miércoles 27 de marzo de 2024
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«Doce noches», de Ceferino Reato

DoceNoches (1)

Llega Doce noches, el último libro del periodista Ceferino Reato. A partir de una reconstrucción periodística con testimonios inéditos de la crísis del 2001, el autor analiza si hubo un «golpe blando» por parte de sectores del peronismo a Fernando de la Rúa, reflexiona sobre los doce días durante los cuales sucedieron cinco presidentes y se pregunta por qué fracasó la Alianza. Además, explica cómo ese momento bisagra da origen al liderazgo del kirchnerismo. Si bien el libro puede parecer una novela debido al estilo narrativo del autor, es estrictamente una obra sobre la historia contemporánea argentina. A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

—Felipe, ¿tú sabes con quién te vas a entrevistar?
—Bueno sí, con el cardenal Bergoglio,
pero no lo conozco, en realidad.
—Hombre, ¡tú te vas a entrevistar con
un papabile (papable)!

Un sacerdote español al ex primer ministro de España,
el socialista Felipe González, el 22 de diciembre de 2001
en el arzobispado porteño.

—Mire, don Julio, que tiene que salir campeón Racing.

El ministro del Interior, Miguel Ángel Toma,
al presidente de la AFA, Julio Grondona,
el 22 de diciembre de 2001 en la Casa Rosada.

Apenas los senadores y diputados lo designaron presidente de la Argentina por cuarenta y ocho horas, Ramón Puerta se dispuso a ocupar su puesto. Casi todo su gabinete cabía en su automóvil de senador: él se sentó adelante, al lado del chofer; el diputado Miguel Ángel Toma se ubicó en el asiento trasero, flanqueado por el senador Jorge Capitanich y por Humberto Schiavoni, un abogado misionero que con los años sería el jefe de campaña de Mauricio Macri.

Puerta conoció a Coqui Capitanich cuando era gobernador de Misiones y privatizó el banco provincial, que fue el primero en su tipo adquirido por el Banco Macro, de Jorge Brito. Eso ocurrió en 1996. “Coqui —cuenta Puerta— fue mi asesor en aquella privatización. Un buen asesor. Era un economista joven que se movía por Formosa, por Chaco; por todo el noreste”.

Capitanich fue luego gobernador del Chaco en dos oportunidades; el 20 de noviembre de 2013, la presidenta Cristina Kirchner lo nombró jefe de Gabinete, hasta el 26 de febrero de 2015. Aunque pocos lo recuerdan, ya había estado en ese puesto, durante los primeros cuatro meses del gobierno de Eduardo Duhalde, en 2002, por recomendación de Puerta.

—Este Capitanich, ¿vos creés que da para jefe de Gabinete? —le preguntó Duhalde cuando fue elegido, recuerda Puerta.
—Yo creo que sí.
—Es un chico bárbaro —le dijo Duhalde a la semana. Puerta cuenta que Duhalde lo volvió a llamar al mes.
—¡Este chico! Habla mucho, pero no hace un gol. En la breve presidencia de Puerta, Capitanich se hizo cargo de Economía, Desarrollo Social, Salud y Trabajo; Toma fue nombrado en Interior, Justicia y Derechos Humanos, y Schiavoni funcionó como jefe de Gabinete y secretario general de la Presidencia.

Comenzaba la tarde de aquel viernes 21 de diciembre cuando el auto con Puerta y sus ministros recorría las desoladas calles del centro de Buenos Aires rumbo a la Casa Rosada. Iban solos, sin custodia, esquivando las sobras de la batalla desigual del día anterior: palos, cascotes, botellas y trozos de hierro y de plástico en todo el trayecto; restos de fogatas en las esquinas; algunos autos incendiados en la 9 de Julio. Les impresionaron los neumáticos quemados de un camión en Diagonal Sur: el fuego había devorado todo el caucho y las estructuras de metal lucían al descubierto, como si fueran los huesos de un cadáver circular.

Cuando llegaron a la Casa Rosada, encontraron a los granaderos en sus uniformes de combate y con las armas listas. Puerta, Schiavoni y Capitanich subieron en ascensor al primer piso; Toma se dirigió al Ministerio del Interior, en la planta baja. Pero encontró que los anteriores ocupantes habían dejado la puerta cerrada con llave. De pronto, apareció un mozo.
—Venga, venga. Pase por acá.
Toma lo siguió, entró a la cocina, atravesó un pasillo y apareció en la antesala del despacho del ministro del Interior.

Unos minutos después llegaron su secretaria, Gloria; su esposa, Patricia, y su hija, Constanza, quienes lo ayudaron a organizar una reunión urgente con los jefes de la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura para cumplir con la crucial tarea que le habían asignado: evitar que se repitieran saqueos y disturbios en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano.

El flamante ministro sabía del tema: había sido secretario de Seguridad entre 1998 y 1999, e integrante de las comisiones de Defensa y de Seguridad de la Cámara de Diputados durante doce años.

Un piso más arriba, Puerta encontró a un par de funcionarios de Fernando de la Rúa, que le contaron que el ex presidente había vuelto aquella mañana al despacho que él venía ahora a ocupar.

De la Rúa había llegado en automóvil a las nueve menos cinco de la mañana con el propósito de derogar el estado de sitio que él mismo había decretado la noche anterior.

Nadie lo esperaba. “Vengo especialmente para informarme de la situación, con el propósito de ver si puedo dejar derogado el decreto de estado de sitio. Quisiera que esta fuese mi última decisión”, informó a los periodistas en el Salón de los Bustos.

Y se hizo sacar una veintena de fotos en su despacho y mientras dejaba el edificio, como para contrarrestar la imagen de la retirada en helicóptero de la noche anterior, que lo emparentaba demasiado con el último viaje de la presidenta Isabel Perón, en 1976.

De la Rúa permaneció en su despacho durante dos horas y media; dos de esas horas las dedicó al ex primer ministro español, el socialista Felipe González, una persona con sólidas amistades transversales en la Argentina y lobbista eficaz de las empresas españolas que prestan servicios públicos en el país.

A las compañías que habían ganado las privatizaciones en los noventa no les convenía la devaluación que proponía un bloque cada vez más influyente —formado por políticos, empresarios y sindicalistas con la bendición de un sector importante de la Iglesia Católica— porque licuaría sus inversiones y activos de miles de millones de pesos/ dólares y debilitaría sus ganancias, que surgían de tarifas expresadas en pesos convertibles uno a uno en dólares.

González había llegado a Ezeiza el día anterior, en el avión del empresario petrolero Carlos Bulgheroni, justo cuando trascendía la renuncia de De la Rúa. “Fue un político quien lo invitó; se pensaba que Felipe podía aportar ideas para acercar a radicales y peronistas a un gobierno de unidad nacional”, confía un amigo argentino del líder socialista.

Es que González tiene mucha experiencia en ese tipo de acuerdos, desde que en 1977 fue uno de los protagonistas de los Pactos de la Moncloa, firmados por el gobierno y los partidos políticos —con el respaldo de empresarios y sindicalistas— para modernizar la política y la economía de España.

“La renuncia fue algo totalmente inesperado. Lo habían invitado pensando expresamente en Fernando, que había asegurado que no se iba a ir antes de terminar su mandato. Felipe se reunió con muchos políticos, empresarios, sindicalistas, religiosos”, agrega el informante.

De la Rúa se fue, pero González se quedó a saludar al nuevo presidente —Puerta— quien le explicó que solo permanecería allí cuarenta y ocho horas.
—Mire que yo vi mucho consenso para usted —lo halagó el sevillano.
Una de las reuniones del ex premier español fue con el cardenal Jorge Bergoglio, en el arzobispado porteño, frente a la Plaza de Mayo. Ocurrió al día siguiente, sábado 22 de diciembre, por la tarde. Felipe González y el argentino que lo acompañaba tocaron timbre; bajó un sacerdote español —se dieron cuenta apenas lo escucharon— que les avisó que Bergoglio los estaba esperando en el segundo piso.
—Felipe, ¿tú sabes con quién te vas a entrevistar?
—Bueno sí, con el cardenal Bergoglio, pero no lo conozco, en realidad.
—Hombre, ¡tú te vas a entrevistar con un papabile (papable)!

El sacerdote les dejó la llave para que cerraran la puerta y se la devolvieran a Bergoglio, y se fue. Felipe González y su acompañante argentino subieron; los recibió un sacerdote al que no conocían; les llamó la atención que vistiera una sotana muy gastada y pensaron que debía ser un asistente del cardenal. Pero era Bergoglio: se dieron cuenta cuando se colocó del otro lado del escritorio y los invitó a sentarse.

Durante la entrevista, solo habló González, que desplegó su vasto arsenal seductor, como buen andaluz. Le contó sobre los Pactos de la Moncloa y cómo habían ayudado al despegue español luego de la dictadura del generalísimo Francisco Franco; analizó las personalidades de De la Rúa y de los diferentes líderes argentinos, y elogió las iniciativas de la Iglesia local para impulsar el diálogo entre políticos, empresarios y sindicalistas. Nada conmovió a Bergoglio, que lo escuchó con atención, pero no soltó palabra; solamente al final, les agradeció la visita, se puso de pie, se acomodó la sotana raída y les extendió la mano.

Quienes conocen a Bergoglio explican que en las audiencias privadas una de sus técnicas preferidas es el silencio cuando no conoce o desconfía de su interlocutor. O cuando, simplemente, considera que no tiene nada para decir o que no le conviene decir nada.

Aquel sábado, Felipe González también visitó a Adolfo Rodríguez Saá, quien ya había sido confirmado como el próximo presidente. Se encontraron en el despacho de la senadora puntana Liliana Negre de Alonso. “Quería seguridad para las empresas españolas”, afirma Rodríguez Saá.

“Me preguntó —agrega— qué iba a hacer con la Convertibilidad y con las empresas españolas. Le dije: ‘Mirá, a la Convertibilidad no la voy a mover; yo voy a gobernar solo durante noventa días. Y voy a recibir a todas las empresas españolas; no voy a tomar ninguna medida en particular sobre las empresas españolas’”.

En un momento de la charla, el Adolfo se dio cuenta de que había avisado de su designación como presidente a su esposa y a sus hijos, pero no a su mamá, doña Teté, quien a los 82 años era la jefa espiritual del clan.
—Perdón, Felipe, ¿me podés hacer un favor?
—¡Cómo no!
—Me olvidé de avisarle a mi madre que soy el nuevo presidente. La voy a llamar y la voy a hacer hablar con vos; ella te admira mucho y vos podés justificar mi olvido.
—Claro, hombre, claro.

“Recholula, mi vieja se puso a hablar con Felipe González, que me recontra justificó y quedó fantástica la cosa”, cuenta Rodríguez Saá en su campo cerca de Villa Mercedes.

Muy contento, el político puntano le detalló sus planes de gobierno: la creación de un millón de empleos y el plantado de árboles en todo el país, entre otros.

—Habrá que verlo andar —le dijo González a su acompañante al abandonar el despacho de la senadora.
Luego del encuentro con el visitante, Rodríguez Saá fue al departamento de uno de sus colaboradores, el senador Carlos Sargnese, para seguir armando su gabinete. Al llegar, recibió la llamada del premier español, el conservador José María Aznar.
—Lo felicito, presidente; sé que asume mañana. Por las importantes relaciones que tienen España y la Argentina, viajará el canciller, Josep Piqué. Va con una misión especial, encomendada por el gobierno español —señaló Aznar, siempre según Rodríguez Saá.
—Pero ¡cómo no!, presidente.
—El canciller Piqué llega el lunes a las ocho de la mañana.

A pesar de que pertenecían a partidos que competían en el plano interno, Aznar y González trabajaban hacia afuera de su país en la defensa de los mismos intereses: las empresas de España, que se había convertido en el principal país inversor en la Argentina.

En su primera jornada al frente del país, Puerta restableció el estado de sitio en tres provincias —Buenos Aires, Entre Ríos y San Juan— por treinta días, y tomó juramento a Schiavoni, Toma y Capitanich; al diputado Oscar Lamberto, que se hizo cargo de las secretarías de Hacienda y Finanzas, y a su asesor legal Ricardo Biazzi, como ministro de Educación.

En la Cancillería, ratificó al radical Adalberto Rodríguez Giavarini.
—Puerta, ¿por qué quiere que me quede? —le preguntó Rodríguez Giavarini.
—Porque el mundo tiene que entender que esto no es un golpe; es la renuncia no deseada de un presidente en un sistema que funciona a plenitud.
“También me acompañó Enrique Olivera en el Banco Nación. Y en el Banco Central, nombré a Roque Fernández”, recuerda Puerta.

El juramento del nuevo gabinete se realizó en el despacho presidencial. Asistieron casi todos los gobernadores del Frente Federal, el grupo interno del peronismo que había logrado coronar con Puerta —primero, como titular del Senado y luego, como presidente por cuarenta y ocho horas— y con Rodríguez Saá, como presidente durante noventa días: Néstor Kirchner (Santa Cruz),
Carlos Rovira (Misiones), Ángel Maza (La Rioja), Julio Miranda (Tucumán), Eduardo Fellner (Jujuy), Gildo Insfrán (Formosa), Juan Carlos Romero (Salta), y el propio Rodríguez Saá.

De inmediato, Toma bajó a su despacho de ministro del Interior y se reunió con los jefes de la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura: Rubén Santos, Hugo Miranda y Juan José Beltritti.
La decisión de Toma —avalada por Puerta— fue apoyarse en la Gendarmería y la Prefectura. A la primera le ordenó que los efectivos instalados en la guarnición militar de Campo de Mayo estuvieran “arriba de los camiones todo el tiempo, cosa de que lleguen acá en veinte minutos si es que los necesitamos”. Y a la Prefectura, que concentrara a “todos los miembros disponibles en el edificio Guardacosta”, donde comienza Puerto Madero.

“No podía permitir que algún grupo tomara la Casa Rosada o el Congreso. Y todo tenía que ser hecho con una mínima cuota de profesionalismo para no seguir matando gente”, explica.

La Policía Federal había quedado muy cuestionada luego de la represión del día anterior, en especial los efectivos de la Policía Montada, que al mediodía habían desalojado ferozmente a un grupo de Madres de Plaza de Mayo. Cristian Ritondo —que era el número dos de Toma— menciona otras fallas de la represión durante el último día de gobierno de De la Rúa: “La policía tiraba gases lacrimógenos, pero sin haber previsto salidas de escape; los gases no son para ahogar a la gente sino para dispersarla. Además, no calculaban para dónde se iban a expandir los gases; por eso, se ven imágenes de policías tirando en
contra del viento, y que terminan afectados por los gases. Parecía que no tenían experiencia de calle”.

En diciembre de 2014 todavía continuaba el juicio oral por las cinco muertes y los ciento diecisiete heridos provocados trece años antes entre la Plaza de Mayo y el Congreso. El entonces secretario de Seguridad de la Alianza, Enrique Mathov, era el único político sentado en el banquillo de los acusados por homicidio culposo (sin intención) y otros delitos, junto con el comisario Santos y quince policías.

Los abogados de los acusados aseguraban, en general, que las muertes y los heridos fueron “eslabones en la cadena del virtual golpe de Estado contra el gobierno del presidente De la Rúa. De otra manera, es imposible entender tanta ferocidad policial localizada en el centro político de la Capital y del país”.

Para ellos, la represión policial fue lanzada por sectores internos opuestos a Santos, que era considerado un “garantista de escritorio” por los “duros” de esa fuerza.

Claro que los muertos en todo el país en aquellas trágicas jornadas de diciembre habían sido muchos más: treinta y ocho, según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi). Otras fuentes dan cifras menores, pero nunca inferiores a treinta y dos.

En la Capital Federal hubo, en total, siete muertos, pero el distrito con mayor cantidad de víctimas fatales fue el Gran Buenos Aires, con once, de acuerdo con la Correpi, cuyas cuentas indican que hubo nueve víctimas fatales en Santa Fe (siete de ellas solo en Rosario), tres en Córdoba y en Entre Ríos, y el resto en otras provincias.

Pero el único juicio que se realizaba era por las muertes en el centro porteño. Se estima que hubo más de cuatrocientos heridos y más de cinco mil detenidos en todo el país. Con relación al conurbano, Toma habló con el gobernador Carlos Ruckauf, quien le aseguró que el número de saqueos había caído verticalmente y que el panorama estaba tranquilo. “Para las zonas norte y oeste, teníamos a la Prefectura y la Gendarmería, y para el sur, a la Policía Bonaerense”, dice Toma.

Además, la Gendarmería quedó a cargo de la custodia de los camiones de caudales para cumplir con la orden de Puerta de abastecer todos los cajeros automáticos con dinero. “Esa fue mi jugada fuerte; la gente iba y sacaba plata, y ahí se tranquilizaba todo”, afirma el político misionero.

Una de las visitas que Puerta recibió en el despacho presidencial fue la de su amigo Mauricio Macri, con quien había estudiado ingeniería civil en la Universidad Católica Argentina. Macri presidía el club Boca Juniors desde hacía seis años; al final del encuentro, antes de la despedida, Macri le hizo un pedido.
—Con el estado de sitio, no podemos jugar la última fecha del campeonato. ¿Qué se puede hacer?
—Estamos viendo justo el tema del estado de sitio. ¿Qué partidos tienen que jugar?
—El más importante es el de Racing; están a punto de salir campeones. Hace treinta y cinco años que no salen campeones.

Para Macri, no era solo una cuestión futbolística: lo unía una estrecha relación con el publicista Fernando Marín, quien ejercía la gerencia de Racing a través de Blanquiceleste, una sociedad anónima surgida luego de la quiebra del club, en 1999.

Tampoco lo era para Puerta: “A mí como hincha de fútbol, me parecía una injusticia que no pudiera jugar Racing, pero inmediatamente lo agarré por el lado político, que era volver a un país normal. La televisión estaba meta mostrar cosas feas: incendios, saqueos… Por eso, me pareció muy bueno que la televisión de todo el país mostrara el partido por el campeonato y que la gente saliera a festejar”.
Puerta derivó el asunto en Toma.
—Mauricio dice si podemos hacer algo para que juegue Racing. Es la última fecha del campeonato y puede salir campeón.
—Yo me ocupo, Ramón. Ya mismo lo llamo a Julio Grondona.
—¿Lo conocés?
—Claro, si en la Cámara nos reunimos todas las semanas con él y con todos los directivos del fútbol para ver la seguridad de los partidos de cada fecha. Quedate tranquilo, Ramón: va a salir campeón Racing.
Racing tendría que haber jugado el domingo 23 de diciembre, pero el estado de sitio lo impidió. Dirigido por Reinaldo “Mostaza” Merlo, al sufrido Racing le bastaba empatar su partido con Vélez Sarsfield —como visitante, en Liniers— para conseguir su ansiado campeonato y borrar la triple vergüenza de una espantosa sequía de títulos, el descenso a Primera B y la quiebra económica. River Plate —con un juego vistoso, varios futbolistas de nivel y Ramón Díaz en el banco— era su escolta, a tres puntos.

Uno de los problemas de Racing era que, salvo su plantel, el resto de los jugadores del torneo —representados por Futbolistas Argentinos Agremiados— quería postergar la definición del campeonato hasta febrero debido a “los graves acontecimientos ocurridos en el país”, con su secuela de heridos y muertos. No era un momento como para jugar al fútbol y la policía no estaba en condiciones de garantizar la seguridad justo en la última fecha del Torneo Apertura.

Toma volvió a su despacho y —según recuerda— llamó por teléfono al presidente de la Asociación del Fútbol Argentino.
—Don Julio, necesito verlo urgente.
—Muy bien, don (sic) Miguel. ¿Por qué tanto apuro?
—Mire, vamos a tener que sacar campeón a Racing.
—Lo primero que hay que hacer es sacar el estado de sitio.
—Por eso no se preocupe: estamos levantando el estado de sitio en la ciudad de Buenos Aires y en casi todo el país. Pero tiene que salir campeón Racing, así la gente puede festejar algo.
—No sé si salir campeón, don Miguel. Lo importante es que se pueda jugar al fútbol.
Toma y Grondona quedaron en reunirse al día siguiente, sábado, al mediodía.
—Don Miguel, yo no sé cuánto voy a tardar; voy desde Avellaneda y no sé cómo estará el tránsito con los problemas de los últimos días.
—No se preocupe, don Julio, que lo esperamos con el presidente.
Antes de reunirse con Puerta —que los esperaba junto con el empresario Marín— Grondona pasó un momento por el despacho de Toma.
—Mire, don Julio, que tiene que salir campeón Racing.
—No es tan fácil, don Miguel.
—Don Julio, ¡usted sabe cómo son estas cosas!

Grondona sonrió con una mezcla de halago y malicia, y subieron al despacho del presidente.
El título del diario deportivo Olé del domingo 23 de diciembre no pudo ser más certero: “Ganó Racing”, informó en su tapa junto con una foto de Puerta, Toma, Grondona y Marín; todos ellos muy sonrientes.

“Me costó mucho ayudar a garantizar la seguridad de ese partido siendo hincha de Independiente, pero me pareció que era un buen gesto para normalizar la situación del país. Además, hacía mucho que ellos no salían campeones”, cuenta Ritondo, que luego sería subsecretario de Interior de la Nación, diputado nacional y titular de la Legislatura porteña, este último cargo como dirigente peronista dentro del PRO, de Macri.

El acuerdo fue que el jueves 27 de diciembre a las cinco de la tarde se jugarían solamente los dos partidos por el título: Vélez – Racing y River – Rosario Central, ambos en la Capital. Sobre el resto de los partidos y un eventual desempate entre Racing y River no tomaron ninguna decisión.

Pero no hizo falta. River liquidó rápidamente su partido con un 6-1; Racing —un equipo versátil y de mucha garra, aunque de poca destreza técnica, sin jugadores de selección— tuvo que sufrir mucho para empatar 1-1 gracias a un gol en evidente fuera de juego, que abrió sospechas que aún perduran contra el árbitro Gabriel Brazenas y el juez de línea Alberto Barrientos.

Aquel día gris y caluroso, los efusivos hinchas de Racing llenaron dos estadios al mismo tiempo: el de Vélez, como visitantes, y el Cilindro de Avellaneda, como locales, donde instalaron una pantalla gigante que transmitió el partido en directo.

El episodio clave ocurrió a los nueve minutos del segundo tiempo. En el Monumental de Núñez, River ya ganaba 5-0 cuando en Liniers, Brazenas sancionó un tiro libre en favor de Racing. El colombiano Gerardo Bedoya tiró un centro que cayó en el segundo palo del arquero Gastón Sessa, y el defensor Gabriel Loeschbor provocó el delirio de los hinchas albicelestes con un cabezazo que pasó entre las piernas de Sessa. Vélez empató a trece minutos del final, y con ese resultado Racing dio la vuelta olímpica en plena crisis.

Diez años después, en una entrevista con el periodista Alejandro Wall para su libro ¡Academia, carajo!, el juez de línea Barrientos reconoció que Loeschbor estaba “como un metro veinte, un metro treinta, en orsai”, pero que no levantó el banderín sino que corrió al medio del campo convalidando el gol porque —asegura— era fanático de Racing y quería que su equipo saliera campeón.

Barrientos fue el único hincha de Racing que no pudo gritar el gol del título. Él niega que haya recibido dinero o alguna otra compensación material: “Yo di el gol en orsai y por mis hijos que jamás aceptaría nada. Lo denunciaría. Mis compañeros saben cómo me porté a lo largo de mi carrera”. Y agrega que no hizo falta que nadie del fútbol ni de la política le sugiriera que esta vez el candidato oficial era
su propio equipo: “Yo sabía ‘íntimamente’ que Racing iba a salir campeón sí o sí. Yo creo que hasta Vélez sabía. ¿Sabés cuándo me di cuenta? Cuando lo veo a Grondona entrando a la Casa de Gobierno para que Racing jugara. Nadie me dijo nada, pero yo sabía que Racing tenía que salir campeón sí o sí”.

El poder de Grondona en el fútbol incluía el control del Colegio de Árbitros a través de uno de sus hombres de mayor confianza, Jorge Romo. Barrientos está convencido de que él fue elegido para el partido decisivo precisamente porque era hincha del club: “Romo tiene asesores y sabía que yo era hincha de Racing”.

En realidad, las sospechas no se posaron tanto en Barrientos como en Brazenas, un árbitro muy a gusto de Grondona y de Romo, tanto que fue elegido para varios partidos definitorios en los torneos de la década pasada.

Brazenas era considerado una carta que Grondona se reservaba para los partidos que le importaban mucho, más allá de la formalidad de los sorteos. El último de sus arbitrajes fue un escándalo: el campeonato que Vélez le ganó a Huracán en 2009, con un gol mal anulado a Eduardo Domínguez —de Huracán— y una falta clarísima del delantero Joaquín Larrivey al arquero Gastón Monzón que permitió el único gol del encuentro. Fueron unánimes las críticas al desempeño de Brazenas, que no volvió a dirigir nunca más.

Luego de la reunión con Grondona y Marín, el principal problema para Puerta y sus funcionarios se trasladó a la Asamblea Legislativa. La intención original había sido reanudar rápidamente esa sesión especial de senadores y diputados con el fin de consagrar a Rodríguez Saá como presidente y clausurar la crisis política. El acuerdo entre los distintos grupos que formaban el archipiélago peronista incluía tres puntos que habían sido muy discutidos:

• Elecciones el 3 de marzo de 2002; si se hacía necesaria una segunda vuelta porque ningún candidato
había llegado al 45 por ciento de los votos, se realizaría el 31 de marzo de 2002.
• Rodríguez Saá terminaría su mandato en el momento en que asumiera el nuevo presidente; en ningún
caso, su gobierno podría extenderse más allá del 5 de abril de 2002.
• Por esta única vez —debido “a la especial situación que vive el país”— se aplicaría la Ley de Lemas.

Pero las negociaciones con los radicales, el Frepaso, los partidos provinciales y la centroizquierda se fueron complicando.

Por un lado, los radicales y el Frepaso se oponían al llamado a elecciones: el argumento público era que la mayoría de la gente estaba en contra, según indicaban las encuestas; el temor privado consistía en que el fracaso de la Alianza se reflejara en las urnas. Tampoco estaban de acuerdo con cambiar el régimen electoral dado que —afirmaban— una Asamblea Legislativa no podía sancionar nuevas leyes.En  conclusión, querían que el nuevo presidente terminara el mandato de De la Rúa, el 10 de diciembre de 2003.

Por su parte, los legisladores de Elisa Carrió impugnaban explícitamente al gobernador de San Luis debido a las denuncias en su contra por autoritarismo, nepotismo y corrupción. “Debemos votar una figura ejemplar”, decía la diputada Carrió. Una crítica compartida —en silencio y no tanto— por varios radicales y dirigentes de partidos provinciales.

En general, sus críticos admitían que el Adolfo había mejorado la provincia durante los dieciocho años seguidos que llevaba en la gobernación, pero enfatizaban los costos en falta de libertades; asfixia de la oposición, la Justicia y la prensa, y denuncias sobre pedidos de coimas y uso discrecional de los fondos públicos. Un manejo casi feudal, similar al de otras provincias.

Algunos también señalaban su presunta falta de decoro para ejercer la presidencia de la Nación por el recordado y confuso escándalo que lo involucró junto con una amante en el hotel alojamiento “Y… no C”, en octubre de 1993, en plena pelea con el menemismo por la reforma de la Constitución para habilitar la reelección. Al final, todo pareció haber sido una maniobra de chantaje por parte de delincuentes comunes muy osados.

Por todo eso, al atardecer del sábado 22 de diciembre dos enviados radicales —Raúl Baglini y Marcelo Stubrin— fueron a la Casa Rosada a ofrecerle a Puerta que se quedara como presidente hasta 2003. Le aseguraban una amplia mayoría en la Asamblea Legislativa, que incluiría los votos de los radicales y también de algunos legisladores del Frepaso y de partidos provinciales.

Primero, Baglini y Stubrin vieron a Toma, que los condujo al despacho presidencial.
—Es imposible, muchachos. Hay un acuerdo de gobernadores y yo ya di mi palabra —contestó Puerta.

“Siempre le reprocho a Ramón esa respuesta; tenía todo para ser presidente, pero le faltó la estocada final”, lamenta Toma.

El problema para el peronismo era que —con sus legisladores— no le alcanzaba para llegar a la mayoría absoluta de la Asamblea, es decir a ciento sesenta y cinco votos. Ni siquiera sumando a los diputados alineados con el ex ministro Domingo Cavallo. Le faltaba, todavía, un puñado de votos, que fue acercado por Fuerza Republicana, el partido del general Antonio Bussi, el ex gobernador de Tucumán durante la dictadura.

Rodríguez Saá resultó elegido presidente por ciento sesenta y nueve votos a favor y ciento treinta y ocho en contra. Apenas cuatro votos por encima de la mayoría exigida por la Constitución y luego de doce horas de debate, hasta las nueve y cuarto de la mañana del domingo 23 de diciembre.

Al círculo íntimo de Rodríguez Saá eso no le importó demasiado. Ya se había hecho carne entre ellos un lema superador: dos semanas, dos meses, dos años: “Si nos consolidamos en dos semanas y cumplimos los dos meses, nos quedamos dos años”.

 

Doce noches
Publicada por: SUDAMERICANA
Edición: primera
ISBN: 9789500752367
Disponible en: Libro electrónico

 

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