jueves 28 de marzo de 2024
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«Los monstruos», de Vicente Muleiro y Hugo Muleiro

 

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Hace cuarenta años, en otra etapa técnica y política del terror, emergieron en la Argentina monstruos con nombre y apellido que representaron ese poder de exterminio hasta lo indecible, hasta los límites de un lenguaje que puede aun quedar intimidado por tanto horror. Esos monstruos tienen o tuvieron creencias, una historia personal, institucional, son hijos de identificables sectores sociales; se cebaron con la matanza, el sojuzgamiento y el goce perverso de los cuerpos del «enemigo» a niveles que empalidecerían a los más audaces matadores de los totalitarismos que en la historia han sido. Se llamaron Antonio Bussi, Ramón J. Camps. Se llaman Luciano Benjamín Menéndez, Jorge Antonio Bergés y Jorge Acosta.

El cuerpo del poder, pero también el poder con cuerpo. Carne contra carne. Torturador y torturado en batalla desigual, casi una no batalla, podría decirse. Los nombres propios los declaman, los denuncian; las historias personales no buscan volverlos humanos, como dicen algunos, sino alumbrar el monstruo en su completud, mirarlos de frente y auscultar sus nuevas formas en la actualidad.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo VI
Jorge Bergés: parirás con dolor

Capaz de envalentonarse al punto de advertir que ni el genocida Jorge Rafael Videla podría revertir una orden suya, corajudo para administrar las dosis de tortura a detenidos sin la menor posibilidad de defensa, pero pusilánime hasta declarar ante la justicia que solo obedeció órdenes, Jorge Antonio Bergés dice de sí mismo que cursó medicina, que adquirió esos conocimientos con el fin de «servir mejor» a su sacrosanta policía de la provincia de Buenos Aires, que le dio buenas dosis de protección y cobertura hasta varios años después de la recuperación de la democracia, en 1983. Podía, al mismo tiempo, darse por enfermo casi totalmente inmovilizado, en estado «vegetativo», y burlarse y tirar besos desde el jardín de su casa en Quilmes a personas que lo increpaban ocasionalmente, por conocer su trayectoria de apropiador de bebés y torturador.

Apenas veinticuatro horas después de ser el orientador y la guía de una sesión de torturas, para que la picana eléctrica fuera usada hasta el umbral mismo de la muerte, se presentaba en un calabozo y preguntaba a una víctima, en tono educado: «¿Cómo estás? ¿Cómo te sentís?». Asumía entonces su papel profesional, revisaba heridas, administraba calmantes y tranquilizaba: «Vas a estar bien».

El doctor, hombre de comportamiento correcto con los vecinos, como dicen algunos de ellos, tiene un extenso palmarés en maniobras para eludir ante los jueces la responsabilidad por las monstruosidades que cometió, a veces con cobertura generosa de «su» policía. El cambio progresivo de las condiciones generales en el país hizo que se le redujera su margen de acción, aunque a mediados de 2015 salió del penal/ hospital de Ezeiza, beneficiado con prisión domiciliaria, en tanto esperaba otro juicio oral ya que Jorge Julio López, el testigo desaparecido el 18 de septiembre de 2006, clave para el encarcelamiento del ex director de Investigaciones de la Policía Bonaerense Miguel Osvaldo Etchecolatz, había declarado que lo vio en la Comisaría 5º de La Plata.

El médico, junto con los ex policías Julio César Garachico, Luis Raúl Ponce y Pedro Raúl Muñoz, estaba a las puertas de otro juicio. El Juzgado Federal Nº 1 de la capital provincial concluyó en abril de 2015 la investigación preliminar y corrió vista del expediente a las partes, como es de rigor en los pasos procesales previos para elevar a juicio oral y público esta causa emanada del Circuito Camps. La imputación se refería al asesinato de Ambrosio de Marco y Patricia Dell’Orto. López declaró que en el primer día que pasó en el centro clandestino Pozo de Arana fue sacado de la celda por Etchecolatz y otros represores. Lo describió así: «Un grupo de picaneadores, en el que reconozco a algunos, como Garachico». Luego mencionó a otros que vio en la Comisaría 5º, recordó a Ponce y a Muñoz, quien le dio un cigarrillo, y a Bergés.

El incansable andar por infinidad de cuevas del terrorismo de Estado para disponer de las víctimas hasta un punto que, se dirá mucho después, puso en peligro la misma conciencia humana, es lo que motivó que se le concediera una condecoración por «Actos Distinguidos de Servicio», en resolución del 2 de noviembre de 1977. Decía:

El mencionado oficial actuó en numerosos hechos y enfrentamientos, dejando demostrado un alto grado de responsabilidad, como así también amplios conocimientos profesionales, sumamente valiosos de por sí, y una auténtica vocación policial, sin ninguna apetencia personal e impulsado solamente por su patriótico deseo de cumplir con el deber.

Así, la superioridad decidió felicitarlo y condecorarlo por «la excelente labor desarrollada».

El «doctor Mengele», como una parte de la prensa lo llamaba durante los 80 y 90, apiló estos «actos distinguidos» en los centros clandestinos del Circuito Camps, entre ellos Puesto Vasco, que funcionó en la subcomisaría de Don Bosco, partido de Quilmes, y en el COTI Martínez, Centro de Operaciones Tácticas, instalado en el Departamento Nº 16 del Cuerpo de Camineros de la Bonaerense en la localidad de Martínez, partido de San Isidro. El aparato represivo los usó especialmente para confinar a funcionarios del gobierno provincial destituido en 1976, que conducía Victorio Calabró. Los secuestrados fueron, entre otros, Ramón Miralles, ministro de Economía; Alberto Liberman, de Obras Públicas; Pedro Goin, de Asuntos Agrarios; Héctor Ballent, director de Ceremonial y Prensa; y Rubén Manuel Diéguez, diputado provincial. Coincidieron en ambos con los periodistas Jacobo Timerman, Rafael Perrota, Juan Ramón Nazar y Osvaldo Papaleo.

Ballent fue secuestrado el 15 de mayo de 1977 en La Plata y sometido a tormentos en COTI Martínez y Puesto Vasco. Liberado el 30 de septiembre de ese año, fue testigo en varios procesos en los que dio cuenta de la presencia de Bergés, entre ellos el juicio oral de 2007 contra el ex capellán de la Policía Bonaerense Christian von Wernich.

También lo inculpó en los Juicios por la Verdad, cuando declaró, en septiembre de 2000:

Un día me encuentro con este Bergés y le digo: qué pedazos de asesinos que son ustedes. Porque no solamente está (la) criminalidad en el acto de la tortura, sino la prolongación de la vida o del poder o de obligarlo a hablar al individuo, porque en la tortura uno termina agotado; si está estaqueado, termina agotado. Pero cuando comienza a flaquear, ellos tenían una botella de un litro de Efortil, entonces lo tocaban y cuando gritaba, un chorro de Efortil en la boca y lo dejaban descansar. Venía este médico, le tomaba el pulso, lo palpaba, decía: sigan o paren… Entonces yo le manifiesto: qué pedazo de criminal que sos, ¿no te da vergüenza haber estado seis años con el culo pegado a una silla para recibirte de médico y ahora practicás la medicina de esta manera?

Ballent es una de las numerosas víctimas que recordaron los cambios frecuentes de fisonomía del represor, mediante el uso o no de bigotes, barba y pelucas.

«Actos distinguidos»: Ramón Miralles quedó en manos de los represores el 23 de junio de 1977, poco después de que habían corrido la misma suerte sus dos hijos, sus dos hermanos, su esposa, su nuera y la empleada doméstica, todos capturados para forzarlo a él a que se presentara. Pero aun cuando fue secuestrado, varios de ellos siguieron en cautiverio.

El ex ministro de Economía declaró en varias instancias, como el Juicio a las Juntas y los Juicios por la Verdad. Esos testimonios fueron incorporados en los procesos a Von Wernich y el del Circuito Camps y en ellos relató que el calvario familiar comenzó cuando él puso públicamente en discusión la afirmación del interventor militar Ibérico Saint-Jean sobre un estado desastroso de las finanzas provinciales, argumento que preparaba la aplicación de un ajuste sin límites, con miles de despidos, a excepción del aparato de seguridad. «Fui a parar a COTI Martínez. Me encadenaron una semana a una cama.» El ex ministro declaró en 2000 que Von Wernich y Bergés asistían a las extensas sesiones de tortura, orientadas a que confesara o diera datos que sirvieran para acusar a Calabró. El doctor le suministraba un líquido para prevenir un fallo cardíaco.

En esas sesiones escuchó que el doctor hablaba de su necesidad de que fuera tiroteada una casa para desvalorizarla y comprarla después. Miralles fue liberado el 24 de agosto de 1978, cuando en la comisaría de Monte Grande un oficial de las Fuerzas Armadas le pidió disculpas: «Me dijeron que se había cometido un error».

Los familiares, varios secuestrados por una patota policial a cargo de Norberto Cozzani, vieron a Bergés más de una vez. Su hijo Carlos relató que su esposa embarazada fue obligada a escuchar sus gritos por las torturas y vio cómo el doctor le arrojaba un baldazo de agua, molesto porque sufría pérdidas de sangre, en tanto Julio Miralles supo de víctimas a las que les suministraba una inyección letal.

En 2012 el médico fue condenado a veinticinco años de prisión en el proceso por el Circuito Camps por estos y otros crímenes.

Jorge Antonio Bergés nació el 27 de agosto de 1942 en Avellaneda. Mientras aún vivía en la casa familiar de Alsina 210 de esa localidad, con apenas veintidós años ingresó a la Policía Bonaerense. Comenzó a estudiar medicina en La Plata en marzo de 1960, con egreso y jura como profesional el 21 de diciembre de 1972. Se especializó en ginecología en tanto avanzaba rápidamente al grado de oficial subayudante, que desempeñó en la Comisaría 3º de Avellaneda. Se casó el 5 de julio de 1967 con Silvia Magdalena Manegali, quien lo ayudará luego en sus maniobras para escapar de la justicia. El matrimonio se instaló en Lomas de Zamora. En 1973, cuando ya había nacido su primer hijo, Ramiro, el médico comenzó a trabajar en el hospital de Wilde. Se mudaron a la casa de la calle Magallanes 1441, de Quilmes. En 1974 nació la segunda hija del matrimonio, María Eugenia Bergés, y al año siguiente el tercero, Santiago. En su legajo policial está escrito que entre 1976 y 1980, cuando ya gozaba del grado de comisario, se desempeñó «en comisión» en la Dirección General de Investigaciones de la Policía Bonaerense, a cargo de Etchecolatz.

Como ocurrió con centenares de represores, la justicia se tomó su tiempo para condenarlo, en parte porque fue además uno de los beneficiarios directos de las leyes de impunidad aprobadas durante el gobierno del presidente Raúl Alfonsín. Ya el informe Nunca Más lo incluyó con testimonios en los que es llamado torturador, asesino y ladrón de niños. Sobrevivientes de la represión declararon ante la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) que lo habían visto o padecido en los centros clandestinos dependientes del Primer Cuerpo de Ejército, a cargo de Suárez Mason y Ramón Camps. Están allí también los primeros indicios de su acción sistemática en la atención de partos para apropiarse de recién nacidos y fraguar las partidas de nacimiento para darlos en adopción. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) lo denunció en particular como responsable del secuestro y posterior desaparición de Silvia Isabella Valenzi y otras veinte personas. La muchacha había sido secuestrada en diciembre de 1976 en La Plata. Tenía veinte años y llevaba un embarazo de cuatro meses. Fue torturada en centros clandestinos en los que el médico se movía con comodidad y trasladada, el 2 de abril de 1977, al Hospital Isidoro Iriarte, de Quilmes. Hasta allí la llevó Bergés. Allí dio a luz a su hija Rosa. De allí la retiró el médico en una camioneta custodiada por la Policía Bonaerense.

Una reconstrucción que pudo concretarse mucho después permitió establecer que fue llevada al centro clandestino Pozo de Banfield. Silvia Isabella fue vista allí por Adriana Calvo, testigo clave en el Juicio a las Juntas, una de las fundadoras de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos y también víctima directa de Bergés. Ella, después de haber dado a luz en condiciones pavorosas y de saber de otras víctimas que habían pasado por idéntica situación, no podía creer lo que escuchaba de boca de Silvia Isabella: que había parido en un hospital municipal, lo que le permitió dar sus datos a la partera María Luisa Martínez de González y a la enfermera Generosa Fratassi para que se comunicaran con su familia. Muchos años después supo Calvo que esa jovencita, apodada «La Gata», era Silvia Mabel Isabella Valenzi, y que no estaba delirando sobre el parto en el hospital y sus esfuerzos por salvar la vida y la de su hija.

El informe sobre maternidades clandestinas de Abuelas de Plaza de Mayo incluye el parto en el hospital, cuya guardia de obstetricia estaba a cargo del médico Horacio Justo Blanco. Este profesional se opuso a que una custodia policial ingresara a la sala de partos, como había pretendido Bergés. A las 3:15 del 2 de abril de 1977 nació la niña. Su condición de prematura hizo que fuera llevada al sector de neonatología. Pocas horas después del parto regresó Bergés, se llevó a la flamante mamá, que debía hacer reposo, y la colocó en la caja de una camioneta custodiada pero sin identificación, que la trasladó al Pozo de Banfield. Fratassi y Martínez de González le enviaron una carta anónima a la familia de Valenzi. Relataban que Rosa había nacido en el hospital de Quilmes. Poco después, fueron secuestradas e integran la lista de desaparecidos.

El doctor Blanco no solo enfrentó la orden de Bergés e impidió que una patota de represores ingresara a la sala de partos: dio testimonio sobre estos hechos ante la CONADEP, involucrando directamente al médico, a lo que atribuyó el atentado que sufrió en su casa, cometido el 24 de abril de 1987, así como la sucesión de amenazas de muerte que lo precedieron. Una bomba fue colocada debajo del automóvil que estaba en el garaje, en ese momento abierto. Aún se conmovía, veintiocho años más tarde, al recordar aquellos hechos, porque la onda expansiva por casualidad no alcanzó a sus tres hijos, quienes en ese momento tenían su dormitorio en la parte delantera del inmueble. El médico resolvió enviar a su familia a La Plata pero él se quedó en Quilmes, porque tenía que trabajar: «Dormía con un revólver debajo de la almohada. Nunca tuve custodia. ¿Quién me iba a proteger? ¿La misma policía que me había puesto la bomba?».

Además, tras el testimonio ante la CONADEP, Bergés pasaba con su auto frente a la casa de Blanco, en la calle Guido. «Pasaba impunemente con su coche. Él y la mujer pasaban por mi casa. Él no decía nada, pero la mujer algo decía, probablemente me insultaba», agregó el médico obstetra. Eran tiempos de tanta impunidad que Bergés, ante una consulta de la revista La Semana sobre el atentado, respondió con aparente ironía: «Yo puse la bomba, ¿no es cierto?». Pero Blanco no se dejó intimidar y dio testimonio en el Juicio a las Juntas, en los Juicios por la Verdad, en el proceso contra Bergés y Etchecolatz de 2004, por la apropiación de Carmen Gallo Sanz, y en el de 2010, por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención El Vesubio. Conocía a Bergés por la especialidad de ambos. Y en una entrevista realizada en 2015, recuerda con precisión que Silvia Valenzi estaba más preocupada por su hija que por sí misma. «Le dije que la nena estaba en buenas manos, que la llevaban a neonatología, que ahí iba a tener los cuidados que necesitara. Atendí el parto y ahí puse, de puño y letra en el libro, el nombre de Valenzi, la edad que tenía, que había tenido su parto. Y después de eso, creo que la dirección médica lo borró, groseramente». A la vez, la historia clínica desapareció, al tiempo que la dirección del hospital negó información a la familia.

El rastro de la recién nacida se perdió para el doctor Blanco. «No hay certificado de defunción ni hubo cuerpo. Pregunté informalmente a los neonatólogos y me dijeron que había fallecido por prematura. Pero jamás hubo cuerpo y la familia la sigue buscando.» Bergés acompañó el traslado desde el hospital en la camioneta sin identificación, según datos que reunió la hermana de Silvia, Rosaria, quien entre muchas otras acciones inició una causa en Lomas de Zamora a cargo del juez Julio Piaggio, por la cual Bergés fue detenido en 1985, «por el caso de mi hermana y por el caso Timerman y Adriana Calvo de Laborde. Queda detenido pero a los dos años lo liberan por la Obediencia Debida».

La cobertura conseguida por el médico represor en el Hospital Isidoro Iriarte fue amplia, demostrando una gran capacidad de operación territorial. La protección que le dio la Bonaerense después de 1983, junto con las complicidades de parte del sistema judicial y la falta de una política de Estado por la verdad y la justicia, crearon condiciones muy adversas para dar con el rastro de las vidas de las que Bergés dispuso, pese a que en los primeros años de democracia Enrique de Vedia dio a conocer, a nombre de la Subsecretaría de Desarrollo Humano y Familia de la Provincia de Buenos Aires, doce partidas de nacimiento firmadas por el médico represor, basándose en una investigación realizada por Abuelas de Plaza de Mayo.

Carmen Gallo Sanz, hija de los desaparecidos Aída Sanz Fernández y Eduardo Gallo Castro, ambos uruguayos víctimas del Plan Cóndor, la represión coordinada por las dictaduras del Cono Sur, nació el 27 de diciembre de 1977. Bergés asistió al parto, falsificó el acta de nacimiento y entregó a la recién nacida a un matrimonio de civiles sin vinculación con las Fuerzas Armadas, Horacio Enrique Fernández y Marta Noemí García. Concretó la entrega en una clínica de Quilmes en la que trabajaba, ubicada en Hipólito Yrigoyen 515, donde hoy funciona un bar nocturno. Veintidós años pasa- ron para que se estableciera la verdad. Clara Petrakos, quien buscaba a una hermana suya nacida en cautiverio en el Pozo de Banfield —un caso en el que se presume que Bergés no asistió al parto pero sí que pudo haber firmado el acta de nacimiento falsa—, se acercó a Carmen Gallo Sanz y la acompañó para que se hiciera estudios que determinaron la identidad verdadera. Los padres de Carmen le habían informado que era adoptada y la justicia los absolvió, porque los consideró sin responsabilidad en la apropiación, porque Bergés les había dicho que la beba había sido abandonada por una madre soltera. «A partir de eso, ellos tuvieron todo un papelerío que les hizo creer que era una adopción legal, con un abogado puesto por Bergés. Se hicieron unos trámites de adopción supuestamente legales».

Por esta apropiación, Bergés y Etchecolatz recibieron en 2004 una condena a siete años de cárcel. En el proceso, el médico negó todo; en la ampliación de declaración indagatoria se le exhibió la constancia de nacimiento de Carmen, ante lo cual tuvo que reconocer haber escrito el documento de puño y letra, firmado y sellado. Y también la dirección que figura en él, que era la de su consultorio en Quilmes. Sin embargo, como consta en el fallo, «desconoció todo lo restante del documento refiriendo que hizo toda la parte superior pero a partir de su firma en la primera parte del certificado pierde el dominio del acto.»

Compartió esta condena con Etchecolatz, visitante de su casa de Quilmes y a quien presentaba a los vecinos como amigo y compañero de trabajo. A la vivienda de la ex calle Magallanes, renombrada después Madres de Plaza de Mayo, en un barrio de construcciones bajas y árboles frondosos, el matrimonio llegó desde Lomas de Zamora como una familia común, con el hijo Ramiro, a la sazón también policía. El 21 de enero de 1974 nació María Eugenia y el 28 de enero de 1975 el tercer hijo, Santiago.

El represor que en los pozos del horror disponía de la vida y de los cuerpos y ordenaba preservar a las embarazadas con el plan de apropiarse de sus hijos, por lo que ordenaba a la tropa violar a las rehenes que no estaban encinta, actuaba correctamente en el barrio, cuidaba la casa de ladrillos a la vista, con jardín pequeño al frente, ventanal grande, rejas pintadas de verde y garaje con portón de madera. Los hijos fueron creciendo y haciéndose amigos en el barrio y él mostraba gran dedicación a sus perros, con los que gustaba jugar a solas y a los que les permitía dormir en los sillones de pana verde del living, junto a un número cambiante de gatos y frente a paredes en las que había colocado para su lucimiento escopetas, revólveres y pistolas, entre treinta y cuarenta piezas que parecían custodiar una repisa en las que se veían fotos de militares. Algunos visitantes de aquellas épocas recuerdan un olor nauseabundo en la casa, por la orina de los gatos, y momentos en los que el médico se encerraba en su habitación, carente de ventanas, aparentemente a mirar televisión.

Para muchos habitantes de la zona era imposible, en aquella época, descubrir al criminal detrás de la máscara de buen vecino, como relata el periodista Leonardo Boix en su poema «Los mandados», dedicado a la presidenta de las Abuelas, Estela de Carlotto:

Cada mañana salía,
a hacer muy contento sus mandados,
con sus perritos de raza, dálmata, el setter colorado
a buscar el diario, el pan, los cigarrillos,
a papá lo invitó incluso a su barco
para navegar por el delta del Tigre
y tomar mate, peperina
mientras el sol aplastaba los camalotes.

Los tres hijos fueron enviados al Colegio Alemán Eduardo L. Holmberg, de Quilmes, porque el padre quería que aprendieran ese idioma. A pesar de un clima de severidad, los niños tenían permiso para invitar amigos a la pileta habilitada en el patio no muy grande de la casa y se celebraban los cumpleaños. Al menos en uno de ellos estaba Etchecolatz, a quien Bergés presentó como un «amigo cercano» de la policía de Quilmes.

Bergés solía llevar de vacaciones a su familia a la ciudad costera bonaerense de San Bernardo, aunque una vez la familia viajó a Orlando, Estados Unidos. Según el relato de un vecino, eso ocurrió a fines de los 70 o comienzos de los 80. Eran épocas de prosperidad para el médico, quien ya tenía su clínica en la calle Rodolfo López en Quilmes Oeste, y también tiempos en los que la Policía Bonaerense lo condecoraba por controlar que las personas no murieran entre palizas y descargas eléctricas. Mientras sus niños crecían y festejaban cumpleaños con amigos del barrio, Bergés se dedicaba a dar en adopción a hijos de parturientas cautivas, vejadas y luego desaparecidas.

La bonanza entró en declinación cuando empezaron a caerle las causas. A mediados de los 80, aun con el avance dificultoso de la justicia, se aisló y solo salía a la calle para pasear a sus perros, comprar el diario Clarín, su preferido, y cigarrillos. Su esposa también dejó de hablar con los vecinos.

Como se dijo, testimonios reunidos por la CONADEP ya habían señalado al médico torturador pero, además, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) tomó su caso y tras presentar una denuncia judicial anunció, el 16 de febrero de 1985, que la Policía Bonaerense lo daba de baja por las acusaciones de participación en las violaciones a los derechos humanos. El testimonio del doctor Blanco, al identificarlo como responsable en el caso de Valenzi, fue un elemento fundamental. Pocos días después, el 8 de marzo, el juez federal de Lomas de Zamora, Julio Amancio Piaggio, hizo lugar al pedido de detención y procesamiento de Bergés presentado por Marcelo Parrilli, letrado del CELS y apoderado de una querella que comprendía a veintiún personas detenidas-desparecidas en el Pozo de Banfield. El arresto se produjo después de los testimonios del periodista Jacobo Timerman y del director de Ceremonial durante el gobierno de Victorio Calabró, Héctor Mariano Ballent, quienes lo habían visto supervisando torturas y atendiendo a detenidos en varios centros clandestinos. En particular, Timerman declaró que el médico estuvo presente «durante y después de las sesiones de tortura », colaborando con los represores en Puesto Vasco, y en el despacho del entonces jefe de la Policía Bonaerense, general Ramón Camps, en varias ocasiones.

Ante la orden de detención, el represor eligió, en principio, una táctica que aplicó después en otros procesos, negarse a la declaración indagatoria. Quedó procesado, a disposición del juzgado, y fue llevado a la división Avellaneda de la Policía Federal Argentina. Pero el CELS, a través de Parrilli, denunció que Bergés no estaba recluido en celda o calabozo y que se le permitía circular «libremente por todas las dependencias de la unidad policial», además de dormir «algunas noches en su propio domicilio». Eran las primeras evidencias de la cobertura que los aparatos policiales y militares daban a los acusados de los delitos más aberrantes. Parrilli reclamó a Piaggio una inspección ocular de la delegación policial y que impusiera al acusado condiciones de detención que guardaran correspondencia con la envergadura de las acciones atribuidas, descriptas por Timerman en el Juicio a las Juntas:

Había otra persona que me tiraba de la lengua para afuera y me ponía un instrumento en la boca para que no pudiera, pienso, apretar los dientes o morder la lengua. También me apuntaba constantemente al corazón y constantemente me tocaban la cintura, no sabría decir por qué motivo. Después de la sesión de tortura me quedé bastante mal, especialmente con un terrible dolor en las encías, en donde me habían aplicado descargas eléctricas, me tiraron en una celda, me gritaron «flojo» y ese tipo de cosas. Yo estaba todavía tapiado y una persona se acercó a la reja y me preguntó cómo me sentía, y le dije que me sentía muy mal. Me dijo: sáquese la venda de los ojos. Me la saqué, me miró las encías y me dijo: no le va a pasar nada, no se preocupe, yo soy el que lo atendí en la cama. Era el doctor Bergés.

Camps interrogaba al periodista entre sesiones de tortura porque quería obtener una confesión en contra de los Graiver, dado el plan dictatorial de entregar Papel Prensa a Clarín y sus socios. El doctor le dio un consejo: «Sea realista, diga las cosas que le piden porque si no le inyecto algo y usted va a hablar sin fin todo lo que nosotros queremos».

El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas se sirvió de las debilidades políticas del gobierno y, al tomar a su cargo la causa que instruía Piaggio, le dio la libertad a Bergés en diciembre de 1985. Semanas después el entonces jefe de la Bonaerense, Walter Stefanini, se basaba en esta decisión de la «justicia militar» para anunciar que el médico se reincorporaba a sus funciones en la Dirección de Servicios Sociales. Aún en este contexto lleno de trabas y contramarchas, en abril de 1986 la Cámara Federal se encaminó a la primera condena al médico torturador. Le dictó prisión preventiva, junto al comisario retirado Luis Héctor Vides, por los delitos de tormentos a personas privadas ilegalmente de la libertad. El tribunal estableció que su tarea había sido, desde marzo de 1976, vigilar los límites de la tolerancia física en las sesiones de tortura, y le trabó embargo por 30.000 australes para afrontar la indemnización por los daños causados.

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