Me siento incómodo al hablar de gobierno islámico como idea o ideal, pero me impresiona como voluntad política», y subraya: «Me impresiona en su tentativa de abrir en la política una dimensión espiritual».

En su nota del Nouvel Observateur del 16 de octubre, señala: «¿Qué sentido tiene para la gente que habita en este pueblo, buscar al precio mismo de sus vidas, aquello que nosotros mismos olvidamos desde el Renacimiento y las grandes crisis del cristianismo?: una espiritualidad política. Escucho reírse a los franceses pero sé que se equivocan».

Nosotros no nos reímos, pero dudamos. ¿Qué sentido tiene esta nostalgia de una época en que el Papa se llamaba Borgia, o de una guerra de treinta años que desangró a Europa en nombre de la fe, o recordar la conquista de América en la que no sólo primaba el deseo de oro sino una cruzada en nombre de Dios nuestro señor, o de una Revolución francesa en la que se da caza a los hipócritas y se levanta un templo a la Razón, o de un nazismo en el que las multitudes braman por sus líderes que los hará gigantes y rubios, para no hablar del misticismo revolucionario que creará un hombre nuevo y una sociedad de iguales, sin dinero, sin codicia, sin poder?

¿Desde cuándo la política careció de espiritualidad, sino, por el contrario, abundó de ella en exceso en busca de la salvación y de un viva la muerte todo junto? Foucault está conmovido por el martirio de los iraníes desarmados y aplastados por el fuego del ejército. Además está disgustado y desprecia la política de los franceses que no es más que contubernio, negocios y pactos entre líderes mediocres al frente de un pueblo conformista y mezquino.

Este interés por la «espiritualidad» que manifiesta en su curso del mismo año, la vuelta de tuerca del modelo de la guerra para pensar el poder, al del gobierno que conduce las almas de acuerdo con las reglas de un poder pastoral que cuida a su grey en nombre de una trascendencia, esta vez, en Irán, en la rebelión de un pueblo se unen en un solo grito: ¡Jomeini!

Foucault le habla a los europeos que no prestan atención a una insurrección que no tiene la épica revolucionaria de Cuba, de Vietnam, ni la de la China de Mao, y que no se produce en nombre de un partido ni de la vanguardia.

No ve un síntoma de debilidad en la falta de objetivos de la revuelta, en que no tenga un programa, por el contrario, es lo que permite que haya una voluntad clara, obstinada y casi unánime. Celebra, entonces, que haya lo que denomina «una huelga» de la política, y sostiene que la política sólo interviene cuando dicha voluntad es confusa, dubitativa y dispersa.

Se pregunta si esa voluntad clara «cederá» su espacio a la política en el sentido antes mencionado, y reconoce que el interrogante es un problema práctico en todas las revoluciones y una preocupación constante de la filosofía política.

Lo hemos visto por nuestra parte en las discusiones entre Sartre y Merleau-Ponty, acerca del rol de partido en relación a las masas, y en la dialéctica entre los grupos en fusión —lo que Foucault designa con el nombre de voluntad clara— y lo práctico inerte.

Nuestro filósofo adhiere con entusiasmo al momento en que el pueblo lanza su grito de ¡NO! y no juega mas el juego que propone la política representativa, y se muestra expectante respecto del futuro, es decir, el momento en que algún «sí», aunque fuere pequeño, debe hacerse escuchar para que la guerra civil no arrase con todo el mundo.

Pero confiesa: «Nosotros los occidentales no estamos en condiciones de ofrecer consejo alguno».

Compara a los estudiantes europeos de la década del sesenta con los iraníes sublevados. Dice que en lugar de la liberación de los deseos que fue el motor de las rebeliones juveniles, en este caso, se trata de la liberación de las hegemonías para poner fin a la dependencia, al terror policial, a la corrupción, por la redistribución de la renta petrolera y por la reactivación del islam.

«Es la primera gran insurrección contra los sistemas planetarios, la forma más moderna de la rebelión, la más loca… ¿Qué lugar podemos darle a este movimiento? A un movimiento que no se deja dispersar por opciones políticas, un movimiento atravesado por un soplo religioso que habla menos de un más allá que de la transgresión de este mundo?»

Foucault tiene razón cuando dice que no es quien para predecir el pasado o para hacer la historia del futuro, una especialidad de profetas que diagnostican el mal del muerto y bendicen y bautizan al nonato, pero no por eso debemos ignorar que en cuanto a fintas se refiere y a la gran cintura que se necesita para ignorar lo que está ante los ojos, no carece de talento.

Ante críticas de lectores, mejor dicho: lectoras, que rechazan la fatua palabra de «espiritualismo» ostentada por Foucault, que denuncian la misoginia y los prejuicios «arcaicos» —palabra que no sólo debería ser útil para describir una modernidad vetusta— del movimiento islámico, y el rechazo del fanatismo sectario que anuncia un peligro inminente de violencia y opresión, el filósofo, en el periódico comunista L’Unitá, dice: «No me gustan las polémicas, quiero decir este tipo de discusiones que miman la guerra y parodian la justicia: “apuntemos al enemigo”, “denunciemos al culpable”, “condenemos y matemos”. Prefiero aquellos que dan cuenta del numero de muertos que una teoría justa pretende justificar; prefiero aquellos que tienen miedo de lo que ellos mismos pueden llegar a decir, en especial cuando lo que dicen es cierto. Tratemos de expulsar lo que hay de peligroso en lo que decimos o pensamos. Pero dejemos que la policía se haga cargo de perseguir a los individuos peligrosos (…) Si ustedes quieren discutir, discutamos… pero fuera de las instituciones que convierten las discusiones en juicios, fuera de los periódicos que hacen de las mismas unas comedias. Evoco con nostalgia una discusión cuya función no sea tanto la de reducir las ideas sus autores, los autores a combatientes y la lucha a una victoria; para dar a luz las diferencias que separan y de ese emodo las dimensiones que abre una búsqueda.

»Es suficiente uno solo para pensar por otros; bastan dos para pensar uno contra el otro, ¿cuántos harían falta —sin que haya acuerdos previos— para comenzar a pensar al menos lo que se está produciendo en la actualidad y que se nos escapa de las manos?».

Foucault no quiere polemizar. En un debate se responde a lo que el otro dice. Dependemos de que nos impugnen contradicciones, falencias, falsedades, trampas e incompletudes. Estamos obligados a defendernos y a atacar. Eso nos vuelve frágiles, aun en las lides escritas. En las orales además estamos sometidos a la prueba del control de nuestras pasiones. Podemos irritarnos lo que no siempre conviene. Indignarnos, lo que a veces parece una retirada.

Es cierto que hay quienes se fortalecen en la disputa, y otros que se estimulan con las afirmaciones del prójimo como si fueran trampolines que favorecen su salto. Foucault prefiere hablar sobre lo que hace y piensa. Que no se interrumpa su sendero, que se le deje desbrozar la maleza a su modo y de acuerdo con la escansión que le conviene. Le gusta poner la pausa, decidir sus rodeos, plantear nuevos objetivos, presentar sus encuentros, no tener quien lo juzgue si se pierde. Para él, el pensamiento es un ser vivo que se nutre a medida que crece, o que se recompone cuando se disuelve.

Al estar tensado por una disputa, al estar cautivo de una cinchada, divide fuerzas y se debilita. Pero en este caso, no se trata meramente de una cuestión de estilo, sino de hartazgo. Foucault dice lo que ve, sabe hasta donde puede, no quiere justificar sus limitaciones, y desea que aquellos a quienes les interesa su perspectiva sobre los acontecimientos, la usen como una caja de herramientas, y los que no están satisfechos, que lo dejen partir en paz.

Lamentablemente, la voracidad de los receptores también existe. Leer y callar no es un mandamiento definitivo. La gente y los lectores quieren el derecho de réplica. Los colegas desean intervenir. Aquellos que hacen uso de la palabra deben saber que están en el ágora y que se les pedirá rendir cuenta de lo que dicen. Han querido hacerse escuchar, y no es un deseo inocente. Asume cierta responsabilidad.

Foucault no descalifica a los lectores que critican sus notas desde Irán, lo que prefiere es una conversación amistosa y sin testigos. Sin tribunales y sin un público supervisor. Algo como un encuentro íntimo en los que los participantes reconocen su buena fe, su disposición a la escucha y el respeto por la palabra del otro.

Pero es posible que más que el deseo de un ceremonial ideal, lo que sucede es que el filósofo sabía que pisaba terreno embarrado, y que su análisis sobre la situación iraní asumía riesgos fáciles de detectar. A pesar de lo cual, deseaba dejar una puerta abierta a un proceso que no tenía final, y entregaba todo su apoyo a la insurrección popular que aún tenía a su déspota aposentado en el trono y a sus fuerzas de represión con poder de fuego.

Por eso desestimó la potencia represora que podía desencadenar una revolución islámica, lo tranquilizaba el hecho de que había entrevistado a miembros de la jerarquía religiosa chiita que tenían convicciones democráticas.

En cuanto a la figura de Jomeini, no intentó desacralizarla, ya que era el punto fijo, el referente que inspiraba a la sublevación contra el Sha y sus aliados.

 

La visión de Ryszard Kapuscinski

Su proyecto que denominó «reportaje de ideas», que reunía a intelectuales y periodistas, a cargo de investigaciones sobre la proliferación de ideas que veía nacer en todo el mundo, ideas que no son grandes relatos, que no gobiernan el mundo, pero que tampoco son aceptadas con pasividad ni con sometimiento a quienes tienen poder y «conducen las cosas», como lo expresa en el Corriere della Sera el 12 de noviembre de 1978, esta propuesta que comenzó en Irán, no tuvo continuidad, y el Foucault periodista tuvo poco recorrido.

Su labor siguió siendo la cátedra, el estudio del largo plazo de la historia, la investigación sedentaria a tiempo completo en los archivos de la biblioteca. El tiempo muerto del pasado leído con ojos del presente lo trasmitía al público indistinto del Collège de France, a los estudiantes de universidades extranjeras, y la vivacidad de lo contemporáneo la buscó en su adhesión a diferentes causas en las que denunciaba la arbitrariedad y la opresión de determinados poderes.

Pero, en especial en sus últimos años, antes de su prematuro e inesperado fallecimiento, lo hizo a cuentagotas. Basta comparar su trayectoria con la de Sartre que hasta el momento en que su invalidez le impidió continuar una incansable labor, recorría semana tras semana los cinco continentes para dar su apoyo a las luchas de liberación de pueblos colonizados, y a dar su sostén a regímenes revolucionarios, era recibido por los jerarcas de cada país visitado, formaba parte de tribunales en los que se juzgaba crímenes de guerra, hasta daba su nombre a periódicos clandestinos y distribuía él mismo las tiradas en la calle; basta comparar a un académico como Foucault con este otro filósofo que sólo se sentaba en su escritorio para continuar su Flaubert cuando sus periplos del hombre público se lo permitían.

Ryszard Kapuscinski en Los cínicos no sirven para este oficio. Sobre el buen periodismo, 2002, un libro en el que mantiene un diálogo con John Berger, el notable periodista polaco afirma que hay escritores reflexivos, y otros que de quedar en un mismo sitio, se mueren, como él. El periodista también estuvo en Irán en la misma época que Foucault. Pero, además fue testigo presencial de la caída del Sha y del advenimiento de la Revolución islámica.

La preocupación de Kapuscinski consiste en entender la causa por la que un movimiento popular emancipatorio, puede convertirse en una fuerza represora ante la mirada indiferente de una ciudadanía que retoma la rutina gris de su vida cotidiana.

Un líder como Jomeini que se alimenta de yogur, arroz y frutas, regentea un régimen que castiga con cuarenta a sesenta latigazos a quien bebe alcohol. El ayatollah sólo habla farsí, y advierte contra las injerencias culturales extranjeras. Clama por una hermandad sin resquicios.

El periodista no se escandaliza ante ciertas medidas de censura. Fueron clausurados periódicos en francés e inglés. Sostiene que en nuestro mundo en el que un poder arrasador domina, el débil debe apartarse. «La gente teme ser absorbida, despojada, que se le homogeneice el paso, la cara, la mirada y el habla; que se le enseñe a pensar y reaccionar de una misma manera, que se la obligue a derramar la sangre por causas ajenas y, finalmente, que se la destruya. De ahí su inconformismo y rebeldía, su lucha por la propia existencia y, en consecuencia, por su lengua», afirma en El Sha o la desmesura del poder.

Pero esta debilidad cuando se compensa con toques de queda, civiles armados por las calles que violentan a cualquier pasante con total impunidad, cuando entran a las universidades a apuñalar supuestos adversarios por ser laicos o comunistas y a mujeres que no usan chadores, y fusilan a miles de no adherentes a la revolución en marcha, ya no puede hablarse de fragilidad, sino de ataque y represión.

Cuando el padre del Sha, Reza Khan, en el año 1921 lleva a cabo su golpe de Estado, crea un ejército que tiene la misión de asegurar que el pueblo iraní ingrese a la modernidad, si no es por convicción, que lo haga por la fuerza. En aquellos tiempos la policía arrancaba el chador de la cara de las mujeres horrorizadas, mandaban asentarse a las tribus nómades y prohibían fotografiar a los camellos por representar el atraso.

Esa persecución a la tradición estaba en manos de la Savak, la temible policía del Sha con sus sesenta mil agentes y, según Kapuscinski, unos tres millones de informantes.

Esa modernidad forzosa que Foucault calificó de arcaica, para el periodista, fue, fundamentalmente, ineficiente. Se importaban millones de productos sin tener almacenes ni depósitos en donde ubicarlos; los barcos flotaban mar abierto sin ingresar al puerto. Se gastaban ingentes cantidades de dinero para nada. Cien mil jóvenes estudiaban en Europa y EE.UU., para escapar de una sociedad custodiada por policías y militares.

La resistencia a la dictadura no estaba compuesta únicamente por fieles al islam, sino por estudiantes, científicos, obreros, escritores. El Tudeh, el Partido Comunista, participó de la lucha. Pero una vez Jomeini en el poder, no tuvo conmiseración en elimimar a todo aquel que no se sometiera a las nuevas leyes islámicas.

Kapuscinski describe una ciudad como Teherán en la que hay mil mezquitas, y en la que el bazar junto a los lugares sacros, son los sitios fundamentales en los que circulan los habitantes. «Los mercaderes más ancianos, los artesanos de más talento y los “millahs” (versados en el Corán) de las mezquitas, constituyen la elite del bazar».

El periodista es testigo de la Revolución islámica en una aplanadora fundamentalista de lo que Foucault admiraba como una insurrección.

El filósofo que se defendía de las críticas a sus notas diciendo que no tenía por qué historizar el futuro, tampoco desconocía los efectos que podía tener en la vida colectiva aquello que designaba con el seductor nombre de «espiritualidad».

Atento a los peligros de la sociedad de su tiempo, una vez en tierras extrañas, por no decir exóticas, se dejó encandilar por un entusiasmo ausente en su seca tierra administrada por políticos mediocres, y no advirtió lo que canalizaban las masas que gritaban en nombre de Alá y Jomeini. Repetir sin análisis ni crítica, que en el Corán las mujeres son sólo «diferentes» por naturaleza por lo que deben tener trato «diferencial», y que las mayorías respetarán a las minorías mientras no se sientan «perjudicadas», no exigía predicciones ni anticipaciones sofisticadas. Foucault acomodó su análisis a sus deseos, descartando la misoginia.

Kapunscinski quiere saber por qué en un determinado momento se le tiene miedo a las palabras. La revolución es un drama, dice, y por eso no dura mucho. La gente busca la tranquilidad, la rutina. «Toda revolución viene precedida por un estado de agotamiento general y se desarrolla en un marco de agresividad exasperada.»

Es el poder el que provoca la revolución, porque ya no se soporta la impunidad. A los poderosos todo les estaba permitido. La reacción es fulminante. Al progreso y a la modernidad impuestas desde arriba, se les opone la vuelta al pasado. «Basta que mejore la vida para que las viejas tradiciones pierdan su contenido emocional y vuelvan a ser lo que siempre habían sido: un rito.»

Kapuscinski dice que toda revolución consiste en un combate entre dos fuerzas: estructura y movimiento. La espontaneidad, la expansión tremendamente dinámica y la corta duración son las cualidades del movimiento. La estructura se caracteriza por la inercia.

Una rebelión, agrega, es una gran vivencia, una aventura del espíritu. La gente se muestra animada, excitada, capaz de sacrificarse. La rebelión nos libera de nuestro propio yo, de nuestro yo de cada día. Pero llega el momento en que tal estado se extingue, y todo se acaba. De repente se rompe lo que nos une, cada uno vuelve a su yo de cada día.

«¿Pero qué ha pasado con la gente, que se ha vuelto a convertir en transeúntes comunes y corrientes, insertos en el paisaje aburrido de la ciudad gris?»

El periodista dice que no sólo es la rutina la que sobreviene, sino un círculo del desamparo en el que la venganza predomina. Los progresistas desean un proceso de reformas gradual y pacífico, «son personas inteligentes y sabias inteligentes, pero débiles». Las ejecuciones y el asesinato han de ser un reflejo condicionado elemental de supervivencia. La fascinación de la sangre.

La decepción de Kapuscinski contrasta con las ilusiones de Foucault. Los dos estuvieron en el terreno en momentos distintos aunque apenas separados por unos pocos meses. Convergen en su rechazo al régimen tiránico del Sha, pero no tienen la misma mirada respecto de la dirección de la insurrección.

Es cierto que la perspectiva del periodista es posterior a la caída del monarca y que el filósofo lleva a cabo su reportaje en los umbrales de su derrocamiento. Pero además, parten de puntos de vista diferentes. Para comenzar, el polaco resalta la lucha de la izquierda y de los comunistas contra el Sha, mientras Foucault percibe sobre todo la religiosidad del movimiento.

El filósofo nos habla de «espiritualidad». Su curso anual lo lleva a interrogarse sobre ese tema. Aquello que comienza a descubrir en sus investigaciones sobre lo que define como «Seguridad» le hace reflexionar respecto de la idea de «gobierno» como una política destinada a conducir a una población de acuerdo con determinadas normas. Se le abre un nuevo panorama.

Al estilo de un filósofo del siglo XVII, vuelve a plantear las relaciones entre el alma y el cuerpo. No parte como en la época clásica de una discusión con la escolástica a partir de una idea de sustancia. No se trata de la opción entre el monismo y el dualismo.

Foucault busca una línea de fuga en sus anteriores análisis del poder en que la organización de la vigilancia desarrollada en el panóptico, suponía un dispositivo de dominación rígido y completo. No había lugar para un contrapoder ni resquicios para variadas formas de resistencia.

Mostrar que los ideales ilustrados y el proyecto positivista que estarán en la base del republicanismo futuro, descansan sobre una política de control de los cuerpos, una anátomo-política en la que prima la visión del organismo como fuerza de trabajo; analizar la estrategia de las llamadas ciencias humanas como un saber destinado a esta misma perspectiva y no a garantizar la cientificidad de una antropología centrada en un sujeto libre y fundante; todo el estudio que llevó a cabo en Vigilar y Castigar no dejó de ser, por estas razones, además de otras, una herramienta crítica para todos aquellos que no se tragaban el sapo del orden y del progreso.

Pero el sistema teórico estaba demasiado bien armado y no permitía matices. Estaba estancado en su perfección. El dispositivo de saber y poder se conjugaba en un único modo y no desentonaba en ningún momento.

El Deseo De Revolucion
Con su estilo narrativo veloz y preciso, Abraham reconstruye el discurrir de décadas de un deseo apropiado por los intelectuales más importantes de nuestra contemporaneidad y monta un escenario que no cesa de interrogarnos sobre el presente y nuestro porvenir.
Publicada por: Tusquets
Fecha de publicación: 07/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876704649
Disponible en: Libro de bolsillo
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