martes 16 de abril de 2024
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«Creatividad S.A.», de Ed Catmull

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Creatividad, S.A. Como llevar la inspiración hasta el infinito y más allá es una obra de Ed Catmull, presidente de Pixar Animation y Disney Animation. Es un libro ideal para aquellos profesionales que deseen potenciar sus iniciativas y que también les permitirá conocer cómo funciona el centro neurálgico de Pixar Animation.  Además, hace referencia a cómo se construye una cultura creativa, pero también, como afirma su autor es un reflejo de las ideas que «hacen aflorar lo mejor que llevamos dentro». A continuación, el capítulo número tres a modo de adelanto:

3

Una meta precisa

Para forzar un aprendizaje rápido no hay nada como la ignorancia combinada con una imperiosa necesidad de éxito. Lo sé por propia experiencia. En 1986 me convertí en presidente de una nueva empresa de hardware cuyo negocio principal era vender el Pixar Image Computer.

El único problema era que yo no sabía lo que estaba haciendo.

Vista desde fuera Pixar parecía probablemente la típica start-up de Silicon Valley. Por dentro, sin embargo, no lo éramos en absoluto. Steve Jobs nunca había fabricado o comercializado antes una máquina de gama alta, de manera que no tenía ni la experiencia ni la intuición necesarias para hacerlo. Carecíamos de vendedores y de gente de marketing, y no teníamos ni idea de dónde encontrarlos. Steve, Alvy Ray Smith, John Lasseter y yo no sabíamos una palabra de cómo dirigir la clase de negocio que acabábamos de empezar. Nos estábamos hundiendo.

Yo estaba acostumbrado a trabajar con un presupuesto y nunca había sido responsable de la cuenta de pérdidas y ganancias. No sabía gestionar un inventario, ni cómo asegurar la calidad ni ninguna de las demás cosas que una empresa que pretende vender productos debe dominar. No sabiendo adónde más recurrir, recuerdo haber comprado un ejemplar de Buy Low, Sell High, Collect Early, and Pay Late: The Manager’s Guide to Financial Survival, de Dick Levin, un libro de gestión muy popular entonces y que devoré de una sentada.

Leí muchos de esos libros y me propuse convertirme en un gestor mejor y más eficaz. La mayoría, según pude ver, vendía una especie de simplicidad que parecía dañina porque ofrecía una falsa seguridad. Esos libros estaban llenos de frases pegadizas del tipo «Atrévase a fracasar» o «Siga a la gente y la gente le seguirá a usted», o «¡Foco!¡Foco!¡Foco!». (Este último era mi ejemplo favorito de antiayuda. Cuando lo escucha la gente asiente con la cabeza como si se le acabase de ofrecer una gran verdad sin caer en la cuenta de que se está desviando del problema más grave: decidir en qué se debería centrar. En este consejo no hay nada que me proporcione la menor idea acerca de cuál debería ser mi foco de atención o cómo aplicar mi energía en él. Acaba siendo un consejo sin sentido.) Esos eslóganes se ofrecían como conclusiones —como sabiduría— y puede que lo fueran. Pero ninguno de ellos me dio la menor clave sobre qué hacer, o en qué centrar mi atención.

Una de las cosas que debíamos resolver durante los primeros días de Pixar era el yin y el yang de trabajar con Steve. Su determinación de triunfar y su predisposición a pensar a lo grande eran muchas veces estimulantes. Por ejemplo, insistió en que Alvy y yo abriéramos puntos de venta de Pixar Image Computer por todo el país, una apuesta audaz que a nosotros nunca se nos hubiese ocurrido nada más empezar. Alvy y yo pensábamos que sí, que estábamos vendiendo un producto sexy, pero ello implicaba que había un límite natural en la magnitud de su mercado. Sin embargo, por venir del mundo de los ordenadores de consumo, Steve nos obligó a pensar más allá. Si teníamos que vender eso, razonaba, necesitábamos tener presencia a escala nacional. Al principio Alvy y yo no estábamos seguros de cómo hacerlo, pero apreciábamos la visión de Steve.

Sin embargo, esa visión entrañaba algo más: un inusual estilo de relacionarte con las personas. Muchas veces Steve se mostraba impaciente y brusco. Cuando asistía a reuniones con clientes potenciales no dudaba en echarlos si intuía mediocridad o falta de preparación, una táctica escasamente constructiva cuando tratas de hacer un negocio o establecer una base de clientes fieles. Era joven y determinado y todavía inconsciente del impacto que causaba en los demás. Durante los primeros años que pasamos juntos no «fichaba» a gente normal, es decir, a personas que no dirigieran empresas o que careciesen de confianza personal. Su sistema para tomar la medida de una reunión era decir algo definitivo y ofensivo —«Estos gráficos son una mierda» o «Este acuerdo es una porquería»— y observar la reacción de la gente. Si tenías el valor de replicarle muchas veces lo respetaba, y su forma de averiguar qué pensabas y si tendrías arrestos para mantenerlo era mirarte burlonamente y registrar después tu respuesta. Verle actuar me recordaba un principio de la ingeniería: lanzar un sonido agudo —como hace el delfín al usar la ecolocalización para determinar la posición de un banco de peces— puede darte a conocer aspectos cruciales del entorno. Steve usaba la interacción agresiva como una especie de sonar biológico. Era su forma de tomarle la medida al mundo.

Mi primer cometido empresarial como presidente de Pixar fue encontrar y contratar gente válida, un núcleo de empleados que nos ayudara a solventar nuestras deficiencias. Si nuestro negocio iba a ser la venta de hardware, debíamos crear unos departamentos de fabricación, ventas, servicio y marketing adecuados. Recurrí a amigos que habían puesto en marcha sus empresas en Silicon Valley y les pedí toda clase de información, desde los márgenes de beneficios y precios hasta las comisiones y la relación con los clientes. Aunque fueron generosos con sus consejos, la lección más valiosa que obtuve me llegó de los fallos de tales consejos.

La primera cuestión fue muy básica: ¿cómo saber cuánto debíamos cobrar por nuestra máquina? Los presidentes de Sun y Silicon Graphics me dijeron que empezase con una cifra alta. Si empiezas alto, dijeron, siempre puedes reducir el precio; si lo ofertas a la baja y más tarde necesitas subir el precio, únicamente conseguirás disgustar a los clientes. De manera que, de acuerdo con los márgenes de beneficio que buscábamos, decidimos poner un precio de 122.000 dólares por unidad. Grave error. El Pixar Image Computer se ganó de inmediato fama de ser potente pero demasiado caro. Cuando más tarde bajamos el precio descubrimos que lo que todo el mundo recordaba era nuestra fama de caros. Pese a nuestros intentos de corregirlo se mantuvo la primera impresión.

El consejo sobre precios que me dieron —gente inteligente y experimentada y bienintencionada— no era únicamente erróneo sino que nos impidió plantear las cuestiones adecuadas. En lugar de hablar acerca de si era más fácil bajar los precios que subirlos deberíamos habernos dedicado a solventar asuntos más importantes, como la manera de satisfacer las expectativas de nuestros clientes o cómo seguir invirtiendo en desarrollar software para que los clientes que compraron nuestro producto pudieran darle un uso mejor. En retrospectiva, cuando reclamé el consejo de esas personas más experimentadas solo buscaba respuestas sencillas a cuestiones complejas —haz esto, no aquello— porque no estaba seguro de mí mismo y me sentía estresado por las exigencias de mi nuevo puesto. Pero las respuestas simples, como el consejo sobre precios «empieza alto», tan seductor en su racionalidad, me distrajeron y me impidieron plantear preguntas más fundamentales.

En aquel momento éramos una empresa que fabricaba ordenadores, por lo que debíamos aprender a toda velocidad qué implicaba eso. Fue entonces cuando recibí una de las lecciones más valiosas de mis primeros días en Pixar. Y dicha lección vino de una fuente inesperada: la historia de la manufactura en Japón. Nadie piensa en una cadena de montaje como un lugar donde se genere creatividad. Hasta el momento yo había asociado la fabricación más con la eficiencia que con la inspiración. Pero no tardé en descubrir que los japoneses habían encontrado la manera de hacer que la producción fuera una labor creativa en la que participaran los trabajadores: una idea radical y contra toda intuición en aquella época. De hecho, los japoneses tenían mucho que enseñarme sobre cómo construir un entorno creativo.

Después de la Segunda Guerra Mundial y mientras Estados Unidos entraba en un prolongado período de prosperidad, Japón luchaba duramente por reconstruir su infraestructura. Su economía había sido doblegada, su base manufacturera estaba crónicamente bajo mínimos y paralizada por su fama de ínfima calidad. Recuerdo que de niño, en los años cincuenta, los productos japoneses se consideraban inferiores, incluso una porquería. (Hoy no hay un término comparativo. Que en una etiqueta ponga «Made in Mexico» o «Made in China» no entraña una connotación negativa similar a la de «Made in Japan» entonces.) Por el contrario, en aquellos años Estados Unidos era una potencia manufacturera y la industria del automóvil estaba a la cabeza. La Ford Motor Company había sido pionera en la cadena de montaje que avanzaba suavemente, lo cual era crucial para producir grandes cantidades de productos a precios bajos y que, en efecto, revolucionó el proceso de fabricación. No mucho después todos los fabricantes de automóviles de Estados Unidos habían adoptado la práctica de llevar el producto de un trabajador a otro mediante algún tipo de cinta de transporte hasta que se completaba el ensamblaje. El tiempo ahorrado se traducía en beneficios enormes y muchas otras industrias, desde la de los electrodomésticos hasta las del mobiliario o la electrónica, siguieron la estela de Ford. El mantra de la producción en masa era: mantén en marcha la cadena de montaje pase lo que pase porque es así como mantienes alta la eficiencia y bajos los costes. El tiempo perdido significaba dinero perdido. Si un producto determinado de la cadena era defectuoso, lo retirabas inmediatamente pero manteniendo siempre la cadena en marcha. Para asegurarse de que el resto de los productos estaban bien, se dependía de los inspectores del control de calidad. Prevalecía la jerarquía. Únicamente a los directivos de rango superior se les concedía la facultad de parar la cadena.

Pero en 1947 un estadounidense que trabajaba en Japón le dio la vuelta a esa forma de pensar. Se llamaba W. Edwards Deming, y era un estadístico famoso por su conocimiento del control de calidad. A petición del Ejército de Estados Unidos se trasladó a Asia para ayudar a planificar el censo de los japoneses de 1951. Una vez allí se involucró profundamente en las tareas de reconstrucción y terminó enseñando a centenares de ingenieros, directivos y profesores japoneses sus teorías acerca de la mejora de la productividad. Entre los que fueron a escuchar sus ideas se encontraba Akio Morita, el cofundador de Sony, una de las muchas empresas japonesas que aplicaron sus conceptos y obtuvieron su recompensa. Por aquellas fechas Toyota también instituyó formas radicalmente nuevas de entender la producción de acuerdo con la filosofía de Deming.

Más tarde se acuñarían algunas frases para describir esos planteamientos revolucionarios —«producción justo a tiempo» o «control de calidad total»—, pero su esencia era esta: la responsabilidad de encontrar y solucionar problemas debe ser asignada a cada empleado, desde el más alto directivo hasta la última persona de la cadena de producción. Deming creía que si alguien de cualquier nivel detectaba un problema en el proceso de fabricación debía ser animada (y eso se esperaba de ella) a detener la cadena de montaje. Las empresas japonesas que adoptaron las ideas de Deming dieron facilidades a los trabajadores para que lo hicieran: instalaron una cuerda de la que cualquiera podía tirar para detener la producción. No mucho más tarde las empresas japonesas disfrutaban de unos niveles de calidad, productividad y cuota de mercado nunca vistos.

El planteamiento de Deming, y también el de Toyota, otorgaba la responsabilidad de la calidad del producto a la gente más implicada en su producción. En lugar de limitarse a repetir una acción, los trabajadores podían sugerir cambios, llamar la atención sobre los problemas y, algo que me resulta particularmente importante, sentir el orgullo que se experimenta cuando se arregla una cosa que está rota. El resultado fue una mejora continua, la eliminación de fallos y el aumento de la calidad. En otras palabras, la cadena de montaje japonesa se convirtió en un lugar donde la implicación de los trabajadores reforzó el producto final. Y eso acabaría transformando la fabricación en el mundo entero.

Mientras luchábamos por levantar Pixar, la obra de Deming era como un faro que iluminara mi camino. Me fascinaba el hecho de que tantos líderes empresariales norteamericanos hubiesen sido incapaces incluso de concebir la sabiduría de esa forma de pensar. No era que rechazasen las ideas de Deming, sino que estaban totalmente cerrados a ellas. Su confianza en sus sistemas ya existentes les había hecho incapaces de ver. Al fin y al cabo habían estado en lo más alto durante un tiempo. ¿Qué necesidad tenían de cambiar sus sistemas?

Iban a pasar décadas antes de que las ideas de Deming arraigasen aquí. De hecho, hasta los años ochenta algunas empresas de Silicon Valley, tales como Hewlett Packard y Apple, no empezaron a incorporarlas. Pero la obra de Deming iba a causarme una profunda impresión y a ayudarme a modelar mi manera de emprender la tarea de sacar adelante a Pixar. Aunque Toyota era una organización jerárquica, por descontado, se guiaba por un principio democrático: usted no debe pedir permiso para asumir una responsabilidad.

Hace unos años, cuando Toyota sufrió un bajón —al principio por no reconocer problemas serios con sus sistemas de frenado, lo cual desembocó en un extraño bochorno público— recuerdo haber quedado extrañado porque una empresa tan inteligente como Toyota pudiera actuar de una forma tan contraria a sus más profundos valores culturales. Cualesquiera que sean las fuerzas que impulsan a la gente a hacer cosas estúpidas, son poderosas, muchas veces invisibles, y acechan incluso en los mejores entornos.

A finales de los años ochenta, cuando estábamos creando Pixar, Steve Jobs estaba invirtiendo la mayor parte de su tiempo tratando de afirmar NeXT, la empresa de ordenadores personales que había creado tras ser obligado a abandonar Apple. Pasaba por las oficinas de Pixar solo una vez al año; de hecho, venía tan poco que cada vez debíamos darle instrucciones para que no se perdiera. Pero yo era un visitante asiduo de NeXT. Cada pocas semanas me encaminaba a las oficinas de Steve, en Redwood City, para informarle de nuestros progresos. Francamente, no disfrutaba de esas reuniones porque muy a menudo eran frustrantes. Mientras buscábamos la manera de hacer que Pixar fuera rentable, a menudo necesitábamos el dinero de Steve para mantenernos a flote. Muchas veces trataba de poner condiciones a cambio del dinero, cosa comprensible pero también complicada porque las condiciones que imponía —ya fueran relativas al marketing o a la fabricación de nuevos productos— no siempre respondían a nuestras realidades. Lo que recuerdo de ese período es la búsqueda continua de un modelo de negocio que nos sacase de los números rojos. Siempre había una razón para pensar que la próxima cosa que intentásemos sería la que finalmente funcionaría.

En el primer año de la existencia de Pixar tuvimos algunos triunfos: Luxo Jr., el corto dirigido por John y protagonizado por la lámpara que actualmente es el logo de Pixar, fue nominado al Oscar en 1987, y el año siguiente Tin Toy, un corto sobre un hombre orquesta de juguete que funciona a cuerda y el babeante bebé humano que lo atormenta, logró el primer Oscar para Pixar. Pero sobre todo éramos una hemorragia de dinero. Por razones obvias, ello incrementó las tensiones con Steve. No veíamos que él comprendiese lo que necesitábamos y él no veía que nosotros entendiésemos cómo se lleva un negocio. Ambos teníamos razón. En el momento más bajo de Pixar, mientras dábamos bandazos y éramos incapaces de obtener beneficios, Steve había inyectado 54 millones de su propio bolsillo, una considerable cantidad de su patrimonio y mucho más dinero del que cualquier firma de capital riesgo hubiese pensado invertir dado el lastimoso estado de nuestro balance general.

¿Por qué estábamos tan profundamente sumidos en los números rojos? Porque nuestra racha de ventas inicial se extinguió casi instantáneamente —en conjunto únicamente se vendieron trescientos Pixar Image Computers— y no éramos lo bastante grandes como para diseñar rápidamente nuevos productos. Habíamos crecido hasta sumar setenta personas, y los gastos generales amenazaban con consumirnos. Según aumentaban las pérdidas quedó claro que únicamente teníamos un camino por delante: debíamos dejar de comerciar con hardware. Después de intentarlo todo para ofrecer nuestro Pixar Image Computer, finalmente hubimos de asumir el hecho de que vender hardware no nos iba a permitir continuar. Como un explorador aupado en el borde de un iceberg que se funde, necesitábamos saltar a un suelo más estable. Obviamente, no teníamos manera de saber si el lugar donde aterrizásemos aguantaría nuestro peso. Lo único que facilitaba el salto era que habíamos decidido ir hasta el final en lo que ansiábamos hacer desde el principio: animación por ordenador. Ahí era donde residía nuestra verdadera pasión, y la única opción que nos quedaba era ir a por ello con todas nuestras fuerzas.

A principios de los años noventa, más o menos cuando nos trasladamos a una nave de hormigón de un barrio de almacenes de Point Richmond, al norte de Berkeley, empezamos a concentrar nuestras energías en el aspecto creativo. Al principio hicimos anuncios para el chicle Trident y el zumo de naranja Tropicana, y casi de inmediato ganamos premios por nuestros contenidos creativos. Mientras, seguíamos afinando nuestras habilidades técnicas y narrativas. El problema era que continuábamos ganando menos dinero del que gastábamos. En 1991 despedimos a más de un tercio de nuestros empleados.

Entre 1987 y 1991 un hastiado Steve Jobs trató por tres veces de vender Pixar. Sin embargo, y pese a sus frustraciones, nunca logró distanciarse del todo de nosotros. Cuando Microsoft le ofreció noventa millones de dólares por la empresa, se echó atrás. Steve quería 120 millones, y le pareció que la oferta, aunque no era exactamente insultante, demostraba que no estaban a nuestra altura. Lo mismo ocurrió con Alias, la empresa de diseño de software para la industria y la automoción, y con Silicon Graphics. Con cada pretendiente Steve pedía de entrada un precio alto y era incapaz de dar su brazo a torcer. Llegué a creer que lo que realmente buscaba no era una estrategia de salida sino una validación externa. Su razonamiento era este: si Microsoft estaba dispuesto a pagar 90 millones, entonces debíamos aguantar. Resultaba difícil, y enervante, observar ese baile.

Pixar no hubiera podido sobrevivir sin Steve, pero más de una vez durante aquellos años no estuve seguro de si sobreviviríamos con él. Podía ser brillante e inspirador, capaz de sumergirse profunda e inteligentemente en cualquier problema que nos surgiese. Pero también podía ser imposible: desdeñoso, condescendiente, amenazador e incluso acosador. Quizá más preocupante, desde el punto de vista de la gestión, era el hecho de que exhibiera tan poca empatía. En aquel estadio de su vida, era sencillamente incapaz de ponerse en el lugar de otras personas, y su sentido del humor era inexistente. En Pixar siempre hemos tenido una notable colección de bromistas y una firme opción por la diversión, pero cualquier broma que probásemos con Steve fracasaba penosamente. Siendo famoso por hablar largo y tendido en las reuniones y excluir a los demás, una vez nos dio instrucciones a un grupo que íbamos a celebrar una reunión con unos directivos de Disney «para que escuchásemos sin hablar». La ironía era tan obvia que no pude evitar decir: «De acuerdo, Steve. Trataré de controlarme». Todos los presentes se echaron a reír, pero él no esbozó ni una sonrisa. Entonces fuimos a la reunión y Steve presidió la sesión durante una hora sin apenas dejar terminar una frase a la gente de Disney.

A esas alturas yo había pasado con Steve el tiempo suficiente para saber que en el fondo no era insensible y el problema era que aún no había descubierto cómo comportarse para que la gente apreciara eso. En algún momento de rabia me llamó para decirme que no pensaba pagar los salarios; solo se ablandó cuando le llamé, furioso, para leerle la cartilla acerca de las familias que dependían de esos cheques. Puede que fuera la única vez en toda mi carrera que haya salido dando un portazo en plena frustración. Aunque Pixar doblase su valor, me dijo, seguiríamos sin valer nada. Me sentí progresivamente indignado. Incluso pensé en dimitir.

Sin embargo, ocurrió algo curioso mientras pasábamos aquellas pruebas. Steve y yo encontramos gradualmente la forma de trabajar juntos. Y mientras lo hacíamos empezamos a entendernos mutuamente. Usted recodará la pregunta que le hice a Steve justo antes de que comprara Pixar: ¿cómo íbamos a resolver los conflictos? Y su respuesta, que me pareció graciosamente egocéntrica, fue que él seguiría dando explicaciones hasta que yo entendiera. Lo irónico fue que pronto esa fue la técnica que yo usé con Steve. Cuando discrepábamos, yo exponía mi postura, pero como él podía pensar mucho más rápido que yo, muchas veces rechazaba mis argumentos. De manera que esperaba una semana, ordenaba mis pensamientos y volvía a explicárselos de nuevo. Él podía rechazar otra vez mis puntos de vista, pero yo insistía hasta que ocurría una de estas tres cosas: (1) él decía: «De acuerdo, lo entiendo», y me daba lo que necesitaba; (2) yo veía que él tenía razón y dejaba de presionar; o (3) nuestro debate no resultaba concluyente y en ese caso yo seguía adelante haciendo lo que había propuesto desde el principio. Cada resolución era igual de posible, pero cuando ocurría la opción número tres Steve nunca me cuestionaba. Pese a toda su insistencia, respetaba la pasión. Y parecía pensar que si yo creía en algo tan intensamente, no podía ser erróneo.

Jeffrey Katzenberg se sentaba en el extremo de una larga y oscura mesa de madera en el edificio Team Disney levantado en los terrenos del estudio en Burbank. El jefe de la división cinematográfica de Disney estaba en plan seductor, al menos hasta cierto punto. «Está claro que aquí el que tiene talento es John Lasseter —dijo mientras John, Steve y yo tratábamos de no sentirnos ofendidos—. Y como sospecho que no querrás venir a trabajar conmigo, John, habrá que arreglárselas de la siguiente manera para que esto funcione.»

Katzenberg quería que Pixar hiciera un largometraje y deseaba que Disney fuera el propietario y el distribuidor.

Aunque era una sorpresa para nosotros, la oferta no surgió de la nada. Antes de la existencia de Pixar habíamos firmado un contrato para escribir un sistema de gráficos para Disney llamado Sistema de Producción de Animación por Ordenador (CAPS, en sus siglas inglesas), que serviría para pintar y gestionar los dibujos de la animación.

Mientras estábamos creando CAPS, Disney producía La Sirenita, que se convertiría en un éxito multitudinario en 1989 y que, por sí sola, inauguró una segunda Edad de Oro de la Animación que incluyó también La Bella y la Bestia, Aladino y El Rey León. Esas tres películas tuvieron tanto éxito que animaron a Disney Animation a buscar socios para incrementar su producción cinematográfica, y puesto que nuestro historial con el estudio era bueno, vinieron a buscarnos.

Lograr un acuerdo con Disney implicaba entenderse con Katzenberg, un negociador notorio por su astucia y dureza. Steve tomó las riendas y rechazó el razonamiento de Jeffrey, según el cual si Disney estaba invirtiendo en el primer largometraje de Pixar merecía quedarse con nuestra tecnología también. «Nos dais dinero para hacer la película —dijo Steve— no para comprar nuestros secretos comerciales.» Lo que Disney puso sobre la mesa fue su fortaleza en la distribución y el marketing; lo que aportábamos nosotros eran nuestras innovaciones técnicas, y estas no estaban en venta. Steve hizo de ello un motivo de ruptura y se mantuvo en sus trece hasta que finalmente Jeffrey aceptó. Cuando las apuestas subían a su punto máximo, Steve era capaz de jugar a un nivel diferente.

El 1991 concertamos un acuerdo para que Pixar realizase tres películas mayormente financiadas por Disney, que las distribuiría y sería el propietario. Tuve la sensación de que había costado una vida alcanzar ese punto, y en cierto sentido así era. Mientras que Pixar, como empresa, tenía cinco años, mi sueño de hacer un largometraje animado por ordenador sumaba veinte. Una vez más nos estábamos embarcando en algo acerca de lo que sabíamos poco. Ninguno de nosotros había hecho antes una película —al menos no más larga de cinco minutos—, y puesto que estábamos utilizando animación por ordenador no había nadie a quien pedir ayuda. Dados los millones de dólares en juego y la evidencia de que si fallábamos no tendríamos nunca una nueva oportunidad, tuvimos que inventar algo enseguida.

Por fortuna John ya tenía una idea. Toy Story trataría de un grupo de juguetes y un niño —Andy— que los adora. La originalidad consistía en que se contaría desde el punto de vista de los juguetes. El argumento se transformó una y otra vez durante muchos meses, pero finalmente terminó girando en torno al juguete favorito de Andy, un vaquero llamado Woody cuyo mundo salta en pedazos cuando llega un reluciente rival nuevo, un ranger del espacio llamado Buzz Lightyear, que se convierte en el preferido de Andy. John pasó a Disney la idea básica y tras muchas revisiones dieron luz verde al guion en enero de 1993.

Para entonces John había empezado por reunir un equipo, rodeándose de un grupo de jóvenes ambiciosos y de talento. Tenía contratados a Andrew Stanton y Pete Docter, que habían terminado siendo dos de nuestros más inspirados directores cuando hacíamos anuncios. Contundente hasta el extremo de ponerse rojo cuando afirmaba algo que le importaba, Andrew era un guionista y director con una profunda visión de la estructura de una historia; nada le gusta tanto como desmontar un argumento hasta las secuencias con mayor carga emocional y reconstruirlo desde cero. Pete era un dibujante de un talento supremo y con un don para captar la emoción en la pantalla. En el otoño de 1992 se unió a nosotros Joe Ranft, un antiguo colega de John en Disney, que acababa de trabajar en Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton. Joe, grande como un oso, tenía un cálido y sinuoso sentido del humor que ayudaba a aceptar sus críticas, cuando las tenía. Nuestro equipo era fuerte pero sin apenas experiencia. Usted seguramente habrá oído la máxima de que es mejor preparar su paracaídas antes de saltar de un avión. Pues bien, en nuestro caso estábamos en caída libre y ninguno de nosotros había tocado antes un paracaídas. Durante el primer año John y su equipo estuvieron haciendo secuencias en storyboards con las que luego ir a las oficinas de Disney para escuchar las opiniones de Jeffrey Katzenberg y sus dos máximos directivos, Peter Schneider y Tom Schumacher. Jeffrey exigía sin descanso más «chispa». Opinaba que Woody era demasiado alegre y buena persona. Eso no cuadraba necesariamente con nuestra idea de la historia, pero como éramos novatos aceptábamos sus consejos de todo corazón. A lo largo de los meses el carácter de Woody, imaginado al principio como afable y de trato fácil, pasó a ser gradualmente más oscuro, más malo… y totalmente desagradable. Woody estaba celoso. Tiraba a Buzz por la ventana por resentimiento. Daba órdenes a los demás juguetes y les insultaba. En resumidas cuentas, se había convertido en un imbécil. El 19 de noviembre de 1993 fuimos a Disney para presentar el nuevo y más incisivo Woody en una serie de animatics, una maqueta de la película, como una versión en cómic con voces provisionales, músicas y dibujos de la historia. Ese día será conocido para siempre en Pixar como el «viernes negro» debido a que la comprensible reacción de Disney fue suspender la producción hasta que hubiera un guion aceptable.

La suspensión era aterradora. Con nuestro primer largometraje sometido de pronto a respiración asistida, John reunió de inmediato a Andrew, Pete y Joe. En los meses siguientes pasaron juntos prácticamente cada minuto de su vida activa trabajando para redescubrir el corazón de la película, aquello que John había soñado inicialmente: un vaquero de juguete que deseaba ser amado. También aprendieron una lección importante: confiar en su instinto de guionistas.

Al mismo tiempo, mientras luchábamos por acabar Toy Story, el trabajo que habíamos realizado en Lucasfilm empezaba a tener un impacto visible en Hollywood. En 1991 dos de los mayores éxitos de taquilla, La Bella y la Bestia y Terminator 2, dependían en gran parte de la tecnología desarrollada en Pixar, y la gente de Hollywood estaba comenzando a prestarle atención. Cuando se estrenó en 1993 Parque Jurásico, los efectos especiales generados por ordenador ya no se consideraban un experimento secundario de listillos; empezaban a verse como lo que eran: herramientas capaces de realizar espectáculos de primera fila. La revolución digital, con sus efectos especiales, la cristalina calidad del sonido y las posibilidades de edición de vídeo, había llegado. John describió una vez la historia de Steve como el clásico viaje del héroe. Expulsado de la empresa que fundó por su orgullo desmedido, vagó por tierras salvajes viviendo una serie de aventuras que, en definitiva, le cambiaron para mejor. Tengo mucho que decir sobre la transformación de Steve y el papel que desempeñó Pixar en ella, pero de momento diré únicamente que el fracaso le hizo ser mejor, más sabio y más amable. A todos nos afectaron y nos hicieron más humildes los fracasos y los retos de nuestros nueve primeros años, pero también ganamos algo importante en el camino. Apoyarnos unos a otros en los períodos difíciles aumentó nuestra confianza y estrechó nuestros lazos.

Naturalmente, una cosa con la que podíamos contar era que, en algún momento, Steve nos iba a lanzar una bola curva. Según se aproximaba el estreno de Toy Story, cada vez estaba más claro que Steve tenía en mente algo mucho más grande. La nuestra no era una simple producción; esa película, pensaba él, iba a cambiar el campo de la animación. Y antes de que ello ocurriese quería que saliésemos a bolsa.

«Una mala idea —le dijimos John y yo a Steve—. Pongamos primero en nuestro haber un par de películas. Lo único que puede pasar es que se doble nuestro valor.»

Steve no estuvo de acuerdo. «Este es nuestro momento», dijo.

Y siguió argumentando su pensamiento: pongamos que Toy Story es un éxito, dijo. Y no solo eso, pongamos que es un gran éxito. Cuando eso ocurra, el director general de Disney, Michael Eisner, descubrirá que ha creado su peor pesadilla: un plausible competidor de Disney. (Únicamente le debíamos a su estudio dos películas más, después de lo cual podríamos seguir por nuestra cuenta.) Steve predijo que tan pronto como se estrenase Toy Story, Eisner trataría de renegociar nuestro contrato y mantenernos cerca, como socios. En estas circunstancias, dijo Steve, él estaba en situación de negociar mejores condiciones. Concretamente, deseaba un reparto de los beneficios al cincuenta por ciento con Disney, una exigencia, apuntó, que al mismo tiempo era lo que moralmente nos correspondía. Sin embargo, para cumplir con esos términos debíamos ser capaces de aportar nuestra mitad del presupuesto de producción, una importante cantidad de dinero. Y para hacerlo teníamos que salir a bolsa.

Su argumento, como ocurría tantas veces, se impuso.

No tardé en encontrarme cruzando el país con Steve y lo que llamábamos «el tenderete», tratando de suscitar interés en nuestra oferta pública inicial. Mientras viajábamos de una casa de inversiones a otra, Steve (vestido de forma inusual con traje y corbata) lo puso todo para lograr compromisos inmediatos, mientras yo aportaba una imagen profesional luciendo, ante la insistencia de Steve, una americana de tweed con parches en los codos. Se suponía que yo debía encarnar la imagen de un «genio de la técnica», aunque la verdad es que no conozco a nadie del ramo de la informática que vista de esa manera. En tanto que pitcher, Steve estaba encendido. Pixar era un estudio cinematográfico como nunca se había visto, decía, basado en una tecnología punta y en una forma original de contar historias. Saldríamos a bolsa una semana después del estreno de Toy Story, cuando nadie pudiese cuestionar que Pixar era una realidad.

Resultó que Steve tenía razón. Mientras nuestra primera película batía récords de recaudación y nuestros sueños parecían hacerse realidad, nuestra oferta pública inicial recaudó para la empresa más de 140 millones de dólares, la oferta pública más alta de 1995. Y unos pocos meses más tarde, y como quien no quiere la cosa, Eisner llamó diciendo que deseaba renegociar nuestro acuerdo y tenernos como socios. Aceptó la oferta de Steve del reparto al 50 por ciento. Yo estaba asombrado; Steve lo había previsto con toda exactitud. Su claridad y ejecución fueron pasmosas.

Para mí, ese momento fue la culminación de una larga serie de búsquedas, y era casi imposible de creer. Había pasado veinte años inventando nuevas herramientas tecnológicas, ayudando a fundar una empresa y trabajando duro para lograr que todas las facetas de esa empresa se comunicasen y trabajasen al unísono. Todo ello había sido puesto al servicio de un único objetivo: hacer un largometraje de animación por ordenador. Y ahora no solo lo habíamos hecho; gracias a Steve teníamos una base financiera mucho más estable que nunca. Por vez primera desde la fundación, nuestros puestos de trabajo estaban asegurados.

Me gustaría guardar embotellada la sensación que tenía al ir a trabajar durante aquellos embriagadores días tras el estreno de Toy Story. La gente parecía hablar un poco más alto debido a lo orgullosa que estaba de lo que habíamos hecho. Éramos los primeros en haber realizado una película por ordenador y, mejor aún, el público estaba profundamente emocionado por la historia que contábamos. Mientras mis colegas reanudaban su trabajo —y había mucho que hacer, desde poner en marcha nuevas películas hasta terminar nuestras negociaciones con Disney—, cada interacción quedaba informada por un sentido de orgullo y logro. Habíamos triunfado al mantenernos fieles a nuestros ideales. El núcleo del equipo, John, Andrew, Pete, Joe y Lee Unkrich, que se nos había unido en 1994 para editar Toy Story, inmediatamente se centró en Bichos: una aventura en miniatura, nuestra película sobre el mundo de los insectos. Había excitación en el ambiente.

Pero así como podía sentir esa euforia, yo era curiosamente incapaz de participar en ella.

Durante veinte años mi vida había estado definida por el objetivo de realizar la primera película de animación por ordenador. Ahora el objetivo se había cumplido. Y tenía algo que solo puedo describir como un profundo sentimiento de pérdida. En tanto que director, sentía una perturbadora falta de objetivo. ¿Y ahora qué? Lo que había venido a sustituirlo parecía ser el hecho de dirigir una empresa, lo cual era más que suficiente para mantenerme ocupado, pero no era especial. Pixar estaba ahora en la bolsa y tenía éxito, pero había algo de insatisfactorio en la perspectiva de limitarse a mantenerla en funcionamiento.

Me supuso un problema serio e inesperado crearme un nuevo sentido de misión.

Pese a mi cháchara acerca de los líderes de empresas en expansión que cometían estupideces por no prestar atención, descubrí que durante la realización de Toy Story se me escapó por completo algo que amenazaba con destruirnos. Y se me escapó pese a que creía estar prestando atención.

A lo largo de la producción de la película, yo había considerado que en gran parte mi trabajo era estar alerta ante las dinámicas internas y externas que pudieran apartarnos de nuestra meta. Estaba decidido a que Pixar no cometiese los mismos errores que había visto cometer a otras empresas de Silicon Valley. Con vistas a ello puse empeño en ser accesible para nuestros empleados, dejándome caer por los despachos para comprobar y ver qué estaba pasando. John y yo habíamos tratado concienzudamente de asegurarnos de que en Pixar todo el mundo tuviese voz y de que cada labor y cada empleado eran tratados respetuosamente. Creía sinceramente que la autoevaluación y la crítica constructiva debían tener lugar a todos los niveles de la empresa y traté de hacer lo posible para predicar con el ejemplo.

Ahora, sin embargo, al reunir a la gente para iniciar nuestra segunda película, Bichos: una aventura en miniatura, apoyándonos en gente que había sido clave en la evolución de Toy Story, descubrí que nos había pasado inadvertida una seria y no resuelta fisura entre nuestros departamentos creativo y de producción. En pocas palabras, los responsables de producción me dijeron que trabajar en Toy Story había sido una pesadilla. Les parecía que no se les respetaba y que eran marginados, como ciudadanos de segunda. Y aunque se sentían gratificados por el éxito de Toy Story, se mostraban muy reticentes a trabajar en otra película con Pixar.

Me quedé sin habla.

¿Cómo se nos había escapado eso?

La respuesta, al menos parcialmente, residía en el papel que de sempeñan los responsables de producción en la realización de nuestras peculas. Los responsables de producción son los que están al tanto del sinfín de detalles que garantizan que una película será entregada a tiempo y dentro del presupuesto. Supervisan el trabajo conjunto del personal; registran miles de tomas; evalúan cómo están siendo utilizados los recursos; persuaden, camelan, alientan o dicen no cuando hace falta. En otras palabras, hacen algo esencial para una empresa cuyo éxito depende de cumplir los plazos y atenerse al presupuesto: ellos gestionan personas y salvaguardan el proceso.

Si de algo nos vanagloriábamos en Pixar era de garantizar que los artistas y los técnicos se trataban entre sí como iguales, y yo daba por supuesto que ese respeto mutuo les sería otorgado a quienes gestionaban las producciones. Me había equivocado. Por supuesto que cuando lo verifiqué con artistas y técnicos, estos creían que los jefes de producción eran de segunda clase y que impedían, en lugar de facilitar, un buen trabajo de realización porque controlaban en exceso el proceso mediante la microgestión. Los jefes de producción, según me dijeron las personas a las que consulté, no eran más que palos en las ruedas.

Mi ignorancia absoluta en torno a esta dinámica me tomó por sorpresa. ¡Mi puerta había estado siempre abierta! Había dado por supuesto que eso me garantizaba el estar enterado, al menos cuando se tratase de causas de tensión tan graves como esta. Ni un solo responsable de producción había venido a manifestar su frustración o a hacer sugerencias durante los cinco años que trabajamos en Toy Story. ¿Por qué? Me costó unas cuantas indagaciones averiguarlo.

En primer lugar, dado que no sabíamos qué estábamos haciendo mientras nos preparábamos para Toy Story, trajimos desde Los Ángeles a unos responsables de producción experimentados para que nos ayudaran a organizarnos. Pensaban que sus empleos eran temporales y que por lo tanto sus quejas no serían bien recibidas. En su mundo —la producción convencional de Hollywood— los empleados temporales llegaban juntos para hacer una película, trabajaban codo con codo durante algunos meses y después se dispersaban a los cuatro vientos. Quejarse solía costar futuras oportunidades de trabajo, por lo que mantenían sus bocas cerradas. Solo cuando se les pidió que se quedaran en Pixar manifestaron sus objeciones.

En segundo lugar, y pese a sus frustraciones, esos responsables de producción sentían que estaban haciendo historia y que John era un líder genial. Toy Story era un proyecto en el que merecía la pena trabajar. Como les gustaba mucho lo que estaban haciendo se permitieron transigir con la parte del trabajo que les disgustaba. Para mí todo eso fue una revelación: lo bueno había estado ocultando lo malo. Comprendí que eso era algo que necesitaba examinar: cuando las desventajas coexisten con las ventajas, como ocurre a menudo, las personas se resisten a investigar qué es lo que les está martirizando por miedo a ser tachadas de quejicas. También comprendí que este tipo de cosas, si se dejaban sin resolver, podían enconarse y destruir Pixar.

Para mí, este descubrimiento fue vigorizante. Estar alerta a los problemas no era lo mismo que ver problemas. Esa iba a ser la idea, el reto, en torno al cual crearía mi nuevo objetivo.

Aunque ahora tenía la sensación de entender por qué habíamos fracasado en detectar ese problema, todavía necesitábamos comprender la razón por la que se sentían molestos. A tal fin empecé a presentarme en los despachos de la gente y sentarme un rato para preguntar su opinión acerca de qué funcionaba en Pixar y qué no. Intencionadamente, esas conversaciones eran abiertas. Yo no pedía una lista de quejas específicas. Poco a poco, conversación a conversación, llegué a entender cómo habíamos llegado a esa maraña.

Como es natural, durante la filmación de Toy Story habían surgido muchos problemas y puesto que realizar una película es un propósito extremadamente complicado, nuestros jefes de producción habían experimentado una extraordinaria presión para controlar el proceso, no únicamente el presupuesto y los plazos sino el flujo de información. Pensaban que si la gente iba por ahí con sus historias, el proyecto entero podía entrar en una espiral de descontrol. De manera que para mantener la cosas en su curso se dejó claro desde el principio que si alguien tenía algo que decir, debía comunicárselo a su responsable directo. Si un animador deseaba hablar con un modelador, por ejemplo, se le recomendaba que lo hiciera a través de los «canales adecuados». A los artistas y los técnicos esa mentalidad de todo-pasapor-mí les parecía irritante y obstruccionista. Yo lo considero una microgestión de buena fe.

Como hacer una película involucra a centenares de personas, la cadena de mando es esencial. Pero en esta ocasión habíamos cometido el error de confundir la estructura de comunicaciones con la de organización. Como es lógico, un animador debería poder hablar directamente con un modelador sin tener que pasar primero por su responsable. De manera que los reunimos a todos y les dijimos: adelante, todo el mundo tiene que poder hablar con los demás a cualquier nivel, en todo momento y sin miedo a una reprimenda. La comunicación ya no habría de pasar por canales jerárquicos. El intercambio de información era clave en nuestro negocio, por supuesto, pero yo creía que podía, y con frecuencia debía, realizarse fuera de lo reglamentado. Que la gente hablase directamente entre sí y comunicarlo después al responsable era más eficaz que pretender que todo tuviese lugar en el «orden» debido y a través de los canales adecuados.

No se mejoró de la noche a la mañana. Pero al acabar Bichos: una aventura en miniatura, los jefes de producción ya no eran considerados impedimentos para el progreso creativo sino iguales, ciudadanos de primera. Nos habíamos vuelto mejores.

Eso fue un éxito en sí mismo, pero vino con un inesperado beneficio añadido: el hecho de pensar acerca del problema y darle respuesta fue vigorizante y gratificante. Caímos en la cuenta de que nuestro objetivo no era solo crear un estudio que realizase películas de éxito sino acoger a una cultura creativa que plantease e hiciese preguntas continuamente. Cuestiones como: si habíamos hecho bien algunas cosas para alcanzar el éxito, ¿cómo podíamos estar seguros de que entendíamos de qué cosas se trataba? ¿Podíamos repetirlas en nuestros siguientes proyectos? Y algo que quizá era de una importancia igual: ¿repetir el éxito era lo adecuado? ¿Cuántos problemas serios, y potencialmente desastrosos merodeaban fuera de la vista y amenazaban con anularnos? ¿Qué podíamos hacer, si se podía hacer algo, para sacarlos a la luz? ¿Qué proporción de nuestro éxito era suerte? ¿Qué les pasaría a nuestros egos si seguíamos triunfando? ¿Podían llegar a crecer tanto que llegaran a hacernos daño, y si era así, qué podíamos hacer para contrarrestar ese exceso de confianza? ¿Qué dinámicas iban a surgir ahora que estábamos trayendo gente nueva a una empresa de éxito en lugar de a una start up en apuros?

Durante todos esos años lo que me había atraído hacia la ciencia era la búsqueda del conocimiento. Por descontado que la interacción humana es mucho más compleja que la teoría de la relatividad o la de las cuerdas, pero eso solo lo hacía más interesante e importante; continuamente ponía a prueba mis supuestos. Según hacíamos nuevas películas iba aprendiendo que algunas de mis convicciones acerca de por qué había tenido éxito Pixar eran erróneas. Pero una cosa no podía estar más clara: imaginar cómo generar una cultura creativa sostenible —que no solo reconociese de boquilla la importancia de cosas como honestidad, excelencia, comunicación, originalidad y auto afirmación, sino que estuviese realmente comprometida con ellas sin importar lo incómodo que ello resultara— no fue una aspiración cualquiera. Fue una tarea día tras día, un trabajo a jornada completa. Y algo que yo deseaba hacer.

Tal y como yo lo veía, nuestra obligación era fomentar una cultura que tratase de mantener clara nuestra visibilidad, incluso aceptando que muchas veces intentábamos afrontar y solucionar lo que no podíamos ver. Esperaba hacer esa cultura lo suficientemente vigorosa para que sobreviviera cuando hiciera tiempo que los miembros fundadores de Pixar hubieran desaparecido y permitiera a la empresa continuar produciendo películas originales que diesen dinero, sí, pero que también contribuyesen positivamente al mundo. Esto parece un objetivo idealista pero todos nosotros lo tuvimos presente desde el principio. Nos vimos favorecidos por un grupo de empleados que valoraban el cambio, el riesgo y lo desconocido y que deseaban replantear la creación. ¿Cómo podíamos potenciar el talento de esas personas, mantenerlas felices y no permitir que las inev itables complejidades que conlleva cualquier empeño colectivo nos anulasen a lo largo del camino? Esa fue la tarea que me asigné a mí mismo, y es la que todavía me anima hoy por hoy.

 

Creatividad S.A
Creatividad, S.A. es un libro para profesionales que deseen llevar a sus equipos a cumbres más altas, un manual para cualquier lector que valore la originalidad y el primer viaje al centro neurálgico de Pixar Animation: a sus reuniones, sus evaluaciones de cierre de proyecto y las sesiones del Braintrust de las que nacieron algunas de las películas más exitosas de la historia del cine. Es, en el fondo, un libro acerca de cómo se construye una cultura creativa, pero también, como afirma su autor, «un reflejo de las ideas que creo que hacen aflorar lo mejor que llevamos dentro.»
Publicada por: Conecta
Edición: primera
ISBN: 978-84-93914523
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