jueves 18 de abril de 2024
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«Puto lindo», de Diego Scott

A través de la memoria de sus amigos y colaboradores, Diego Scott, productor y testigo privilegiado, reconstruye la vida de Fernando Peña y sus entrañables e inolvidables criaturas. Nos propone recordar a un tipo con una capacidad de observación descomunal que le permitió desarrollar su inmenso talento. Los excesos, la generosidad, la droga, el sexo y la inteligencia fueron solo la punta del iceberg de una personalidad absolutamente sensible que cambió y rompió con todos los formatos de la radio, el teatro y la televisión de la mano de La Mega, Palito, Roberto Flores, Sabino, Dick Alfredo, Milagritos y Martín Revoira Lynch.

Como dice Sebastián Wainraich en el prólogo, este libro permite «visitar a Fernando Peña. Sentirlo vivo de nuevo. Traerlo un rato de la muerte para recordarnos que Fernando fue real y que todo lo que pasó y nos pasó con él fue de verdad».

Lleno de nostalgia, el libro pone en primer plano nuevamente la voz de Peña y la intimidad de sus últimos días por esta vida que no le resultó fácil: «La gente gay tiene que actuar mucho. Es muy difícil: tu madre te rechaza, tu padre te hace problema, la sociedad, los amigos… entonces tenés que actuar de varias cosas».

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Life is just a bowl of cherries

I

“Yo soy libre, hago lo que quiero. Pero no tengo a nadie”. Eso le confesó Peña en un almuerzo a Wainraich. Fernando odiaba los domingos. No porque tuviera que trabajar el lunes, sino porque es el día en que los demás están con sus familias. Si venía muy de bajón, hasta se lo tomaba personalmente. Decía que los demás no querían estar con él. Roberto Flores lo manifestaba todo el tiempo: “El puto está solo”. Por eso Fernando estaba en constante movimiento: llenando su agenda de actividades, comiendo con amigos, rodeándose de todos sus ex para trabajar, criando cinco perros y dos gatos, acompañado por su caniche Mono, listo para tomarse un avión en cualquier momento para escapar de la soledad de su casa. “A mí me gustaría que la vida fuera solo cuando estoy al aire y en el teatro. El tiempo en el medio me aburre, no tiene sentido”, decía.

El aire y el escenario eran los lugares donde Fernando podía ser todo lo que quería ser. Ser él mismo, ser muchas personas más y decir lo que ni siquiera él se permitía. El arte le daba ese permiso. La licencia de extralimitarse, de romper el molde, de ser distinto. Pero también las criaturas le permitían protegerse detrás de ellas para decir lo que él no se atrevía a expresar en persona. En la vida no era el superhombre de la radio y del teatro.

El escenario era su lugar de poder y él lo sabía. Una sala llena de admiradores dispuestos a aplaudir puede ser un arma poderosa. Y la primera vez que la usó fue contra Jorge Lafauci. Hacia fines de 2000, mientras Peña explotaba en su primera temporada en el Paseo La Plaza, Lafauci participaba del programa Yo amo a la TV. Un viernes, Lafauci había hablado mal sobre Peña en el programa y al día siguiente pidió cuatro entradas para ir a verlo al teatro. Abrió el espectáculo La Mega al grito de “brillos y lentejuelas”, como siempre, pero enseguida detuvo los aplausos. “¡Paren! ¡Paren! ¡Horacio, prendé la luz de sala! Lafauci, ¿dónde estás?”. Pobre Lafauci, estaría esperando un reconocimiento. “Ahí estás. ¡Te vas! ¡Te vas! ¡¡Te vas!! ¿¡Ayer decías boludeces y tenés el tupé de pedir entradas gratis para venir hoy?! ¡¡¡Te vas!!!”. Sacadísima, La Mega le apuntaba hacia la puerta mientras seguía diciéndole a Lafauci algunas conjeturas sobre su sexualidad y les preguntaba a su mujer y a la pareja amiga que lo acompañaban si estaban al tanto de esas supuestas orientaciones sexuales. La sala ovacionó ese pequeño gran acto de justicia que pocas veces se da con los opinadores de panel enfrentados al mundo real.

II

Peña tenía una conexión con lo que estaba sucediendo en su contexto que iba más allá de la casualidad. Delia de Fernández era la criatura de una mujer anciana, fascista e insoportable. Dick la había matado allá por el 99 y bajaba del cielo a dar lecciones de buenas costumbres y obediencia. Leía las cartas de lectores del diario La Prensa, celebrando las posturas conservadoras que allí se publicaban. Un día, incluso, llamó a disque Prensa, donde dejó su mensaje quejándose de la velocidad de los automovilistas y se lo publicaron. Dos días después, una señora llamada Carmen Celia Molina también publicó un mensaje felicitando a Delia por su carta. Entonces, Delia tomó la guía de teléfono y la llamó. Atendió el teléfono la voz más finita y dulce que uno puede imaginar en una abuela. Y a pesar de que no era ella quien había escrito esa carta, se pusieron a charlar de la inseguridad, del tránsito, de la economía. Se quedaron hablando quince minutos de los peligros que las acechaban en la calle. Carmen era jubilada y estaba sola. Solísima. Era viuda y había perdido a su hermano hacía unos días. No salía a la calle y tenía miedo. Delia y Carmen se hicieron amigas. Delia la llamaba cada semana y hasta empezó a ser una especie de terapia para Carmen. Ella le contaba que estaba muy mal por la muerte de su hermano. “Yo soy una persona muy sentimental, muy sensible. Y esto me duele terriblemente”, confesaba. “Pero no se regocije en el dolor”, le aconsejaba Delia y trataba de consolarla. Escucharlas era reír con los delirios que le decía Delia. Carmen era muy creyente y el día después de una procesión a Luján, Delia le contó que hizo la procesión, pero que se pasó de largo y llegó hasta Mercedes. O que ella odiaba los domingos porque no le salía el peinado. Pero también se conmovía con la sensibilidad y la soledad de Carmen que había encontrado una amiga que la escuchaba, aunque también se angustiaba por lo que Delia gastaba de teléfono llamándola. Las dos estuvieron así, conversando, compartiendo un rato de compañía telefónica durante meses. Era un gran momento para el aire, pero también era un gran momento para Carmen tener a alguien con quien conversar. Todo por casualidad. O por eso que tenía Fernando.

III

Después de la caída de las Torres Gemelas, Revoira llamó a la dirección de Espacio Público del Gobierno de la Ciudad para poner un monumento a las torres en una plaza y una mujer llamada Cristina lo atendió muy cortésmente diciéndole cómo debía proceder.

—Usted fue muy amable, ¿cómo es su apellido, Cristina?

—Cristina Campagna.

—Ah, yo tengo un Campagna. González Campagna, un compañero mío de rugby del SIC.

—Ahhh… bueno, pero no…

—El tuerto González Campagna. ¿Es algo suyo?

—No… ¿Usted dice que le falta un ojo?

—No, le decimos así porque de chiquito le pegaron un codazo los del CASI.

—No, porque yo tengo un primo al que le falta un ojo también.

(Fernando ríe hacia adentro)

—Típico que me pasa esto —susurró.

Esas coincidencias le pasaban todo el tiempo. Iban más allá de la casualidad, pero también eran consecuencia de su hiperactividad y su hipercreatividad. En diez años de carrera escribió y actuó en trece obras de teatro. Creó más de veinte personajes. Escribió dos libros. Hizo una columna semanal en el diario Crítica. Trajo a la última cantante de tangos negra de Uruguay y le armó un show con La Mega. Hizo dos programas de TV y participó de otro par de ficciones. Hizo diez años de radio con El parquímetro, además de Tarde negra, Animal de radio y La vereda tropical. Durante 2000 todos los martes también viajaba a Montevideo, a grabar otro programa de Milagritos.

Le encantaba el absurdo de la normalidad. Se reía con los programas más aburridos. Le fascinaba escuchar un programa de encuentros de gente mayor en la trasnoche AM950 conducido por Dan Costas. Una noche, volviendo de una función en Rosario, él en su auto y yo en el mío, ambos escuchando el programa, apareció Milagritos como oyente, contando toda una historia, diciendo que estaba buscando pareja, que hace poco había perdido a la suya que se llamaba Diego Scott. Era una noche cerrada en la ruta 9 y él mientras manejaba hinchaba las bolas en el programa de otro. Siempre participó de los programas de radio como oyente. Así la conoció a Betty Elizalde. Ella estaba en Radio El Mundo entrevistando a un piloto y a un psicólogo que trataban el miedo a volar. Su productor, José Luis Zorzi, le dijo que estaba Fernando Peña en línea y que quería opinar. Fernando no era conocido, Betty pensó que era un oyente normal. “Hola, Betty, ¿cómo te va? Yo vengo todas las tardes a comer un sanguchito a los lagos de Palermo y a escucharte. Te voy a aclarar que fui comisario de a bordo durante quince años. Esos dos que están hablando con vos son dos macaneadores. El otro psicólogo que se deje de joder porque si revisa las valijas de los tripulantes se va a encontrar con una droguería. Yo tomaba pastillas para despertarme, para dormir. Pastillas porque todos tenemos terror a volar. ¿Están haciendo un curso para que la gente no le tenga miedo al avión? Si hasta los tripulantes tienen miedo”.

Son incontables las secciones que creó en radio. Hasta programas dentro de programas, como el de Revoira Lynch o Qué me cuenta, un programa parodiando al típico magazine de AM, con dos conductores muy boludos, Ernesto Soplodoski y Raúl Suárez (Peña y Ripoll, respectivamente), que hacían chistes fáciles, editoriales obvias, modismos de lenguaje pretenciosos y entrevistas que podían terminar en cualquier cosa. Elisa Rufino, con su voz disfónica, apareció en Qué me cuenta por primera vez, ocupando el lugar de la típica columnista especializada en cualquier cosa. Y yo hacía de Rulo Villano, el imitador del millón de voces, que hacía todo igual. En ese programa entrevistaron a Carlos Salvador Bilardo cuando quería ser presidente y lo cruzaron con Porelorti. También al padre Julio César Grassi antes del escándalo y le pasaron mensajes de oyentes preguntando por el sexo anal. Con José Sanfilippo terminaron puteándose y a Alberto Albamonte, gerente de una cadena internacional de hoteles, lo entrevistaron por la inauguración del hotel en Open Door. Sobre el final charlaban:

Albamonte: Es un resort que tiene cuatro canchas de polo. ¿Ustedes juegan al polo?

Soplodoski: Yo de chico.

A.: ¿Y qué pasó?

S.: Usted no me conoce, ¿no?

A.: No.

S.: Me falta un brazo.

A.: (silencio) Ah…

Justo en ese momento se escuchó el susurro de un asistente que le advierte a Albamonte que todo es una farsa y con elegancia y cortesía se despide.

Ese era otro problema que empezó a suceder con el éxito, especialmente con Revoira. El programa era muy escuchado. Ripoll cuenta que los jueves, cuando llegaba para empezar El parquímetro después de Revoira, iba por Juan B. Justo, y detenido en los semáforos, escuchaba los autos alrededor: “Todos estaban oyendo a Peña”. Y cuando Revoira hacía algún llamado, era cuestión de minutos hasta que le avisaran a la víctima de qué se trataba todo.

“Llegué, pero no puedo bajar del auto porque quiero seguir escuchando”, se lo dijeron mil veces. Escuchar a Peña era estar dispuesto al vértigo. Nunca se sabía dónde podía terminar cada bloque. “Ustedes, síganme”, esta era la premisa siempre presente. Estar al aire significaba mantenerse atentos a todas las posibilidades que se podían disparar. Y desde producción o desde la mesa, tener las herramientas a mano para acompañarlo. Los estudios de radio habitualmente comparten el edificio con otras emisoras y cuando en El parquímetro entraba un oyente que llamaba para Radio del Plata o Radio América todo se detenía: anunciábamos que teníamos a una víctima y empezaba el juego del engaño de Peña. A una adolescente que llamaba a Fernando Bravo por entradas para los Backstreet Boys la hizo cantar sus temas y no le dio nada. Estuvo diez minutos con una señora que llamaba por un problema con la factura de Cablevisión. A otra chica que llamaba a Fernando Bravo por unos CD de lentos la volvió loca pasándola de productor en productor. Y a un tipo que llamaba para anunciar en la radio Mega, La Mega se lo levantó y el tipo agarró viaje habiendo dado nombre y apellido al aire.

Puto lindo
Diego Scott, productor y testigo privilegiado, reconstruye la vida de Fernando Peña y propone recordar a un tipo con un talento descomunal que rompió las estructuras de la radio, el teatro y la televisión de la mano de La Mega, Palito, Roberto Flores, Sabino, Dick Alfredo, Milagritos y Martín Revoira Lynch.
Publicada por: Aguilar
Fecha de publicación: 07/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 9789877352320
Disponible en: Libro de bolsillo
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