sábado 20 de abril de 2024
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«El traductor del Ulises», de Lucas Petersen

9789500756136

¿Quién es José Salas Subirat? A pesar de que su nombre figura entre los mejores traductores del siglo XX, su historia y su rostro eran absolutamente desconocidos hasta hoy.

Para desconcierto de todos, el hombre que en 1945 realizó la proeza descomunal de traducir la obra maestra de James Joyce no era ningún erudito, sino un hijo de inmigrantes que terminó la escuela primaria a los 23 años, se ganó la vida como agente de seguros y, con un dominio limitado del inglés, logró lo que no habían conseguido los mejores intelectuales de la época.

Esta fascinante investigación revela la excéntrica vida de Salas Subirat, al tiempo que reconstruye casi un siglo de la cultura argentina.

«Un estudio sociológico fundamental se publica disimulado bajo la forma de la biografía del desconocido que tradujo Ulises, y que lo hizo en los intervalos de una abnegada y hasta brillante carrera de agente de seguros, con conocimientos del inglés básicos e indispensables (inferiores, sin duda, a los necesarios) para lectores que le reservarían gratitud obligatoria por haber llevado a cabo esa hazaña.»

Luis Chitarroni

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

VERSIONES DE UN PROCESO

El encuentro entre Salas Subirat y Ulises debió producirse a fines de la década del 30. Un diario venezolano, informado seguramente por el propio traductor, señaló tiempo después que la tarea le llevó “catorce años de labores”. Si consideramos que su última versión publicada es de 1952, aquel encuentro debería fecharse en 1938 o a lo sumo comienzos de 1939. Eran los tiempos de su reingreso a La Continental, de sus viajes agotadores por el país, y luego, de su afincamiento en el edificio de La Continental y de su vinculación con Anaconda. Lector incansable como era, cada vez que subía a un tren, Salas Subirat lo hacía acompañado de un libro. Por entonces, ese libro comenzó a ser una peculiar edición estadounidense de Ulises.

En 1934, cuando Random House quiso afrontar la que sería la primera edición legal de la obra en un país anglosajón (existía una pirata, realizada por Samuel Roth en 1929), buscó primero asegurarse de que la censura que pesaba sobre Ulises fuese levantada. En diciembre de 1933, tras un memorable juicio, el juez neoyorquino John Woolsey finalmente dictaminó que la novela no era obscena y que podía circular sin violar ninguna norma. Apenas un mes después, en enero de 1934, la editorial puso en la calle la primera tirada e incluyó, antes de la novela, el fallo del juez, unas palabras de Morris L. Ernst (abogado defensor de la firma) y una carta del propio Joyce a los editores en que repasa las varias dificultades que tuvo que atravesar la publicación de Ulises. Aquella primera edición tenía varios errores ya que, si bien los editores suponían que estaban trabajando con una versión de 1927 de Shakespeare and Co. (la que Joyce había establecido como definitiva), por alguna confusión, utilizaron en realidad una copia de la edición pirata. Según la versión canónica, cuando la empresa decidió subsanar el error, en 1940, publicó bajo la serie The Modern Library Giants su versión corregida (Random House y The Modern Library eran una misma empresa).

¿Qué tiene de peculiar el libro con el que trabajó Salas Subirat? Primero, que es una edición de Modern Library, pero no es la versión Giant de 1940. Esta última tiene tapas rojas y dice claramente “1940”; la de Salas es de tapas gris oscuro y no tiene fecha de edición. La única datación es la que atribuye el copyright a The Modern Library Inc., a partir de la histórica edición de Random House: 1934. La pérdida de la sobrecubierta impide arribar a más precisiones. Por eso, diversas bibliotecas, como la Nacional de Irlanda o la de la Universidad de Yale, por ejemplo, debieron datar este tipo de ejemplares como “circa 1934”. Una rareza, en definitiva: una edición de Modern Library que debió editarse antes de la supuesta “primera edición” de ese sello. Una edición que, a su vez, tiene el texto correcto y no aquel que arrastraba los errores de la edición pirata de Roth. Una edición, a fin de cuentas, digna de la intrincadísima y polémica historia de impresiones de Ulises y digna también de quien sería su excéntrico traductor.

El libraco —que hoy es atesorado por su familia— resultaría demasiado pesado y poco práctico para cargar en el maletín, por lo que Salas Subirat desmontó la encuadernación, descosió los cuadernillos y transformó el ladrillo de casi 800 páginas en cómodos fascículos transportables. Primero, relata su familia, intentó leerlo en inglés pero fracasó.

Tranquilo, vuelvo a intentar. No entiendo. No es precisamente que no entienda, sino que leo con atención dos o tres líneas y cuando llego al final de la página advierto que la he leído toda pensando en otra cosa. ¿Es posible que no pueda concentrarme? Sí, es posible. Me consta que el libro es bueno y que vale la pena leerlo, pero se me ocurre que tiene un defecto, por lo menos en las primeras páginas, y que si las pudiera pasar, lo demás ya se mandaría. ¿Qué? Hace algún tiempo, creo que en un libro de Aldous Huxley sobre el arte de ver sin anteojos, se aconsejaba en estos casos leer rápidamente, abandonando el temor de no entender. Entonces se trataría de correrse a uno mismo, empujarse y leer lo más rápido posible, sin darse tiempo para pensar en otra cosa. Ensayo y descubro con sorpresa que las palabras sueltas que no entiendo dejan de preocuparme, porque ya capto cierto sentido —un poco indefinido— en lo que acabo de leer. Y me detengo. ¿Seguiré leyendo sin haber madurado lo que ya he leído? Pienso en esto, y como no sé qué hacer, mi atención empieza a dispersarse. Estoy en el tren, es un día de primavera. ¿Seguiré leyendo o será mejor que mire el paisaje? Hermoso paisaje. Verde por todas partes. Si bajo la vista veo la tierra que acaban de arar, oscura —tierra húmeda—, y una multitud de gaviotas revoloteando en busca de lombrices. […] Y en ese momento vuelvo a oír la vocecita: ¿qué? Miro el libro de nuevo. Reincido en la lectura desde el principio. ¡Caramba! Esto no era tan difícil como creía. Puedo entender lo que dice aquí. ¿Qué ha ocurrido? Creo que puede explicarse. El texto ya me resulta un poco familiar. Si en vez de releer hubiera seguido pensando en las gaviotas, es casi seguro que al llegar a casa habría vuelto a colocar el libro en el estante. […] Lo único que puede resolver el problema es la frecuentación de lo difícil. Acaso a la primera lectura no lo entienda, pero no importa. […] no existe obstáculo que no podamos superar si contamos con la voluntad necesaria para insistir.

Este pasaje, escrito por Salas aproximadamente una década después de aquellas jornadas y publicado en La lucha por el éxito (1953), da una idea aproximada de lo que debió sentir cuando se internó en Ulises. El inglés de Joyce estaba muy por encima de sus posibilidades. Pese a que leía habitualmente en ese idioma, no lo hablaba con fluidez y carecía —cabe suponer— del vasto universo lexical al que recurre el irlandés. A estas carencias idiomáticas se sumaba, desde ya, que no contaba con el minucioso repertorio de referencias histórico-culturales que hacen mínimamente comprensible el texto de Joyce.

Se sabe que la traducción de Ulises demandó a Salas Subirat cinco años, de 1940 a 1945, porque así está consignado en la primera edición de Rueda. Sobre qué motivó la empresa y cómo fue llevada a cabo, perviven sin embargo varias versiones. La primera, la familiar, sostenida también por otros indicios, entre ellos la palabra del propio Salas, plantea que es producto exclusivo de la necesidad de descubrir el sentido de una obra que superaba por mucho sus conocimientos de inglés. Pero no es la única. La otra es sostenida por Enrique Rueda, hijo del editor, quien señala que fue este quien convocó a Salas Subirat y financió el pasaje.

El vínculo de Santiago Rueda con la industria editorial comienza en los años 20, cuando Pedro García, fundador de El Ateneo, lo invitó a instalarse en Buenos Aires para trabajar en su librería. Rueda había nacido en 1905. De pequeño quedó huérfano y, cuando los seis hermanos fueron repartidos entre distintos parientes, él recaló con un tío que tenía campos en Pigüé. Fue durante un asado allí al que asistió García que recibió la propuesta de trasladarse a la Capital. El futuro editor de Ulises aceptó y, mientras estudiaba abogacía, comenzó a desempeñarse en el local ubicado, hasta 1936, en Victoria al 600 (hoy Hipólito Yrigoyen), y luego en Florida 371. Poco antes de que García trasladara nuevamente El Ateneo a la vereda de enfrente (Florida 340, donde se encuentra hoy), en octubre de 1939, Rueda decidió fundar su propia editorial.

Puso en marcha la empresa con muy pocos recursos, en un modesto departamento de tres ambientes, en Florida 377, junto al viejo edificio del diario La Nación. Allí trabajaban tres personas: el propio Rueda, que se ocupaba de los aspectos administrativos, contables y comerciales; un empleado, Carlos Núñez, que hacía la distribución; y Max Dickmann, un escritor que fungía de asesor literario tanto suyo como de El Ateneo.

Dickmann había nacido en 1902 en una familia judía de origen letón e ideas socialistas. Era escritor, periodista y estaba además vinculado al teatro independiente. En 1935 había ganado un Premio Municipal de Literatura por su novela Madre América, publicada por Claridad. Aunque estaba trabajando a un lado y otro de la calle

Florida, no había cortado sus vínculos con el dueño de aquella editorial, Antonio Zamora, ya que este editó en ese mismo año otra obra de Dickmann, Los frutos amargos.

Dickmann manejaba la totalidad del catálogo de Rueda (quien, aparentemente, tenía más talento empresarial que crítico y sabía confiar en sus colaboradores). Decidía lo que se publicaba, lo que no y organizaba todos los aspectos literarios de la edición, como las traducciones y correcciones.

“Rueda era un hombre muy respetuoso de la cultura —recuerda Max Dickmann (h)—. Fundamentalmente era un hombre de negocios, pero no le daba lo mismo vender zapatos o libros. Era un tipo muy tranquilo, apacible, muy amable, jocoso por lo general. Circulaba por el centro y hacía negocios fundamentalmente en los cafés.” Aunque tenía una oficina en el local de Rueda, Dickmann por lo general trabajaba en otra que tenía en los altos de El Ateneo.

Santiago Rueda irrumpió en el mercado en un contexto de fuerte innovación. Son los albores de la época de oro. El estancamiento de la industria española, producido por la guerra y el franquismo, motivó la aparición en Buenos Aires de los sellos más emblemáticos del período. Losada nació en 1938. En 1939 surgieron Emecé y Sudamericana. Todos fueron configurando, junto con Sur (1933), una verdadera vanguardia continental, con una agresiva política de traducción, de publicación de autores nuevos y de exportación para cubrir los mercados que dejaban vacantes los libros españoles.

En ese contexto, si algo no le faltaba al flamante editor era audacia y confianza en su asesor. El primer libro que publicó, en 1941, fue Manhattan Transfer, de John Dos Passos, con prólogo de Dickmann y traducción de José Robles Pazos (había sido editado en España por Cénit). El ojo de Dickmann estaba especialmente atento a la narrativa contemporánea y era muy común que prologara esas obras. Esto último ocurrió con títulos como Las batallas en la montaña, de Jean Giono, traducido por Héctor P. Agosti; Rocinante vuelve al camino, de Dos Passos; Las novelas de lo grotesco, de Sherwood Anderson, o La primera Lady Chatterley, de Lawrence. Además, tomó a su cargo algunas traducciones, como las de Paralelo 42, de Dos Passos; Mientras yo agonizo, de Faulkner, o La mujer perdida, de Lawrence. Para la traducción de Pedro Salinas de En busca del tiempo perdido, de Proust, que Rueda editó en 1947, Dickmann elaboró una cronología y prologó el libro Marcel Proust. Juventud-Obra-Tiempo, de Léon Pierre Quint, con el que se buscaba preparar el terreno para aquel lanzamiento.

En ese plan de capturar para su fondo editorial algunos de los mejores títulos de la literatura contemporánea es que Santiago Rueda habría comprado los derechos de Ulises y convocado a Salas Subirat para que lo tradujera, según relata con algún histrionismo su hijo, Enrique Rueda:

Mi padre firmó el contrato por el Ulises en el año 40. Tenía un asesor literario que le dijo: “Rueda, no publiques ese libro porque no va a andar, es un libro imposible de leer”. Y a mi padre, cabeza dura, le bastó que le dijeran eso y firmó el contrato, con Joyce o su representante. Pero vino el problema de que no conseguía traductor. Estaba desesperado porque nadie se quería hacer responsable.

No lo entendían ni en el idioma original.

Mi padre era muy amigo del gerente general de la compañía de seguros La Continental. Jugaban al póker los sábados. Un día, charlando en su escritorio, le dice:

—Santiago, te veo preocupado.

—¿Y cómo no voy a estar preocupado? Firmé el contrato para hacer el Ulises de Joyce y no consigo traductor. Nadie lo quiere hacer.

—Mirá, acá hay un corredor de seguros que habla inglés.

No sé si lo podrá traducir o no, pero ya que viste tantos traductores… Él no es traductor, pero a lo mejor te saca del paso.

—Bueno, llamalo y le explico.

Marca en el conmutador: “Que se presente Salas en la oficina”. Viene Salas, le presenta a mi padre, que le dice: “Tengo un libro para traducir que nadie quiere hacerlo, el Ulises de Joyce”.

—Bueno —le responde Salas—, démelo por 30 días y yo le digo si lo puedo traducir.

Efectivamente, se lo dio, lo tuvo por 30 días y le dijo: “Sí, yo me animo a traducirlo”.

Tardó cinco años en hacerlo. Firmó el contrato en el 40 y salió la primera edición en el año 45. No sabía cuánto tiempo le iba a llevar. Pero tenía contacto con mi papá, que lo llamaba y le decía “Salas, ¿cómo va el libro?”. Y él le iba informando: “Rueda, quédese tranquilo que va bien. Ya traduje cinco páginas…”. Mi padre estuvo cinco años pagándole, así que era como si tuviera un empleado más.

La otra versión, como se dijo, es la que ha preservado la oralidad familiar (y también la predominante en el campo literario argentino): que tradujo el libro para sí solo con la intención de leerlo y luego lo entregó completo a la editorial.

El propio Salas se pronunció en este sentido al menos en un par de oportunidades. En la célebre nota introductoria a la primera edición sugiere que afrontó el desafío por esa necesidad: “Traducir es el modo más atento de leer, y en realidad el deseo de leer atentamente es el responsable de la presente versión”. Doce años después, también le dijo al periódico venezolano Daily Journal: “Para entender a Joyce tuve que traducirlo”. El mismo artículo desmiente —seguramente, con información provista por el propio Salas— la versión que retiene la memoria de Enrique Rueda: “No aceptó ninguna paga para la primera edición, pero los editores sintieron que él debía disfrutar parte de los beneficios de la segunda y tercera edición”.

Entre las dos versiones del proceso, hay algunas intermedias, que combinan la traducción privada con alguna iniciativa —mayor o menor— por parte de Rueda. En un artículo publicado en 1992, “Ulises a la carta”, el crítico español Rafael Conte, por ejemplo, sostuvo, aunque sin mayores precisiones y con algún error grosero como que la edición fue hecha en Chile en 1947, que “Santiago Rueda, dada la dificultad del trabajo, convocó a concurso público entre traductores para encontrar a la persona idónea para hacerlo” y que ahí Salas “se presentó en las oficinas de la editorial con el manuscrito de la traducción bajo el brazo”. En el segundo número de la revista Sitio (1981), Jorge Jinkis abona una hipótesis similar. Afirma que Salas comenzó a traducir en 1937 y agrega: “Cuando en 1940 Santiago Rueda compra los derechos que habían sido de la editorial Sur, Max Dickmann, su asesor literario, se entera incrédulo de que ya existía una traducción llevada a cabo silenciosamente durante cinco años”.

La única manera de acercar un poco de luz —más allá de los testimonios— sería verificar documentalmente cuándo Rueda compró los derechos. Si fuera en 1945, se sabría que ya estaba terminada la obra cuando Rueda se hizo de ellos. Si la compra fuera entre 1940 y 1945, es evidente que Salas comenzó a verterlo al castellano por su cuenta y que Rueda los adquirió cuando la traducción estaba en marcha. Si fuera previa a 1940 o ese mismo año, existe la posibilidad de que la versión de Enrique Rueda (una compra de los derechos previa a la llegada de Salas) sea la correcta. Lamentablemente, resultó imposible hallar ese dato: la compra de los derechos para el español es un verdadero laberinto del que hasta ahora no se vislumbra la salida.

Según la información que recogió el español Carmelo Medina Casado en una investigación sobre las cartas y documentos de Joyce y su editora Sylvia Beach, la primera que se había planteado seriamente traducir la obra fue Victoria Ocampo. En una carta que Antonio Marichalar escribe a Beach el 16 de abril de 1931, el crítico español le dice: “Acabo de hablar con Madame Ocampo de su proyecto de traducir Ulysse. Espero que se decida pronto. ¡Me encantaría tenerlo en español!”. Al menos hasta 1934 Ocampo continuó con la idea de publicar una traducción, que quería que hiciera Borges. Sin embargo, según Ernesto Montequin, director del archivo de la Fundación Sur, nunca llegó a comprar los derechos porque, cuando intentó hacerlo, descubrió que ya habían sido vendidos.

Además del de Ocampo, hubo al menos tres intentos más de quedarse con Ulises. En enero de 1933, Olga Bauer, animadora de la escena artística madrileña, miembro de una familia de banqueros y frecuente importadora de libros, buscó obtener el permiso, pero la gestión con Sylvia Beach fracasó. Lo mismo pasó cuando una agencia literaria francesa, Storkama, intentó, entre mayo y octubre de 1938, lograr la titularidad para el español. La negociación en este caso fue con el amigo y representante oficioso de Joyce, Paul Léon. El tercero es relatado en Borges Buenos Aires por Ulyses Petit de Murat, quien fue tentado por Natalio Botana —que se había interesado por la obra de Joyce a partir de un artículo de Borges— para traducir Ulises:

Me había propuesto que yo, que acababa de tener cierta resonancia con mis versiones de El amante de lady Chatterley, de David H. Lawrence, y El pozo de la soledad, de Radclyffe Hall, tradujera la obra magna de Joyce, ya que él no leía en inglés, y pensaba que la traslación al francés era insuficiente, como habían declarado varios críticos, por más que en ella hubiera existido la supervisión de Joyce en persona. Yo dirigía la página de cine. Le manifesté que necesitaría la colaboración de alguien enterado a fondo de Joyce, de su particular inglés, y capaz de buscar conmigo, a través de irlandeses, ciertos significados del barrio de Rathgar, en Dublin, que comparecían para enrarecer aún más la atmósfera densa de la novela. Cuando le nombré a Borges, aceptó de inmediato. A este le agradó la perspectiva. Pero no se pudo hacer. Al telegrama requiriendo los derechos nos contestaron que ya habían sido otorgados, para todo el mundo hispanoparlante, al señor Salas Subirat, que hacía un tiempo estaba empeñado en el trabajo.

¿Cuándo ocurrió esto? Petit de Murat no lo revela, pero la propuesta debió producirse cerca de 1938. Ese fue el último año en que el escritor llevó adelante la sección de cine de Crítica y, a su vez, todavía en octubre Joyce/Léon mantenían abiertas negociaciones por los derechos. Además, por esos años Borges publicó una serie de notas sobre Ulises que debieron ser las que entusiasmaron a Botana: “James Joyce” (El Hogar, 5 febrero 1937) y “El último libro de Joyce” (El Hogar, 16 junio 1939), “Joyce y los neologismos” (Sur, noviembre de 1939) y “Fragmento sobre Joyce” (Sur, febrero de 1941).

El relato de Petit de Murat se acerca bastante a la famosa anécdota que relata Juan José Saer en el texto que dedica a Salas Subirat. Según el santafesino, Borges le contó a él y a un grupo de jóvenes compañeros que, en los años 40, lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises:

Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: “¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!”.

Borges mismo relató la historia a un periodista brasileño en 1977:

Creo que el mundo dio demasiada atención al Ulises de Joyce. Aquí en la Argentina fue una locura. Me acuerdo que en torno a los años 40 querían hacer una traducción de Ulises. Para eso crearon una comisión. Infelizmente o felizmente, Salas Subirat tradujo el libro antes y acabó con aquel martirio de reuniones sin fin —explicó Borges, riendo—. No conseguí leer completo ni el libro de Joyce ni la pésima traducción de Subirat, pero todo el mundo aplaudía aquella tontería.

En una nota aparecida en el periódico venezolano Daily Journal, en 1957, Salas recordó también que alguien —cuyo nombre no revela— había intentado traducirlo sin éxito a lo largo de nueve años y reproduce también la historia de la comisión: “Cuando un grupo de grandes literatos en Argentina sugirieron la formación de un comité para hacer una traducción grupal de Ulises, se contactaron con [Salas Subirat] solo para descubrir que durante los cinco años previos él había estado traduciendo al difícil autor privadamente, como un pasatiempo”.

En definitiva, si a fines de 1938 Paul Léon tenía abiertas negociaciones para la publicación en castellano, debería deducirse que Sur y Botana intentaron comprar los derechos entre esa fecha y agosto de 1941, cuando Botana murió en un accidente automovilístico. A falta de datos certeros para definir el momento exacto en que Rueda se hizo de ellos, hay casi una sola posibilidad para que una porción significativa de todos estos relatos encaje. Es la siguiente: cerca de 1939 o 1940, Salas inicia la traducción motu proprio, como relató en la “Nota del traductor” y en la prensa venezolana. Por la misma época, un grupo vinculado a Sur emprende discusiones sobre la obra y Botana le propone a Petit de Murat hacerlo junto con Borges. Botana decide avanzar sobre los derechos, pero descubre que ya fueron adquiridos y que está involucrado Salas Subirat. Por lo tanto, antes de agosto de 1941 Rueda ya había logrado la autorización, tomado conocimiento de que Salas tenía una versión en marcha y concertado su publicación, aun sabiendo que el traductor no tenía credenciales en el oficio. Si todo estaba en marcha en 1941, es difícil que en Sur se enteraran recién en 1945, por lo que la escena no debió ser tan histriónica como la relató Saer (“entró alguien blandiendo un enorme libro y gritando”) sino, quizás, más sosegada y sin el objeto en mano: “Rueda tiene los derechos y va a publicar una traducción de Salas Subirat”.

De lo que no hay dudas es de que, aunque la traducción debió comenzar por iniciativa del propio Salas Subirat, la editorial se involucró de alguna forma en el proceso (seguramente sin un pago de por medio, si se da crédito a lo dicho en el Daily Journal). Un par de datos refuerzan esta conclusión. En primer lugar, la obra dice que la traducción fue hecha “bajo dirección de Max Dickmann”, lo que indica que al menos algún intercambio informal con el asesor de Rueda hubo durante el desarrollo. (En rigor, si hubo una supervisión fue muy laxa, dada la gran cantidad de errores y erratas que tiene la primera edición. El nombre de Dickmann pudo ser un sello de validación para una traducción realizada por alguien sin antecedentes serios en el rubro.) El otro elemento —más difuso— que permite inferir la posibilidad de que el contacto con Rueda se dio con el proceso avanzado es un cambio de tono que muestra la propia traducción, como se verá más adelante.

Sea como sea, Salas Subirat tradujo Ulises. En cuanto a la tarea en sí, quedaron algunos testimonios del propio Salas Subirat a la prensa, algunas anotaciones —varias, muy significativas— en el ejemplar de Modern Library que se verán más adelante, la “Nota del traductor” que precede la obra y una risueña mención en la autobiografía del compositor y cantante de boleros Mario Clavell, Somos… una vida de canciones.

Mientras traducía Ulises, Salas Subirat seguía trabajando en La Continental, donde no tenía empacho en poner a sus subordinados a pasar a máquina las páginas que volcaba en letra manuscrita. En abril de 1942, Clavell, que ya por entonces estaba haciendo sus primeras apariciones radiales, ingresó a trabajar en el Departamento de Solicitudes de la sección Vida de la empresa, cuyo jefe era precisamente Salas Subirat. En su autobiografía, recordó los días compartidos con el traductor:

Y así comenzó una relación maravillosa con un hombre fuera de serie que me iba a dar todos los días —al dictarme su correspondencia— una inolvidable lección de relaciones humanas. Con él iba yo a aprender mil cosas que serían útiles toda la vida, que me siguen siendo útiles cada día. No era sólo un jefe amable sino un gran maestro…

Con el tiempo iba yo a saber muchas cosas sobre la personalidad del señor Salas Subirat. Escribía hermosos poemas, y en una revista especializada en seguros, publicaba interesantísimos artículos relacionados con la profesión de asegurador y con el seguro en sí.

Yo tuve el honor de pasarle a máquina muchas páginas de su maravillosa traducción al castellano de uno de los libros más difíciles del mundo: Ulises, de James Joyce.

Al menos en su primera aproximación, Salas Subirat abordó la novela con la misma decisión y ausencia de prejuicios con las que afrontaba todo en la vida. En la “Nota del traductor” se trasluce algo de esa actitud. Salas Subirat, básica, clara y un poco temerariamente, sostiene que “leído con atención, Ulises no presenta serias dificultades para traducirlo”. Los escollos a la comprensión —explica— no son mayores que los que encuentra un lector angloparlante. Afirma que son exageradas las leyendas sobre las libertades literarias que se le atribuyen a Joyce. Pasa luego a referir algunas dificultades puntuales con las que tropezó y la forma en que las resolvió. Cada una de estas respuestas tiene un tono de ligereza, hasta de ingenuidad, que, en virtud de que la versión contenía no pocos errores y erratas, Salas pagaría caro cuando hombres dedicados al oficio evaluaran su trabajo. La simpleza que atribuía a la tarea era francamente ofensiva.

Quizás el punto más agudo del planteo es cuando, tras adentrarse en “el dilatado e inagotable debate” entre literalidad e interpretación en la traducción, Salas juzga que el detallismo lingüístico puede conducir a aplastar la vitalidad del original y que, en ciertos casos, prefirió ser leal a las intenciones del autor antes que a transponer textualmente: “esta traducción podría ser sometida a un perfeccionamiento ilimitado —por ser ilimitadas las tonalidades que el libro contiene—, pero corriéndose el riesgo, al purificar tanto, de llegar a la esterilidad. […] En aquellos casos en que una fidelidad a ultranza sólo habría obscurecido el texto o lo habría subalternizado en relación al original, no se ha titubeado en limitar esa fidelidad a la intención del autor”.

Sobre el final de la “Nota”, Salas se preocupa por explicar al lector el lugar que la simultaneidad tiene en la obra y las marcas que esta búsqueda deja en la prosa de Joyce, deteniéndose en el monólogo interior. En su explicación sobreabunda cierta vulgata seudocientífica por la que Salas mostrará debilidad no pocas veces, antes y después, con conceptos tomados de campos como la fisiología, la física, la psicología de la percepción o el psicoanálisis.

Durante sus cinco años de trabajo, el traductor no parece haber recurrido a mucho más auxilio que a la biografía James Joyce de Herbert Gorman, de la que tenía una segunda edición de 1941. Rueda editará ese libro en castellano en el mismo año que Ulises. A juzgar por las marcas en lápiz que muestra el volumen editado en Londres por The Bodley Head, hoy en manos de la familia de Salas Subirat, el traductor solo leyó con interés el primer capítulo. Todo indicaría que emprendió el proyecto casi a ciegas, basado en poco más que su intuición y su osadía.

Finalmente, al cabo de un lustro de trabajo, el libro se terminó de imprimir el 14 de julio de 1945 en Artes Gráficas Bartolomé U. Chiesino. En 1944, se había publicado un anticipo en el primer número del periódico artístico Contrapunto, que impulsaban Héctor Lafleur, Raúl Lozza, León Benarós, Sigfrido Radaelli y Roger Pla. El pasaje se publicó junto con un estudio sobre Joyce de Jacques Mercanton. Rueda apuntaló también la salida con la edición, en ese mismo año, de ¿Quién es Ulises?, el libro de Carl Jung que incluía una carta de James Joyce y una “extraordinaria sentencia judicial” (la de Woolsey) y, como se dijo, de la biografía de Gorman.

De aquel primer Ulises en castellano, que tenía una cubierta con el retrato de Joyce realizado por Augustus John, se hicieron una edición limitada de 28 ejemplares (señalados cada uno con una letra del alfabeto) en dos volúmenes, una de 300 ejemplares numerados en dos volúmenes en papel especial y una tirada de 2.200 ejemplares en un volumen. En septiembre de 1945, después de que fueron encuadernados en Casa Botto, se reunieron Rueda, Salas y Dickmann y, conscientes de la pequeña hazaña que habían concretado, se dedicaron mutuamente tres ejemplares.

El traductor del Ulises
La biografía del hombre que tradujo por primera vez el Ulises al español y del que hasta ahora nadie conocía su rostro ni su historia. Un autodidacta, que se ganó la vida como vendedor de seguros, y que, con un dominio precario del inglés, logró una proeza descomunal que ni el propio Borges consiguió.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 08/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789500756136
Disponible en: Libro de bolsillo
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