jueves 25 de abril de 2024
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«Por qué escuchamos a Led Zeppelin», de Luis Sagasti

Ni elemental ni sofisticada, la música de Led Zeppelin es la comunión entre el sonido que empezaba a dominar el mundo y el aleteo de una mariposa. Porque si bien la voz hipersexuada de Robert Plant, la guitarra siempre al borde del abismo de Jimmy Page, la potencia incontrolada de la batería de John Bonham y el cerebro regulador del bajista John Paul Jones constituyen individualmente aportes significativos al rock de los setenta, fue la alquimia lograda lo que los llevó al Olimpo de las leyendas. La alquimia y un elemento esencial, un magma en constante ebullición cuya temperatura fue in crescendo y de alguna manera aún lo sigue haciendo: el riff, esa frase musical llena de energía que se impone a fuerza de repetición hasta volverse inmortal. Y que sobrevive a Bonzo, el baterista, que en 1980, después de once años, le bajó la persiana a un fenómeno musical de masas que abrevó en el rock, claro, pero también en el encanto bucólico de los folklores británicos.

Luis Sagasti propone una lectura desprejuiciada y libre de la banda, para lo que recorre uno a uno los peldaños de la legendaria escalera al cielo, donde encontrará que, a pesar del tiempo transcurrido, la canción sigue siendo la misma. O no. Por qué escuchamos es una colección que busca ahondar en los motivos por los que algunos artistas –de diversos géneros, orígenes y épocas– se vuelven esenciales, indiscutibles, verdaderamente únicos, más allá de los caprichos y vaivenes del mercado musical.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Portadas

Sea quien fuera el que elabore el ranking, la cubierta de Sgt. Pepper se encuentra primera en el podio de las mejores que ha dado la industria del disco y Abbey Road en algún lugar de las nueve restantes (y la pregunta que a veces flota, ¿qué habría sido de Revolver si hubiera tenido una tapa en color?). Si bien sellos como ECM o Blue Note tienen un cuidado especial en la producción de sus casi siempre exquisitas cubiertas, es el rock el género que ha invertido más tiempo en la elaboración de sus portadas. Eso sí, en el ranking, insistimos en este punto, nunca queda muy en claro cuáles fueron los criterios empleados para su confección: si el estético, el emblemático, el conceptual.

Si por estética, el inventario es más bien largo y heterogéneo y siempre se rescatan algunas que parecían relegadas: Animals, de Floyd, una mezcla de pintura metafísica con industria pesada, por ejemplo, por seguir siempre con las mismas bandas. Emblemáticas son las de The Dark Side…; Velvet Underground and Nico; Never Mind the Bollocks, de los Sex Pistols, Artaud, de Pescado Rabioso. Nirvana bordea un concepto muy interesante con Smells Like Teen Spirit, lo mismo que Jethro Tull con Thick as a Brick.

Led Zeppelin siempre ha sido muy cuidadoso a la hora de elegir las portadas de sus discos. Acaso la más anodina y poco inspirada sea la de Presence. El resto han sido pensadas con gran celo.

La presencia del dirigible en su primer disco, y su paráfrasis en la cubierta externa del segundo, no es tanto una obviedad como una imposición. El aparato volador es lo suficientemente emblemático como para ser ignorado, ballenas aéreas insosla­yables que solo podían ser reemplazadas por, precisamente, una Moby Dick avanzando hacia el Pequod.

En el primer disco se conjuga la idea de potencia, fuerza, virilidad; no hace falta ser Sigmund Freud para advertir el carácter fálico de la imagen. Más allá de eso, cuando se piensa en un Zeppelin no nos viene tanto la figura de estos cetáceos aéreos surcando lentos ciudades del treinta sino el Hindenburg prendiéndose fuego al rozar contra una antena. Pero más que significar una catástrofe, una propaganda negativa, si se quiere, como si todo lo que pudiera fallar fallara, convoca una inape­lable idea de furia, de ímpetu y vigor, de que un Zeppelin es eso: volcán del aire detenido allí en las alturas. No cae, no se desplaza, es su propia voracidad la que lo consume. La imagen en blanco y negro de lo que ha sido un estallido rojo, naranja y amarillo, es realmente muy bella.

En el segundo disco de la banda predomina un desafortu­nado marrón oficina donde descansa la imagen de los tripu­lantes del así llamado circo volador del capitán Manfred von Richthofen, más conocido como el Barón Rojo. La influencia del Sargento Pimienta es manifiesta: la cara de los militares fue reemplazada por figuras de la cultura popular, algunas de ellas disimuladas por barbas como por ejemplo Miles Davis, el astronauta Frank Borman, primero en circunnavegar la luna; sobre la mujer del centro, que parece una suerte de hermana de Robert Plant, hay dudas sobre si se trata de Mary Woronov, una de las musas de la factoría de Andy Warhol, o la actriz Glynis Johns, madre de Mary Poppins. Los integrantes de la banda allí aparecen también, claro. El interior del disco es de un fascismo involuntario. Un Zeppelin dorado brilla iluminado por reflectores de la Paramount mientras sobrevuela un templo griego. Debajo de las escaleras, los nombres de los integrantes inscriptos en piedra. Pueden cambiarse esos nombres por los de Platón, Aristóteles, Friedrich Nietzsche e Immanuel Kant para ilustrar la tapa de algún libro de Martin Heidegger u otro devoto de la amalgama cultural grecogermana.

La portada de Houses of the Holy es obra de Hipgnosis. El colectivo de diseñadores venía haciéndose cargo de las carátulas de Pink Floyd, de Genesis a partir de The Lamb Lies Down on Broadway, Peter Gabriel, Wings. Serán también los res­ponsables de las portadas de Lovedrive y Animal Magnetism, de Scorpions, que bien pueden ser consideradas crímenes de guerra. La idea original que propusieron era un tanto incom­prensible, pero no se trataba de un nonsense como la famosa vaca del disco de Pink Floyd Atom Heart Mother, ya que inci­taba a un juego de palabras que al caso no viene. Lo cierto es que se trataba de una cancha de tenis de verde casi fosforescente donde se veía una raqueta. El rechazo fue violento. La otra idea era semejante a la de Paul McCartney cuando quiso que los Beatles se fotografiaran con el Everest de fondo (así, como la montaña más alta, se iba a llamar Abbey Road en un principio): consistía en viajar hasta Nazca y tomar allí unas imágenes de las misteriosas ruinas. Proyecto caro, inviable; se decidió por la tapa que conocemos. La Calzada del Gigante, unas rocas frente al mar en un condado en Irlanda del Norte.

En ese sitio iba a posar una familia pintada de oro. Padre, madre e hijos estuvieron diez días aguardando el amanecer pro­picio que los bañara con la luz adánica de un futuro tan cer­cano a los orígenes. Se acabó la pintura (recurrieron a una de autos), la plata, la paciencia. Finalmente, un último día los dos hermanitos, que se parecen tanto a los hijos de Plant que se ven en la película, fueron fotografiados desnudos escalando las piedras de la Calzada. Más allá de que los colores alcanzados no conformaron mucho, la portada es de una belleza incómoda. Hay quienes han visto una cita del último capítulo de Fin de la infancia, de Arthur C. Clarke, donde todos los niños del mundo se amalgaman en una colosal columna de fuego. En la ilustra­ción interior se puede ver a un hombre al borde de un castillo en ruinas sosteniendo en lo alto a uno de los chicos de la portada. Hay una idea de ofrenda, de sacrificio, dando vueltas por ahí.

La exégesis que quiere vincular el monolito que aparece en la portada de Presence con la otra obra de Clarke, 2001, es un poquito venturosa aunque, bueno, sí, se trata de una presencia extraña (del futuro, incita a ver la cabeza de Hipgnosis, Storm Thorgerson) que irrumpe sobre imágenes cotidianas de los años cincuenta.

Ahora bien, sin duda la portada de Physical Graffiti es una de las mejores de la historia de rock. Por sus ventanas troqueladas se pueden ver las fotografías de los sobres internos en donde se distinguen actrices como Elizabeth Taylor o la ya olvidada Dorothy Burgess, el cuadro La dama del armiño, de Leonardo da Vinci, Charles Atlas, el papa León XIII (el primero de los papas en aparecer en una filmación), el astronauta Buzz Aldrin, fotogramas de películas clase B, King Kong, los integrantes de la banda, claro; también aparece Lee Harvey Oswald (no deben ser muchos los acusados de magnicidios que figuren en tapas de discos). Curiosamente, ningún dirigible. La posibilidad de cambiar los sobres internos lo emparenta con la tercera placa de la banda y el collage tiene algo, de nuevo, de Sgt. Pepper, claro. De alguna manera se incorpora el oyente al trabajo en un proceso lúdico. La portada como obra interactiva desenchufada es obra de Peter Corriston, quien más adelante haría cubiertas para los Rolling Stones. Cualquiera de los retratos pseudo vin­tage de Some Girls, bien podrían aparecerse por las ventanas del edificio de Zeppelin. Agregamos que la construcción, ubicada en el 96 y 98 de St. Mark’s Place, en Manhattan, constituye el otro lugar de peregrinación de los devotos de la banda.

La cubierta de su último disco también pertenece al colec­tivo Hipgnosis. Se trata de la recreación del Absinthe Bar de Nueva Orleans donde al parecer el ocultista Aleister Crowley solía ir de copas. La portada se presentaba dentro de una funda de papel de embalar con el título impreso, como si fuera un envío de correos. Una vez abierta, el azar ofrecía una de las seis fotos que se habían tomado de la misma escena del bar: un hombre, de impecable traje blanco, prende fuego un papel (al parecer Crowley había escrito allí un poema a una chica que aguardaba. La imagen nos da idea de que la espera fue en vano). Las fotos estaban surcadas por una franja, como si un parabri­sas la hubiera barrido, que decoloraba el sepia con que estaban impresas. El detalle nunca aclarado era que si se pasaba agua o saliva, la foto se coloreaba en tonos pastel. Con todo, esa pátina fresca y nueva que se abría sobre lo añejo que inspira el sepia no tuvo su consecuente correspondencia musical, veremos.

 

Sobre la inconveniencia de ciertos contratos

Las inclinaciones de Jimmy Page por la magia, las lecturas de Plant sobre Tolkien y las leyendas medievales, contribuye­ron a teñir a Zeppelin de un aura de misterio, de esoterismo a la violeta, que no se desprende de su propuesta artística, más allá del aire ominoso que podrían tener la parte de Dazed and Confused donde Page toca en vivo la guitarra con un arco de violín (el mismo riff es de un siniestro sigilo). Después de todo, ¿qué quiere decir que a su guitarrista le guste la magia o que haya comprado un castillo al borde del lago Ness donde, sabe bien el ignorante, se aloja un monstruo prehistórico?

A eso puede sumársele los cuatro signos, muy bellos y suge­rentes es verdad, en especial el que pertenece al guitarrista y que puede leerse como Zoso, que identifican a sus integrantes. Puede agregarse también algo de indumentaria, pantalones con estrellas y medialunas, como ya dijimos. Todo esto empalma muy bien con la idea de que el rock es música del diablo o, si se quiere, es la música con que el diablo se vale para ganar adeptos. Lo que realmente habla muy mal de una entidad que, se supone, es responsable de los males de este mundo; deberíamos exigirle armas de calibre más alto si quiere instalar su reino por estos lares. Por supuesto su estrategia consiste también en incenti­var a los grupos a grabar mensajes que solo pueden escucharse al revés, en Zeppelin se decía que eso ocurría con Stairway to Heaven. El tiempo es un buen decantador y de ese aura ya no quedan sino algunas páginas en la trasnoche de la web, donde se insiste en que Jimmy Page puede llegar a terminar abruptamente un reportaje si alguien le llega a preguntar por el significado de un signo que tiene más de bello que de miste­rioso. Y está bien que quede en el misterio, como El manuscrito Voynich: el único que consiguió que la resolución de un misterio fuera más enigmática que su enunciado fue Bioy Casares; La invención de Morel, La trama celeste… Cuando se lee lo obvio, es decir, que se trata de un signo alquímico que representaría a Saturno o a Mercurio, da igual, nos encogemos de hombros con el desencanto sospechado, como cuando nos enteramos de que John Entwistle, Rick Wakeman y Phil Collins pertenecen a la masonería. A todo esto, como si fuera una provocación, allí aparece en el arte de tapa del box set Led Zeppelin Remasters, de 1990, la sombra de un dirigible proyectada sobre uno de los “enigmáticos” dibujos de Nazca, tópico top del esoterismo massmediático.

También es verdad que hay dos tradiciones orales que con­vergen en un tipo como Page y por extensión en la banda en sí: la del pacto con el diablo, de estirpe medieval, y la de la música de origen negro como propia del demonio. El virtuosismo requerido en algunas piezas que son extremadamente difíci­les de ejecutar ha sido tierra fértil para abonar el viejo tópico del pacto fáustico sin que medie ninguna metáfora: el diablo no simboliza nada, es el diablo y punto. Esto se da en especial cuando la habilidad se demuestra sobre instrumentos de cuerda, acaso porque en un concierto es claramente visible el esfuerzo del ejecutante, pareciera ser más físico que el piano o algún ins­trumento de viento. Al margen de que una guitarra eléctrica se puede manipular con cierta destreza (ponérsela en la espalda, tocar con los dientes), dando una impresión de poder absoluto sobre ella.

En 1769 el astrónomo francés Jérome Lalande publica una voluminosa guía para el viajero en Italia. Allí narra su encuentro con el compositor Giuseppe Tartini, quien le confiesa que una noche de 1713 se le apareció el diablo en sueños. El composi­tor le ofrece su violín para que improvise algo. “Me sentí exta­siado, transportado, encantado: mi respiración falló, y desperté. Inmediatamente tomé mi violín con el fin de retener al menos una parte, la impresión de mi sueño”. Su bellísima sonata para violín en sol menor, llamada, claro, El trino del diablo, es la con­sumación del fracaso por siquiera pretender acercarse a lo que escuchó esa noche.

Sin duda el más famoso de los pactos fáusticos es el de Niccolò Paganini. Dueño de un virtuosismo literalmente meta-físico que causaba asombro en legos y entendidos en serio como Felix Mendelssohn. Sus Caprichos para violín eran la prueba cabal de un contrato sin garante. El poeta Heinrich Heine había escrito con convicción que cuando Paganini ejecutaba su violín se erigía tras él una gran figura oscura.

Por su carácter un poco siniestro y su dificultad a la hora de entonarlo, en especial en los cantos religiosos, el intervalo de tres tonos o tritono fue vinculado con lo diabólico durante la Edad Media. Incorporada esa disonancia tanto en la música de tradición escrita como en la popular, en el siglo xx el diablo se presenta más bien como sonoridad, como timbre. Acaso sea eso, más que la puesta en escena de algunos grupos, lo que ha vinculado al rock con lo demoníaco.

Es harto sabido que una medianoche, en un entrecruce de carreteras en Clarksdale, Mississippi, el mismo diablo le afinó la guitarra a Robert Johnson y nadie nunca tocó blues como él.

Para los buenos blancos del cordón bíblico norteamericano, el blues, el jazz tradicional y todo lo que se derive de tradiciones afroamericanas roza siempre lo demoníaco. Que Johnson haya muerto tan joven (él es el primer socio del club de los veinti­siete) no es sino un acto de justicia de un dios más bien sordo a nuestras plegarias pero muy atento al devenir de las corcheas.81 Jimmy Page ha sido el más ilustre continuador de los que rubricaron ante el diablo. Bueno, también es verdad que com­puso la ominosa banda de sonido de Lucifer Rising, un mediometraje de un autor de culto: Kenneth Anger.

Por que Escuchamos a Led Zeppelin
Luis Sagasti propone una lectura desprejuiciada y libre de la banda, para lo que recorre uno a uno los peldaños de la legendaria escalera al cielo, donde encontrará que, a pesar del tiempo transcurrido, la canción sigue siendo la misma. O no.
Publicada por: Gourmet Musical
Fecha de publicación: 02/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3823-31-2
Disponible en: Libro de bolsillo
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