martes 25 de marzo de 2025
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Adelanto de «La conquista discográfica de América Latina», de Sergio Ospina Romero

A principios del siglo XX la Victor Talking Machine Company lideraba la industria discográfica en los Estados Unidos, pero para que los fonógrafos que fabricaban fueran un producto comercialmente atractivo, necesitaban de una amplia y variada oferta de discos, con músicas y sonidos de todas partes del mundo. Es por eso que, así como otras empresas extraían recursos naturales, las discográficas salieron a la conquista de recursos culturales. Este libro relata la trama de las más de veinte expediciones de grabación fonográfica que los scouts de la Victor realizaron por América Latina y el Caribe entre 1903 y 1926.

En una investigación minuciosa y exhaustiva, Sergio Ospina Romero nos lleva por un recorrido a través de asuntos como imperialismo, improvisación, fonografía, transculturación, colonialismo, capitalismo, modernidad, cosmopolitismo, deseo e, incluso, chistes intraducibles. Además de estudiar las implicaciones sociales, políticas, económicas y culturales de la invención del fonógrafo, muestra cómo la tecnología de la grabación sonora dio lugar a un negocio sin precedentes y cómo la música y el sonido grabado han forjado nuestras identidades culturales, a la vez que nos recuerda que tanto la industria del entretenimiento como la globalización son fruto de procesos históricos de muy larga data.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

La Victor y el imperio (mercantil) de los Estados Unidos

El número de marzo de 1912 de la revista The Voice of the Victor incluyó una reproducción a doble página de un aviso publicitario que la Victor había publicado el mes anterior en The Saturday Evening Post y que, en opinión de la compañía, había “causado una impresión sobrecogedora en los millones de personas que leen ese periódico”. Aunque el aviso llevaba el título “El centro musical más grande del mundo”, no mostraba una sala de conciertos ni nada por el estilo, sino la inmensa fábrica de la Victor en Camden.

El retrato del emporio de veintidós edificios, emanando humo industrial a orillas del río Delaware, contrastaba con la ilustración diminuta del pequeño taller de 1898 –“lugar de nacimiento de la Victor”– en una de las esquinas del anuncio. A la vez que se jactaba de la “interminable procesión” de artistas que venían diariamente a hacer grabaciones a los cuarteles de la Victor, el texto del aviso insistía en que el estudio de grabación –localizado en el séptimo piso del edificio cinco– superaba en trascendencia a auditorios como los de la Ópera Metropolitana de Nueva York, el Covent Garden de Londres, La Scala de Milán, la Ópera Real de Berlín y la Ópera de París. “Dentro de los cuatro muros de este edificio”, decía, “se escucha, día tras día y año tras año, música en todas sus formas como ningún otro lugar en el planeta ha escuchado. Y a diferencia de la música que se escucha en cualquier otro lugar, que es solo un placer momentáneo que se termina con cada ejecución, la música de la Victor vive para siempre”. El comentario indicaba además: “cada palabra es cierta (…) justo como cantan en el laboratorio de la Victor son escuchados en discos Victor en hogares de todos los rincones de la Tierra”.

A pesar de la estimación hiperbólica de sus actividades musicales, no había duda de que el negocio de la Victor había prosperado desde sus orígenes en 1901. Si algo era veraz en el anuncio era la narrativa implícita de crecimiento expresada en la comparación entre el taller donde trabajaba Johnson en 1898, todavía bajo la tutela de Berliner, y la masiva operación industrial de la fábrica de Camden en 1912. No solamente el panorama a nivel de ventas y ganancias resultaba muy promisorio, sino que la marca Victor ya se encontraba bien establecida en casi todo el mundo. De modo que había buenas razones para presumir. Curiosamente, sin embargo, la jactancia de la Victor había empezado mucho antes, prácticamente desde su creación, cuando en realidad no había muchas cosas por las cuales alardear.

Ya en 1902, por ejemplo, cuando Victor era todavía una marca más biendesconocida en Estados Unidos, un aviso publicitario en The Cosmopolitan anunciaba “[una] nueva era en máquinas parlantes”, afirmando además que los gramófonos de la Victor “superaban a los de cualquier otra marca” y que ya eran “vendidos por más de diez mil tiendas a lo largo y ancho de Estados Unidos”. Similarmente, en 1906, la compañía le informaba a sus distribuidores: “El notable crecimiento del negocio de las máquinas parlantes ejemplificado por la Victor ha sido un prodigio muy revelador para todo el mundo. La solidaridad y la permanencia de la industria de las máquinas parlantes es ahora incuestionable”. Y continuaba, pero ahora en clave bíblica, “todo el mundo ama la música, y sobre esta roca firme el negocio ciertamente crecerá y prosperará”. Eventualmente, las cifras les darían la razón, y lo que al comienzo no eran sino delirios de grandeza terminarían siendo, en el corto plazo, una caracterización más o menos precisa del liderazgo de la compañía dentro de la industria.

La trayectoria de la Victor Talking Machine Company durante la primera década del siglo XX se asemeja, en varios sentidos, a la trayectoria de Estados Unidos en su progresiva constitución como poder imperial desde comienzos del siglo XIX. No es solo que el crecimiento económico y geográfico de los Estados Unidos –desde el provincialismo de las trece colonias a su poder global luego de la Primera Guerra Mundial– es comparable al progreso corporativo de la Victor, sino que las prácticas de auto-ensalzamiento de la compañía parecen haberse inspirado en el ejemplo del país.

Cuando el presidente James Monroe expidió la célebre “doctrina” que lleva su nombre a finales de 1823, por ejemplo, la proclamación resultó casi ridícula en la arena internacional. Como respuesta a lo que los líderes norteamericanos asumían como un potencial restablecimiento de los imperios europeos en América Latina, y por tanto, como una amenaza a sus propias ambiciones en la región, la doctrina Monroe establecía que “cualquier intento” por parte de los poderes europeos “de extender su sistema a cualquier porción de este hemisferio” se consideraría “peligrosa” para la “paz y seguridad” del continente, además de “una disposición hostil hacia los Estados Unidos”.

En su momento, la mayoría de gobiernos europeos no le prestaron mucha atención a la advertencia de Monroe, e incluso algunos líderes en el viejo mundo “la desdeñaron como un gesto arrogante digno de desprecio internacional”, considerando que “los Estados Unidos carecían del poder naval y militar para hacerla cumplir”. En cuanto a los latinoamericanos, su interés en la doctrina se desvaneció pronto y la doctrina misma cayó en el olvido por el resto del siglo XIX. No obstante, el espíritu de la doctrina Monroe instigaría y sostendría eventualmente los avances imperiales y el incesante intervencionismo de los Estados Unidos en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo XX.

Hablar de las trayectorias análogas de entidades políticas y comerciales es mucho más que una alegoría. Compañías disqueras como Victor, Pathé, Gramophone y Odeon forjaron sus propios imperios comerciales en conjunción con la configuración de una nueva era imperial fomentada por las iniciativas (neo)coloniales de Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania en varios lugares del planeta. En virtud de alianzas explícitas e implícitas con sus contrapartes políticas, las compañías disqueras sacaron ventaja de recursos y redes imperiales al mismo tiempo que proveían otros recursos y redes para el despliegue colonial de dichas naciones. Así pues, la Victor se benefició de las estructuras imperiales y de las esferas de influencia económica y cultural de los Estados Unidos en América Latina. Pero de igual forma, al enviar comitivas de scouts de grabación con miras a abrir nuevos mercados para sus máquinas parlantes, la Victor también estaba abriendo mercados para otros bienes industriales norteamericanos.

América Latina era sin duda una región crucial tanto para el proyecto de liderazgo hemisférico de los Estados Unidos como para la búsqueda transnacional de nuevos mercados por parte de la Victor. Más aún, la expansión global de la empresa estuvo moldeada por el nuevo escenario de modernidad mecánica y de producción industrial fomentado por el taylorismo y el fordismo. Como veremos, pocos proyectos tipifican esta era tan claramente como la construcción de la colosal fábrica de la Victor en Camden. La acelerada mecanización de la industria musical respondió a una demanda y a un consumo masivo de música grabada (y portátil) sin precedentes. La demanda por novedades musicales iba de la mano con la demanda por más copias de los mismos discos y de las máquinas parlantes para reproducirlos. Tal maquinismo y la configuración imperial del mundo moderno a comienzos del siglo XX son dos caras de la misma moneda. En pocas palabras, al mismo tiempo que tomaba forma y se consolidaba el “imperialismo de la era mecánica”, para usar la expresión propuesta por Jeremy Lane, también lo hacía la industria musical del disco.

Los contornos del imperio moderno de los Estados Unidos se forjaron entre la década de 1870 y la de 1910, en el marco del posicionamiento del país con respecto al escenario económico y geopolítico de la época, pero también como continuación de aventuras coloniales de antaño. El asentamiento de los puritanos ingleses en Norteamérica en el siglo XVII y la expansión del país republicano hacia el occidente –con la correspondiente anexión de millares de kilómetros cuadrados que antes pertenecían a España, Francia y México– fueron proyectos impulsados por la idea del “destino manifiesto” de la nación así como por discursos sobre la necesidad de “civilizar” sociedades y territorios.

La diferencia crucial en el paso del siglo XIX al XX, la era imperial como tal, fue la escala de las operaciones industriales, comerciales y militares, el creciente liderazgo del país en la arena geopolítica, y el alcance global de sus empresas coloniales, extendidas por el Caribe, África Occidental, el sudeste asiático y el Océano Pacífico. De igual forma, mientras la historia de la conquista de los territorios norteamericanos es ciertamente una historia de encuentros con poblaciones “foráneas” dentro del propio país, la expansión imperialista de Estados Unidos a comienzos del siglo XX fomentó encuentros renovados con otros mundos culturales, pero ahora a escala global.

A diferencia de las prácticas de exterminio que predominaron en las interacciones con las poblaciones nativas de Norteamérica, el involucramiento moderno con extranjeros –bien como fuerza laboral importada o como consumidores transoceánicos– fue esencial para la agenda imperial de Estados Unidos. Aunque el ánimo de lucro reinaba dentro de las motivaciones que impulsaban el imperialismo moderno estadounidense, su materialización se llevó a cabo en medio de acalorados debates sobre cómo manejar el influjo masivo de inmigrantes al país y cómo controlar el comportamiento –o garantizar el autogobierno– de los pueblos “bárbaros” en el extranjero. Pero no se trataba solamente de la diseminación global de productos manufacturados o de modelos culturales norteamericanos.

Una práctica crucial del imperio estadounidense, pregonada entre otros por el presidente Theodore Roosevelt, era la apropiación de algunas de las “virtudes bárbaras” de aquellos pueblos extranjeros, es decir, la habilidad de sacar provecho de otros recursos además de su trabajo o su dinero. Como veremos, estas virtudes incluían no sólo sus estilos de vida “premodernos”, idealizados como antídotos potenciales en contra de los males del mundo urbano y moderno, sino su capital cultural inmaterial, codiciado como fuente de gratificación exótica. De este modo, la música y el talento terminarían convirtiéndose, como también discutiremos luego, en materias primas valiosas y extraíbles: divisas intangibles a través de redes imperiales transnacionales.

El crecimiento del aparato imperial de Estados Unidos tuvo muchos frentes, pero se destacó en asuntos de poder militar, burocracia, comercio y trabajo industrial. Contrario a la conquista del continente norteamericano en el siglo XIX, el propósito central durante la era imperial a comienzos del siglo XX no era consolidar el mapa del país. Como Matthew Jacobson ha indicado, la justificación detrás de muchas de las iniciativas internacionales de Estados Unidos era tener un asidero hacia algo más. Las vidas y los territorios en Hawái, Cuba, Puerto Rico, Panamá, Guam y las Filipinas no eran sino un peldaño hacia la consolidación de su dominio global; independientemente de sus recursos específicos y diversos, aquellas vidas y aquellas tierras representaban, en primer lugar, una oportunidad para fortalecer la infraestructura imperial en la forma de bases navales, rutas de carga, puertos comerciales en jurisdicciones especiales y reservas de hidrocarburos; y con ello, representaban primordialmente una oportunidad para extender la influencia de Estados Unidos en el mundo.

En este sentido, la historia del imperio estadounidense es, en esencia, el recuento de cómo la articulación de fuerzas económicas, militares y culturales, al amparo de una sólida entidad política, impuso sobre incontables personas alrededor del mundo la necesidad de orbitar a su alrededor. Orbitar aquí no es solo una metáfora. En la medida en que el imperio conquistaba casi “todos los rincones de la Tierra”, como la Victor se jactaba también con respecto a la circulación de sus discos, se fue haciendo prácticamente imposible escapar a su influencia, sus normas, y su hegemonía. Era sin duda un tipo diferente de imperio, muy distinto a otros en el pasado, pero no por ello menos despiadado o ambicioso. A la vez que se trataba de un imperio de carne y hueso era inevitablemente un imperio de los sentidos, y aquello, a la larga, le aseguraría su dominio y su legado.

Como ha mostrado Victoria de Grazia, en lugar de demarcar una división certera entre los ámbitos comercial y político, el presidente Woodrow Wilson insistía en que las artes de vender y gobernar estaban “interrelacionadas en perspectiva y alcance”. Junto con su retórica de construcción de paz en vista del espectáculo internacional de la Primera Guerra Mundial, había también una agenda económica de estandarización: otra de las fuerzas que impulsaba el curso del imperialismo comercial estadounidense. Aglutinar a la sociedad en un estilo de vida compartido, y con ello, en patrones homogéneos de consumo era, a los ojos de Wilson, una forma eficiente de evitar conflictos. En otras palabras, la paz mundial era un asunto de superar barreras tanto ideológicas como de gusto. Mientras instaba a una audiencia de empresarios en 1916 a “salir y vender los bienes que harán el mundo más cómodo y feliz, y a convertirlos a los principios de los Estados Unidos”, Wilson estaba en realidad interesado en “un tráfico global tanto de valores como de mercancías”. Es por ello que De Grazia se refiere, acertadamente, a la irrefrenable expansión del dominio económico norteamericano a comienzos del siglo XX como un “imperio mercantil”. En sus propias palabras:

Sus perímetros más distantes estuvieron marcados por las ambiciones insaciables de mercados globales que tenían sus compañías más prominentes, los territorios de ventas trazados por agencias estatales y empresas privadas, la vasta influencia de sus redes comerciales, el reconocimiento de sus marcas más famosas y la íntima familiaridad con el estilo de vida norteamericano que todo esto suscitaba en personas alrededor del mundo.

El dinamismo de este imperio venía, sin duda, de la cultura consumista que había estado impregnando la vida cotidiana tanto en Estados Unidos como en el extranjero. Una de las principales columnas de su reino era la falsa sensación de paz y satisfacción que generaba la adquisición de bienes manufacturados en Estados Unidos y que era reforzada por una avalancha de publicidad en múltiples formatos. Siempre que fuera necesario, su mandato era respaldado por la fuerza militar, aunque el principal enemigo a vencer era la competencia. De allí que buena parte de su éxito dependiese del desmantelamiento del monopolio que tenía Europa en la arena del comercio internacional. Pero la disputa imperial no era solo por mercados locales alrededor del planeta sino también por la imposición de ideas específicas sobre asuntos de jerarquía cultural y distinción social. Dicho de otro modo, en el novedoso campo de batalla del consumo masivo, Estados Unidos luchaba por el establecimiento de los valores modernos, ya no desde las aspiraciones de la burguesía europea sino desde el modelo de la cultura consumista norteamericana.

Tales dinámicas eran evidentes en la forma de promocionar y comercializar sus productos en el extranjero: desde aspiradoras y carros hasta cigarrillos y fonógrafos. Por ejemplo, como he discutido en detalle en otro lugar, la introducción de pianos automáticos de origen estadounidense en América Latina implicó una dura competencia en contra de los fabricantes europeos de instrumentos. Sin embargo, en lugar de promover nuevos referentes simbólicos de respetabilidad musical, los empresarios norteamericanos capitalizaron en las imágenes e historias asociadas con la larga tradición pianística europea.

A la vez que Estados Unidos seguía el derrotero de los poderes coloniales europeos de antaño, también desarrolló nuevos modelos de colonialismo e imperialismo tocados de mercantilismo. En otras palabras, a partir de sus iniciativas imperiales, Estados Unidos logró hacer del consumismo una tendencia global, y con ello, eludir la soberanía de las naciones sobre sus espacios públicos y culturales. A veces, la consolidación de su influencia suponía intervenciones directas como aquellas capitaneadas por Teddy Roosevelt y la mayoría de sus sucesores en la Casa Blanca. Más a menudo, sin embargo, la invasión comercial del imperio mercantil estadounidense operaba con base en mecanismos sutiles concebidos para que tanto las personas como los gobiernos acatasen la forma norteamericana de hacer las cosas. Desde la famosa diplomacia del dólar hasta un sinnúmero de estrategias de mercadeo que promovían la “lealtad” con marcas norteamericanas, el poder imperial se nutrió más de normas implícitas de “buenas prácticas” que de la imposición de leyes oficiales a la fuerza. Aunque los aparatos militar y burocrático del imperio siempre estuvieron activos, la efectividad de su dominio –especialmente en el mercado internacional– dependía primordialmente de relaciones de poder diseminadas por doquier e integradas, como diría Michel Foucault, “a la entera red de lo social”. Atrapados en fantasías de libre elección y democracia social –concebidas como estandartes de la cultura del consumo– millones de personas alrededor del mundo terminaron siendo gobernadas por un imperio sin ser realmente conscientes de ello.

El planteamiento de Wilson con respecto a la integración de los ámbitos político y comercial era mucho más que una viñeta en su discurso. La verdad era que los empresarios norteamericanos inclinados al comercio internacional estaban respaldados incondicionalmente por el gobierno; mucho más de lo que estaba dispuesto cualquier otro gobierno de la época, incluyendo el Reino Unido. Algunas de las iniciativas en ese frente incluyeron la exención de impuestos sobre ingresos obtenidos en el extranjero y la ley Webb-Pomerene de 1919, que liberó a las empresas involucradas en negocios internacionales de las regulaciones legales contra la formación de monopolios en Estados Unidos. De lejos, la agencia gubernamental que más respaldó los esfuerzos por exportar la cultura consumista fue el Departamento de Comercio Extranjero y Doméstico (Bureau of Foreign and Domestic Commerce, o BFDC), establecido en 1912 pero particularmente poderoso durante los años veinte bajo la dirección de Herbert Hoover. El congreso incrementó el presupuesto del BFDC en varios millones, y para el momento en que Hoover se convirtió en presidente del país, lo que originalmente era una oficina de cien empleados se había convertido en una agencia con dos mil quinientos funcionarios.

Aunque no tengo evidencias aún de los beneficios específicos que la Victor pudo obtener del BFDC, la compañía ciertamente tenía conexiones útiles en Washington D.C. y hacía uso habitual del cabildeo (o lobbying), junto con otras empresas, para influenciar al Congreso norteamericano. En 1911, por ejemplo, The Voice of the Victor cubrió la visita de Lewis N. Clement, presidente de la Asociación Nacional de Comerciantes de Pianos, a la planta de la Victor en Camden. Clement iba de camino a Washington D.C. “a reunirse con el Comité de los 100 en respaldo a los esfuerzos para hacer que el Congreso, a través de un subsidio naval y otras legislaciones, ayude en el establecimiento de una flota mercante digna de nuestra reputación actual entre las naciones”.

Para Estados Unidos, involucrarse en el comercio internacional no era realmente una opción. Para finales del siglo XIX, como muestra Jacobson, la sobreproducción de bienes industriales llegó a superar la capacidad del consumo doméstico. Estando al borde de un mercado saturado, se hizo indispensable encontrar consumidores afuera. Así pues, de la misma manera en que los inmigrantes eran requeridos como fuerza de trabajo adicional, las personas alrededor del mundo eran idealizadas como consumidores potenciales. En todo ello, una retórica civilizatoria, convenientemente articulada con el ímpetu comercial, predominaba en los discursos: ser civilizado y moderno significaba ser un consumidor de bienes industriales, de modo que parte de la misión de Estados Unidos como ente civilizador era crear la necesidad –o el deseo– por el consumo de sus productos manufacturados. Por otra parte, el sostenimiento de tal rol “civilizador” exigía la administración estratégica de los hábitos de consumo de diversas sociedades “bárbaras” y la saturación controlada de sus mercados. Y efectivamente, a pesar de las olas de depresión y pobreza que sufrió Estados Unidos en distintos momentos entre las décadas de 1870 y 1910, las cifras de exportación fueron cada vez más impresionantes.

Mientras la retórica de sobreproducción y de saturación del mercado doméstico era constantemente reiterada por políticos, expertos en economía y agentes culturales, los negocios industriales norteamericanos disfrutaban de un ambiente de negocios favorable que los estimulaba a procurar operaciones internacionales. Dicho en breve, el comercio internacional era prácticamente el curso natural de acción. Y al igual que los directivos de muchas otras empresas en diversas áreas de negocios, las cabezas de Edison, Columbia, y especialmente de la Victor no lo pensaron dos veces cuando tuvieron la oportunidad de alcanzar clientes y consumidores alrededor del planeta.

En una investigación minuciosa y exhaustiva, Sergio Ospina Romero muestra cómo la tecnología de la grabación sonora dio lugar a un negocio sin precedentes y cómo la música y el sonido grabado han forjado nuestras identidades culturales, a la vez que nos recuerda que tanto la industria del entretenimiento como la globalización son fruto de procesos históricos de muy larga data.
Publicada por: Gourmet Musical
Fecha de publicación: 08/01/2024
Edición: primer edición
ISBN: 978-987-3823-95-4
Disponible en: Libro de bolsillo

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