viernes 19 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Neurociencias para presidentes», de Diego Golombek y Nora Bär

Señores presidentes, señoras presidentas de naciones, clubes de fomento, centros de estudiantes, consorcios, asambleas o sociedades científicas:

Este es un libro imprescindible para ustedes. Y también para aquellos que simplemente quieren presidir sus propias vidas, conocerse más, entender un poco mejor su comportamiento y el de sus vecinos (o presididos, súbditos o socios). Es un libro sobre neurociencias, sí, pero que examina todos los aspectos cotidianos que nos pueden hacer tomar las riendas de lo que nos pasa. Es que el estudio científico del cerebro poco a poco va develando el funcionamiento del objeto más complejo del universo: ese que tenemos entre nuestras orejas. Aquí dieciséis expertos en distintas áreas de la neurociencia les enseñarán por qué, en lugar de atender a la razón y la evidencia, frecuentemente deciden de manera irracional, por qué a veces se olvidan de todo, hasta dónde les conviene emocionarse o arriesgarse, y qué aportan los últimos descubrimientos para mantener el cerebro entrenado y educado. Entenderán también por qué un buen presidente es el que ha dormido (y comido) bien, la verdad sobre las drogas y las neuronas, dónde queda la conciencia y cómo procesa el cerebro esto de vivir en sociedad. Después de esta lectura, sus discursos no serán lo mismo y, esperamos, tampoco sus acciones.

Los invitamos a un viaje de revelaciones y sorpresas, de pequeñas vergüenzas y grandes triunfos, un viaje que los puede ayudar a ser mejores presidentes y mejores personas.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

5 – Los presidentes también tienen conciencia

Señor presidente:

Mediante esta misiva me permito contestar –científicamente– a la pregunta “¿Qué tiene que ver la conciencia con las neurociencias?”, que usted formuló el viernes pasado en su encuentro semanal con científicos, investigadores e intelectuales y que, desafortunadamente, fue respondida por un psicoanalista.

Sin perder el citado rigor científico, he decidido adoptar este formato de carta personal por motivos que espero se desprendan de mis propias argumentaciones. El objetivo que me he propuesto va más allá de que las próximas páginas le resulten esclarecedoras respecto de cómo se relaciona el cerebro con la conciencia. Lo que realmente me interesa es que le sirvan como herramienta de pensamiento crítico, ya que, como buena colección de conceptos, las neurociencias de la conciencia definen bordes éticos y fronteras del conocimiento, de manera que nos permiten amalgamar ideas filosóficas con la medicina o la política. Pero quizás el aporte más importante sea que el pensarnos como cerebros conscientes nos acerca a la comprensión de qué nos hace humanos. O presidentes.

 

La ética a prueba de conciencia: perder el mundo

Tal vez recuerde esta historia que, a primera vista, parece ser sobre los estados de conciencia −coma, estado vegetativo, estado de conciencia mínima−, pero, en realidad, es sobre cómo el límite científico de conciencia se relaciona con el ético. En el año 2005, y luego de una batalla de quince años, el marido de Terri Schiavo logró que desconectaran a esta mujer del tubo que le proporcionaba nutrientes para mantenerla con vida por vía de su estómago. Terri había permanecido en estado vegetativo persistente durante ese lapso: quedó en coma luego del ataque cardíaco que le produjo una prolongada falta de oxígeno en el cerebro y, cuando decidieron sacarle las drogas que la estabilizaban durante esos primeros días de terapia intensiva (en los que nunca despertó), pasó de coma a estado vegetativo. Con el tiempo ese estado se volvió persistente y, finalmente, permanente. Esto, por supuesto, nos lleva a un límite ético que no sólo se vincula con la conciencia: el de considerar qué quiere decir estar vivos y, sobre todo, cuándo vale la pena estarlo. No es en la definición de “estar consciente” donde reside el dilema ético, sino en entender el valor de la vida desde la perspectiva de alguien que aún demuestra comportamiento reflejo, automático, pero que no es consciente de sí mismo o de su entorno y nunca lo será. En esto reside lo terrible del estado vegetativo: la persona parece alternar entre estados de conciencia, pero no procesa de forma consciente la información. Más precisamente, parece pasar de estados activos de movimiento automático y reflejo a estados de calma, casi como si durmiera; sin embargo, no tiene la capacidad cerebral para integrar información de manera consciente, las lesiones cerebrales le imposibilitan la capacidad de darse cuenta del mundo, de los estímulos y hasta de sí misma.

 

Perder parte del mundo

Veamos otros casos que nos hacen cuestionarnos qué quiere decir “estar conscientes”. Allí está, por ejemplo, el hemineglect (o “negligencia espacial unilateral”): los pacientes pierden la mitad del mundo –es decir, de eso que llamamos “realidad”–, por ejemplo, luego de un ataque cerebral. Imagínese, presidente, que le sirven un plato de ravioles y usted sólo ve la mitad (el truco sería comer toda esa mitad y después girar el plato 180 grados para proceder con la otra, ¡pero para eso debería estar consciente del déficit!). ¿Qué nos dice esto sobre la conciencia?, ¿que nuestro cerebro construye un cuadro completo sobre la realidad? Así es: la realidad está frente a nosotros, pero nuestra construcción de ella ocurre mayormente a través de la percepción. Entonces, es importante chequear la realidad con otros, ya que no sólo los pacientes con lesiones cerebrales tienen una experiencia parcial o sesgada. Esto puede sucedernos a todos cuando estamos, por ejemplo, deprivados de sueño. ¡Necesitamos chequear la realidad todo el tiempo! Y con ayuda: con instrumentos, con datos, con evidencia, y acostumbrarnos a tratar con pinzas lo que percibimos, recordamos y evaluamos. Es importante que tomemos conciencia de que nuestra historia, memoria y expectativa transforman la realidad y podemos engañarnos al hacer un juicio o tomar una decisión de manera sesgada por esa construcción consciente de la realidad. Puede ser difícil aprender a no confiar en lo que uno ve, pero vale la pena hacer el esfuerzo para elaborar un juicio más equitativo.

También podemos hablar del libre albedrío: según este concepto, nuestra conciencia nos cuenta el cuento (que nos convence) de que estamos al mando del barco, y esto influye en cómo hemos pensado la ley y la culpabilidad hasta ahora. Si bien se debate en neurociencias cognitivas, parte de los estudios de la conciencia han demostrado que la construcción de nuestra libertad de decisión está determinada por pensamientos; esto evidencia que procesamos la información de manera inconsciente, lo que parece llevarnos a tomar una decisión que suponemos consciente (y, por lo tanto, libre), pero que no lo es tanto. En resumen, hay que parar la pelota, volver a analizar la situación y emitir un nuevo juicio, con evidencia objetiva, si fuera posible. No confiemos en nuestro inconsciente si queremos estar seguros de que las decisiones que tomamos se van a sentir como conscientes y “propias”. La mayoría de los estímulos que procesamos, los pensamientos e incluso las decisiones que tomamos ocurren fuera del foco de la conciencia; está en nosotros ganarles a esas decisiones, chequear esos recuerdos conscientemente y reconocer la pésima introspección que poseemos. Sólo así, desconfiando de nuestras decisiones, reanalizando, les ganaremos a nuestros propios sesgos y aprenderemos a evaluar la realidad sobre la base de la evidencia, de nuestras preconcepciones y prejuicios, de los de los otros.

 

Todavía no podemos hacer transferencias de conciencia

Por si fuera poco, presidente, en este mundo que nos toca vivir aparecen también otros intentos de conciencia, los artificiales, los que cobran vida a partir de un puñado de instrucciones y aprenden, razonan y quizá hasta lleguen a tener algo que podríamos llamar “consciente”.

¿Qué será de nosotros si nos meten en silicio y nos hacemos indestructibles? ¿Dónde está la conciencia en la inteligencia artificial? Estamos en un buen momento del tercer milenio para empezar a pensar si queremos vivir como un ente de inteligencia artificial. Quizá sea la única manera de existir para siempre. Los problemas éticos que esto conlleva son múltiples, pero aún estamos lejos de entender el funcionamiento del cerebro como para subirlo a una computadora. Y de discernir si seguiríamos siendo nosotros mismos en caso de que eso ocurriera. No vamos a dedicar más espacio a este tema, que se viene, sin duda: prefiero hablar de la conciencia en términos del presente y de lo humano y no de lo superhumano, aún.

 

Darse cuenta

A todo esto nos referimos cuando hablamos de conciencia, señor presidente. Aunque es importante decir que la palabra “conciencia” se usa con toda su ambigüedad. Está, por un lado, la noción más estricta, fisiológica: la conciencia que perdemos cada noche cuando vamos a dormir. También está la idea de conciencia de la psicología experimental: estar consciente de algo, “darse cuenta” de forma instantánea. Esto nos ayuda a pensar en qué es aquello a lo que realmente estamos prestando atención y qué es lo que va a entrar a nuestra memoria consciente. Vea, muchas de las cosas a las que atendemos quizá quedan medio suavecitas en la memoria y después se pierden. En otros casos, hacemos un esfuerzo consciente para prestar atención: eso queda en el tintero, dando vueltas, listo para ser utilizado, a veces, meses después: “Ah, sí, yo he visto esto, tuve una idea de aquello, de lo otro”. Esa conciencia que va para la atención y la memoria quizá sea la más interesante para la gente que tiene muchas cosas en la cabeza, como un presidente, como cualquier líder que debe considerar infinidad de factores al mismo tiempo.

Más que nada, esa es la conciencia que nos guía hacia la metacognición, a darnos cuenta y a saber lo que estamos pensando. Este es un aspecto que se relaciona con los humanos en particular, pues aparentemente los animales poseen muy poca aptitud para la metacognición. Pero las personas –sobre todo aquellas que se desempeñan como líderes– tienen mucha capacidad para entender lo que piensan los otros y para intentar analizar lo que piensan ellas mismas:

“¿Esto que acabo de hacer es bueno o malo y qué implicancias tiene para el futuro?”. De esto se trata, en parte, lo que decíamos algunos párrafos antes: repensar y evaluar nuestras acciones es lo que nos permite ganar la batalla de la conciencia. Entonces, la conciencia de la conciencia, la metacognición, la conciencia de lo que acabamos de hacer, de lo que estamos pensando, es una vuelta de tuerca que se vincula en el lenguaje cotidiano con expresiones como “Mirá lo que hizo, ¡qué inconsciente!”. O sea: ¿qué pasa?, ¿no lo pensó bien? Esta acepción de “conciencia” no está muy bien utilizada, dado que “ser consciente de algo” significa no sólo “estar consciente” en el momento (la atención consciente), sino estar consciente de eso que se está haciendo, pensar en lo que se piensa; una vez más, parar la pelota y pensar en lo que pensamos y qué pensamos de ello.

Usted se preguntará si se puede entrenar esa capacidad de conciencia, de pensar en lo que pensamos. ¿Sabe qué? En realidad, no es necesario. Desde el instante en que damos un marco de pensamiento a lo que habitualmente hacemos, ya estamos nombrándolo. Desde el momento en que construimos este razonamiento, entendemos cómo construir la manera en que pensamos. Le propongo una analogía relacionada con el gremio del transporte, que a veces lo tiene a maltraer: saber es manejar el colectivo. Pero, por supuesto, de ahí a entender cómo funciona el motor y la transmisión, uno puede tener apenas una intuición. Basta con saber que las ruedas están corriendo, que hay un eje, una transmisión, etc. Nosotros, desde la neurociencia, podemos darle un marco general sobre cómo funciona el colectivo, una estructura para que aprenda a pensar cómo piensa. Y eso solo ya es muy potente para los individuos pensantes que llegaron a un nivel en su vida en que manejan muchos proyectos, muchas personas y elaboran planes para el futuro. Usted, por ejemplo.

¿Se acuerda de esas reglas abstractas que nos enseñaban en el colegio? Esas lógicas del tipo de “Si a, entonces b, y si b, entonces c”, las abstracciones que nos ayudaban a generalizar un proceso o un mecanismo. Bueno, resulta que deberíamos seguir entrenándolas toda la vida, ya que a quienes tienen capacidad de asociación rápida –lo que se llama “cambiar de tareas” (shifting)– y pueden mantener varias cosas en la memoria de trabajo a la vez, al tener más desarrolladas las llamadas “funciones ejecutivas” (que no son lo mismo que la inteligencia), es más fácil enseñarles estas ideas sobre el pensarse a sí mismos, a tener una metacognición de sus actos.

Yo creo, señor presidente, que podemos entrenarlo para que piense todo, desde las cosas cotidianas hasta las institucionales, con reglas basadas en la evidencia. En otras palabras, que dejemos las intuiciones del tipo de “Porque siempre se hizo así” y “Somos así”, o “La gente es tal cosa” o “Todos los tipos que trabajan conmigo hacen esto y entonces son difíciles de cambiar”, e incorporemos de a poco las estructuras para pensar de las ciencias cognitivas.

Neurociencias Para Presidentes
Todo lo que debe saber un líder sobre cómo funciona el cerebro y así manejar mejor un país, una empresa, un club, un centro de estudiantes o su propia vida.
Publicada por: SIGLO XXI EDITORES
Fecha de publicación: 04/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876297219
Disponible en: Libro de bolsillo

 

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