martes 23 de abril de 2024
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«Tiempo», de Rüdiger Safranski

El tiempo es un tema de reflexión tan apasionante como escurridizo. Si no nos lo preguntan, todos sabemos qué es, pero, como advirtió San Agustín, si tratamos de definirlo, acabamos enredados en complejas paradojas. Nuestra vida se mueve en una leve franja de tiempo presente, con un pasado, que ya no es, a sus espaldas, y un futuro, que aún no es, por delante. Proust elogió la capacidad del arte para resucitar momentos pretéritos de nuestra vida; los existencialistas alabaron la conciencia de nuestra finitud como forma de autenticidad; los biólogos hablan de un tiempo interno que regula funciones vitales sin nuestra intervención consciente y Albert Einstein definió el tiempo como la cuarta dimensión.

Safranski explora de forma atractiva y accesible la multiforme experiencia humana del tiempo y descubre en su inexorable transcurso un rasgo esencial de la condición humana.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

4 – Tiempo socializado

Tiempo del aburrimiento, tiempo del comenzar, tiempo del cuidado; pero ¿qué es el tiempo mismo, que unas veces nos paraliza y otras nos da alas, y luego nos oprime de nuevo?

Podríamos decir sencillamente: el tiempo es aquello que miden los relojes. ¿Y qué miden los relojes? Dan respuesta a la pregunta por la posición de sucesos en una escala, y en ese caso se trata del cuándo, del punto temporal; o bien dan respuesta a la pregunta por la longitud de transcursos en la sucesión de un acontecer; se trata, por tanto, del cuánto ha permanecido, de la duración. Antaño, los seres humanos se referían a los transcursos de la naturaleza, cuya aparición repetida mostraba un modelo semejante o igual, así el movimiento de los astros, o del sol, y también el ritmo cardiaco. Tales cursos rítmicos servían como unidad de medida para la división del tiempo y, con ello, como reloj. Podía servir igualmente de medida, por ejemplo, una determinada cantidad de arena, que se escurre a través de un estrecho cuello: el reloj de arena. Más tarde, desde el siglo xiv, se comenzó a construir relojes mecánicos, primero relojes de ruedas, con peso y freno, y luego, desde el siglo xvii, se usaron los relojes de péndulo, un poco más exactos. Pero en principio, estamos en lo mismo: se trata siempre de cursos regulares del acontecer, con cuya ayuda se mide la duración de otros cursos menos regulares de lo que acontece.

Las técnicas humanas de medición, cada vez más sutiles, han conducido a que en la conciencia general el tiempo mismo acostumbre a confundirse con los instrumentos que sirven para medirlo. Y entonces parece como si el tiempo fuera algo que progresa a manera de tictac, como la manecilla del reloj. La expresión «progresar» se presta a tergiversaciones. El tiempo no progresa; más bien, fluye, aunque debemos advertir que también este verbo es una metáfora bastante pobre. El tiempo es una duración, en la que puede señalarse un antes y un después, y entre ambos términos se cuentan los intervalos. Para que dentro de una extensión temporal tengamos algo que podamos contar, ha de haber sucesos, aunque sólo sean los tictacs del reloj, o algunas oscilaciones. Ya para Aristóteles estaba claro que debe acontecer algo, pues solamente entonces puede hablarse con sentido de tiempo. No hay un tiempo vacío, sin sucesos, un tiempo en el que no acontezca nada. Aristóteles dice: «Pues el tiempo es precisamente eso: el número del cambio según un antes y un después».

En Aristóteles el tiempo y el número se juntan. El tiempo es representable para él en una serie numerable de puntos, que son en cada caso antes o después. Si el tiempo, de acuerdo con la definición aristotélica, es ese medio en el que se realizan los sucesos, eso significa también que el tiempo no puede confundirse con la fuerza en virtud de la cual se realizan éstos. El lenguaje nos sugiere tal error. El tiempo es usado como sujeto gramatical, que hace y efectúa algo. La gramática confiere al tiempo una potencia creativa; en ella se transparenta la idea de Dios como gran causa y motor, pues de pronto el tiempo es entendido como aquello que produce los sucesos mismos; antes se hablaba también del cuerno de la abundancia del tiempo. Así, el tiempo en el que sucede algo se funde con la representación de un tiempo que está dotado él mismo de fuerzas creadoras. En el contexto del comenzar hemos hablado ya de la filosofía del tiempo en Bergson. Se intenta comprender el tiempo y se nos ofrecen solamente los sucesos que acontecen en él, y, puesto que el tiempo como simple medio es tan difícil de captar, es transformado en un actor que nunca se nos hace accesible directamente, sino tan sólo en sus efectos.

Ahora bien, aunque el tiempo mismo no pueda captarse, no obstante, los relojes nos resultan accesibles con facilidad. Desde su nacimiento, ejercen un gran poder en la convivencia humana. Son un hecho social en la coordinación y organización de la malla humana. Coordinan los puntos de referencia temporales del engranaje social, primeramente en marcos locales. Por más que el tiempo de los relojes intervenga en nuestra vida, está muy lejos del fenómeno vivencial, aunque muchos físicos no lo hayan comprendido bien. Hoy actuamos con un tiempo unitario del mundo, y en este sentido nos hemos hecho simultáneos, por cuanto utilizamos las mismas unidades de medida. A diferencia de las monedas de muchos países, en todo el mundo el tiempo y los datos temporales pueden calcularse de manera unitaria a través de segundos estandarizados.

El tiempo de los relojes tiene su historia especial. Está bastante bien investigado en sus detalles, y por eso basta recordar algunos aspectos, que permiten resaltar el efecto social del compás indicador de la hora. En la edad moderna se ha hecho dominante el reloj, pero ya los antiguos se quejaban de que la medida del tiempo que daban los relojes de sol y de agua era una innovación coactiva que limitaba el acostumbrado ritmo privado de la vida. El tiempo medido era considerado como el tiempo público; pero no había posibilidad de comparar los tiempos medidos en los lugares respectivos, hasta el punto de que Séneca decía: «Antes coincidirán los filósofos que los relojes»;2 en consecuencia, el dominio social de éstos se estableció por primera vez cuando se produjo la sincronización en amplios territorios. Con el desarrollo del sistema de transportes, sobre todo del ferrocarril a lo largo del siglo xix, se pasó a la coordinación horaria. Si en el pasado, los estados territoriales habían traído ya la homogeneización del espacio estatal, ahora se producía la homogeneización del tiempo. Inglaterra introdujo a finales del siglo xix el Tiempo Medio de Greenwich (Greenwich Mean Time: GMT), que era una hora unitaria, denominada por la parte de la ciudad en la que se encuentra el observatorio astronómico de Londres. Antes, cada región tenía su propio tiempo local, y podemos imaginarnos las protestas de los campesinos al tener que regirse de pronto por el tiempo de Londres. Pero no podía haber horarios de tren sin una unión social en un tiempo común. Sólo entonces se socializó realmente el tiempo, para el que se establecieron unidades uniformes de medida, primero en las regiones y luego en el mundo entero; la unificación se produjo sobre la base del meridiano cero (el de Greenwich), a partir del cual podía determinarse el respectivo tiempo local.

Esto acarreó, por una parte, la homogeneización social del tiempo mediante la hora unitaria; y, por otra, que con ello se pudo asignar a los sucesos y actividades la correspondiente posición temporal. Dicho de otro modo: por primera vez en la historia de la humanidad, se produjo el prodigioso fenómeno de la puntualidad.

Por tanto, una palanca con la que el reloj revolucionó la economía social del tiempo fue el sistema de transporte, y la otra fue la máquina. En la artesanía antigua uno mismo podía distribuirse el trabajo; en cambio, los trabajadores de la fábrica tenían que regirse por el ritmo de la máquina de vapor. Eso obligó a los seres humanos a la puntualidad, medida no sólo por horas, sino también por minutos. En las revoluciones decimonónicas, los trabajadores ingleses de la industria no sólo rompían las máquinas en las que trabajaban, sino también los relojes instalados en las fábricas. Su ira se dirigía contra los instrumentos de medición del tiempo, presentes en todas partes y que eran a la vez el símbolo de un profundo control. Pero no se rompió el dominio del tiempo sobre los procesos de trabajo. Al contrario, se perfeccionó todavía más con los sistemas de Taylor para el registro temporal. Con tales sistemas se coordinaron sin fugas el curso orgánico del movimiento y el curso de los procesos de las máquinas. El tiempo vivido se tradujo por completo al tiempo de las máquinas. Se descubrieron y racionalizaron todas las reservas de tiempo, por insignificantes que fueran, las pausas escondidas y las ralentizaciones. No tenía que haber ya ningún roce entre el proceso de las máquinas y el proceso de la vida: era la manera de extraer lo máximo posible de los trabajadores. En la época de la gran industria este tiempo de las máquinas marca el compás para la sociedad en conjunto y para los individuos. Esta mecanización se convirtió en una ideología, que no se detuvo ante los procesos naturales. Y así los recién nacidos fueron sometidos al condicionamiento de un ritmo de alimentación marcado por el compás del tiempo, un camino errado del que ahora nos apartamos, mientras que, por otra parte, se pone de moda la medición permanente de las funciones corporales, a cargo de uno mismo.

Así pues, los relojes no sólo muestran lo que es, sino que ejercen también una función normativa, actuando como dirección de la conducta. Primero resplandecieron los mayores y más bellos relojes en los campanarios, y desde allí llevaron a la gente su mensaje de exhortación. Luego los encontramos en las estaciones y las naves de fábrica, hasta que finalmente aparecieron en las muñecas de la mayoría de los ciudadanos de la tierra. En este momento todos pueden saber y, sobre todo, deben saber, qué hora es. El reloj ha hecho que el tiempo se grabe profundamente en la vida consciente e inconsciente, como sensibilidad y disciplina del tiempo. La interiorización de esa disciplina del tiempo es para Norbert Elias un ejemplo extraordinario de cómo el proceso de civilización en general lleva al hombre a transformar la coacción ajena en coacción ejercida por uno mismo. El tiempo público de los relojes, que regulan la circulación y el trabajo, se interioriza como una conciencia de tiempo que manda sobre nosotros.

Una institución para socializar el tiempo es el reloj, la otra es el dinero. El dinero es un medio para el aplazamiento temporal del consumo inmediato. En el intercambio de productos por dinero se rompe el círculo estrecho del consumo en el momento presente, y así se abre todo un horizonte de opciones: bienes y servicios, que en un futuro próximo o lejano pueden cambiarse por dinero. Este dinero surge tan sólo de la interacción social, y el futuro que abre está determinado también de manera puramente social; se trata de un futuro que sólo tiene validez donde la tiene también el dinero. Estremece pensar en la fragilidad que hay en la base del dinero. El dinero no tiene valor por naturaleza, sino que debe ser aceptado. Cuando de pronto pierde valor, se derrumba todo como una casa de cartón. Hasta ahora el mundo ha sobrevivido muy bien al mensaje de que «Dios ha muerto», pero cabe preguntarse con insistencia si como civilización sobreviviría al mensaje de que el «dinero ha muerto». Hay muchos indicios de que, si miramos a las dos funciones fundamentales de la vida social, es más fácil renunciar a Dios que al dinero.

El dinero es una construcción social, un algo que en sí mismo no tiene ningún valor material, si bien representa un valor por el que pueden adquirirse bienes reales. Si la moneda todavía recuerda de lejos la pieza de oro con un equivalente real, en el caso del billete de dinero como promesa que se ha hecho papel apenas se da la apariencia de esa equivalencia, por no hablar del moderno valor contable, que ya fluctúa solamente en un espacio semántico. El dinero se sostiene porque, y solamente mientras, es reconocido como tal. Con el dinero podemos prometernos algo para el futuro, pero sólo en su ámbito de validez, en los correspondientes campos de juego social. Pero sabemos que siempre llegan situaciones en las que el juego se colapsa, en las que de pronto el dinero pierde valor a causa de una gran inflación, se interrumpen los actos de intercambio de dinero por mercancías y sucumben todas las actividades económicas. En estos momentos se extingue la promesa de futuro del dinero, que se convierte en un trozo de hojalata, en un papel, o en un algo digital, algo que entonces ya no significa nada. Ahora bien, mientras dura el juego y se reconocen todavía las funciones, o sea, mientras el dinero significa todavía alguna cosa, éste se muestra como instrumento de administración del futuro. En cuanto tiene validez, es también un espejo del pasado, pues en su expresión de valor se esconde una determinada cantidad de trabajo realizado o de bienes intercambiados, por los que se ha obtenido. Por tanto, el dinero abre el horizonte del tiempo en ambas direcciones, hacia el pasado y hacia el futuro. Mediante el dinero totalmente actual un pasado se computa en un futuro. La actividad económica también es siempre una transacción con el tiempo. Por eso el dinero, junto con el reloj, aporta el compás determinado socialmente.

Semejante impronta de la experiencia del tiempo en el movimiento social nos obliga a replantearnos la cuestión de si la experiencia interna de aquél pertenece a la dotación apriorística de la conciencia, según supone Kant y, con él, toda una tradición filosófica, o es en realidad una consecuencia de la disciplina social, tal como supone Norbert Elias. En cualquier caso, el ser humano socializado siempre comienza a experimentar el tiempo como algo social, aun cuando de momento se sienta separado de la sociedad, como Robinson Crusoe.

Este náufrago de la novela de Daniel Defoe alcanza tierra en una isla solitaria del Pacífico meridional. Anota la fecha de su llegada concienzudamente, es el 30 de septiembre de 1659. Una de sus primeras medidas consiste en hacerse un calendario, ante todo para poder celebrar con puntualidad el domingo y en general para dar un orden interno a la vida, que corresponde al orden temporal de la vida social en la querida patria inglesa. Crea, por tanto, una disciplina temporal para no volverse salvaje, y para poder conservar la relación estabilizante con el mundo de donde él procede, con la sociedad y su Dios. Cuando Robinson recurre a los instrumentos de medición del tiempo, hechos por él mismo, conecta con el tiempo público, social, y tiene la conciencia consoladora de no haberse desprendido por completo del mundo civilizado. No es asunto suyo dejarse afectar en absoluto por lo enigmático del tiempo. Merece notarse que el solitario Robinson, al que le sobra tiempo, no se toma ninguno para meditar en profundidad sobre lo enigmático de éste. Le hace suficiente compañía el sentido común inglés. No podemos ni imaginar qué habría pasado si Kierkegaard hubiese acabado en esa isla. ¡Qué no habríamos sabido sobre el abismo del tiempo! El solitario Robinson cuenta los días y las horas, y sabe que en otras regiones existen el mismo día y la misma hora. Esa simultaneidad imaginaria le sirve de consuelo, pero es evidente que no puede experimentarla.

La vivencia comunitaria de la simultaneidad entre grandes distancias espaciales fue muy limitada hasta las postrimerías del siglo xix. En la historia de la humanidad, hasta la llegada del telégrafo y el teléfono, y de manera definitiva de la televisión, no pudo experimentarse la simultaneidad entre puntos alejados en el espacio.

Esta irrupción de la simultaneidad produjo un efecto imponente, tal como puede deducirse de una descripción famosa de la época temprana de la telefonía. En torno a 1890 había en París 3000 aparatos conectados a la línea telefónica; y fue en esa época, en concreto el 22 de octubre de 1896, cuando Proust habló telefónicamente por primera vez con su madre desde el Grandhotel en Fontainebleau. Para él esa experiencia fue inolvidable. Proust la elaboró de diversas maneras en su obra En busca del tiempo perdido, donde es una escena clave, como la de la magdalena. En El mundo de Guermantes es la abuela la que conecta por teléfono con el narrador Marcel, que en este momento vive en Doncières. El autor describe el «suceso admirable, fabuloso»4 del momento en que de golpe la voz de la lejana persona amada, acallando el murmullo de fondo, surge del auricular. La voz de la persona amada está incluso más cerca que cuando ella se encuentra sentada frente al interlocutor. Eso se debe, según supone el narrador, a que la voz no está recubierta por impresiones fisiognómicas, a que está desligada del espacio donde resuena normalmente. Se ha salido del marco de la vida ordinaria. Le llega una voz que viene de ninguna parte, del reino de los muertos. Esta cercanía espectral confiere un temple de ánimo triste al narrador, semejante simultaneidad se le hace terrible. En todo caso, la situación es como en un cuento o en los tiempos prehistóricos. Las operadoras del teléfono, encargadas de establecer las comunicaciones y que desde las profundidades de la red exclaman: «¡Aquí la centralita de teléfonos!», le parecen unas «Danaides de lo invisible, que vacían constantemente los toneles de las llamadas, los llenan y se los pasan entre ellas». Proust era un maestro a la hora de percibir y representar a las personas en la atmósfera de sus espacios y tiempos, pero la escena del teléfono lo lleva a la idea de experimentar a la persona desnuda, despojada de toda historia y de todas las atmósferas. De ahí «la angustia, muy semejante a aquella que yo sentiría el día en el que se hable a los que ya no pueden contestar».

Proust tiene todavía una conciencia suficientemente clara para percibir lo tremendo del suceso: el súbito estallido de las esferas del tiempo propio, protegidas mediante el alejamiento espacial, y lo lejano se le hace tan próximo a uno. Sin embargo, para su propia sorpresa, se acomoda con rapidez a esta manera de pseudopresencia, pues el narrador se pone impaciente cuando no funciona «con suficiente rapidez el admirable y fabuloso suceso» y es necesario esperar a que se establezca la comunicación.

También nosotros hace tiempo que nos hemos acostumbrado a esta comunicación en tiempo real. Tenemos que hacernos conscientes una y otra vez de lo reciente que es todavía esta posibilidad. Antes, en cada punto del espacio, estábamos encerrados en el respectivo tiempo propio. Cuando se tenía noticia de un suceso en un lugar alejado, aquél había acontecido mucho tiempo atrás. Sólo era coetáneo el espacio que se podía experimentar y abarcar inmediatamente con la mirada, o sea, el espacio donde estábamos de manera real. Más allá de este límite ya sólo había diversos niveles de retraso. Se daba una pequeña isla de presente, rodeada por un océano de pasado. Cuando Schiller se enteró de que en Francia amenazaba la condena y ejecución del rey, quiso viajar a París para mover la conciencia del pueblo francés con todo su patetismo peculiar. Cuando intentó realizar su propósito, se enteró de que era ya demasiado tarde. El rey ya había sido decapitado. Entonces nunca era posible estar a la altura del tiempo, siempre era demasiado tarde. Pero eso también tenía ventajas. Las distancias espaciales, aunque retrasan la comunicación, también protegen de ella. Estaba intacto todavía el sistema de los horizontes de percepción que se construyen de manera radial y rica en niveles alrededor del centro de la vida individual. Hoy hace tiempo que se ha disuelto. La lejanía nos molesta con una cercanía engañosa, y penetra en nuestro tiempo propio lo simultáneo, algo de lo que estábamos protegidos por las distancias espaciales.

El suceso transmitido con retraso tenía tiempo suficiente para unirse con imaginaciones e interpretaciones. Estaba ya elaborado de múltiples maneras antes de llegar. Los sucesos lejanos nunca perdían por eso su carácter de lejanía, precisamente porque, a consecuencia de los largos caminos de transmisión, se enriquecían en significación y asumían notas legendarias y simbólicas. Era sobre todo el lenguaje el que transmitía esta lejanía. El lenguaje era el medio que unía entre sí puntos lejanos. Pero la representación lingüística mantiene la lejanía de lo representado, y con ello en la transmisión del suceso lejano conserva el aura, que, según una definición de Walter Benjamin, puede entenderse como «la aparición única de una lejanía, por cercana que esté».

El establecimiento de una simultaneidad a través de la comunicación en tiempo real es un rasgo fundamental del mundo moderno. Cuando lo cercano y lo lejano se mezclan en un horizonte de percepción ampliado de manera artificial, queda mermada la orientación por las coordenadas tradicionales de espacio y tiempo. Goethe anticipó hace dos siglos los problemas de ese proceso. En Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister leemos:

El hombre ha nacido para una situación limitada; él puede ver fines sencillos, próximos, determinados, y se acostumbra a usar los medios que tiene inmediatamente a mano; pero, tan pronto como llega a lo lejano, no sabe lo que quiere, ni lo que tiene que hacer, y es igual que se distraiga por la cantidad de los objetos, o que se quede fuera de sí por su altura y dignidad. Redunda siempre en su desgracia el que se vea incitado a aspirar a algo con lo que no puede unirse mediante una regular actividad propia.

Aquí Goethe dio en el clavo, como tantas otras veces. Hay un alcance de nuestros sentidos y un alcance de la acción responsable de los individuos, un círculo de los sentidos y un círculo de la acción. Puede decirse con toda sencillez que los estímulos han de ser conducidos de algún modo. En un principio esa conducción se produce en forma de una reacción orientada a la acción. Actuar es una respuesta liberadora a un estímulo. Por eso, el círculo de los sentidos, en el que recibimos los estímulos, y el círculo de la acción, al que éstos son conducidos, originariamente están coordinados entre sí. Eso tiene validez para una anterior relación antropológica fundamental, en la que el ser humano no había ampliado todavía el círculo de los sentidos de manera tan duradera por el desarrollo de los amplificadores de la percepción. Los medios de telecomunicación no son sino prótesis, que amplían el alcance de la percepción. Posibilitan que la cantidad de estímulos e informaciones superen en gran medida el círculo posible de la acción. El círculo de los sentidos, ampliado de manera artificial, se ha desligado por completo del círculo de la acción, con la consecuencia de que no es posible reaccionar adecuadamente y conducir el estímulo a la acción. Mientras que por una parte desaparecen las posibilidades de acción individuales, por otra, la lógica implacable de los torrentes crecientes de información e imágenes incrementa la presentación de estímulos, cuya oferta debe competir por captar la atención del público, cada vez más escasa. El público, acostumbrado a sensaciones y ávido de ellas, exige una mayor dosis de excitación. Por tanto, en lugar de salir acciones, entran excitaciones.

Cabe preguntarse qué sucede con los estímulos que no encuentran una acción adecuada. Nos escaldamos, nos embotamos. Y sin embargo, las excitaciones constantes dejan huella, se depositan en algún lugar en nuestro interior y constituyen un horno de inquietud, con una disposición a la excitación en libre movimiento, débilmente unidas con sus respectivos objetos. Tal como constató Goethe, «nos dispersamos», caemos en un estado siempre dispuesto a la excitación, consumimos entusiasmados el fogonazo de las sensaciones, y de manera latente quedamos dispuestos a la histeria y al pánico. Éste es el cargante presente de una realidad globalizada como teatro de excitaciones. En realidad, no es ningún teatro, sino con mucha frecuencia, seriedad sangrienta. Ahora bien, a causa del des-alejamiento de la lejanía, o sea, en virtud de la cercanía engañosa, los sucesos apenas pueden percibirse de otro modo que como teatro. Pues nadie es capaz de soportar tantos casos serios. Se engendra de este modo un determinado moralismo político, una tele-ética en la época de la tele-visión. Se ha escrito ya mucho sobre el cambio en la dirección de la guerra en la época de los medios que actúan con plena simultaneidad. Por eso quizá baste aquí con indicar que la dirección de la guerra basada en el empleo masivo de misiles, bombarderos y drones, es decir, sin apenas ya contacto con el suelo, equivale al compromiso moral de la silla ante la televisión, donde ya no hay ningún contacto con el suelo, pero es tanto mayor el compromiso moral a favor de una de las partes. Las guerras, sometidas a las condiciones de la televisión, producen un nuevo tipo de vagabundo medial, que goza de información global y de una elevada motivación moral, pero que en sentido propio no tiene ni idea de nada. Tanta presencia global no puede llevarse de manera adecuada al presente individual. Por eso se forman nuevas rutinas, que nos permiten manejarnos hábilmente con lo próximo y lo lejano, lo propio y el gran todo, y cambiar sin trabas los formatos. El hombre, como un ser dispuesto al cuidado, aprende ahora a cuidarse también del futuro del planeta. El paisaje global de amenaza, desde la catástrofe medioambiental hasta la superpoblación y desde el terrorismo mundial hasta el agujero en la financiación de las pensiones, no sólo lo experimenta cada uno en solitario, o en una comunidad delimitada, sino que además se nos convierte en presente vivido en común dentro de la simultaneidad acoplada medialmente.

Por todo ello asistimos a una revalorización del presente. ¿No ha estado el presente siempre en primer plano? De ningún modo. Ha habido épocas, por ejemplo, la Edad Media europea hasta principios de la era moderna, en las que el pasado dominaba hasta tal punto que el presente era percibido más bien como efímero y apenas podía desarrollarse una conciencia de éste en cuanto tal. Las personas se sentían como marionetas en una obra de otra época. Se vivía en un espacio de eco, en el que resonaban el origen y la promesa. Reinhart Koselleck ilustró este aspecto de manera impresionante con el gran cuadro histórico de Albrecht Altdorfer de 1529, dedicado a la batalla de Alejandro en Issos el año 333 a.C.7 El cuadro ofrece una instantánea del colosal ir y venir de cientos de figuras minuciosamente pintadas y confeccionadas según antiguas crónicas, o sea, fragmentos de escritos que diseñan e intentan fijar en palabras un curso temporal. Pero sin las aclaraciones dadas en el cuadro mismo no podríamos saber que se trata de aquella famosa antigua batalla en la que pereció el reino persa. Los persas representados en el cuadro podrían ser igualmente turcos, que en el año de producción del cuadro sitiaron en vano Viena, y los jefes griegos del ejército allí pintados se parecen a los príncipes y caballeros contemporáneos del pintor. Pero ofrecer el pasado según las costumbres del presente no implica en absoluto que éste se tenga por más importante. Más bien es a la inversa: en lo nuevo vuelve lo antiguo. Nada nuevo bajo el sol. En la actual (de 1529) autoafirmación exitosa contra el asalto de los turcos se reproducía el acontecimiento de Issos de hacía casi mil novecientos años. El presente no es enteramente presente, descuella en él con demasiada tenacidad el pasado, y también el futuro. La batalla de Issos prefigura sin duda la batalla actual de Viena, pero también es un preludio de la lucha final entre Cristo y el Anticristo profetizada en el Apocalipsis de Juan. Es un presente dominado por completo por el principio y el final, y que apenas puede dilatarse frente a un pasado poderoso y un futuro igualmente vigoroso.

Antes de la edad moderna, la innovación aparecía como restauración. Incluso el Renacimiento, que tantas novedades aportó, sin embargo creía encaminarse de regreso hacia los orígenes. Antaño, era obvio que lo que estaba obligado a justificarse era lo nuevo, no la continuación de lo antiguo. Hoy sucede a la inversa, la que tiene que justificarse es la tradición, no la innovación. Cuanto más densa y dilatada es la red comunicativa, o sea, la línea horizontal, tanto más dominante se hace lo nuevo respectivo frente al pasado y al futuro, o sea, la línea vertical. Antes se imitaba lo pasado, o se imitaban las ideas en su idealidad, hoy el objeto de imitación es el presente. También los medios de almacenamiento contribuyen a esta desvirtuación del pasado. Presentan los acontecimientos del pasado en forma de película, de fotografía, de foto o de grabación, con lo que la irreversibilidad del flujo temporal queda suprimida. El acontecer de un instante puede reproducirse, lo cual tiene consecuencias evidentes para la realidad experimentada de manera inmediata. No podremos escuchar nunca más un acontecimiento musical, un tiempo hecho audible de la misma forma que lo escuchaban algunos en tiempos pasados, que eran muy conscientes de estar participando en un hecho único, irrepetible. Los medios de almacenamiento ya existían con anterioridad: la partitura, el libro, la carta, la imagen; pero al ser más escasos, producían un efecto aurático, a veces incluso sacral, y en ningún caso cotidiano. En cambio, la técnica moderna posibilita reproducciones cotidianas, de manera que desaparece el aura de lo singular. Vivimos con total naturalidad con la mano en el botón de replay, y se nos cuela con facilidad el sentimiento de que podemos repetir la vida en su irrevocable fluir.

El pasado, en la época de la posibilidad de su reproducción técnica, por dar otro giro a la formulación de Walter Benjamin, se convierte en algo que podemos actualizar como queramos. También esto contribuye a la revalorización del presente.

En definitiva: tiempo socializado significa que el presente toma el poder, significa almacenar el pasado, gestionar el futuro y tender sobre el presente una densa malla de estímulos temporales. Aumenta la presión temporal engendrada por la sociedad. Pero ¿qué es lo que oprime cuando crece la presión temporal? ¿De dónde viene la aceleración?

Tiempo
Una atractiva visión de la experiencia humana del tiempo.
Publicada por: Tusquets
Fecha de publicación: 05/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876704403
Disponible en: Libro de bolsillo
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