miércoles 24 de abril de 2024
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«El huracán rojo», de Alejandro Horowicz

En esta extraordinaria obra, Alejandro Horowicz conecta las revoluciones de Francia y Rusia para escribir una historia general del cambio social. El hilo rojo se despliega desde la París alzada contra la monarquía en el siglo XVIII hasta los soviets de obreros y campesinos en Petrogrado en el siglo XX.
Producto de siete años de lectura y de escritura, y quizá de toda una vida intelectual y política, Horowicz reconstruye con minuciosidad  el doble poder tanto en Francia como en Rusia y demuestra que la legitimidad del movimiento revolucionario organiza la acción colectiva que transforma la sociedad. Así, la historia recupera su hilo y se convierte en revolución. Con el estilo punzante y original de su clásico Los cuatro peronismos, examina el antiguo régimen monárquico, la toma de la Bastilla, el nacimiento de la república y la democracia, las peripecias del Manifiesto Comunista, los grandes debates del socialismo ruso y la caída de los zares.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

La carta perdida, un policial conceptual protagonizado por Marx

La pregunta por el mir, por la conservación de la obschina, por el papel que podría desempeñar en la transformación de la sociedad zarista en marcha hacia el socialismo, involucra directa y personalmente a Karl Marx y Friedrich Engels. La historia de estas intervenciones, del papel que no jugó Marx sino indirectamente, por desconocimiento de los revolucionarios rusos, merece una aproximación minuciosa. Dicho sin solemnidad: reconstruiremos ese oscuro episodio tan lleno de complejas implicancias sin transformarlo en sancta sanctorum de la revolución. Es que se trata de una mirada a contraluz.

Los populistas se apartaron de la «intuición» del atraso relativo, sostiene Gerschenkron, y modificaron la desventaja («conservación de lo antiguo», la obschina, la comuna agraria sin propiedad privada personal), en «trágico paso del realismo a la utopía». Esa fue quizá la «principal razón de la decadencia del populismo ruso». ¿Una afirmación altisonante? Sin duda. Por tanto, un punto de partida polémico más que adecuado. Sobre todo, porque coincide con la clásica lectura menchevique sobre la naturaleza de la revolución democrático burguesa, en tanto imposibilidad de acceder al socialismo. En síntesis: no habría ninguna relación —desde esta perspectiva— entre la caída del zarismo y la lucha por un gobierno obrero y campesino defendido por Lenin y los bolcheviques. Entre decembrismo, terrorismo, socialismo y bolchevismo solo existiría un sanguinolento malentendido: la versión rusa de un cul de sac histórico.

¿Cómo vieron Marx y Engels el problema del socialismo ruso? Historiar el modo en que Marx construye su punto de vista, por aproximaciones sucesivas, no es un asunto para diletantes. En primer lugar es preciso reconocer que el partido de dos no pensaba el problema del mismo modo. Esto es, Engels —que por cierto no conocía el tema con la extrema meticulosidad de Marx— nunca consideró que la obschina sobreviviera y, por tanto, el desarrollo del capitalismo en Rusia liquidaría el asunto. No fue el único que redondeó así; la formidable expansión del capital, su penetración imperialista en China e India, afirmaba ese punto de vista. Postura que terminaba acercando a Engels al enfoque de Kautsky para Alemania; y si bien Engels no lo compartía —como hemos marcado sobradamente en la Parte II—, en esta oportunidad hizo caso omiso de su habitual sutileza analítica en virtud de la rusofobia imperante. Para que se entienda, en una fecha tan tardía como 1890, cuando Engels establece los rasgos pertinentes de la historia diplomática rusa298, cuando repasa las relaciones entre Londres y Moscú, no incluye el levantamiento decembrista. En cambio cuando Lenin escribe las minutas que le servirán para redactar su célebre El Estado y la Revolución, mientras estudia el problema de organizar la insurrección armada, parte precisamente del levantamiento militar de 1825. No se trata tan solo de dos comprensibles enfoques personales, de la diferencia de los problemas considerados, que por cierto existe, sino de un sostenido intento de Lenin: poner fin a una convicción compartida por toda la democracia revolucionaria europea de que en Rusia no existieron tradiciones revolucionarias anteriores a 1905, más allá del terrorismo de los naródniki. Para Engels esta versión del problema no califica y, por ende, ni siquiera intenta explicar el terrorismo que no cayó precisamente del cielo. Con un añadido, las relaciones entre decembristas, terrorismo, socialismo y bolchevismo debían revisarse. El corte abrupto impuesto por José Stalin a esa investigación histórica, no bien se hace cargo de todo el poder tras la muerte de Lenin, nos recuerda Franco Venturi, integra la mirada menchevique tan habitual en la era estalinista.

Esto es, el curioso liberalismo del gulag.

Para la generación de Lenin el cuádruple vínculo (decembrismo, terrorismo, socialismo y bolchevismo) estaba completamente naturalizado. Los seis integrantes de la redacción de Iskra299 antes de arribar al marxismo de la II Internacional habían sido populistas. Solo Lev Davidovich Trotsky, una década más joven que Lenin, fallido integrante de la mítica redacción, había ingresado a la lucha política por la portezuela socialdemócrata tras un brevísimo baño de populismo à la page. Para su generación un término, naródniki, ya se oponía al otro, socialdemócrata. Para los menores a Lev Davidovich, para los que nacieron tras la dura polémica contra el populismo —polémica que obliga a los naródniki a cambiar de postura frente a Marx—, el viejo puente estuvo definitivamente clausurado… y, conviene recordarlo, constituían la absoluta mayoría del partido bolchevique en Octubre del año ’17.

Las diferencias entre Marx y Engels se sustancian en intervenciones precisas —carta a Danielson y polémica con Tkachov (Tkachev escribe Venturi)— por un lado; y en la muy pensada carta que Marx enviara a Vera Zasúlich, con sus diferentes borradores, por el otro. Conviene destacar que este texto resultó convenientemente «olvidado» por sus poseedores —Zasúlich, Plejanov y Axelrod— y que los miembros «jóvenes» de la dirección de Iskra no supieron de su existencia hasta después de Octubre, cuando ya no estaban interesados en ocuparse de «nimiedades eruditas».

La marcha de la revolución de febrero del ’17, el particular modo en que se produce la abdicación de Nicolás II —sin lucha fuera de San Petersburgo, empujado por el alto mando del ejército y la burguesía rusa como un solo hombre, ambos motorizados por la burguesía imperialista de Gran Bretaña y Francia— golpea las previsiones bolcheviques, obligando a Lenin a redefinir la relación entre batalla democrática, revolución burguesa, poder soviético y socialismo. Así como a aceptar cambios no menores en las «tareas democráticas del proletariado revolucionario».

Lenin, tras una ardua disputa partidaria (en la que él interviene, luego de su arribo a Rusia, con las Tesis de Abril), que afectara su relación con dos de los colaboradores más próximos, Grígory Zinoviev y Lev Kamenev, logra trabajosamente conquistar la mayoría bolchevique. No resultó sencillo. Conviene no sobreestimar la proximidad personal en términos de influencia teórica. Zinoviev y Kamenev eran del riñón partidario y sin embargo integraron el pelotón de los «viejos bolcheviques». Mencheviques y bolcheviques llegan a febrero del ’17 con idéntico programa: impulsar la revolución democrático burguesa. Los mencheviques lo conservan inalterado, los bolcheviques no. En esa modificación, la cuestión agraria no juega un papel menor, los bolcheviques aceptan en los hechos el programa de los socialistas revolucionarios, naródniki; de modo que renuncian a la nacionalización de la tierra y permiten, apoyan e impulsan el «reparto negro» (Chiorni Peredel) ejecutado por los campesinos insurrectos. Esto es, el espontaneísmo campesino.

Vale la pena dejar establecido que cuando Rosa Luxemburg hace su balance crítico de la revolución bolchevique, no deja de marcar apresuradas diferencias con Lenin sobre la cuestión agraria, en un texto redactado en la prisión de Breslau. Es decir, interviene con su mirada de águila en tan crucial debate. Paul Levi la había convencido entonces de la inconveniencia de publicarlo, dado que los espartaquistas integraban por esos momentos el estrecho pelotón de defensores del bolcheviquismo ruso. Bastó que Levi abandonara ese punto de vista, nos recuerda Georg Lukács en Historia y conciencia de clase301, que se batiera contra el Partido Comunista de Alemania (KPD), para que publicara el trabajo inconcluso, tras el asesinato de Rosa Luxemburg a manos de sicarios militares. Que el texto se editara en medio de un áspero debate no devalúa sus argumentos, ni siquiera un siglo más tarde. Por eso conviene repasarlos. Luxemburg consideró en 1918 que respaldar el reparto negro de la tierra, que aceptar la decisión campesina sin intervención de una Asamblea Constituyente que ni siquiera se reunió porque los bolcheviques lo impiden manu militari, dejando a un lado el programa de nacionalización de la tierra que Lenin y sus camaradas habían defendido —dentro y fuera de los soviets—, para avenirse a la solución populista tradicional no acerca ni facilita la resolución socialista de la cuestión agraria.

Una pregunta campea insomne: ¿ganar al bloque campesino indiferenciado (kulaks, campesinos medios, campesinos pobres y proletarios rurales) en medio de la guerra civil resuelve per se el camino socialista? Luxemburgo sostiene que no. Entiende que asegura la victoria militar, pero además vigoriza en medio de una revolución democrática a la burguesía agraria, a los kulaks, sin olvidar que, esto ya no lo sostiene Luxemburg, propicia un durísimo golpe a una obschina en crisis desde 1861. La razón es casi obvia: potencia la dinámica interna de la producción burguesa para el mercado interno e internacional —aptitud para generar excedentes alimentarios—, frente a la apática tendencia al autoabastecimiento del campesinado pobre y parvifundista. Dicho de un tirón: el abasto del proletariado sobreviviente, así como los habitantes de las grandes ciudades y las divisas del comercio internacional dependen ahora de la producción kulak. Era por cierto una línea de observación que no puede echarse en saco roto.

Saltamos de un extremo al otro del problema, retrocedemos de 1917 hasta 1881. El salto permite organizar un cierto hilván conceptual: la reconstrucción del debate sobre la obschina, a lo largo de casi cuatro décadas, organizando una suerte de policial analítico. En ese policial los cambios de postura de los protagonistas intelectuales deben ser escrupulosamente investigados, ya que recién entonces adquieren completo sentido. Nuestro punto de partida: revisitar el debate a partir de los escritos populistas del propio Plejanov. No es que Guergui Plejánov inaugure las lecturas de la cuestión agraria, pero su biografía intelectual contiene la reorientación política del socialismo ruso, sin olvidar que interrogó a través de Zasúlich al propio Marx. Recordemos: primero defiende una revolución campesina con apoyo de los obreros —campesinos hasta hace quince minutos—, para más tarde avenirse a la futura solución de la II Internacional: Revolución Rusa era igual que revolución burguesa; de modo que la ruta al socialismo quedaba pospuesta para un futuro indeterminado. El último Marx, en cambio, acepta el potencial papel de la obschina en la regeneración política y no rechaza la posibilidad de un camino socialista ruso, sin pasar por el capitalismo, entendiendo que no se trata —ni en Rusia, ni en Europa— de marchas «nacionales». Para Plejanov esta posibilidad equivale a inmolarse en un atentado, por tanto, trata de transformar a Marx mediante la carta de Zasúlich en garante de su propio cambio de perspectiva. Repongamos taquigráficamente el recorrido del socialismo ruso:

A la represión sostenida y sanguinaria de la nueva cara del régimen de Alejandro II, el populismo respondió con la reaparición de una sociedad secreta conocida como Tierra y libertad (Zemlyá i Volya), que hacia 1878 iniciaba su famosa publicación homónima, en la que participaron Gueorgui Plejanov y Vera Zasúlich. La misma había existido, bajo los preceptos de Herzen, en los primeros intentos de los naródniki entre 1861 y 1864, pero había sido diezmada exitosamente. La publicación duró apenas un año, ya que hubo un quiebre entre el ala revolucionaria (Nadornaya Volya) que creía en el uso de la violencia como instrumento político y en el ala populista del Reparto Negro (Chiorni Peredel) que preferiría, nuevamente, la incidencia en la opinión pública como método de transformación y deleznaba el terrorismo. El populismo se mostraba otra vez —como lo había hecho con Herzen, Chernichevsky e incluso en el caso de los propios decembristas— esencialmente como un movimiento que pone todas sus energías en la generación de una opinión pública favorable (que obviamente en el siglo XIX está centralmente determinada por el lugar de la prensa) y que solo apurado por la violencia del régimen responde en términos más enérgicos303.

Antes de confesarse marxista y de estudiar el «socialismo científico», a comienzos de la década del ’70 del siglo XIX, Gueorgui Plejanov había sentido en carne propia la influencia del pensamiento alemán. En las páginas de Zemlia i Volia, en su primer artículo de largo aliento, cita con la debida deferencia al autor de Das Kapital. Más que respetar «la obra» se trata del lugar conquistado por Marx en el campo intelectual europeo, particularmente ruso, sobre todo entre las corrientes socialistas; su popularidad en esa fecha ya era grande y cubrirse con su prestigio formaba parte de cualquier proceso de legitimación intelectual.

Relata Lev Deutsch, en su picante trabajo sobre Plejanov: «Gueorgui leyó el primer tomo del Das Kapital a fines de 1875». Si así fuera, cosa que ponemos seriamente en duda, «no parece que la primera lectura dejara huellas importantes sobre su forma de ver las cosas»304. Más probable resulta en cambio que Mijaíl Bakunin haya jugado el papel de introductor; después de todo la primera traducción al ruso del Manifiesto Comunista resultó fruto de su pluma y Plejanov haría la segunda, dado que la primera fue sumamente criticada por… Plejanov. El punto que nos convoca muestra que en 1878 Gueorgui todavía razonaba como un populista influido por el anarquismo. Un ruso que buscaba el camino del socialismo sin demasiadas consideraciones historicistas; eso sí, tenía en claro que de ningún modo el recorrido sería similar al de los países occidentales, cosa que pensaban por cierto todos los naródniki de ese tiempo. En ese texto no vamos a capturar ninguna originalidad personal… y ese es el punto.

La fecha citada, 1878, surge de ver la publicación, en enero de 1879, de un trabajo titulado La ley del desarrollo económico de la sociedad y los problemas del socialismo en Rusia. El título del texto coquetea con el formato «científico» marxista, pero conviene no equivocarse, solo coquetea. Nos proponemos subrayar un aspecto de su trabajo: la estructura analítica de Marx no impone —sostiene Plejanov— que «todos los pueblos tuvieran la misma historia» y ese era el costado que se proponía subrayar el ruso. Pero una cosa supone admitir en la diversidad histórica la especificidad nacional y otra que las clases sociales en Rusia resultaran tan peculiares que su comportamiento terminara siendo irreconocible. Para ese Plejanov, las tierras de la nobleza serían distribuidas entre las comunas campesinas, a consecuencia de una revolución desencadenada por la intelligentsia, ignorando todavía el papel que Marx «privadamente» otorga a la intelligentsia en ese proceso. Como el populismo vence en la intensa batalla cultural rusa, consigue «alejar a las fuerzas vivas e instruidas»305 de la nación del zarismo. Al lograrlo permite una potente ensoñación colectiva: Rusia evitará pasar por el capitalismo mediante algún atajo colectivista. Esa ya no era stricto sensu la lectura de Marx, pero ese nivel de exitoso voluntarismo nacional de la intelligentsia —más que la obschina misma— alimenta un horizonte al que ninguna corriente revolucionaria rusa, salvo los mencheviques, resultara inmune.

La revolución campesina del Plejanov populista tenía sin embargo una peculiaridad: atribuía un papel a los obreros fabriles. Las incipientes luchas obreras de fines del ’78 y comienzos del ’79 le habían permitido elaborar una hipótesis: los trabajadores, mucho más que los campesinos, eran propensos a prestar oídos al mensaje socialista. Pero cuidado, no se trata de la confluencia política de dos clases en la lucha de clases. En rigor, los obreros no eran para ese Plejanov sino campesinos sometidos a la deletérea experiencia urbana; y conviene ser cuidadoso al respecto, esos obreros todavía confiaban en el zar tanto como los mismos campesinos, cosa que seguirá siendo así hasta 1905. Baste recordar al cura Gapón marchando a la cabeza de la movilización que gatilla la primera revolución rusa, enarbolando los íconos de la iglesia ortodoxa; será la represión zarista, quien termine horadando tamaña confianza.

Para el Plejanov populista, entonces, el uso de la categoría «campesinos» no suponía más que una sociología exterior. No solo los campesinos no tenían objetivos habitualmente «campesinos» (esto es, bajo una alienación burguesa, donde los desposeídos de sus tierras comunales por los señores luchan por reconquistarlas y transformarlas en propiedad privada), sino que en su condición de integrantes de la obschina resultaban espontáneamente socialistas. En ese punto la obschina, donde la tierra era propiedad colectiva, no podía no jugar un papel decisivo. Pasado en limpio: bastaba una jacquerie nacional, una pugachina brutal, para derrocar al zar y dar paso a una nueva era de socialismo agrario. Y su manifiesta consecuencia política: los rusos se ponen a la vanguardia del socialismo europeo. Ese era, sucintamente contado, el «programa» del populista Tkachov en 1873, que Plejanov reproducía a su manera sin los honores de una cita.

Una pregunta debiera formularse: ¿Qué hizo que Plejanov abandonara este punto de vista para volverse un firme defensor del kautskismo agrario de la II Internacional? La réplica consabida: Marx, la obra de Marx y Engels, el «socialismo científico». Esa respuesta tiene dos inconvenientes: la carta de Marx a Vera Zasúlich, una; la polémica de Engels con Tkachov y las cartas que intercambiara con Danielson, dos. Comencemos por Marx y la carta donde hace saber que Das Kapital, su primer libro para ser más precisos, no contiene la solución que en su nombre se predica en Rusia. Escribe Marx:

En todo caso, los que creen en la necesidad histórica de la disolución de la propiedad comunal en Rusia de todos modos no pueden probar esta necesidad por mi exposición de la marcha fatal de las cosas en Europa Occidental. Por el contrario, tendrían que presentar argumentos nuevos y completamente independientes de la exposición hecha por mí.

Marx remarca que si bien Das Kapital no da razones a favor ni en contra de la «vitalidad de la comuna rural», el pormenorizado estudio que había realizado con fuentes originales, públicas y privadas, le permite sostener que «esta comuna es el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia» si se eliminan las «influencias deletéreas que la acosan por todas partes» para asegurarle un «desarrollo espontáneo». Es decir, la caída del zarismo en 1917 habilitaría otro recorrido histórico si se permite el desarrollo espontáneo de la comuna. Debemos admitir que ese análisis resulta pertinente, sobre todo tras la guerra civil librada entre 1918 y 1921, ya que pone fin a las «influencias deletéreas» en el campo ruso. Entonces reagrupar a los campesinos pobres de las comunas resultaba posible, con el apoyo del estado soviético. Si el Estado aporta la dirección técnica y el capital requerido para maquinizar la producción, esto es, si la revolución por abajo se completa con una revolución técnica desde arriba, Rusia dispone de un «camino propio» hacia el socialismo.

Regresemos al envío de la carta. El «olvido» del trío (Axelrod, Zasúlich, Plejanov) que redacta el texto resulta comprensible, dado que seguir las indicaciones de la carta de Marx hubiera requerido elaborar una respuesta política compleja: presentar los nuevos argumentos suponía un estudio empírico sobre la situación de la obschina. Esto es, cuantificar el avance del capitalismo ruso en el campo307. Era preciso además demostrar por qué ese avance estaba limitado, estructuralmente limitado, por la naturaleza del absolutismo ruso. Era, en suma, una tarea ciclópea. Para un naródnik en proceso de conversión, para Gueorgui Plejanov, arrancar enfrentando a Marx no era precisamente el mejor de los comienzos. Y por cierto no se lo propuso; correrá por cuenta de Lenin —por aproximaciones sucesivas y muy contradictoriamente— evaluar políticamente el impacto del capitalismo en el campo ruso. Y, según la fecha, la postura del jefe bolchevique irá complejizando a medida que se aproxima la revolución.

Vale la pena explicar el problema. La influencia del mercado mundial imponía la solución capitalista en los modos de producción a él sometidos o en proceso de sometimiento, como el ruso, a resultas del nuevo ciclo histórico iniciado en 1848-50; pero cada formación social contaba además con su propia dinámica política. En los Estados Unidos, por ejemplo, la influencia del mercado mundial potencia una guerra civil bajo la forma de secesión sudista; y la liberación de los esclavos impone un cruento enfrentamiento internacional308; Europa se divide a favor o en contra del gobierno de Abraham Lincoln en una batalla que dura cuatro años. En Rusia, la liberación de los siervos —en cambio— impuso inconexos estallidos campesinos. Como la expansión de las clases modernas en la sociedad zarista (burguesía y proletariado industrial) prácticamente no había tenido lugar antes de la liberación de los siervos, el impulso provenía desde el poder. Mientras solo tuviera esa procedencia, si bien amplía el impacto del capital, no equivale a derrumbar el orden existente. El zar no podía no golpear profundamente a la aristocracia, dado que liberaba a los siervos, al tiempo que intentaba absorber el golpe, liberándolos no gratuitamente sino a su costa: los siervos asumían una pesada deuda a cambio de su «libertad». Con una mano ponía en crisis la obschina transformando tierra en mercancía y los siervos en «hombres libres309», con la otra intentaba limitarla, asegurando y ampliando la propiedad terrateniente saqueando en su favor las tierras comunales. Es que si no lo hacía, tanto si permitía que la crisis expulsara masivamente a los campesinos de la tierra como si expropiaba a la aristocracia terrateniente, una pugachina nacional con 100 millones de insurrectos pondría fin a su existencia. Si se quiere, la limitada ampliación del mercado interno, la insuficiencia de su demanda agregada, señalada por los economistas populistas, era una consecuencia directa de tan incompleta, inadecuada, solución histórica; solución que a regañadientes potenciaba la influencia del capital extranjero a través del empréstito ferroviario y la importación de pertrechos militares. Rusia se endeudaba y el peso de la deuda recaía sobre los agobiados hombros del campesino «liberado». Mientras hubiera zarismo, habría campesinos junto a una obschina en perpetua crisis: la muy limitada revolución desde arriba agudizaba las tensiones en el campo y al hacerlo dinamizaba el desarrollo de las clases antagónicas que resolverán el enfrentamiento mediante una radical revolución desde abajo. Si se suma el impacto de la guerra imperialista, tanto sobre el orden político zarista como sobre la organización social rusa, se entiende que la sobrevida de ambos se vuelve crecientemente dificultosa. Ese es el problema que registrará Lenin, en 1916, en El imperialismo, fase superior del capitalismo.

Retomemos el hilo desde la carta de Marx. Semejante investigación excedía las fuerzas de Plejanov y de la mayor parte de los publicistas socialistas en actividad; ningún dirigente de un grupo clandestino, sin formación sistemática en ciencias sociales, podía encararla. Y la famosa carta de Zasúlich a Marx no hacía otra cosa que reconocerlo, al pedirle que les diera el fruto de un trabajo que de ningún modo podían ejecutar per se. La respuesta les hace saber que solo cuentan con sus propias fuerzas, esto es, están completamente solos. En esa situación siguieron hasta 1900, hasta la salida de Iskra tras la llegada de Lenin.

Una curiosidad documental debe ser señalada. En la traducción al castellano de Das Kapital realizada por el Fondo de Cultura Económica, a cargo de Wenceslao Roces, el primer libro solo tiene XXV capítulos. El capítulo XXVII, que utiliza Marx para sus citas en la carta, remite a un relato casi borgiano. ¿Un capítulo que no existe? La reformulación de contenidos realizada por Engels, que terminó siendo en definitiva el editor final de toda la obra y su coautor ¿involuntario?, explica en parte la ausencia. Tanto en la primera edición alemana, como en la traducción al francés, supervisada por el propio Marx, el capítulo XXVII aparece y se corresponde —hasta un cierto punto— con el XXIV de Roces. La cuidada traducción directa del alemán, primer tomo del trabajo, tiene como base la cuarta edición, revisada por Engels, y no la segunda (1872-1873), que es la última publicada en vida de Marx. Es precisamente en esa edición donde Marx resuelve eliminar los comentarios sarcásticos sobre el «comunismo ruso» de Herzen, al tiempo que incluye elogios a la labor de Chernishevski. No se trataba por cierto de un repentino ataque de cautela diplomática, ni de concesiones al mercado lector, sino de reescrituras tendientes a limar la naturalizada rusofobia imperante en el texto; dado que a resultas de su escrupulosa investigación posterior Herzen dejaba de ser un ruso que defendía a Rusia zarista, el secretario del conservador barón von Haxthausen. Entonces, Marx reescribe primero su opinión sobre la calidad del trabajo intelectual ruso, para corregir luego su valoración sobre los revolucionarios rusos. Engels jamás hizo ninguna de las dos cosas.

En el criterio seguido por Roces para traducir, la cuarta edición supone la existencia del II y III tomo de la obra; y por tanto, ya no se trata de un texto que se autoabastece, sino de uno que dialoga con los otros dos en el ampliado marco escritural organizado por Engels. Pero lo cierto es que en el capítulo XXIV la cita que Marx utiliza en respuesta a la carta a Zasúlich no existe, desaparece. Engels no la consideró pertinente. A los efectos de no perder el pie y no ingresar en el cenagoso terreno de la versión más adecuada, que por cierto nos excede, optamos por remitirnos a la traducción al francés corregida por el propio Marx: en la edición de 1875 el fragmento utilizado en la carta a Zasúlich emerge íntegro. Conviene recordar que Marx escribe la carta en francés y pone en foco el doble carácter de la propiedad privada: exclusivamente personal, primero; dominante a través del trabajo asalariado, después; y por tanto construye la especificidad histórica rusa: la ausencia de propiedad privada de los campesinos, que en Inglaterra existe antes del boom mercantil por la tierra. Se trata de un problema reclamado sin rigor conceptual por los naródniki, pero que Marx formula con su habitual exactitud. Con una precisión significativa: nunca más vuelve a hacerlo. Los que no leen la carta no tienen modo de conocerla, Engels no la leyó y Lenin y Trotsky tampoco.

Plejanov había presenciado, por su parte, la «polémica» entre Tkachov y Engels en 1875, había registrado con cuán poca amabilidad podía ser tratado un ruso «bárbaro» por un alemán «civilizado». Recordemos: Engels debate como si el eje de sus diferencias con Tkachov fuera el bakuninismo; veinte años después, en una adenda, reconocerá irónicamente el error; este reconocimiento no facilitó que comprendiera matizadamente el punto de vista de Tkachov, y lo que es mucho más grave: Engels sostiene todo su razonamiento en base a la progresividad del capitalismo en general. Esto es, produce la mecánica perspectiva que utilizará más tarde Kautsky en La cuestión agraria para resolver el problema. Escribe Engels:

Solo al llegar a un cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas de una sociedad, muy alto hasta para nuestras condiciones presentes, se hace posible elevar la producción hasta un nivel en que la liquidación de las diferencias de clase represente un verdadero progreso, tenga consistencia y no traiga consigo el estancamiento o, incluso, la decadencia en un modo de producción de la sociedad. Pero solo en manos de la burguesía han alcanzado las fuerzas productivas ese grado de desarrollo. Por consiguiente la burguesía es, también en ese aspecto, una condición previa, y tan necesaria como el proletariado mismo, de la revolución socialista310.

No se trata por cierto de negar los grandes trazos del razonamiento, pero precisamente por tratarse de una lectura «general» no se propone investigar nada. Basta que Piotr Tkachov sugiera la especificidad rusa —que Marx reconocerá seis años más tarde— para que Engels haga caer sobre su cabeza el poderío de su propio prestigio escudado en la importancia de la socialdemocracia alemana. No se pueden desconocer las debilidades conceptuales de Tkachov; «un estado que cuelga en el aire» no constituye un gran argumento, pero en una discusión entre socialistas, en un intercambio fraternal, no se trata de arrasar al antagonista sino ayudarle a mejorar la puntería. Engels actúa de un modo en la discusión con Paul Lafargue, de quien se diferencia delicadamente, y muy de otro con el irritado Tkachov, quien tampoco lo trata con demasiada consideración. Por cierto el ruso no era el yerno de Marx, ni siquiera un dirigente del socialismo francés, solo un exagerado populista que habitaba el exilio ginebrino.

Piotr Nikitich Tkachov emigra de Rusia a Suiza en 1873. Había iniciado su militancia revolucionaria al lado del tristemente célebre Serguei Necháiev, complejo «discípulo nihilista» de Bakunin, para refirmar luego la necesidad de una organización secreta y conspirativa. El escrito polémico de Tkachov, Las tareas de la propaganda revolucionaria en Rusia, de abril de 1874, da a Engels el motivo para una sátira sobre el infantilismo bakuninista (octubre de 1874) sin dejar de mofarse de los teóricos de la «revolución en cualquier momento». Una década más tarde, sin embargo, en carta privada a Zasúlich defenderá el mismo argumento blanquista postulado por Tkachov. Vamos despacio. En el ’74, Engels, escribe: «En tales condiciones, aplastada por las cargas fiscales y los usureros, la propiedad comunal de la tierra deja de ser una bendición para convertirse en una cruz. Los campesinos huyen frecuentemente de la comunidad, con sus familias o sin ellas, y abandonan la tierra para ganarse la vida, como obreros, fuera de su aldea».

Para «ganarse la vida como obreros» los campesinos escapan de las aldeas. Plejanov constatará que esa tendencia opera en Rusia. Entonces extrae una consecuencia política: en lugar de poner bombas y morir, agitar entre los obreros y vivir… en el extranjero igual que Tkachov. El problema retumba incluso en la carta de Zasúlich a Marx, donde leemos como interrogante: los socialistas «deberán hacer su propaganda tan solo entre los trabajadores de las ciudades312». La pregunta encierra la respuesta que llevará adelante Plejanov el resto de su vida, dejando la cuestión campesina librada a su propia suerte. La socialdemocracia rusa, salvo Lenin, no hará nada demasiado distinto; esto es, repite el comportamiento alemán punto por punto. En este caso, la previsión de la teoría no existió.

El huracán rojo
Las revoluciones leídas en tiempo presente.
Publicada por: Crítica
Fecha de publicación: 03/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-4479-10-5
Disponible en: Libro de bolsillo
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