jueves 28 de marzo de 2024
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«Darre, el Ministro Argentino de Hitler», de Carlos de Napoli

A principios de los 70 la revista Todo es Historia publicó un artículo revelador sobre un argentino que fue ministro de Hitler. Unas décadas más tarde Jorge Lanata le dedicó un capítulo de su libro Argentinos. El personaje en cuestión es Ricardo Darré, hijo de alemanes que nació y pasó su infancia en Argentina y, efectivamente, fue ministro de Agricultura del Tercer Reich.
El hecho es en sí mismo impactante. Sin embargo, enmascara un perfil mucho más siniestro: Ricardo Darré —general de las SS— fue el ideólogo de las políticas raciales del nazismo, mentor y mano derecha de Heinrich Himmler.

Esta investigación de Carlos De Nápoli, hasta ahora inédita, rescata fuentes históricas, ofrece documentación y reúne testimonios que dejan en evidencia el rol de Darré como gestor y ejecutor de las ideas de pureza racial de la Alemania nazi. Y al hacerlo, descubre la influencia de su niñez argentina en el inquietante paralelismo entre el exterminio perpetrado por los nazis y el exterminio de los pueblos originarios que en nuestro país llevó a cabo la Campaña del Desierto.
Así los lectores sabrán cómo un ignoto argentino, criado entre las pampas y la ciudad de Buenos Aires, creó cada una de las leyes raciales que se implantaron en la Europa dominada por Hitler.
Darré despoja de su piel de cordero a la bestia feroz, el hasta ahora ignorado “padre del Holocausto”.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Encontré al mayordomo días después en el almacén de mi amigo González, en Plomer. Me comentó que los visitantes habían llegado sin problemas a Las Heras, y que las pinturas ya no estaban bajo su custodia. Un camión las había recogido aquella misma noche.

Había hecho algunas preguntas y me contó lo que había averiguado. Según dijo, pertenecían a un lote confiscado muchos años antes a un embajador español que trataba de sacarlas del país. Algunas de esas pinturas pudieron salir pero otras quedaron al cuidado de la familia Santamarina, por decisión de algún burócrata. Y un arreglo judicial secreto había ordenado que se restituyeran a sus legítimos dueños.

Al parecer solo porque le entretenía el tema volvió a hablar de las boleadoras metálicas, infalibles si se hacían con aerolitos. Y de las andanzas de Darré como eximio jinete. Según dijo, a través de sus familiares que vivían en Europa supo que Darré hijo asombraba a los campesinos germanos con su forma de montar, en pelo, y su destreza en las artes de los nativos. Después guardó silencio por unos instantes, con la mirada perdida, y a modo de despedida, me dijo:

—Lo que se aprende de chico no se olvida jamás.

Como dije, había leído algo sobre Darré pero nunca había escuchado testimonios de alguien que lo hubiese conocido. De alguna forma, su fantasma comenzaba a tener un contorno, difuso, pero perceptible.

Plan de viaje

A fines de los ‘70, luego de cruzar media Europa, llegué por primera vez a Berlín. Al amanecer de un sábado primaveral partí en auto, con dos amigos, de España. Más precisamente, de Gerona, hoy Girona. Recorrimos unos 2.500 kilómetros para hacer un viaje que, aun mal planificado, no debía superar los 1.500 kilómetros de autopistas y caminos montañosos de todo tipo. Hechos que aquí relato fueron cambiando el objetivo original: fotografiar edificios emblemáticos construidos por los nazis y hacer una recorrida final por ellos antes de su demolición, ya que todos tenían túneles ocultos y bunkers inexplorados en la profundidad de los subsuelos.

El paisaje, a menudo deslumbrante, nos obligó a detenernos repetidas veces para admirarlo con la tranquilidad y la paz de espíritu necesaria. Sin embargo, también nos presentó panoramas menos idílicos.

Por increíble que hoy parezca, en aquel entonces funcionaba en las afueras de Gerona una fábrica de papel y pasta de celulosa a la que se conocía vulgarmente como “Torras” aunque su nombre completo era Torras Hostench S.A. En aquel momento, por causa de la Torras, Gerona era sinónimo de olor fétido y suciedad. El hedor nauseabundo que despedía impregnaba la ropa, las casas y el espíritu de los resignados súbditos de la corona española que allí habitaban, bajo el puño de hierro del Caudillo regente. La pestilencia se esfumaba recién al llegar a los Pirineos. Decían las malas lenguas catalanas que tal anomalía había sido posible por la amistad que tenían los dueños de la empresa con el Caudillo Francisco Franco, fallecido apenas un par de años antes. La sociedad estaba formada por catalanes y por un grupo de alemanes a los que todos consideraban “la mafia nazi de la zona”.

Los desechos tóxicos de la fábrica eran arrojados a los ríos que cruzaban la ciudad —Oñar y Ter— sin tratamiento alguno, provocando gran mortandad de peces.

Esa grave situación había motivado años antes uno de los primeros “alzamientos” sociales de la España franquista, del que fui testigo cuando vivía por allí. Pero por entonces los reclamos sociales resultaban inverosímiles. El hecho de que un grupo reducido se manifestara en el pueblo pesquero de L’Estartit porque en la desembocadura del río Ter se acumulaban peces muertos era capaz de generar en sus habitantes una especie de histeria colectiva. El pueblo estaba compuesto por casas y edificios bajos, de tres o cuatro pisos, desde los que se oía gritar: “¡Volvieron los rojos!” o “¡Vuelve la República!” en clara alusión a la España de la Guerra Civil. Estas consignas reflejaban el tenso clima del reino en aquellos momentos. Una mitad de la población estaba totalmente acongojada. La otra mitad, en medio de la incertidumbre, intentaba vislumbrar un futuro con más libertades. Finalmente, en la etapa que siguió al franquismo la empresa fue trasladada, la ciudad se revalorizó y es hoy uno de los lugares más caros y refinados de la península ibérica. Volviendo a nuestro plan de viaje, la decisión de que empezara en Gerona respondía exclusivamente a aspectos prácticos. En aquel momento no imaginábamos que la “Torras” tendría un papel decisivo en el itinerario. En general, se podría decir que lo habíamos concebido sin preocuparnos demasiado por los detalles. Pero un viaje anterior a Marruecos me había demostrado que las improvisaciones eran por demás peligrosas: en aquella ocasión poco faltó para perder la vida en un incidente con fuerzas irregulares en pleno Sahara, en las afueras de Marrakech. Por eso, decidí afinar las cosas con mis amigos Carlos y Tony durante una cena en el restaurante “El Gaucho”. Allí trabajaba Guillermo Hermida, un argentino amigo que vivía en Rosas, pequeña ciudad de la Costa Brava catalana.

Cuando llegamos al restaurante, detrás de Guillermo apareció su hermano Mario, también amigo nuestro, gesticulando y hablando en voz alta. Nos saludamos con abrazos, disparando recuerdos, algo habitual cuando se encontraban argentinos que no se habían visto por algún tiempo. Como ese día el restaurante estaba cerrado, nos recomendó “El Bulli”, por entonces un sitio de buen comer que con el tiempo —en opinión de los críticos más reconocidos— se transformaría en el mejor restaurante del mundo.

Rosas era un universo aparte dentro de España. Los extranjeros —sobre todo, franceses, belgas y alemanes— eran quienes controlaban indudablemente el lugar. De la marina de Rosas partían numerosos e impresionantes yates, y otros tantos arribaban. En ambos casos, los controles eran casi inexistentes. El pueblo tenía también un pequeño aeropuerto cuya utilización sui géneris traía sórdidos comentarios. Sin embargo, en aquella época nadie se atrevía a alzar la voz en contra de las irregularidades, y esa vida alegre del lugar perduró por años.

El restaurante se encontraba en las afueras del pueblo, cerca del mar. Lo habían instalado en lugar muy modificado, sobre bases ya imperceptibles de una masía, como se llama a las construcciones rurales de la zona, con sus característicos muros de piedra y sus ventanas pequeñas.

Cenamos con nuestro vino preferido, Monte Real cosecha 1952, y mientras disfrutábamos del jabugo y de los deliciosos embutidos Revilla, se acercó amablemente un alemán que se presentó como socio del establecimiento. Preguntó si estábamos bien atendidos. Al unísono respondimos que sí, que estábamos muy conformes, y casi de inmediato el acento de aquel hombre nos movió a comentar que íbamos rumbo a Berlín.

En la mesa, iluminada por una vela y la luz tenue del lugar, quedaba una silla de madera vacía donde lo invitamos a tomar asiento. El hombre aceptó gustoso, pero pronto la mesa lindera, ocupada también por alemanes, requirió su presencia. El anfitrión parecía conocer bien solo a uno de ellos. Según oímos, eran socios alemanes de la Torras. En la puerta, dos Porsche 911, limpios de línea como eran por entonces, con placas alemanas, hablaban de los dueños, y de su buen pasar en la vida terrenal. El lugar se fue llenando de gente, extranjeros en su mayoría, algo común por entonces. De pronto llegó un señor entrado en años, de impecable saco azul y pantalones grises, acompañado por una bellísima mujer que vestía sencillos pantalones, una blusa lisa y un chal. Nosotros no teníamos idea de quién se trataba, pero dos o tres alemanes presentes saludaron a la pareja con cierto respeto, signo inevitable de buena posición social. Sentado a mi lado, Carlos Forchini —amigo y acompañante del viaje por comenzar—, de inmediato dio su veredicto:

—Esta mina es argentina— dijo por lo bajo, mientras Tony, sentado enfrente, ladeaba la cabeza para escuchar el comentario.

Reímos por la ocurrencia y seguimos degustando las delicias catalanas. Sin necesidad de que el recién llegado lo pidiera, minutos después tenía en su mesa un balde de hielo con una botella de Dom Perignon, y copas heladas, como se estilaba por entonces. Aprovechamos los postres para extender sobre nuestra mesa el plano del viaje que comenzaríamos a la mañana siguiente. Como generales que preparan una ofensiva, discutimos el mejor camino a seguir. Tony quería ir por el norte mientras que Carlos insistía en ir por la Costa Azul, pasar por Italia y cruzar casi toda Alemania de sur a norte. En realidad, Tony planteaba el mejor camino. Hasta París la autopista estaba casi terminada, con excepción de pequeños tramos de montaña todavía en construcción.

Cerca de la medianoche quedábamos pocos parroquianos en el restaurante. El dueño, algo cansado, se sentó de nuevo con nosotros para continuar la frustrada conversación. Dejamos de lado nuestra discusión sobre los pormenores de viaje y le preguntamos por la identidad del personaje misterioso. En voz muy baja nos explicó que se trataba del barón Thyssen y una acompañante.

—Disculpe, ¿la “acompañante” es argentina? —preguntó Carlos.

—Sí, respondió el dueño, es argentina.

Carlos, arrogante, festejó su acierto pidiendo otra botella de Monte Real. Con el dedo índice de la mano derecha el dueño del restaurante golpeó el pico de la botella un par de veces mirando al camarero, que partió raudo hacia la bodega a traer ese increíble néctar. Pese a los cuidados, por el paso del tiempo el vino podía echarse a perder frustrando al comensal. Pero esa noche estábamos de suerte. El camarero sirvió una copa y para alegría de todos, al acercarla a la luz de la vela el brillo intenso indicó que estaba en perfecto estado.

El ingreso del alemán al análisis de nuestro trayecto no simplificó la decisión. Él sugería ir por el norte, recorrer París, y continuar luego hacia el este, hacia Berlín, también por autopista. Y para estimularnos a elegir ese itinerario pidió al camarero que le acercara un papel donde escribió la dirección de un restaurante parisino, de un socio o amigo suyo que gustoso nos haría un precio especial, además de ofrecernos platos para sibaritas. Pero Carlos y yo, que insistíamos con el sur, teníamos nuestro propio incentivo gastronómico. Si salíamos de madrugada podíamos desayunar en Niza. En viajes anteriores hacia Mónaco habíamos conocido en esa ciudad un lugar que ofrecía los mejores croissants de toda la costa y lo disfrutábamos por anticipado. Solamente una panadería medieval de Banyoles, la catalana “ciudad del lago”, superaba la calidad de esos croissants, pero teníamos que esperar hasta las dos de la mañana para conseguirlos bien calientes, exquisitos. Lo sabía porque allí, en las afueras había vivido bastante tiempo con mi amigo Alberto Rachich.

Tony y el alemán insistían en las dificultades del camino de montaña, que deberíamos enfrentar si perseverábamos en viajar por el sur. En algún momento, ese más que amable intercambio de ideas se transformó en abierta discusión, y aunque educada, poco a poco nos hizo elevar el tono de voz.

Fue entonces cuando un alemán cincuentón, alto, de pelo entrecano, que parecía al margen de la conversación de la mesa vecina, abandonó su sitio y amablemente pidió permiso para dar su opinión sobre nuestro viaje. Acercó su silla de madera a la cabecera, el único lugar disponible. No dudó un instante cuando le ofrecimos vino, y como si hubiese estado escuchando toda nuestra discusión, luego de acomodar y alisar el plano Michelin que utilizábamos, preguntó en castellano bien entendible:

—¿Para qué viajan a Alemania?

Durante algunos segundos, todos nos quedamos callados. El dueño de El Bulli no sabía nada al respecto. Por nuestra parte, cada uno tenía intereses diferentes. Yo tomé la palabra. —Queremos ir a Berlín ahora, porque los soviéticos van a destruir varios edificios históricos que aún quedan en pie. Sabemos que hay túneles desconocidos, museos con armas secretas y otras cosas que queremos ver antes de que se destruyan. Es un viaje cultural.

La respuesta del hombre de la Torras fue terminante:

—Los comunistas ya se robaron todo hace años. Hasta el mármol de la Cancillería se llevaron en trenes. Tal vez ahora el Parlamento sea el edificio más emblemático —aseguró mientras el dueño de El Bulli confirmaba con sus gestos esos dichos.

Después de saborear el vino, continuó: —Les conviene ir por el sur, un viaje más complicado, como dicen ustedes, pero más bonito y con muchas cosas para ver. Entren por Berchtesgaden, en las afueras está la casa de Hitler y la ciudad subterránea. Sigan

luego a Munich, pasen por Frankfurt, y vayan sin falta a Nürnberg. En las dos primeras ciudades, hay “armas secretas nazis” en los museos de ciencia. Allí, en el sur, nació el nazismo. A Hitler no le interesaba ni le gustaba Berlín, nunca iba, salvo necesidad

extrema. Y mucho menos —comentó sonriendo— iría a morir allí, como ahora dicen muchos.

Con dificultad, ya que las luces eran tenues, trató de encontrar en el mapa una ciudad perdida. Acercamos la vela para ayudar en la búsqueda, que duró algunos minutos. Todos nos mantuvimos en silencio. De pronto el alemán dijo:

—Aquí, Goslar. En esta ciudad todavía hay un pequeño monumento a Ricardo Walther Darré, el argentino que fue ministro de Hitler. ¿Ustedes son argentinos, no es cierto?

—Sí, somos argentinos — respondimos casi al unísono.

Yo agregué:

—Sin embargo, sabemos muy poco de Darré. De no haberlo mencionado usted, no nos habríamos ocupado del asunto. Oí hablar de él, de su juventud en Argentina, pero nunca pensé que fuera alguien demasiado relevante.

—Yo lo conocí bien —contestó el alemán—, era muy amigo de mi padre. Muy buena persona, por cierto. Hicieron mal en juzgarlo en Nürnberg, aunque estuvo preso poco tiempo.

Aquel hombre hablaba ni más ni menos que del joven que en el relato de Fannel corría por las pampas montando en pelo y boleadoras en mano. Era un fantasma histórico, que había logrado pasar por los pliegues de la Historia sin hacer demasiado ruido. Y gracias a ese sigilo fue una figura prácticamente ignorada. Mientras la charla discurría pasó frente a nosotros el barón Thyssen con la compañera argentina. En castellano con acento porteño, denotando saber que nosotros lo éramos, la hermosa mujer saludó con un educado “buenas noches”. El dueño del restaurante, aunque absorto en los comentarios del alemán de la Torras sobre Darré, se levantó de inmediato para acompañar a la ilustre visita hasta la puerta en un gesto demasiado reverencial. Nosotros devolvimos el saludo. Después nos quedamos en silencio. En realidad, estábamos muy cansados. Entre la comida, el vino y los trabajosos preparativos, era muy tarde cuando nos retiramos. Aun sin decir nada, todos supimos que el viaje no empezaría al amanecer, demasiado cercano.

La curiosidad por saber más de Darré nos animó a invitar al alemán a comer con nosotros al día siguiente. Dudamos de que aceptara, pero lo hizo gustoso. Para evitar que viajara demasiado, quedamos en encontrarnos en La Bisbal, hermosa ciudad catalana a medio camino entre Gerona y la Costa Brava. En las afueras había otro restaurante, también una masía campesina.

Darre. el Ministro Argentino de Hitler
Darré despoja de su piel de cordero a la bestia feroz, el hasta ahora ignorado “padre del Holocausto”.
Publicada por: Ediciones b
Fecha de publicación: 07/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789501562002
Disponible en: Libro de bolsillo
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