jueves 28 de marzo de 2024
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«Aquellos años del boom», de Xavi Ayén

No hay placas que lo conmemoren, pero el movimiento más importante de la literatura en español durante el siglo xx se abrió al mundo desde Barcelona entre 1967 y 1976. El boom latinoamericano es, en igual medida, un cruce de solidaridades revolucionarias y un fenómeno polifónico que se articuló en la ciudad catalana, a la luz de editores, agentes literarios y bares donde la dictadura franquista se revelaba cada vez más frágil, en un proceso en el que asimismo resulta obligado viajar a Ciudad de México, Buenos Aires, La Habana, París y Nueva York.

Xavi Ayén culmina con este libro una investigación de diez años que lo llevó por más de trescientas fuentes bibliográficas y vivas. No solo encontramos entrevistas con los grandes protagonistas, también abundan documentos hasta ahora desconocidos y relatos cruzados de una memoria colectiva: Vargas Llosa grita los goles de su compatriota Hugo Sotil en el Camp Nou, a García Márquez le confunden con un mecánico cuando lleva su coche de lujo a una gasolinera, Carlos Fuentes memoriza el perfume de las mujeres con las que baila, Carmen Balcells regala idénticos bombones a los miembros de la Academia Sueca y a sus secretarias.

Este libro ganó en Barcelona el Premio Gaziel de Biografías y Memorias 2013. La actual edición incluye nuevos datos, testimonios y revelaciones recopilados en los últimos años por el autor.

Aquellos años del boom es la historia de un grupo de amigos que cambiaron la literatura para siempre.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Capítulo 5 – Carmen Balcells, la «Mamá Grande»

El 12 de enero de 2016, cuando Joan Manuel Serrat se subió al escenario del Palau de la Música a cantar Paraules d’amor, la canción favorita de Carmen Balcells (1930-2015), la cosa acabó con todo el público de pie, haciéndole de coro. Al final del tema, sacó al estrado al hijo de la agente, Luis Miguel Palomares, y este a su vez a sus tres hijas y a todo el personal de la agencia. Quedaba aún la lectura de un mensaje de Juan Goytisolo (1931-2017) pero los aplausos envolvieron a los asistentes al emotivo acto de homenaje póstumo, un funeral laico y festivo, para la agente literaria.

Mario Vargas Llosa, situado en un palco lateral junto a su pareja, Isabel Preysler —que se estrenaba como tal en un acto del mundo literario—, concentró las miradas previas y pronunció el principal discurso de la noche. El Nobel peruano afirmó que «el legado de Balcells no es menos importante que el que deja un gran escritor, pintor o músico». Al final, se le quebró la voz al dirigirse directamente a ella —«Cara Carmen, tú no creías en la otra vida, como tampoco yo, pero me gustaría que esta noche existiera»—. Entre el público, aplaudía el único de sus tres hijos que asistió al acto, Álvaro Vargas Llosa, pues los otros dos, Gonzalo y Morgana, seguían entonces peleados con su padre, a causa de su nuevo amor.

Participaron también los dos hijos de Gabriel García Márquez —que, antes del acto, se abrazaron con Vargas Llosa, en un gesto que hubiera complacido a Balcells y que mostraba que las diferencias entre el peruano y el colombiano no se transmiten generacionalmente—. Primero, Gonzalo —pintor y residente en París— leyó un fragmento de Memoria de mis putas tristes. Y,luego, Rodrigo —el director de cine, que llegó desde Hollywood— evocó momentos entrañables junto a ella, como cuando, de múltiples sitios, él le capturaba frases que la hacían reír, entre ellas «una bomba nuclear te puede fastidiar el día» o, esta era de su padre, «se está muriendo mucha gente que antes no se moría».

Eduardo Mendoza citó diversas anécdotas, como la del día en que Manuel Vázquez Montalbán y él, aislados en la Rambla a causa de una huelga de transporte, fueron rescatados por uno delos providenciales vehículos que obedecían a todas horas las órdenes de la agente. «Tener a Balcells era viajar siempre en primera».

Otros asistentes fueron Silvia Lemus, viuda de Carlos Fuentes; el empresario chileno Max Marambio —que paseó a Balcells en helicóptero por su país, en un viaje que ella siempre recordaba—; el expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari; editores como Ricardo Rodrigo (RBA), uno de sus grandes amigos; Riccardo Cavallero (Mondadori); Jesús Badenes (grupoPlaneta); Núria Cabutí (Penguin Random House); Jorge Herralde (Anagrama); Joan Tarrida (Galaxia Gutenberg)… y muchos de sus autores, como Javier Cercas o Rodrigo Fresán.

En mi butaca de platea, se me agolpaban los recuerdos. Cinco años atrás, estábamos los dos en una mesa, a solas, en el restaurante Veranda del Grand Hotel de Estocolmo, desde cuyasamplias ventanas la ciudad nevada adquiría una pátina fantasmal. «Es la tercera vez que estoy aquí, sentada a esta misma mesa», decía Balcells. En el lugar donde cada año se alojan, durante una semana de diciembre, los galardonados con el premio Nobel. Era mediodía, en el bar de la cafetería un laureado de Física garabateaba incomprensibles fórmulas en una servilleta y la «superagente» me vaticinó: «Ya verás como el menú es un bufet de Navidad». Fue así las otras dos veces, con Gabriel García Márquez en 1982 y con Camilo José Cela en 1989. Balcellsacertó. Afuera, el termómetro marcaba diez grados bajo cero.

En aquella ocasión, la huésped de dos de las habitaciones de la primera planta («cuando viajo, siempre cojo una habitación de más, por lo que pueda pasar») había venido acompañando aMario Vargas Llosa, cuya obra completa regaló a Lina, una señora chilena que emigró a Suecia en los setenta y ahora conducía su silla de ruedas. Antes de salir de Barcelona, envió una gran cantidad de paquetes de chocolatinas —de la pastelería Foix de Sarrià— a los miembros de la Academia Sueca, una caja a cada académico. Pero ya en Estocolmo llamó para preguntar cuántos empleados trabajaban en la venerable institución. A los pocos días, todos ellos (secretarias, conserjes…) recibieron exactamente el mismo regalo que los académicos. «Carmen, you arewonderful», le escribió la responsable de comunicación. «Ahora se van a acordar para siempre de mí», sonreía, meliflua.

Las anécdotas y el asado de alce, así como los arenques macerados en distintas salsas, el salmón, las huevas de albur —las llaman «el caviar de los Nobel»— o la ensaladilla de remolachatenían, aquel año, el agridulce sabor de un fin de etapa. Carmen Balcells iba diciendo, como esos abuelos que vaticinan cansinamente su próximo fin en las comidas navideñas: «Este será mi último Nobel», aunque su frenética actividad parecía desmentirla. La agente literaria más poderosa del mundo, con seis premios Nobel en su catálogo —a los tres citados hay que sumar a Pablo Neruda, Vicente Aleixandre y Miguel Ángel Asturias, por no hablar de aquellos a los que representaba únicamente en lengua española, como el sudafricano J. M. Coetzee—, estaba varada en el Grand Hotel, que convirtió en su oficina. Mientras el séquito de amigos y familiares de Vargas Llosa pasaba el día haciendo turismo e improvisando fiestas, ella no salía de su habitación y trabajaba colgada del teléfono, ultimando detalles de la venta de sus archivos al Ministerio de Cultura, por unos tres millones de euros. Solamente realizó dos salidas: el martes, para escuchar el discurso de Vargas Llosa en la Academia Sueca, y una noche, para la cena-homenaje al laureado, organizada por la embajada peruana en Suecia.

En un estante de su despacho barcelonés hay un retrato en blanco y negro de García Márquez abrazando a su mujer y a sus hijos, que caen desplomados sobre un sofá en que el escritor los acoge entre carcajadas. Desde su mesa de trabajo, Balcells, a veces, contemplaba esa estampa de felicidad tomada en Barcelona en los años mágicos del boom y recordaba, por asociación de ideas, cómo acabó la jornada laboral del 20 de octubre de 1982.

Yo estaba sola, sepultada por cientos de papeles, en esta misma oficina, aquí en la Diagonal. Ya había oscurecido. Tenía la costumbre de, cuando todos los empleados se iban, seguir trabajando hasta muy tarde, poniendo orden, preparando contratos, redactando cartas y organizando el trabajo para el día siguiente. Sin embargo, aquella noche fue diferente a todas. Recibí una llamada telefónica muy importante y, al colgar el aparato, me quedé paralizada en mi butaca, con los ojos clavados en un retrato precioso de Rafael Alberti que tenía colgado en la pared. Entonces vi desfilar por mi cabeza los momentos más importantes de mi vida: imágenes de mi pueblo natal, Santa Fe; los duros inicios en esta agencia; el nacimiento de mi hijo; las batallas con algunos editores… Permanecí varias horas así, ensimismada. Fueun intenso placer…

Las palabras mágicas que consiguieron abrir tal brecha de beatitud en el acelerado ánimo de la «superagente» procedían de Ciudad de México, donde uno de sus autores, el colombiano Gabriel García Márquez, le había comunicado un auténtico «secreto de Estado».

—Carmen, he recibido una llamada de un miembro de la Academia Sueca. Mañana me van a dar el premio Nobel de Literatura.—…

—No puedo dejar de compartir contigo esta noticia, solamente lo he hecho contigo, con Mercedes y con mis hijos, que están aquí conmigo, en casa. Debes ser muy discreta porque me han advertido de que si mañana aparece la noticia publicada en algún diario, es posible que, entonces, decidan dárselo a otro escritor. Ya sucedió así otras veces…

Aquella noticia —recordaba Balcells— desencadenó en mí un sentimiento completamente nuevo. Era una sensación totalmente física, como si algo muy fuerte estuviera intentando salir de mi pecho, algo inefable. Una sensación absoluta de triunfo.

Veintiocho años después, en Estocolmo, frente a las aguas de los canales, la sensación de triunfo era la misma, aunque quedaba, por momentos, amortiguada frente a la de haber llegado al final de un camino. Subrayó ese regusto medio amargo la llamada que el hijo de Carmen, Luis Miguel Palomares —quien se había quedado en Barcelona con su padre enfermo—, hizo a su madre el viernes.

—Madre, tiene que venir lo antes posible, la cosa está muy grave.

Balcells cogerá el primer vuelo a Barcelona y, al aterrizar en el aeropuerto de El Prat de Llobregat, la mirada de su hijo le comunicará que sus presentimientos son ciertos: su marido, Luis Palomares, ha muerto. Ya había fallecido cuando la llamó a Suecia, pero prefirió darle la noticia personalmente y no alterar la rutina de la principal jornada de la Semana Nobel de Estocolmo. Balcells se perdió el día de la entrega del galardón y la cena de gala posterior en el ayuntamiento, presidida por los reyes de Suecia. Vargas Llosa y los suyos —un séquito de ciento veinte personas, entre familiares y amigos— celebraron de lo lindo aquella noche y, a la mañana siguiente, entre las brumas de la resaca, durante el desayuno, recibieron la noticia de la viudedad de Balcells. Discreta hasta en esos momentos. «No nos dijo nada», ladeaba la cabeza, en el desayuno, Vargas Llosa, triste por lo sucedido pero a la vez amagando una sonrisa de admiración hacia el galante gesto de su amiga.

Aquellos años del boom
¿Qué sabemos del boom de la literatura hispanoamericana y de la revolución literaria que este trajo consigo? Xavier Ayén nos lo descubre en esta apasionante crónica.
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 04/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 9788499929118
Disponible en: Libro de bolsillo
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