viernes 19 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«El oprobio del hambre», de David Rieff

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Algunos de los más brillantes científicos, políticos de fama mundial y personalidades del mundo de la cooperación internacional creen po-sible el fin de la crisis de la desnutrición masiva en un plazo de dos décadas. ¿Seremos capaces de proporcionar alimentos a nueve mil millones de personas (dos mil millones más que hoy) en 2050?

Mientras los defensores del derecho a la alimentación y los partidarios de los cultivos tradicionales rechazan la intervención de la tecnología y la agroindustria, numerosos economistas predicen que, con las políticas adecuadas, la pobreza en África puede acabarse en veinte años. Al mismo tiempo, filantrocapitalistas como Bill Gates y Warren Buffett invierten fortunas en tecnología para ayudar a resolver el problema.

Tras treinta años de estudio y elaboración de informes sobre asistencia humanitaria y desarrollo, David Rieff pone en la mira las pretensiones de ambas partes y se pregunta si alguno de estos esfuerzos va a terminar con la crisis. El cambio climático, los gobiernos inestables que reciben ayuda, la íntima relación entre el sector filantrópico y gigantes agrícolas como Monsanto y Syngenta son algunos de los factores, a menudo ignorados, que él incorpora al debate.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 12 – Filantrocapitalismo: una historia de amor (propio)

Según una vieja broma hawaiana sobre las primeras familias estadounidenses de misioneros que llegaron a las islas en la década de 1820: «vinieron a hacer el bien, y verdaderamente les fue muy bien». Ni Rajiv Shah ni Justine Greening fueron los únicos en pensar que Estados Unidos y el Reino Unido podrían sacar provecho material del bien que su nueva visión del desarrollo enfocado hacia las empresas ya estaba haciendo, por no mencionar el bien mucho mayor que estaban seguros que podría conseguir en décadas futuras. Considerada históricamente, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra, la ayuda para el desarrollo, a pesar del bien que los donantes esperaran que hiciera, se daba por supuesto que servía simultáneamente a los intereses geoestratégicos y geoeconómicos de los donantes. El Plan Marshall y la revolución verde eran ejemplos patentes y eficaces de ello; un ejemplo claro de su fracaso fue el de la USAID durante la guerra de Vietnam, al intentar ganarse las simpatías de los survietnamitas de a pie. Dicho lo cual, un escéptico que escuchase a Shah o Greening habría tenido todo el derecho a preguntar por qué alguien debería haber imaginado que dichos funcionarios enmarcarían los temas del desarrollo de cualquier otra manera que no fuera en términos capitalistas de libre mercado.

Las versiones anteriores de los argumentos de intereses (nacionales) que los funcionarios de desarrollo occidentales presentaron estaban conformados por imperativos geoestratégicos al igual que por imperativos caritativos, incluso si, como Nick Cullather ha mostrado en su trabajo sobre la revolución verde y la Guerra Fría, «las terminologías de alianzas, telones de acero y armamentos [suelen] dar pie a un lenguaje de despegues, planes quinquenales e índices de crecimiento [económico]». La ayuda occidental era una parte integral del enfrentamiento con la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Al contrario, el proyecto de desarrollo que Shah y Greening sugirieron no tenía al parecer espíritu competitivo, pues la competición sana por el reconocimiento que Gates había descrito en su discurso en Davos sobre el capitalismo creativo era la recompensa que recibirían las corporaciones por su «buen comportamiento» en situaciones en las que no hubiera ganancias. Lo que se describía era desarrollo sin fricción, «un motor híbrido de intereses propios que se preocupa por los demás», en palabras de Gates, que era parte del mundo del «capitalismo sin fricciones» del que había hablado tanto. Como Sylvia Mathews Burwell, directora de la Fundación Gates antes de convertirse en secretaria de Sanidad y Servicios Sociales en el Gobierno de Obama, me describió cuando la conocí en Seattle hace unos años, «el enfoque [de la Fundación era] hacia lo individual en vez de lo macro [económico y político]». Esta era con creces la mejor estrategia, dijo. Como si estuviera ilustrándolo, señaló una foto en la pared de su oficina de un niño africano que sostenía un cubo azul. «Nos referimos a esta persona como “el jefe” —dijo—, y doy una copia de esta imagen a cada nuevo empleado de la Fundación».

En los años sesenta, el teórico político marxista alemán Herbert Marcuse acuñó el término «tolerancia represiva», con lo cual quería decir que si bien en las sociedades capitalistas el «mercado» —la expresión misma es reveladora— parecía estar abierto, en realidad estaba monopolizado por un conjunto limitado de opiniones. Marcuse, en 1965 (es decir, medio siglo antes de que la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos sobre el caso de Citizens United [Ciudadanos Unidos] pusiera fin en la práctica a todos los límites de donaciones corporativas en favor de causas políticas) ya discernía que en Estados Unidos «la ideología de la democracia esconde su falta de sustancia», y esto acompañaba «codo con codo la concentración de capital monopólica u oligopólica en la formación de la opinión pública»4. Incluso en el supuesto de que el apoyo de la Fundación Gates a casi todas las instituciones importantes de investigación alimentaria en todo el mundo —sus grandes donativos a programas clave tanto del Programa Mundial de Alimentos (PMA) como de la Organización Mundial de la Salud (OMS), incluso su patrocinio de la página de desarrollo mundial de The Guardian, la página web global más importante en la actualidad que trata estas cuestiones en inglés— no es intencionadamente monopólico de la manera que sin duda alguna era su estrategia en Microsoft5, cabe en el modelo de Marcuse a la perfección. Opera en dos niveles. El primero es que niega que pueda haber una verdadera disputa ideológica; al menos del tipo que no dejara que todo el mundo finalmente llegara a un consenso. Y la segunda es que como no hay disputa (legítima) de este tipo, todo el que discrepe es, por usar un término frecuentemente empleado por los negociadores de Naciones Unidas para describir a los caudillos militares que no negocian por la paz, un aguafiestas, cuyas acciones pueden menoscabar los esfuerzos que procuran el fin de la pobreza, o la enfermedad, o el hambre, y cuyas opiniones ninguna persona decente está obligada a tomarse con más seriedad que las de quien niega el Holocausto o cree en las conspiraciones del 11-S.

En 1961, dos años y medio después de asaltar al poder, Fidel Castro pronunció un célebre discurso a la élite artística y cultural cubana que vendría a llamarse «Palabras a los intelectuales». «¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios?», exigió. Al responder a su propia pregunta, centrado particularmente en los escritores no revolucionarios, declaró que «los intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios, encuentren que dentro de la revolución tienen un campo para trabajar y para crear». Pero Castro añadió rápidamente que esta libertad tenía sus límites. «Dentro de la revolución: todo —rugió—, contra la revolución ningún derecho»6. Bill Gates no podría ser más diferente en cuanto a carácter, ni estar más lejos políticamente de Fidel Castro, tan lejos, de hecho, que una vez calificó a toda persona que cuestionara las leyes de propiedad intelectual actuales, específicamente aquellas que protegen las patentes de software, de «nuevo comunista actual»7. Pero participa del mismo dualismo moral acerado que hizo famoso a Castro en sus respuestas a los críticos de la filosofía asistencial y de desarrollo de su fundación, de la misma insistencia en que aquellos que no están de acuerdo con él no merecen ser escuchados. Un ejemplo de ello fue el ataque de Gates a Dambisa Moyo, la economista de Zambia cuyo libro Cuando la ayuda es el problema es un escrito digno de un fiscal sobre cómo la ayuda para el desarrollo en África ha hecho más daño que otra cosa8. Interrogado sobre el libro en una sesión de preguntas y respuestas celebrada en mayo de 2013 en la Universidad de Nueva Gales del Sur, Gates no solo desestimó a Moyo como «[alguien] que no sabe mucho sobre ayuda y cómo está afectando a África», lo cual era un juicio severo pero que Gates tenía todo el derecho a expresar, sino que además dijo que «[los] libros así promueven el mal»9, un juicio que en su contexto era tan totalitario como el de Castro.

Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada. Gates se refería a otro tipo de revolución, por supuesto, pero su reacción a una personalidad destacada que había cuestionado su revolución filantrópica padecía del mismo espíritu totalitario que la respuesta de Castro más de medio siglo antes a los intelectuales cubanos que acaso osaran desafiar su revolución política y social. Y Gates definitivamente se considera un revolucionario. En su discurso de la ceremonia de graduación de la Universidad de Stanford en 2014 junto a Melinda Gates, rememoró que cuando él y su socio Paul Allen fundaron Microsoft, uno de los «libros pioneros de ese campo tenía un puño alzado en la portada, y se titulaba Computer Lib [Liberación informática] ». En aquel entonces, dijo, «solo las grandes empresas podían comprar ordenadores. Nosotros queríamos ofrecer ese mismo poder a la gente normal [sic] y democratizar la informática»10. A menos que repitiera el lema de la extrema izquierda de la época, «¡el poder para el pueblo!», es difícil imaginar cómo Gates podría haber dicho de manera más clara que Microsoft era un movimiento revolucionario. Y si otros lo tenían por un monopolio, pues bueno, eso no era asunto suyo.

En su discurso, Castro dijo que la revolución «significa los intereses de la nación entera», y descartó a aquellos que «renuncian a ella» porque «se dejan atolondrar por la mentira»11. El intento de desestimar a Moyo por parte de Gates tiene de alguna manera la misma cualidad. «[Moyo] es una crítica de la ayuda [humanitaria] —dijo— [y] eso no abunda porque ello requiere tomar una posición moralmente complicada en vista de lo conseguido por la ayuda ». Y continuó: «Si se mira objetivamente lo que la ayuda ha hecho, nunca se la acusaría de crear dependencia. Lograr que niños no mueran no es crear dependencia, y que niños no enfermen hasta tal punto que no puedan ir a la escuela, por no estar bien nutridos para que sus cerebros se desarrollen, no es dependencia, [y afirmarlo] es una maldad».

Es asombrosa la vanagloria del intento de Gates por excluir a todo aquel que cuestione las premisas fudamentales de su filantropía del debate de la ayuda basado en su supuesta bajeza moral. Pero a decir verdad, si bien una condena semejante del hombre más rico del mundo, que dirige la fundación más rica de la historia del mundo, iba a recibir exponencialmente más atención que comentarios similares o relacionados de cualquier otra persona en el ámbito del desarrollo, la opinión de Gates no puede ser desestimada como mero rencor de un multimillonario que ha sido duramente criticado en lugar de adulado, aplaudido y cortejado. Jim Yong Kim no cuenta con una vasta fortuna a su nombre, pero adoptó la misma postura inflexible en su discurso de 2014 que he citado antes en este libro, cuando declaró que «el optimismo es tu deber moral cuando trabajas con los pobres», una declaración que implícitamente supone que ser pesimista, sin importar la razón, es un acto inmoral. Por su parte, Jeffrey Sachs ha mantenido una postura similar, aunque en su caso no hay nada de implícito. En un artículo de opinión que escribió para Los Angeles Times en 2006, Sachs arremetió contra «los escépticos de la ayuda internacional que florecen gracias al pesimismo». Y en un tuit que publicó en la primavera de 2014 escribió que «el cinismo es el mayor obstáculo a desafíos como el poner fin a la pobreza y luchar contra el cambio climático. Los cínicos intentan detener la acción positiva».

Sin contar con el hecho no insignificante de que, al acusar tanto a los cínicos como a los pesimistas de los mismos solecismos morales, incluso si, para él, el cinismo es peor, Sachs escribe como si la distinción entre pesimismo y cinismo fuera intrascendente, que no lo es, de la misma manera que la diferencia de significado entre optimismo y esperanza tampoco lo es; el hecho de que Sachs pueda proponer seriamente que el cinismo es el mayor obstáculo para acabar con el hambre y la pobreza extrema, o limitar el alcance del calentamiento global, es incomprensible. ¿Imagina en verdad que esa amenaza es mayor que el daño medioambiental causado por la agroindustria? ¿O mayor que la deforestación causada por la expansión agrícola y el incremento demográfico? ¿O mayor que el regreso de la guerra a principios del siglo xxi y las calamidades de la salud pública (la vuelta de la poliomielitis en Oriente Medio, por ejemplo, en la estela de la guerra civil en Siria) y las migraciones en masa que han sido sus efectos colaterales predecibles? Sin lugar a dudas, hay precedentes de las declaraciones hiperbólicas e histriónicas de Sachs, como la última frase de El fin de la pobreza en la que exige a su público «[enviar] poderosas corrientes de esperanza» y a «[trabajar] juntos para sanar el mundo». Si fuera el único que emitiera semejantes declaraciones, se podría no prestarle mucha atención.

Pero Jim Yong Kim, que no es nada dado a las hipérboles, ha mantenido una acusación similar o, de hecho, más grave, pues si bien Sachs solo acusa a los detractores de ser un gran obstáculo al progreso, Kim les ha acusado de ser culpables de las peores formas imaginables de inmoralidad.

En todo caso, mientras se puede rechazar la condena de Kim a todo aquel que no comparta su punto de vista de que el optimismo es la única postura moral lícita para todo aquel involucrado en el desarrollo, el acto de razonamiento moral que lo llevó a adoptar su posición no se puede cuestionar partiendo de los hechos. Por el contrario, Bill Gates estaba completamente equivocado en los hechos al acusar de hereje ante su audiencia australiana a Dambisa Moyo al sostener que «no abundan» los críticos de la ayuda como ella. Como se dice en el ejército, en la guerra el enemigo tiene un voto. Y la realidad es que hay un buen número de críticos como ella y en todo el espectro político, desde figuras como Walden Bello, Susan George y Jonathan Glennie en la izquierda antiglobalización, hasta la propia Moyo y William Easterly del lado hayekiano a favor del libre mercado. Y lo reconozca o no Gates, para aquellos que, como él, creen que, tal como está constituida actualmente, la ayuda para el desarrollo ya ha logrado mucho y está preparada para lograr aún más, es un problema apremiante el que, como estaba implícito en el aviso de Jeffrey Sachs de que el cinismo suponía un gran obstáculo para los esfuerzos actuales para acabar con la pobreza y el hambre, haya demasiados críticos que demasiado a menudo pueden conseguir demasiado público.

Todos hemos confundido nuestros deseos con las realidades en algún momento de la vida. Y para un activista multimillonario, sea Gates, o George Soros, o Charles y David Koch, la tentación debe ser mucho mayor que para aquellos que nunca tendrán la posibilidad, en la práctica cuando le venga en gana, de fundar instituciones poderosas dedicadas a hacer realidad estos sueños. En Filantrocapitalismo, Bishop y Green califican a esta gente como «hiperagentes» y citan con aprobación la definición de ese papel como el de «indi viduos que pueden hacer lo que de otro modo exigiría un movimiento social para llevarlo a cabo». «Richesse oblige —concluyen—, y hoy, creer en el hiperpoder para actuar es lo que impulsa el filantrocapitalismo ».

Pero la «richesse» no solo queda obligada, sino que además espera que los otros se obliguen a ella. Una de las experiencias sobre Bill Gates más vergonzosas es consultar internet y leer el encomio que le prodigan organizaciones cuya supervivencia institucional depende en gran medida de su gracia y favor financieros. La campaña ONE es un grupo cofundado por Bono y originalmente integrado por once oenegés, entre otras Oxfam America y Bread for the World, la cual se describe como «una organización internacional que defiende y promueve, con seis millones de personas que pasan a la acción, el fin de la pobreza extrema y las enfermedades evitables, especialmente en África». En su estado financiero, ONE se declara «especialmente agradecido a sus amigos de la Fundación Bill y Melinda Gates por su asociación a largo plazo y su gran apoyo a la empresa sin ánimo de lucro». Una manera en la que ONE mostró su gratitud fue con la publicación en internet de «Datos fascinantes sobre Bill Gates», como que ha «salvado más de cinco millones de vidas mediante vacunas y la mejora de la sanidad para los niños en varios países».

Este es el tratamiento que tradicionalmente corresponde a reyes y dictadores. Aunque Gates y sus compañeros filantrocapitalistas no lo son, el proyecto filantrocapitalista es irreduciblemente no democrático, por no decir antidemocrático. Incluso sus seguidores más fervientes lo reconocen, aunque a menudo de un modo que elude los temas esenciales de responsabilidad en nombre de la eficiencia. La visión de Bishop y Green sobre esto es representativa. «En tanto que hiperagentes —escriben—, los superricos pueden hacer cosas para solucionar los problemas del mundo que las élites tradicionales de poder en el Gobierno y en su entorno no pueden solucionar. Están exentos de las habituales presiones que pesan sobre políticos, activistas y directivos de empresa con accionistas a quienes complacer »18. Más adelante en el libro, lo repiten de manera incluso más tajante, al observar que «los filántropos no tienen que rendir cuentas ante nadie más que a ellos mismos», una situación que clasifican como «todo activos y sin pasivos». Es algo que el propio Bill Gates ha declarado ya en varias ocasiones, aunque su remedio para, como él lo llama, no tener «que preocuparse de no ser votado en la siguiente elección o reunión de la junta directiva» es «trabajar mucho para conseguir mucha retroalimentación».

En ninguna parte, en cualquier caso, se encuentra el mínimo reconocimiento de que podría presentarse un problema moral en que esta búsqueda de retroalimentación dependa solo de Melinda y Bill Gates, o que la responsabilidad completamente impuesta por ellos mismos y que no puede ser regulada por nadie más que por ellos no es en absoluto responsabilidad en ningún sentido serio de la palabra. La respuesta ha de ser terminante: un mundo en el que la democracia se cuenta, de la manera en que lo haría un contable, como un pasivo en vez de como un activo, es un mundo en el que los más poderosos ya miran por el retrovisor, ven cómo la democracia recula y no les importa lo más mínimo. Dicho déficit democrático es el fantasma en el banquete del filantrocapitalismo. Si la Fundación Gates decide, digamos, «doblar» su compromiso, como lo ha hecho en el caso de la segunda revolución verde, no solo a través de financiación sino de presión activa tanto a gobiernos africanos como a los principales donantes occidentales, es difícil saber qué puede impedirlo. Para ser justos, como el activista sobre alimentación Raj Patel ha señalado, la razón por la que la Fundación Gates ha podido «jugar a ser Dios» como lo ha hecho, especialmente en cuanto a las políticas alimentarias mundiales en general y a la agricultura africana en particular, se debe a que hasta hace relativamente poco «casi nadie más estaba intentando ayudar». Sin embargo, dijo, «tiene que haber algo problemático en el hecho de que unos cuantos cerebros en el estado de Washington tomen decisiones sobre todo un continente. Al menos, ¿no debería esto marear a cualquier demócrata? ».

Para decirlo sin ambages, esta cuestión no se limita a Gates, más bien se aplica a todas las grandes entidades filantrópicas privadas comprometidas a emplear su dinero para efectuar un cambio social, económico o político. Por ejemplo, se podría sostener con razón que las actividades de la Fundación Soros, al menos en algunos de los países en los que opera, intentan implementar medidas democráticas a través de medios no democráticos como el dinero de Soros, su influencia, y, sobre todo, su acceso a estrategas políticos en las grandes capitales occidentales, además de su capacidad de reclutar a muchos de los mejores y más inteligentes directivos para sus fundaciones nacionales en los países en los que decide operar. Algunos de los críticos más floridos, como el economista de libre mercado de la Universidad de Columbia Jagdish Bhagwati, han intentado encontrar una distinción entre la supuesta intromisión de Soros en las políticas de los países en los que sus fundaciones operan y la supuesta falta de agenda política de Gates, pero lo dicho es tanto más engañoso que la afirmación del canal Fox News de que es «justo y equilibrado». Aceptarlo implicaría que se está convencido de que el capitalismo de mercado libre no es una política; lo cual podría incluso dar que pensar al mismo Bill Gates.

Pero, insisto, tal vez no sea el caso. Cuando visité la oficina central de la Fundación Bill y Melinda Gates en Seattle en 2009, advertí que el protector de pantalla por defecto en los ordenadores de la plantilla es una presentación de los quince principios básicos de la organización. Algunos de estos hacen agradables y modestas declaraciones sobre lo que la Fundación Gates realmente puede cumplir. «La filantropía —se puede leer— tiene un papel vital pero limitado». Otros son casi admonitorios, a nivel interno, en el lugar de trabajo —«Nos tratamos los unos a los otros como compañeros valorados» y «Nos requerimos un comportamiento ético los unos a los otros»— o en términos de cómo la Fundación debe conseguir sus metas —«Abogamos vigorosamente pero responsablemente en nuestras áreas de interés»—. Pero hay uno más inflexible y revelador: «Esta es una fundación familiar impulsada por los intereses y las pasiones de la familia Gates».

Cuando pregunté por ello, varios directivos de la Fundación Gates señalaron que la fundación no era casi nunca el mayor donante en ninguno de los esfuerzos que apoya, ya sea la educación en Estados Unidos, la sanidad mundial o la segunda revolución verde para África. Pero esta respuesta ocluye el hecho de que al igual que las acciones minoritarias en una empresa dan a la persona o institución que las ostenta una voz desproporcionada en su gobernanza, la participación de la Fundación Gates ha sido decisiva una y otra vez. Por ejemplo, el papel de la fundación en la investigación de vacunas ha sido en general contraproducente. Sería injusto culpar a Gates de respaldar programas e iniciativas de investigación que parecían prometedoras pero que al cabo no funcionaron. La cuestión, formulada sobre lo que muchos tenían por prácticas de monopolio depredadoras de Gates cuando todavía dirigía Micro soft, es si su monopolio de la agenda de investigación, como en efecto ocurre con la Fundación Gates, al menos hasta cierto punto, en cualquier campo en el que se involucre, crea una situación en la cual es posible que la Ley de Gresham (la teoría económica que sostiene que el dinero malo expulsa al bueno) se aplique. Pese a todo el bombo que se le da al inconformismo científico, los investigadores van donde hay dinero, como sucede desde los tiempos en que Oppenheimer y su equipo desarrollaron la bomba atómica en Los Álamos. Y en la actualidad la influencia de Gates es tan generalizada que sería un suicidio personal o institucional no afiliarse.

Insisto, el hecho fundamental es que, a diferencia de las instituciones que tienen una responsabilidad democrática, cuando la Fundación se equivoca, realmente no hay nadie a quien recurrir. Melinda Gates ha declarado que ella y su marido «aprenden de sus errores». Incluso si esto es lo que intentan hacer los Gates, y no hay razón alguna para creer que este no sea el caso, el inconveniente es que este «aprendizaje» se asimila completamente en sus propios términos; por decirlo amablemente, según sus pasiones y sus intereses, o menos amablemente, según si deciden o no aprender de sus errores. A diferencia de la ayuda para el desarrollo de los gobiernos, no hay mecanismo alguno que verifique lo que pueden hacer más allá de sus deseos y recursos, y ninguna manera de que el proceso de aprendizaje, cuando y si ocurre, no sea sino voluntario de su parte.

Tampoco es probable que su autocrítica sea sistemática, pues, insisto, requeriría que la Fundación fuera receptiva a la idea de que sus supuestos fundamentales sobre cualquier asunto se pusieran en entredicho —el más obvio, que el crecimiento sostenible es viable y no contradictorio por las razones medioambientales obvias—, lo cual Bill y Melinda Gates y sus directivos nunca han mostrado la más mínima prueba de tomarse en serio, fuese incluso algo más o menos posible. Pero entonces, proponerlo como una expectativa legítima supone que el espíritu de la época que los defensores del modelo filantrocapitalista dicen que ejemplifica no es democrático realmente. Como el filósofo canadiense John Ralston Saul afirmó: «En general se puede advertir cuándo los conceptos de democracia y ciudadanía se están debilitando. Aumenta la función de la caridad y el culto del voluntariado».

El favorecimiento de las relaciones público-privadas en el esfuerzo por acabar con el hambre y la pobreza extrema confirma el diagnóstico de Shah. Poco después de asumir la administración de la USAID proclamó «un nuevo modelo de desarrollo» para combatir contra la pobreza extrema, y declaró que «cada vez más, las mejores ideas no solo provienen de los profesionales del desarrollo que han estado en este campo durante tres décadas. También provienen de científicos, inventores y emprendedores de todo el mundo»23. Tan fascinante como lo que Shah creía que eran las mejores fuentes de ideas que llevarían a éxitos cada vez mayores para el desarrollo —es decir, entre tecnólogos, innovadores y capitalistas— es lo que no mencionó. La democracia fue omitida, al menos la democracia en cualquier otro sentido que la democracia a la americana: democracia liberal capitalista en la que la libertad de las empresas privadas para invertir sin impedimentos es inseparable de la libertad misma. Shah desarrolló estas ideas en un discurso importante que pronunció en junio de 2011 en Arlington, Virginia, en una conferencia patrocinada por la USAID para «promover la democracia, los derechos humanos y la gobernanza». Shah reconoció que había «algún mérito» en las críticas a la USAID que reprochaban a la agencia haber «colaborado demasiado estrechamente con gobiernos que rehúsan respetar los derechos humanos de su pueblo… [y] fueron cómplices de relaciones desequilibradas entre autócratas y su pueblo». Pero Shah aseguró a su público que el presidente Obama entendía que «estamos viviendo en un nuevo mundo, con un nuevo paradigma de interés nacional», y que de entonces en adelante la USAID ya no (como había hecho tan a menudo anteriormente) «actuaría como si democracia y desarrollo fueran dos objetivos diferentes». Ya no se «equipararía un país con su Gobierno». En lugar de limitar su ayuda a «grupos que han sido respaldados por [estos] gobiernos», la USAID «se asociaría de manera mucho más estrecha con un amplio conjunto de interesados: parlamentos, partidos de la oposición, sociedad civil y, sobre todo, con los ciudadanos mismos».

En su descargo, Shah reconoció que los ejemplos de China y Vietnam demostraron que la democracia no era un «sine qua non del crecimiento económico». Pero insistió en que «por cada país que consigue crecer rápidamente sin adoptar la democracia, hay cinco dictadores que condenan a sus países a la desesperación po lítica y económica». El ejemplo de la Primavera Árabe, dijo a su público, debería recordar a todos que «la prosperidad económica y la libertad política deben ir de la mano». Si no, el trabajo de desarrollo de la USAID no «logrará los resultados sostenibles que busca». ¿Pero en qué consistía esta libertad política? La lista de Shah consistía en lo siguiente: «Instituciones públicas capaces, transparentes y responsables […] estabilidad política [y] derechos de propiedad […] y disminución del riesgo de inversión al que los socios del sector privado se enfrentan». Esto podría ser discordante para todo el que no estuviera ya familiarizado con lo que se había convertido el consenso en el ámbito del desarrollo a principios del siglo xxi. Pero para cualquiera ya un poco familiarizado, no obstante, el énfasis de Shah era simplemente la creencia popular expresada de manera un poco más directa. Según un informe de mayo de 2014 de la Comisión Europea, puesto que trabajar (no se especificó qué tipo de trabajo) era la mejor manera de salir de la pobreza y el sector privado producía un 90 por ciento de los empleos en los países en vías de desarrollo, el sector privado era entonces «un socio esencial en la lucha contra la pobreza», y era necesario «como inversor en la producción agrícola sostenible si el mundo quiere cumplir la meta de alimentar a los 9.000 millones de personas que habrá en 2050», y «mediante la innovación y la inversión en soluciones eficientes y bajas en carbono» tenía «un papel crucial en la transformación hacia una economía verde e incluyente».

Se trataba de una convicción ideológica según la cual no solo el capitalismo liberal era la mejor (si no la única) manera de organizar a la sociedad internacional humanamente, sino que, a pesar de las «excepciones» de China y Vietnam que Shah había reconocido, aún era la mejor si no la única manera de poner fin a la pobreza extrema y el hambre en el mundo. Es decir, se podía disputar con fundamentos ideológicos, pero no había una inconsistencia fáctica por parte de Shah en mantener dicha posición, incluso si había un amplio desacuerdo entre sus defensores sobre cuáles eran las funciones respectivas que las empresas, Estados y sociedades civiles debían ejercer, y al menos algunos grupos —sobre todo el observatorio británico, Independent Comission for Aid Impact [Comisión Independiente para el Impacto de la Ayuda]— habían advertido que «el sector privado no es una panacea del desarrollo»26. Al contrario, la declaración de Shah, que, por dejarlo claro, era prácticamente idéntica a las que manifestaban de manera rutinaria sus ho mólogos en las instituciones, como el brazo de desarrollo de la Unión Europea, el DFID y el Banco Mundial, de que la USAID se había comprometido a unir sus programas de desarrollo y democracia simplemente no resiste el escrutinio. Pues Shah ha procurado durante su periodo como administrador de la USAID acumular elogios a Etiopía, Ruanda y otros regímenes tiránicos en África que han mostrado su eficacia en la reducción de la pobreza, la disminución en las tasas de malnutrición y el mejoramiento en la sanidad pública, sobre todo en salud materno-infantil. También se refirió de manera tremendamente alentadora a los programas de su agencia en América Central, en un periodo en que, como la ola sin precedentes de menores no acompañados que emigran a Estados Unidos desde El Salvador, Guatemala y Honduras demuestra de manera tan dolorosa, según prácticamente todos los indicadores sociales, como el hecho de que en 2013 Honduras se convirtió en el país con la tasa de homicidios más alta del mundo, estas tres naciones están en caída libre política y socialmente.

Pero si la promesa de Shah en su discurso en Arlington, formulado en el lenguaje de consultor administrativo que se había convertido en su firma retórica, de que la USAID emprendería «verificaciones democráticas» que determinarían si «las inversiones podían habilitar a los gobiernos en detrimento de su gente» eran palabras vacías de la USAID, también reflejaba el entusiasmo hacia regímenes como los de Etiopía y Ruanda que Shah compartía con Bill y Melinda Gates, Jim Yong Kim y sus colegas en el Banco Mundial, Africa Governance Initiative [Iniciativa de Gobernanza de África] de Tony Blair, Jeffrey Sachs, y los filántropos famosos destacados —o «celántropos » como Bishop y Green los llaman en Filantrocapitalismo— como Bono y Bob Geldof. Una manifestación emblemática de lo anterior fue la de Kanayo F. Nwanze, presidente del FIDA, una de las tres agencias de Naciones Unidas especializadas en temas alimentarios junto al PMA y la FAO, quien dijo a un entrevistador en 2014 que Etiopía, Ghana, Ruanda y Togo ya estaban «mostrando el camino» para que el crecimiento económico en el continente africano fuera «incluyente»27. Nwanze no parecía preocupado por el hecho de que Ghana es una democracia, pero que Togo está ahora gobernado por el hijo de Gnassingbé Eyadéma, el general que encabezó el país desde 1967 hasta su muerte en 2005, y que Etiopía y Ruanda son tiranías de facto de un solo partido.

Etiopía ha sido uno de los privilegiados en el ámbito de desarrollo internacional; de hecho, normalmente se utiliza como el epítome del éxito del desarrollo. Pero según un informe sobre Etiopía de 2014 de Human Rights Watch [Observatorio de Derechos Humanos], «los planes de desarrollo más ambiciosos de Etiopía, financiados con fuentes nacionales y asistencia extranjera, a veces desplazan comunidades indígenas sin la consulta apropiada ni indemnización alguna»28. Y tras describir detalladamente el encarcelamiento de líderes de la oposición y periodistas no violentos a gran escala por parte del Gobierno etíope y la denegación al derecho de reunión entre muchas otras violaciones de derechos humanos, el informe apunta que mientras Etiopía recibe asistencia de donantes por un monto de 4.000 millones de dólares al año29, «como socios de Etiopía en su desarrollo, las naciones donantes siguen sin criticar el horrible expediente de Etiopía en cuanto a derechos humanos y no están emprendiendo acciones significativas para investigar las acusaciones de abusos relacionados con los programas de desarrollo»30. ¿Acaso Shah se engañaba a sí mismo? Un punto de vista cínico sostendría que, dado el compromiso retórico del Gobierno de Estados Unidos en favor de los derechos humanos, todo administrador de la USAID habría tenido que formular las declaraciones de Shah en su discurso en Arlington, a pesar de las verdaderas políticas estadounidenses. Para ir un paso más allá, como el investigador jurídico del King’s College de Londres John Tasioulas ha observado, en tiempos recientes el «discurso de los derechos humanos ha adquirido la condición de una lingua franca ética»31. Puede darse a Shah el beneficio de la duda y afirmar que sus declaraciones eran del todo bienintencionadas y que si resultaban engañosas no se debía a su hipocresía, sino, en el peor de los casos, al autoengaño o quimera. Como el colega de Tasioulas Joseph Raz, de Oxford, apuntó, «los que se engañan a sí mismos rinden tributo a los criterios que distorsionan al reconocer que […] estos son los criterios apropiados», por los cuales se juzga la importancia de los derechos humanos en las relaciones internacionales.

Al contrario que su antiguo protegido Shah, si bien Bill Gates está apasionadamente interesado en el bienestar humano, los derechos humanos no han sido un tema muy importante para él. Para ilustrarlo, desde 2009 Bill y Melinda Gates han escrito una carta anual de la Fundación Gates, cuyo propósito se ha descrito como un esfuerzo por «compartir de manera franca cuáles son nuestros objetivos y hasta dónde se ha progresado y hasta dónde no». El término derechos humanos no apareció en aquella primera carta ni, a fecha de este escrito en 2015, en ninguna de las posteriores. Matthew Bishop y Michael Green han dado seguimiento a su obra sobre filantrocapitalismo (donde los derechos humanos se mencionan tan solo dos veces, y de paso) y, en colaboración con el profesor Michael Porter de la Harvard Business School, que generalmente se tiene por una autoridad en el ámbito de la estrategia competitiva empresarial, han desarrollado lo que llaman un «Índice de Progreso Social» con la intención de que sea independiente de indicadores económicos y basado en parte en las ideas de Amartya Sen. Pero como el comentarista del desarrollo Tom Paulson ha señalado, «Ruanda —que suele ser considerado el gran éxito africano de la comunidad del desarrollo— quedó al final de la lista. Mozambique, Uganda, Nigeria y Etiopía fueron las únicas naciones con una puntuación peor»33. Lo anterior no sorprende a los críticos de Gates. Si a Gates le son indiferentes los derechos humanos, o si simplemente la naturaleza política de los regímenes a los que apoya es de menor importancia comparado con el grado de avance al abordar la pobreza, la enfermedad y el hambre, y en la consecución de varias metas de desarrollo cuantificables, es imposible que lo sepa con certeza todo el que no sea de su confianza. Pero es inimaginable que el gráfico en la carta anual de 2013 de la Fundación titulada «Suministrar sanidad a la gente: el éxito de Etiopía» hubiera ido acompañado de otro que dijese (con la misma exactitud) «Quitar derechos humanos a la gente: la vergüenza de Etiopía», o algo por el estilo. Y la respuesta de Gates a Dambisa Moyo y la de Geoff Lamb, director económico y asesor de política de Bill y Melinda Gates, en su reseña del ataque de William Easterly a la «ilusión tecnocrática» de Gates en The Tyranny of Experts, implica que ni Gates ni sus ejecutivos en la Fundación se toman tales críticas en serio. El rechazo despreocupado de Lamb hacia Easterly en el blog de Gates «Optimistas impacientes » era particularmente revelador. En él, se refirió al «apoyo a movimientos democráticos» de la USAID como si de un hecho irrefutable se tratara, uno que obviaba toda necesidad por su parte de abordar un elemento central en el razonamiento de Easterly, según el cual esto era precisamente lo que la USAID no estaba haciendo en Etiopía.

¿Podía Gates al fin y al cabo haber hablado en serio al insistir en que Moyo era solo una de un puñado de críticos lo bastante ignorantes o ingenuos como para suponer que la ayuda puede estar haciendo más mal que bien? Es obviamente posible en teoría que realmente no sepa la profundidad y el alcance de la oposición al paradigma de la ayuda que tanto ha contribuido en desarrollar. Pero apenas parece probable. En todo caso, incluso si las críticas de Moyo y Easterly desde la perspectiva de su fusión peculiar de individualismo hayekiano y su compromiso con los derechos humanos fuera sorprendente, Gates debe de haber sido consciente, sin duda, de las enormes manifestaciones antiglobalización que tuvieron lugar durante la reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio en 1999 que durante un corto tiempo llevaron a su ciudad de Seattle a paralizarse. En El fin de la pobreza, Jeffrey Sachs incluso recuerda su paseo con el padre de Gates a través de las manifestaciones: «¡Susurré a mi compañero, Bill Gates padre, que probablemente era bueno que no se le reconociera entre la muchedumbre!»34. Y Bill Gates hijo es un lector voraz que regularmente escribe reseñas detalladas de libros en su página web personal, «The Gates Notes» [Los apuntes de Gates]. En un artículo de opinión en The New York Times de septiembre de 2013, «The End of Poverty, Soon» [El fin de la pobreza, pronto], Sachs señaló que la idea de que la pobreza extrema podía ser erradicada en 2030 estaba «arraigándose en las más altas esferas»35. Tenía toda la razón, y ya que muy pocos críticos de la ayuda humanitaria ocupan tales puestos, y dados los círculos exaltados en los que departe normalmente, excepto cuando visita a los beneficiarios de la labor de su Fundación, lo cual puede explicar por qué Gates cree que los críticos son tan escasos de la misma forma que cree que son malvados.

Sería imposible exagerar la importancia del punto de vista de Gates en la orientación actual del proyecto del desarrollo. Y, si se hacen concesiones entre las diferencias en sensibilidad y estilo retórico entre el Seattle de 2014 y el Washington de 1949, muy poco distingue la seguridad de Gates de que su estrategia de desarrollo es la única y la correcta36, y que oponerse sistemáticamente a ella es entrometerse en el camino de toda esperanza humana digna de acabar con los azotes de la pobreza, la enfermedad y el hambre, de aquellos expresados por los expertos en desarrollo remontándose hasta la elaboración del Cuarto Punto del presidente Truman en su discurso inaugural en 1949, es decir, al comienzo de la era del desarrollo moderno. En El desarrollo, Gilbert Rist dividió el discurso en cuatro partes: «La primera recuerda la situación desesperada en la que vive “más de la mitad de la humanidad”, sometida al horror del hambre y de la miseria. Más adelante, a quienes están afectados por una situación sin salida aparente, se les anuncia una buena nueva: “por primera vez en la historia”, algo ha cambiado que permite transformar su vida; gracias a esta novedad inaudita, la felicidad está al alcance de la mano. A condición, sin embargo, de movilizar las energías, de producir más, de invertir, de ponerse a trabajar, de intensificar el comercio. Por último, si se aprovecha esta oportunidad, si se asumen los esfuerzos solicitados, se abrirá entonces una era de felicidad, de paz y de prosperidad que beneficiará a todos».

Como Rist señala, desde el principio implícito en esto estaba el mensaje de que las soluciones ofrecidas por el desarrollo eran literalmente la «única solución a los problemas de la humanidad»38. Si se aceptaba, era amigo de la humanidad o, en los términos de Jim Yong Kim, se establecía como una persona moral. De lo contrario, rechazar dichas afirmaciones era no hacer nada menos que clavarse en medio del camino del progreso para los pobres y los hambrientos, retrasando —como Jeffrey Sachs ha insistido, lo cual los opositores cínicos tienen el poder de conseguir—, la oportunidad de esta generación de «sanar el mundo». Visto desde esta perspectiva, que Gates denunciara a Dambisa Moyo por ser malvada era simple sentido común. Si lo que se tenía que hacer era obvio y factible, entonces oponerse a ello sería sin duda obra de un lunático, un nihilista, o, como Gates encarecidamente insinuó cuando calificó al libro de Dambisa Moyo como malvado, de un enemigo de la raza humana. Pero si la visión moral maniquea del ámbito del desarrollo en la que, tomando prestada la descripción del historiador Peter Gay de la Ilustración europea, el partido de la humanidad intenta persuadir a un mundo cínico de que, como Jeffrey Sachs ha dicho, «los frutos más dulces [de la agenda de la Ilustración] están a nuestro alcance»39, ha permanecido inalterado desde mediados del siglo xx, los mejores remedios propuestos de conseguirlo, no. Por el contrario, la historia del ámbito del desarrollo es que teoría tras teoría, paradigma tras paradigma, se han impuesto hasta constituir el consenso, para después acabar defenestrados y sustituidos por un conjunto de análisis y recetas muy diferentes. Como Paul Krugman recordó en el discurso que pronunció sobre la obra de Albert Hirschman, la teoría del elevado desarrollo en Occidente fue profundamente influyente entre economistas y estrategas políticos desde principios de la década de 1940 hasta mediados de la de 1950, cuando se «desintegró rápidamente». Cuando empezó a estudiar económicas en los años setenta, Krugman recordó, «más que equivocado, parecía incomprensible ».

Esto apenas debería ser sorprendente. En The Rise and Fall of Development Theory [El ascenso y caída de la teoría del desarrollo], Colin Leys narra la trayectoria histórica del pensamiento del desarrollo en la que la «ortodoxia positiva» inicial de los años cuarenta, basada en gran parte en las medidas del keynesianismo y las lecciones extraídas del Plan Marshall, dieron paso en los años cincuenta a la teoría de la modernización de Rostow, que a su vez dio paso en los setenta a la «teoría de la dependencia» de izquierdas por un lado y a un estado temprano de neoliberalismo en Washington y en los países donantes de Occidente por otro lado, con su abandono gradual del keynesianismo, es decir, prácticamente del sistema de comercio internacional global como había sido concebido en la conferencia de Bretton Woods en 1944. En los años ochenta la doctora Gro Harlem Bruntland propuso la idea de «desarrollo sostenible», pero si bien se convirtió en un término clave, las ideas que lo respaldaban fueron dejadas de lado por los arquitectos del Consenso de Washington y su criatura, el PAE del Banco Mundial. No fue hasta después del fracaso del PAE que el establishment del desarrollo viró hacia lo que ahora se conoce como «crecimiento pro-pobre». Estos compromisos, en cualquier caso, han coexistido, a pesar de que a algunos nos parezcan inmiscibles con la creencia de que el Estado no debe desempeñar el papel principal determinante en el proyecto del desarrollo, la subordinación (relativa) y la castración política de las oenegés y el ascendiente papel de la empresa privada que constituyen el consenso del desarrollo a principios del siglo xxi.

LeBaron y Dauvergne han sostenido que este último paradigma del desarrollo no amenaza a nadie en el poder. Pero se puede ir mucho más allá. Como Garry W. Jenkins, profesor de Derecho en la universidad estatal de Ohio ha declarado, «con su énfasis en hiperagentes superricos que solucionan problemas sociales, el filantrocapitalismo [ha amplificado] la voz de aquellos que ya ostentan in fluencia, acceso y poder sustancial». Y Smith defiende que «una estrategia explícita de los filantrocapitalistas consiste en encontrar el máximo aprovechamiento de las donaciones filantrópicas mediante la influencia sobre los gobiernos para que sigan su ejemplo escogiendo qué iniciativas sociales (tanto problemas como soluciones preferentes) merecen su respaldo»41. Lo anterior implica que, por primera vez en la historia moderna, para la opinión popular el ámbito empresarial, el sector más influyente políticamente, que menos tributa y que está menos regulado y, sobre todo, que menos responsabilidad tiene entre los grupos con poder real y riqueza en el mundo, es el más adecuado para que se le encomiende el bienestar y el destino de los desamparados y los hambrientos. Ninguna revolución podría ser más radical, ninguna previsión, a pesar de que fuera el producto de una promoción incesante de dicha opinión en la prensa tanto antigua como moderna, podría ser más contradictoria, más antihistórica, o precisar de mayor fe ciega.

El oprobio del hambre
¿Es ingenuo creer en el fin de la pobreza extrema y el hambre generalizado? ¿Seremos capaces de proporcionar alimentos a nueve mil millones de personas (dos mil más que hoy) en 2050?
Publicada por: Taurus
Fecha de publicación: 08/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789877370225
Disponible en: Libro de bolsillo
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