viernes 19 de abril de 2024
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«Olivos», de Soledad Vallejos

La Quinta de Olivos es un lugar del que todos hablan pero pocos conocen. Allí Perón tenía un tigre, y Aramburu, perros que andaban por la casa, cerca de la cual hoy yace, enterrada bajo un árbol, una bóxer llegada de la Patagonia con los Kirchner. Durante los cacerolazos de diciembre de 2001, cientos de desconocidos treparon al muro y amagaron con invadir el predio mientras De la Rúa dormía. En el microcine, Alfonsín vio el partido que consagró a la Argentina en el mundial de México 86, y anunció un cambio de gabinete que haría historia. Cuando la Triple A asolaba las calles, Isabelita exhibió en una cripta los restos de Perón y Evita. La Residencia Presidencial también fue escenario del casamiento elegante de la hija de Illia, la vida familiar de Videla y las leyendas tejidas al calor del menemismo. Pero, ante todo, de la cotidianidad del poder político, que custodia con discreción lo que pasa tras el muro rojo.

Nadie había presentado hasta ahora una investigación similar. Con entrevistas, archivos históricos y recorridos por el lugar, Soledad Vallejos descubre en Olivos las historias secretas de los presidentes que habitaron en la Residencia y de los empleados que velan por ella, para relatar la vida íntima de la política argentina.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

A Alfonsín el tiempo lo apremiaba. Gobernar esos años urgentes, esa salida de la dictadura y ese ingreso a una época donde el neoliberalismo empezaba a ganar terreno, no le daba el respiro necesario como para pasar horas en la penumbra del cine. En cambio, para María Lorenza Barreneche era diferente. Los días eran largos, y una vez terminado el verano 83-84 la Primera Dama no podía pasar las horas al lado de la pileta, como había acostumbrado esos largos meses en que su marido todavía brillaba, en plena primavera política. A veces, la Primera Dama disfrutaba películas en compañía de familia y amigos, pero también de la custodia y algún empleado de la Quinta, en especial en los primeros meses, cuando la Residencia era un territorio nuevo. Antes de mayo de 1984, llegaron las latas con los rollos de una película que prometía hacer ruido. La había producido Lita Stantic, rodado María Luisa Bemberg; la protagonizaban dos de los nombres del momento de las pantallas iberoamericanas, Susú Pecoraro e Imanol Arias —que por entonces se lucía en la televisión, con la serie española Anillos de oro—. El argumento recogía la trágica historia de amor que, bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, habían vivido Camila O’Gorman y el sacerdote Ladislao Gutiérrez, ejecutados por orden del Restaurador de las Leyes.

Ese día, en la sala, además de Barreneche, estaba Margarita Ronco, la periodista que se había convertido en secretaria del presidente y persona de confianza de su familia. Todavía hoy Ronco lo recuerda: “Era muy dramática la película. Tan, tan, tan dramática que María Lorenza no podía parar de reírse. Nos morimos de risa”.

Curiosamente, en la serie de notas que —antes del inicio de cada nuevo mandato presidencial, fuera o no constitucional— casi por tradición volvía a contar a los lectores cómo era la Residencia Presidencial, la prensa de la reapertura democrática mencionaba el viejo gran cine entre los espacios que recibirían a Alfonsín. Sin embargo, ninguno de los que conocieron la intimidad de la gestión recuerda haber visto en pie esa estructura. El cine de la Quinta, para el alfonsinismo, era la pequeña sala del microcine que todavía está en uso. Era —es— un lugar íntimo, reducido, capaz de dotar de más discreción al espacio de por sí discreto y reservado que es la Residencia. Tal vez por eso, un domingo de febrero de 1985, aprovechando la distensión del fin de semana de un año que recién comenzaba pero ya se auguraba arduo, Alfonsín invitó a ver una película a su vocero, el periodista José Ignacio López, y al asesor de comunicación de la gestión, el publicista David Ratto —que había sido responsable de la campaña previa a ser electo presidente—. La cita era más un encuentro de amigos, en un recreo del trabajo, que una cita de la gestión. Vieron el film Out of Africa, que todavía no se había estrenado en el país —lo haría tiempo después, con el título de Memorias de África—. Al terminar la proyección, el presidente se demoró en la conversación. Unos minutos después, se animó a contarles lo que venía rumiando y todavía era secretísimo: al día siguiente, pediría la renuncia a su amigo, correligionario y ministro de Economía, Bernardo Grinspun. En sus quince meses en el cargo, el economista y compañero de años de militancia, el mismo de quien se decía que en medio de una negociación durísima había preguntado a un directivo del FMI “¿Querés que me baje los pantalones? Me los bajo” y lo había hecho —algo que sus familiares luego negaron—, había visto trepar la inflación a más del 600 por ciento. A Alfonsín le dolía en lo personal, pero tenía resuelto llevar al ministerio a Juan Vital Sourrouille. Comenzaba el camino hacia el Plan Austral.

***

La tarde en que el aire del cine estaba saturado de nerviosismo, hacía casi un año que el peso había dejado paso a los australes, la nueva denominación de la moneda argentina. Ese 20 de junio de 1986, de un instante al otro, los funcionarios, familiares y amigos que desbordaban la sala se habían llamado a silencio. A diez minutos de que terminara el partido por la final de la Copa del Mundo, Rudi Voeller había empatado el partido que la Argentina venía ganando.

Sobre la pantalla del cine de la Residencia, el césped del estadio Azteca seguía siendo verdísimo, y Diego Maradona corría como solo él sabía hacerlo, pero Alemania se había puesto 2-2. También fuera de la Quinta el bullicio se había acallado repentinamente. En esos tres minutos de incertidumbre, nadie habló, nadie protestó, nadie osó decir una sola palabra, quizá por temor a que el efecto mariposa no fuera solamente algo de los relatos de ciencia ficción, sino algo real: ¿y si un grito a destiempo, en medio de la Residencia, desequilibraba aún más lo que acababa de torcerse a miles de kilómetros de distancia de la Argentina?

Entonces pasó. En México, Maradona corrió con la pelota, hizo un pase a Jorge Burruchaga, que pateó y convirtió el gol que faltaba. En Olivos, el estruendo del festejo resonó en el microcine, en donde los abrazos se multiplicaron y extendieron como un reguero. En medio de la pequeña multitud, lagrimeando de la emoción, el presidente Raúl Alfonsín se confundía con sus funcionarios, sus hijos, sus nietos. Abrazó con fuerza a Ignacio, uno de los hijos de su vocero, el mismo chico que quedó tan conmovido que muchos años después todavía lo recordó lo suficiente como para escribirlo.

***

Con los años, Juan Randazzo (que solo comparte apellido con el político que fue ministro kirchnerista) había aprendido a querer su trabajo en la Quinta. Que al fruto de su trabajo lo apreciaran Isabelita, Videla, Bignone, o Alfonsín le resultaba indiferente: lo que importaba era que lo que hacía, lo hacía para el presidente de la Nación. Entender su trabajo como servicio lo ayudaba a disfrutarlo. Por eso, cuando en 1987 lo trasladaron del cuidado de las plantas y el parque hasta las oficinas, para que contabilizara las horas extras de todo el personal y algunas cosas más, ni chistó. Aprendió todo de cero, otra vez; cumplió, fue todo lo puntual que cabía. Si había que quedarse un poco más, lo hacía. Algunos sabían que, de todos modos, se las arreglaba para tener una suerte de vida bohemia del muro para afuera: Randazzo ya era un cinéfilo hecho y derecho, tan fanático de las películas y sus alrededores que con los años había ido coleccionando proyectores. Aún más, con esos proyectores, era la presencia más deseada en los cumpleaños infantiles y algunas fiestas, en años en los que ver cine en casa o fuera de una sala era una rareza reservada a ocasiones especiales.

Pasaron los meses, pasaron los años, asumió un nuevo presidente. Y un día ese mandatario quiso ver una película al mediodía; avisado, el proyectorista oficial respondió: “almuerzo y después voy”. Antes de que terminara de dar esa respuesta, el administrador de la Quinta había decidido su traslado a Gobierno, como se conoce en Olivos a la Casa Rosada, pero de todos modos el problema no desaparecía: Carlos Menem quería ver una película y no había quién la proyectara. Alguien cerca del intendente mencionó a Randazzo. En diez minutos, el viejo encargado del vivero devenido responsable de contabilizar las horas extras de todos los oficinistas, el empleado que era cinéfilo en sus ratos libres, estuvo en la cabina. Le había llevado años, pero finalmente su hobby y su trabajo en la Residencia se combinaban; en eso pensaba mientras el traqueteo de los proyectores ponía ritmo a su entusiasmo.

Al terminar la proyección, un mozo se acercó para avisarle que el presidente lo invitaba a comer pizza con él y sus amigos en la pequeña sala contigua al cine. Randazzo sintió vergüenza, pensó en la incomodidad de comer con el presidente, cuando su lugar era muy otro, y no quiso ir. Diez minutos después, cuando terminaba de acomodar todos los elementos de la cabina, volvieron a buscarlo; debió ceder. Atravesó la puerta, escuchó la voz inconfundible del riojano, que lo miraba: “Vení, chango, sentate”. Randazzo se sentó y comió. Ese día se convirtió en el encargado oficial del cine de la Residencia.

La sala grande era cosa del pasado. Gran parte de la construcción era de madera y no había sido preservada. Las décadas fueron impiadosas con aquel cine-teatro, lo suficiente como para que antes del fin del alfonsinismo fuera derribado, en gran parte por motivos de seguridad. El reemplazo fue algo más íntimo: una pequeña sala, que subsiste hasta ahora aunque algo remozada, con unas cincuenta butacas y pantalla de microcine sobre la cual, en los 90, todavía se proyectaba fílmico —hoy, en cambio, todos los equipos son digitales—.

No había internet, los archivos de sinopsis y argumentos de las películas no estaban a un clic de distancia, y tampoco lo estaban las posibles reseñas amateurs, porque a Olivos llegaban los rollos de títulos que las distribuidoras iban a estrenar meses después, de modo que ni siquiera las empresas habían alcanzado a preparar los materiales de prensa para acompañarlas. ¿Cómo podía el presidente saber qué vería? ¿Cómo podía saber, siquiera, si tenía ganas de ver un título u otro? Randazzo solo encontró una respuesta: debía ver él primero los films, para preparar una suerte de programa que pudiera entregar al mandatario y sus amigos. Por eso, a las cinco de la tarde, cuando terminaba su horario de oficina, cruzaba la callecita y entraba al microcine, de donde salía recién a la noche; solo, en la salita, veía lo que había enviado la distribuidora; memorizaba los detalles trascendentes, pensaba asociaciones entre films. Luego, en la oficina, tomaba uno de los modelos de programa qué el mismo había diseñado, con el encabezado “Cine de la Residencia”, y tipeaba en la máquina de escribir: nombre del film, de los actores, detalles de la ficha técnica, el argumento y alguna apreciación personal. Guardaba para sí cada original y disponía fotocopias al presidente y sus amigos. A veces, en su ansiedad, el presidente mandaba a pedir el programa antes de que Randazzo hubiera llegado a terminar de ver la película, y los nervios corrían parejos con las teclas en la máquina de escribir. El proyectorista sabía que debía jugarse, y decir si el film era bueno o malo; también sabía que el presidente posiblemente le discutiera esa evaluación después, sin importar si se había dormido durante la función, quizá más por cansancio que por aburrimiento. Randazzo sentía la responsabilidad de ser ecuánime y de defender su opinión.

Al presidente le gustaba ir con sus amigos, pero solo una vez terminada la rutina del día, y cuando ya se habían retirado de la Quinta los funcionarios que podían ser de mucha confianza en la gestión pero no tenían que ver con su intimidad. Gerardo Sofovich era de los infaltables; Domingo Cavallo, Carlos Vladimiro Corach, de los que se retiraban. La salita era también un escape para el hijo presidencial, Carlitos  Junior, que se recluía ahí con los amigos que su madre, Zulema Yoma, tenía entre ceja y ceja y no quería ver bajo el techo del chalet. Cuando renovaron el proyector que podía conectarse a la señal de televisión, la pantalla nuevamente empezó a pasar transmisiones de partidos de fútbol, una costumbre que reverdeció bajo la gestión de Mauricio Macri.

La crítica internacional ensalzaba el film Tomates verdes fritos. Todavía no se había estrenado en el país, aunque las copias ya estaban en la distribuidora. “Quiero verla”, dijo Menem, y el chofer encargado de la misión fue a retirar los rollos, que llevó puntualmente a la Quinta. Todo había pasado tan rápidamente que Randazzo no llegó a verla antes para armar la sinopsis, escribir el programa, ni nada. Así como bajaron las cinco latas del auto, así empezó a montar los primeros dos rollos en los proyectores mientras el presidente y tres amigos se acomodaban en las butacas. Pasó el primer rollo; siguieron el segundo, el tercero, el cuarto; llegó el quinto. Quedaban diez minutos de la última bobina y el desenlace no parecía haberse desatado. A cinco minutos del fin de la cinta, el conflicto seguía. Cuando el rollo terminó, el final de la película no estaba allí. La historia no concluía.

El proyectorista solo elucidó una solución posible: enfrentar la situación. Bajó de la cabina, encendió la luz, entró en la sala, se paró ante el presidente, que lo miraba sin comprender. Elevó los hombros, extendió los brazos, levantó las palmas de las manos, dijo: “¡Se terminó!”.

Menem rompió a reír.

—¡¿Qué pasó, chango?! —preguntó.

—No hay más rollos, presidente.

Un secretario comedido llamó de urgencia a la distribuidora, cuyo responsable respondió que habían entregado todas las latas que correspondían. Pero el sexto rollo no estaba.

Pasaron unos días hasta que llegó una nueva copia y Menem pudo ver el final: fue una función dedicada exclusivamente a esos quince minutos que remataban, esa vez sí, la historia.

Recién semanas después, el chofer del presidente, en tren de ordenar el baúl del auto, encontró un bulto, que resultó ser el rollo pródigo.

***

El cine no fue una pasión de la gestión delarruista, aunque fue en esos años que los films empezaron a traspasar el muro de Villate munidos de sus programas. Las películas tampoco marcaron fuertemente la presidencia interina de Duhalde. La popularización de los formatos digitales y la mejora de las pantallas domésticas fueron mermando, progresivamente, la importancia del cine como espacio de la Residencia; en la primera década del siglo XXI, de la familia presidencial la única que mantuvo la rutina de usar el cine, y tampoco con mucha fidelidad, fue la Primera Hija, Florencia Kirchner.

Con los años, mientras el cambio de costumbres que impulsó el cambio tecnológico se operaba de manera casi natural, el proyectorista oficial Randazzo empezó a transmitir sus saberes de cinéfilo profesionalizado a otros empleados de la Quinta, para poder tener reemplazos cuando no daba abasto. Pero no todos tenían tantas horas de films en sus oídos, ni se daban tanta maña con el inglés como para recordar todas las pronunciaciones. Menem no era muy consciente de eso, en especial esa tarde en que, un poco perezoso para fijarse en el programa hecho por Randazzo, se asomó a la cabina y preguntó a uno de los discípulos del proyectorista:

—¿Qué tenemos hoy?

El operador miró el programa una vez; lo leyó para sí. Dijo:

—Acá dice Jámes… Jámes… —y calló, un poco abrumado. De repente extendió el programa al presidente— Tome, ¡léalo usted!

Olivos
La Residencia Presidencial de Olivos, desde su donación hasta la actualidad, ha sido el espacio íntimo del poder en la Argentina. El libro de Soledad Vallejos retrata usos y costumbres de los distintos presidentes y sus familias, de trabajadores, de ocupantes ocasionales y visitantes, a partir de una rigurosa y amplia investigación, y con una prosa ágil y atrapante.
Publicada por: Aguilar
Fecha de publicación: 08/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789877351637
Disponible en: Libro de bolsillo
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