martes 23 de abril de 2024
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«La vida secreta de la mente», de Mariano Sigman

¿Es mejor confiar en la razón o en las corazonadas cuando tomamos decisiones?¿Es posible leer la mente de alguien?¿Qué es y cómo nos gobierna el inconsciente?¿Qué hace que confiemos (o no) en los otros? ¿Por qué creemos que aprender un nuevo idioma es mucho más difícil para un adulto que para un niño?¿Es cierto que nuestro cerebro es plástico y que nunca es demasiado tarde para aprender?

Mariano Sigman responde estas y muchas otras preguntas de la mano de la neurociencia y de la psicología experimental, y conduce un viaje a lo más íntimo del cerebro humano en el que recorre todos los recovecos de nuestra mente para entender qué define nuestra identidad, cómo forjamos ideas en nuestros primeros días de vida, cómo soñamos e imaginamos, por qué sentimos ciertas emociones, cómo aprendemos, y cómo olvidamos.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Corazonadas: La metáfora precisa

Hasta ahora hablamos de los procesos de toma de decisión como si  perteneciesen a una clase común, regidos por los mismos principios  y ejecutados en el cerebro por circuitos similares. Sin embargo, todos  percibimos que las decisiones que tomamos pertenecen por lo  menos a dos formas cualitativamente distintas; unas son racionales y  podríamos esgrimir sus argumentos; las otras no. Son las corazonadas,  esas decisiones inexplicables que sentimos que nos dicta el cuerpo.  Pero ¿son realmente dos maneras distintas de decidir? ¿Nos conviene  elegir algo de acuerdo con nuestras intuiciones o deliberar cuidadosa  y racionalmente cada decisión?

En general asociamos la racionalidad con la ciencia, mientras que  la naturaleza de las emociones parece misteriosa, esotérica y esencialmente  inexplicable. Derribemos este mito con un experimento  sencillo.

– Los neurocientíficos Lionel Naccache y Stanislas Dehaene —mi  mentor en París— hicieron un experimento en el que le muestran  una carta con un número a una persona tan fugazmente que  cree no haber visto nada. A esta presentación, que no alcanza a activar la conciencia, se la llama subliminal. Luego le piden que  diga si el número de la carta es mayor o menor que cinco, y  sucede algo extraordinario desde la perspectiva del que decide,  pues acierta en la mayoría de los casos. El que toma la decisión lo  percibe como una corazonada, pero desde el punto de vista del  experimentador queda claro que la decisión se indujo de forma  inconsciente con un mecanismo muy similar al de las decisiones  conscientes.

Es decir, en el cerebro, las corazonadas no son tan diferentes de  las decisiones racionales. Pero el ejemplo anterior no captura toda la  riqueza de la fisiología de las decisiones inconscientes. De hecho, la  etimología inmediata del término corazonada —un proceso que se  origina en el corazón y no el cerebro— agrega una buena dosis de  precisión sobre la génesis.

Para entender esto, basta con morder un lápiz. Probá poner un lápiz entre tus dientes, a lo largo de la boca. Inevitablemente, los  labios se arquean remedando una sonrisa. Esto, claro, es un efecto  mecánico, no el reflejo de una emoción. Pero no importa, uno igual  siente cierto bienestar. El mero gesto de la sonrisa alcanza para eso.  En esa situación, una escena de cine nos parecería más entretenida  que si sostuviésemos el lápiz con los labios, como sacando trompa,  produciendo una mueca mucho más seria. Entonces, la decisión de  que algo es divertido o aburrido no se origina solamente en una  evaluación del mundo externo, sino en reacciones viscerales que se  producen en el mundo interno. Descubrimos que alguien nos gusta,  que algo conlleva riesgo o que un gesto nos emociona porque nos  late el corazón más rápidamente.

Esto revela un principio importante. El cerebro recibe de los  sentidos información emocional —pongamos, por caso, de tristeza o  alegría— que luego se expresa en variables corporales. Las emociones tienen asociadas expresiones faciales, aumento de la humedad de la  piel, del ritmo cardíaco o de la segregación de adrenalina. Esta es la  parte más intuitiva del diálogo. Pero el experimento del lápiz muestra  que este diálogo es recíproco, pues el cerebro identifica variables  corporales para decidir si siente una emoción. A tal punto es así que  la inducción mecánica de una sonrisa hace que nos sintamos mejor  o que valoremos algo más positivamente que cuando nuestra cara  expresa seriedad.

Que los estados corporales puedan afectar nuestro proceso de  decisión es una muestra fisiológica y científica de lo que percibimos  como una corazonada. Al tomar una decisión de forma inconsciente,  la corteza cerebral evalúa diferentes alternativas y, al hacerlo, estima  posibles riesgos y beneficios de cada opción. El resultado de este  cómputo se expresa en estados corporales a partir de los cuales el  cerebro puede reconocer el riesgo, el peligro o el placer. El cuerpo  se convierte en un reflejo del mundo externo.

 

El cuerpo en el casino y en el tablero

El experimento clave para demostrar cómo las decisiones se nutren  de corazonadas se hizo con dos mazos de cartas.

– Como en tantos juegos de mesa, aquí se mezclan los ingredientes  de las decisiones de la vida real: ganancias, pérdidas, incertidumbre  y riesgo. El juego es simple pero impredecible. En cada turno, el  jugador solo elige de qué mazo tomar una carta. El número de la  carta descubierta indica las monedas que se ganan (o se pierden  si es negativo). A medida que va descubriendo cartas, la persona  tiene que evaluar cuál de los dos mazos es más redituable a lo  largo de todo el experimento.

Tal como una persona en el casino, que tiene que elegir entre  dos máquinas tragamonedas solo observando durante un tiempo  cuántas veces y cuánto paga cada una. Pero, a diferencia del  casino, este juego que ideó el neurobiólogo Antonio Damasio  no es puro azar; hay un mazo que en promedio paga más que  el otro. Si se descubre esta regla, el procedimiento es simple: elegir siempre del mazo que paga más. Hete aquí la martingala  infalible.

La dificultad radica en que el jugador tiene que descubrir esta  regla ponderando una larga historia de pagos en medio de grandes  fluctuaciones. Después de muchísima práctica, casi todos descubren  la regla, son capaces de explicarla y, naturalmente, de elegir cartas  del mazo correcto. Pero el gran hallazgo sucede mientras se forja el  descubrimiento, entre intuiciones y corazonadas. Aun antes de ser  capaces de enunciar la regla, los jugadores empiezan a jugar bien y  eligen con más frecuencia las cartas del mazo correcto. En esta fase,  pese a jugar mucho mejor que si lo hiciesen al azar, los jugadores no  pueden explicar por qué optan por el mazo correcto (el que paga  más en el largo plazo). A veces ni siquiera saben que eligen más de un  mazo que del otro. Pero aparecen en el cuerpo signos inequívocos. En  efecto, en esta etapa, cuando el jugador está por elegir del mazo incorrecto,  aumenta la conductancia de su piel, indicando un incremento  en la transpiración, que a su vez es reflejo de un estado emocional.  Es decir, el jugador no puede explicar que uno de los mazos resulta  mejor que el otro, pero su cuerpo ya lo sabe.

– Con mi colega María Julia Leone, neurocientífica y maestra internacional  de ajedrez, llevamos este experimento al tablero, siguiendo  la receta borgeana del ajedrez como metáfora de la vida.  Dos maestros se enfrentan. Tienen treinta minutos para tomar una  serie de decisiones que organizan a sus ejércitos. En el tablero, la  batalla es a muerte y las emociones a% oran. Durante la partida registramos  la traza del corazón de los jugadores. El ritmo cardíaco  —al igual que el estrés— aumenta con el transcurso de la partida,  a medida que apremia el tiempo y se acerca el » n de la batalla.  También se dispara el corazón cuando el oponente comete un  error que decide el curso de la partida.

Pero lo más trascendente que descubrimos fue lo siguiente: pocos segundos antes de que un jugador cometa un error, su  ritmo cardíaco cambia. Es decir, en una situación de opciones  incontables, con una complejidad que se asemeja a la de la vida  misma, el corazón se alarma mucho antes de tomar una mala  decisión. Si el jugador advirtiera esto, si supiera escuchar lo que  dice su corazón, podría quizás evitar muchos de los errores que  finalmente comete.

Esto es posible porque el cuerpo y el cerebro tienen las claves  para la toma de decisiones mucho antes de que estos elementos sean  conscientes para nosotros; las emociones expresadas en el cuerpo  funcionan como una alarma que nos alerta sobre posibles riesgos  y errores. Esto desmorona la idea de que la intuición pertenece al  ámbito de la magia o de la adivinación. No hay ningún conflicto  entre la ciencia y las corazonadas; por el contrario, las intuiciones  funcionan de la mano junto con la razón y la deliberación, en pleno  territorio de la ciencia.

 

¿Decisiones o corazonadas?

La respuesta es definitiva: depende. El psicólogo social Ap Dijksterhuis  encontró, en un experimento que todavía hoy genera controversias,  que la complejidad de la decisión es lo que dicta cuándo conviene  deliberar y cuándo intuir. Dijksterhuis encontró esta regularidad tanto  en decisiones de juguete, en el laboratorio, como en decisiones en la  vida real.

– En el laboratorio construyó un juego en el que había que evaluar  dos opciones, por ejemplo dos coches, y elegir la que maximizaba  alguna función de utilidad. A veces, las dos alternativas diferían  solo en una dimensión como el precio. En ese caso, la decisión  era sencilla, mejor el más barato. Luego, el problema se volvía  progresivamente más complejo, pues los dos coches diferían en  consumo, precio, seguridad, confort, riesgo de robo, capacidad,  contaminación.

El hallazgo más sorprendente de Dijksterhuis fue descubrir que,  cuando hay muchos elementos en juego, la corazonada es más efectiva  que la deliberación. Algo parecido a lo que intuyeron Les Luthiers  en su célebre parodia “El que piensa, pierde”.

El mismo patrón aparece en decisiones en la calle. Para observarlo  les preguntaron a personas que salían de comprar pasta de dientes  — elección sencilla si la hay— cómo habían tomado esa decisión.  Un mes después, el que había pensado más la decisión estaba más  satisfecho que el que no la había deliberado. En cambio, observaron  el resultado opuesto cuando entrevistaron a personas que salían de  comprar muebles (una decisión compleja, con muchas variables como  precio, volumen, calidad, belleza). Igual que en el laboratorio, los que  menos pensaron eligieron mejor.

Los procedimientos de ambos experimentos son bien distintos,  pero la conclusión es la misma. Cuando tomamos una decisión que  se resuelve ponderando un pequeño número de elementos, elegimos  mejor si nos tomamos tiempo para pensar. En cambio, cuando  el problema es complejo, en general decidimos mejor al seguir una  corazonada que si meditamos largamente y le damos muchas vueltas  —mentales— al asunto.

Algo sabemos de la conciencia, es bastante estrecha y en ella podemos  alojar poca información. El inconsciente, en cambio, es mucho  más vasto. Esto nos permite entender por qué para tomar decisiones  con pocas variables en juego —precio, calidad y tamaño de un producto,  por ejemplo— nos conviene pensar bien antes de actuar. Ante  este tipo de situaciones en las que podemos evaluar mentalmente  todos los elementos al mismo tiempo, la decisión racional es mejor  y más efectiva. También entendemos por qué, cuando hay muchas  más variables en juego que las que la conciencia puede manipular al  unísono, las decisiones inconscientes, rápidas e intuitivas, aun cuando  sean solo aproximadas, resultan más efectivas.

 

Olfateando el amor 

Quizá las decisiones más importantes y complejas que tomamos  sean las sociales y afectivas. Parecería extraño, casi absurdo, decidir  de quién enamorarse de manera deliberada, evaluando de forma  aritmética los argumentos a favor y en contra de esa persona que  tanto nos gusta. Esto no sucede así. Uno simplemente se enamora  por razones que en general desconoce y que solo puede esbozar  después de un tiempo.

En las llamadas fiestas de feromonas, cada participante olfatea la ropa  usada que el resto de los invitados cuelga en un perchero. Solo así, a través del olfato, eligen a quién acercarse. Elegir así parece natural  porque asociamos el olfato con la intuición, como cuando decimos“algo me huele mal”. Y porque todos reconocemos cuánto evoca el  entrañable e indescriptible olor de las sábanas de la persona amada.  Pero a la vez es extraño porque, claro, el olfato no es el más preciso  de nuestros sentidos. En fin, parece bastante probable que uno pueda  llevarse un gran » asco olfateando a un compañero o compañera de  » esta y que luego deba huir espantado blasfemando contra la insensatez  de su nariz.

– El biólogo suizo Claus Wedekind hizo de este juego un experimento  de magnífica trascendencia. Hizo que unos cuantos varones  usaran, sin desodorantes ni perfumes, la misma remera durante  unos cuantos días. Luego, una serie de mujeres olía las remeras y  decía cuán placentero le resultaba cada olor —también se hizo al  revés, por supuesto; ellas transpirando remeras, y ellos eligiendo—.  Wedekind no hizo este experimento a la pesca, para ver si encontraba  algún resultado curioso, sino que partía de una hipótesis que  había forjado al observar el comportamiento de roedores y otras  especies. Exploraba sobre la premisa de que cuando se re» ere a  olores, gustos y preferencias inconscientes, nos parecemos mucho  a la bestia que todos llevamos dentro.

Cada individuo tiene un repertorio inmune distinto, lo que explica,  en parte, por qué frente al mismo virus algunos nos enfermamos y  otros no. Podemos pensar cada sistema inmune como un escudo. Si se  superponen dos escudos que ocupan la misma porción del espacio, se  vuelven redundantes. En cambio, dos que cubren distintas porciones  protegen juntos una super» cie mayor. La misma idea se traslada —con  ciertos bemoles que aquí sorteamos— al repertorio inmune, pues de  dos individuos con repertorios inmunes muy distintos resulta una cría  con mayor e» ciencia inmunitaria.

En los roedores, que se huelen mucho más que nosotros, la preferencia  sigue una regla simple regida por este principio: eligen parejas  con olores que suelen tener un repertorio inmune distinto. Esta era  la base sobre la que Wedekind hizo su experimento. Había medido  en cada uno de los participantes el complejo mayor de histocompatibilidad  (MHC, por su acrónimo en inglés), una familia de genes  implicados en la diferenciación de lo propio y lo ajeno en el sistema  inmunitario. Y el resultado extraordinario es que cuando juzgamos  por el olfato, lo hacemos de acuerdo con la misma premisa que nuestros  primos roedores; a una mujer le resultan, en promedio, más placenteros  los olores de hombres que tienen un MHC distinto. Así, las fiestas de feromonas promueven la diversidad. Por lo menos en lo  que al repertorio inmune se refiere.

Pero esta regla tiene una excepción notable. La preferencia de  olores de una hembra ratón se invierte cuando está embarazada (o  cuando no es fértil). Entonces prefiere olores de ratones con MHC  similares al suyo. La versión narrativa y simplificada de este resultado  es que así como la búsqueda de complementariedad puede ser beneficiosa al aparearse, con la cría ya en el vientre conviene mantenerse  cerca del nido conocido, en familia, con los iguales.

¿Acaso sucederá el mismo cambio de preferencia olfativa cuando las que eligen son mujeres? Podemos intuir esto porque, en medio de  la revolución hormonal que sucede durante el embarazo, el cambio  en la percepción del olor y del gusto es uno de los efectos más distintivos. Wedekind estudió cómo cambiaba la preferencia olfativa cuando  una mujer tomaba una píldora anticonceptiva basada en esteroides,  que estimulan un estado hormonal muy similar al del embarazo. Así  descubrió que, al igual que en los roedores, el resultado se invertía, y  los olores de remeras transpiradas por hombres con MCH similares  eran considerados los más agradables.

Este experimento ilustra un concepto más general. Muchas de las  decisiones emocionales y sociales son bastante más estereotipadas que  lo que reconocemos. En general, este mecanismo está enmascarado  en el misterio del inconsciente y, por eso, no percibimos el proceso  de deliberación. Pero ahí está, en el subterráneo de una maquinaria  que quizá se forjara mucho antes de que nosotros estuviésemos aquí,  dando vueltas, para reflexionar sobre estas cuestiones.

En síntesis, las decisiones que siguen a corazonadas e intuiciones,  que por ser inconscientes suelen percibirse como mágicas, espontáneas  y sin principios, en realidad están reguladas y son a veces marcadamente  estereotipadas. De acuerdo con las virtudes y limitaciones  mecánicas de la conciencia, parece sensato delegar las decisiones sencillas  en manos del pensamiento racional y dejar las complejas libradas  al olfato, el sudor y el corazón.

 

Creer, saber, confiar 

Al tomar una decisión, además de ejecutar la opción elegida, el cerebro  genera una creencia. Es lo que percibimos como confianza o  convicción en lo que hacemos. A veces compramos algo en el quiosco  con la certeza de que era exactamente lo que queríamos. Otras  veces nos vamos esperando que ese chocolate endulce un poco la  frustración de no haber sabido elegir bien. El chocolate es el mismo,  pero la percepción sobre lo que decidimos, de torpeza y amargura,  es muy diferente. 

Todos alguna vez con» amos ciegamente en una decisión que  tomamos y que luego resultó equivocada. O al revés, en cuántas  situaciones obramos sin convicción cuando en realidad teníamos  todos los argumentos para estar insuflados de confianza. ¿Cómo se  construye la confianza? ¿Por qué algunas personas sienten un exceso  de confianza permanente, hagan lo que hagan, y otras, en cambio,  viven en la duda?  El estudio científico de la confianza —o de la duda— resulta  particularmente seductor porque abre una ventana a la subjetividad;  ya no es el estudio de nuestros actos observables sino de nuestras  creencias privadas. Desde una perspectiva meramente pragmática  tampoco es un asunto menor, pues estar seguros o no de nuestras  acciones define nuestro modo de ser.

– La manera más sencilla de estudiar la confianza es pedirle a alguien  que dibuje un punto en una línea, en la que un extremo  representa la convicción absoluta y el otro, la duda respecto  de la decisión tomada. Otra forma de detectar la confianza es  echando mano del lucro, pidiendo que elija si quiere cobrar un  monto fijo por la decisión tomada o si pre» ere apostar por ella.  Si tiene mucha confianza en la decisión que acaba de tomar,  estará inclinado a apostar (cien volando). Si, en cambio, descree  de su elección, preferirá el monto fijo (pájaro en mano). Los dos  artilugios para medir la confianza son muy consistentes; los que  manifiestan una firme convicción en el extremo de la línea,  también apuestan fuerte. Y, al revés, aquellos que tienden a expresar  una confianza baja en sus decisiones son poco proclives  a apostar por ellas.

Este paralelismo entre confianza y apuestas tiene relevancias  obvias en la vida cotidiana. Apostar o invertir mal en cuestiones monetarias, emocionales, profesionales, políticas o familiares supone  un gran costo. Y esto proviene, naturalmente, de un sistema  distorsionado de confianza. Pero este paralelismo también tiene  consecuencias científicas. Este tipo de experimentos nos permiten  preguntarnos sobre la subjetividad en áreas que antes parecían inabordables.  Al medir la predisposición a apostar estamos descubriendo  algo acerca de la confianza percibida por quienes no pueden  expresar sus creencias. Así, con estos experimentos, hoy sabemos  que ratones, delfines, monos y bebés de menos de seis meses de vida  ya toman decisiones que vienen acompañadas de una creencia en  la elección que acaban de tomar.

La vida secreta de la mente
Ciencia aplicada a la vida cotidiana para entender(nos) mejor. Todo lo que siempre te preguntaste sobre tu mente -y todo lo que ni siquiera imaginaste que podrías preguntarte-, en el libro que tu cerebro espera leer.
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 10/01/2015
Edición: 1a
ISBN: 9789873752315
Disponible en: Libro de bolsillo
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