sábado 20 de abril de 2024
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«El auto del pueblo», de Bernhard Rieger

Más allá de sus cualidades técnicas y bajo costo, el éxito del Volkswagen Beetle se debió a su incomparable capacidad para conquistar la imaginación de la gente en distintos países y culturas. En Alemania Occidental se convirtió en símbolo del “milagro económico” de la década del cincuenta. En Estados Unidos fue adoptado por la clase media acomodada y también por la contracultura hippie. Y una vez que su popularidad empezó a declinar en el Primer Mundo, Volkswagen trasladó  su fabricación  hacia México y Brasil. Allí, a pesar de la inestabilidad económica,  encarnó el espíritu de la resistencia necesaria para seguir adelante con la motorización masiva.

A partir de allí,  América Latina también fue protagonista de la historia del Volkswagen Beetle,  recibiendo distintos y afectuosos sobrenombres. En Perú fue el Sapito (Perú), en la Argentina  Escarabajo, Colombia y Ecuador lo llamaron Cachirulo, Vocho los mexicanos  y Fusca los brasileños.  Los diversos apodos sugieren el grado de éxito y apropiación alcanzado entre los conductores latinoamericanos.

A lo largo de estas páginas, de lectura irresistible, Bernhard Rieger indaga en los aspectos culturales, tecnológicos, políticos, económicos, de diseño industrial y de genio publicitario que explican como un encargo de Hitler diseñado por Ferdinand Porsche se convirtió en uno de los autos más queridos del mundo. Pluralidad de fuentes y testimonios de primera mano  –ejecutivos, ingenieros, operarios, periodistas, publicistas, coleccionistas y simples conductores– convierten a El auto del pueblo en la primera historia integral del ícono de la motorización masiva de posguerra en todo el mundo: el Volkswagen Beetle.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

2 – ¿Un símbolo de la comunidad popular nacionalsocialista?

El 30 de julio de 1938, Henry Ford celebró su cumpleaños número 75 rodeado de gran pompa y circunstancia en Detroit: comenzó por la mañana con una fiesta en la que participaron ocho mil niños que cantaron el “Feliz Cumpleaños” y terminó en la noche con un banquete para mil quinientos comensales. Entre los muy pocos admiradores a quienes el renombrado industrial recibió en persona ese día estaba Karl Kapp, el cónsul alemán en Cleveland. Kapp debía el privilegio de conocer a Ford cara a cara a un regalo especial que llevaba en nombre de Adolf Hitler. Destacando el “trabajo pionero de Ford en la motorización y en poner el automóvil a disposición de las masas”, el cónsul concedió al empresario estadounidense la Gran Cruz de la Orden del Águila Alemana, el más alto honor que el estado nazi podía otorgar a un extranjero.

Esta decoración, que provocó el enojo inmediato de la comunidad judía norteamericana, reflejaba la alta estima en la que Hitler tenía a Ford desde hacía mucho tiempo. Aunque el jefe del régimen nazi consideraba a Estados Unidos con una profunda ambivalencia por su constitución democrática, el atractivo internacional de su cultura popular y su supuesto materialismo, así como por su poder geopolítico, su admiración por el magnate de Detroit era inquebrantable. Ya en 1922, el retrato de Ford adornaba la oficina privada de Hitler en Munich. Al igual que muchos otros europeos, Hitler admiraba el éxito comercial de Ford, a quien veía como un benefactor social por desarrollar un automóvil accesible y por duplicar los salarios de los trabajadores. Sin embargo, la admiración de Hitler iba mucho más allá de las actividades empresariales del fabricante de autos. En particular, el líder nazi fue seducido por los infames panfletos antisemitas titulados El judío internacional que aparecieron suscritos por Ford a principios de los años veinte. Hitler no sólo estaba de acuerdo con la denuncia de Ford de “el judío” como el “avaro tras el control del mundo”; en el contexto de la turbulencia política y económica de Alemania en los años inmediatamente posteriores a la guerra, fue uno de los muchos que desde la derecha alemana compartían la arbitraria acusación del norteamericano de que “la fuente principal de la enfermedad del cuerpo nacional alemán” era “la influencia de los judíos”. A principios de los años veinte, Hitler, que se estaba instalando como líder del Partido Nazi, llegó a ubicar El judío internacional en un lugar destacado de la lista de libros mayormente antisemitas “que todos los nacionalsocialistas deben conocer”. Aunque Ford había hecho algún intento de distanciarse de las diatribas antijudías publicadas en su nombre a fines de la década de 1920, no estaba dispuesto a rechazar un premio del régimen radicalmente antisemita que había buscado el consejo de su compañía de manera directa más de una vez en los dos años anteriores.

Ni el alemán ni el estadounidense reconocieron que la medalla era también una recompensa por el asesoramiento que el gobierno nazi había recibido recientemente de la compañía de Ford. Desde 1936, varias delegaciones alemanas habían visitado las instalaciones de Ford en sintonía con la intención del gobierno nazi de implementar un ambicioso plan de motorización masiva. En vista de las condiciones económicas que habían obstaculizado la proliferación del automóvil después de la Primera Guerra Mundial, Alemania era un candidato muy improbable para tal empresa, más aún con la depresión de finales de los años veinte y principios de los treinta que empobreció a amplios sectores de la población. Sin embargo, la presencia de obstáculos aparentemente insalvables no detuvo a los nacionalsocialistas, o al menos así dijeron ellos en numerosas ocasiones. Por el contrario, Hitler se regodeaba en impresionantes apariciones públicas que lo presentaban a él y a sus seguidores como impulsores de atrevidas iniciativas que otros ni siquiera consideraban. En su discurso durante el salón del automóvil de Berlín en 1937, el führer invocó su propia trayectoria como ejemplo del desafiante fanatismo nacionalsocialista, ofreciendo indirectamente un vistazo de las fuerzas detrás de la creciente radicalización del régimen que haría arder el mundo en 1939: “No necesito asegurarles que un hombre que ha logrado elevarse del rango de mero soldado […] hasta la conducción de una nación será capaz, además, de resolver los problemas que se avecinan. Nadie dudará de mi determinación para poner en práctica los planes que he ideado, cueste lo que cueste”.

Aunque los nacionalsocialistas se presentaban como una fuerza determinada hacia la realización de audaces misiones, no estaba claro por qué incluían la motorización masiva entre sus iniciativas de alto perfil. Después de todo, los intentos de hacer accesible el automóvil para una población más amplia poseían sólo tenues conexiones con la agresiva agenda expansionista que representaba el más alto objetivo político de la Alemania nazi. Sin embargo, a pesar de todo su radicalismo, racismo, militarismo y represión política, el régimen no era impermeable al estado de ánimo del pueblo alemán. Todavía no se sabe bien hasta qué punto las medidas políticas y racistas cada vez más radicales del gobierno contaban con la aprobación y el apoyo de la sociedad alemana en general, pero las políticas que respondían a aspiraciones privadas, como asegurar vacaciones baratas, resultaron muy populares. Dado el fuerte atractivo que el automóvil había ejercido en los años veinte –especialmente en la clase media, que formaba un núcleo sólido de votantes del Partido Nazi–, el populismo proporcionó un importante motivo para que el régimen avanzara en el desarrollo de un automóvil para todos. El compromiso del régimen de poner al alcance de la mano un producto de consumo que hasta entonces había sido inalcanzable para la gran mayoría de la población buscaba retratar a la Alemania nazi como un país atractivo que tenía mucho que ofrecerle a su pueblo. El “auto del pueblo” fue sólo uno de los muchos artículos de consumo que la dictadura incluyó en las visiones de un pródigo futuro nacionalsocialista. El plan para diseñar y comercializar un automóvil para la población en general tenía vínculos íntimos con las preocupaciones ideológicas del nacionalsocialismo y, por lo tanto, iba más allá de una iniciativa pragmática para poner un bien durable muy deseable al alcance de más consumidores. De hecho, la búsqueda de un “auto popular” respondía y apuntaba a reforzar los intentos más amplios por parte del gobierno nazi de remodelar la sociedad alemana. Los esfuerzos para convertir a Alemania en un país de propietarios de automóviles estaban estrechamente ligados a otras políticas de promoción del automóvil en general y coincidían con medidas para establecer una nueva cultura de conducción de acuerdo con una visión más amplia de una nación nacionalsocialista moderna. Tanto como el oportunismo, también la ideología empujó el proyecto nazi de un “auto del pueblo”.

Cuando los nacionalsocialistas llegaron al gobierno el 30 de enero de 1933, Hitler y sus seguidores se movieron a una velocidad inesperada para hacer a un lado a la mayoría conservadora en el gabinete y consolidar su poder a través de “una combinación de medidas seudo legales, el terror, la manipulación y la colaboración voluntaria”, como ha sintetizado Ian Kershaw.6 Después de la dramática crisis económica de 1929, por la cual el desempleo en Alemania había alcanzado a seis millones de personas, y la turbulencia política generalizada de los últimos años de la República de Weimar que los nazis habían avivado a través del terror callejero, sólo una “revolución nacional” podía salvar el país, proclamaban los seguidores de Hitler. Presentándose como revolucionarios de derecha, los nacionalsocialistas buscaban rejuvenecer la nación. Para combatir los efectos presuntamente perniciosos del marxismo, el liberalismo, la democracia y el pluralismo político, así como una forma de capitalismo que priorizaba los intereses de clase a los de la nación, los nazis propusieron la visión de una Alemania nueva y poderosa.

Conforme al conglomerado de ideas que constituían la ideología nazi, una “comunidad popular” (Volksgemeinschaft) de “arios”, racialmente homogénea pero socialmente jerárquica, constituía la piedra angular del “renacimiento de Alemania”. Como declara un bestseller escrito por el secretario de prensa del partido en 1934, el Tercer Reich pretendía restaurar “los valores inmutables de la raza nórdica” que descansan “en el fondo del alma alemana”. La ideología nazi inició una gesta para recuperar y revigorizar los fundamentos raciales del Volk, un término que se traduce sólo imperfectamente por la palabra “pueblo”, que carece de matices raciales. Sin una renovación del “pueblo”, se decía, resultaría imposible para la nación “mantenerse y elevarse a una nueva grandeza” en un entorno internacional darwinista. La construcción de la “comunidad popular” no sólo motivó la persecución de opositores políticos, sino también la exclusión progresiva de los judíos junto con otros denominados “ajenos a la comunidad” (Gemeinschaftsfremde); y también alimentó la gesta imperial por el “espacio vital” (Lebensraum) mediante guerras de agresión en Europa, para lo cual, los nazis empezaron a prepararse en cuanto alcanzaron el poder a través de un vasto movimiento rearmamentista.

La retórica de la regeneración racial le aportaba al nacionalsocialismo una cualidad profundamente atávica. Mientras los socialistas soviéticos de los años treinta se pueden comparar a los ingenieros que forjaron un tipo completamente nuevo de persona socialista como primer paso hacia el comunismo, a los nazis se los entiende mejor como arqueólogos en pos de la restauración racial. El énfasis del nacionalsocialismo en rasgos raciales supuestamente inmutables implicaba que tenía como objetivo excavar y despertar cualidades en el pueblo alemán que permanecían latentes bajo los escombros de un cambio histórico mal dirigido.

A pesar de este núcleo atávico de su ideología de “sangre y suelo”, el nacionalsocialismo no era un movimiento antimoderno que deseaba retroceder el reloj histórico. Los nazis no sólo reclutaron a muchos científicos, incluidos médicos, eugenistas, biólogos y psiquiatras para su proyecto racial; también afirmaban repetidamente que la nación sólo podía esperar afirmarse económica y militarmente con la ayuda de un sector industrial altamente productivo. Más allá de promover las nociones productivistas, los nazis instaron a la “comunidad popular” a seguir a Hitler, que viajaba frecuentemente en automóvil y avión, y adoptar “un estilo de vida completamente moderno usando los instrumentos tecnológicos más nuevos”. En resumen, los nazis trataron de crear un ambiente altamente tecnificado permeado por un espíritu de modernidad en el que las características raciales inalterables del pueblo alemán florecerían poderosamente.

La fascinación de los nacionalsocialistas por la tecnología ayuda a explicar por qué Hitler, que había estado en el cargo menos de dos semanas, se tomó el tiempo para abrir el Salón Internacional del Automóvil y del Motor en Berlín el 11 de febrero de 1933. Los cancilleres del Reich de la República de Weimar habían rechazado invitaciones similares, pero el dictador aceptó complacido, un gesto que los organizadores de la exposición reconocieron con una donación de cien mil reichsmarks a su fondo de campaña. Hitler, de hecho, era un antiguo entusiasta del automóvil que nunca aprendió a conducir, pero disfrutaba de ser conducido en las limusinas Mercedes de alta gama que el partido había puesto a su disposición desde mediados de los años veinte. Hablando frente a los principales empresarios automotores de Alemania en Berlín, declaró que el automóvil clasificaba “junto al avión” como “el medio de transporte más maravilloso de la humanidad”. Su gobierno, continuó el líder, rompería con políticas anteriores que supuestamente “habían causado grandes daños a la fabricación de automóviles alemanes” y en su lugar “promovería esta importantísima industria del futuro”. Desde sus primeros días en el poder, Hitler puso en marcha políticas a favor del automóvil que establecieron el contexto ideológico para la búsqueda del “auto del pueblo”.

El “estímulo a los eventos deportivos” fue la primera promesa de Hitler a los empresarios automotores de Alemania en febrero de 1933. Entre 1933 y 1939, el gobierno nacional pagó más de cinco millones de reichsmarks en subsidios a los equipos de carreras mantenidos por Daimler-Benz y Auto Union. Esta suma cubría menos de una cuarta parte de los costos de las carreras automovilísticas, pero proporcionó a ambos equipos una ventaja competitiva y contribuyó a su avance sin precedentes en las pistas europeas. De 1934 a 1937, los coches alemanes ganaron no menos de diecinueve de las veintitrés competiciones del Grand Prix y establecieron numerosos récords de velocidad sobre los cuatrocientos kilómetros por hora. Con cientos de miles de espectadores, estas carreras poseían un significado que iba mucho más allá de su carácter de espectáculo masivo de velocidad. Tal como declamaba un periódico especializado en 1936, las competencias entre el Auto Unión V-16, de 5,8 litros, y 450 caballos de fuerza, y las “flechas de plata” de Mercedes-Benz, con sus ocho cilindros, motores de 4,2 litros y 420 caballos de fuerza, demostraban que el “coche de carreras moderno” hecho en Alemania “domina absolutamente esta era del deporte de motor”. La prensa del partido entretanto interpretaba los triunfos en la pista de carreras como ilustraciones de “la importancia de la tecnología alemana y la voluntad de Alemania de alcanzar el poder”. Después de 1933, la prensa presentó frecuentemente las victorias como evidencia de una rápida regeneración nacional. Cuando los competidores alemanes ocuparon los tres lugares en el podio en Mónaco en 1936, un reportero celebró esta hazaña con una frase que, a la luz de los acontecimientos posteriores, obtiene una cualidad profundamente ominosa: “Alemania ha ganado una ardua batalla con superioridad; ahora avanzamos hacia nuevas batallas”.

Si la promoción de las competencias automotrices reflejaba el agresivo deseo de supremacía internacional por parte del nacionalsocialismo, la segunda iniciativa de Hitler anunciada en Berlín en febrero de 1933 prometía una reconstrucción doméstica integral. Según el dictador, “la implementación de un generoso programa de construcción de carreteras” constituía una tarea de alta prioridad nacional. Basado en proyectos de la República de Weimar, el régimen reveló un ambicioso plan en junio de 1933 para completar seis mil kilómetros de cuatro carriles de autobahn de larga distancia, o autopistas, en cinco años, iniciando así obras viales en una escala sin precedentes. De acuerdo con el carácter ambicioso de la propuesta, la autobahn generó esfuerzos de propaganda excepcionales incluso para los extravagantes estándares del Tercer Reich. Tras una insistente catarata de artículos, panfletos, fotografías y promociones cinematográficas que celebraron el rápido avance del proyecto, Hitler inauguró el primer tramo entre Darmstadt y Frankfurt en mayo de 1935 con una masiva ceremonia coreografiada que involucró a más de seiscientas mil personas. Fritz Todt, ingeniero coordinador del proyecto, aprovechó la ocasión para alabar “las carreteras de Adolf Hitler” como el “símbolo de la nueva Alemania”.

Las nuevas carreteras, subrayó la prensa oficial, revelaron su importancia en varios niveles. En términos culturales, los nazis las consideraban prueba de la vitalidad creativa de Alemania. Pronto denominadas las “pirámides del Reich”, las carreteras, declaraba una lustrosa publicación del partido, grabaron el nombre del Tercer Reich “en el libro de la historia del mundo”. Como esperaban abrirse paso en el patrimonio cultural del mundo por medio de la construcción de carreteras, los nazis vincularon este proyecto de infraestructura a la “comunidad popular”. Más allá de ofrecer ventajas comerciales futuras, las nuevas y cómodas rutas “unirían al pueblo” a través de Alemania, consolidando así la cohesión entre la población, tal como pronosticó un funcionario del partido en 1935. Sus defensores también celebraron la autopista como un remedio para los efectos de la industrialización. “Vivimos en una era tecnológica”, explica un folleto, “y cuanto más tomamos posesión de ella, más tenemos el deseo de volver a la naturaleza. Así como sirve para cubrir grandes distancias rápidamente, el automóvil también sirve como un puente a la naturaleza. La autopista es el camino tecnológicamente más avanzado, un mediador entre el hombre y el paisaje”. El argumento implicaba que al conectar las áreas urbanas con el campo –que, según el evangelio de “sangre y suelo”, proveía la fuente de regeneración–, las autopistas ayudarían a sostener las bases raciales en una Alemania industrializada. Por último, pero no menos importante, se esperaba que las autopistas contribuyeran a la restauración de la “comunidad popular” a través de un enorme programa de obras públicas. Con la promesa de reclutar a más de trescientos mil trabajadores desempleados e inyectar más de cinco mil millones de reichsmarks en la economía nacional, Hitler se jactaba en 1933 de que la autobahn marcaba “un hito para la construcción de la Volksgemeinschaft alemana”.

Aunque la fanfarria que rodeaba a la autobahn se apoyaba en la suposición de que la construcción de caminos ayudaba a la recuperación del país y reducía el desempleo, el alcance del programa quedó lejos de las promesas del régimen. Nunca llegó a emplear a más de 124 mil trabajadores, por lo que se asemejó a otros programas de creación de empleos públicos en la Alemania nazi al “contribuir poco o nada a una concreta reducción del desempleo”. La falta de trabajo cayó en la Alemania nazi debido a un repunte económico más amplio que se había producido durante el verano de 1932, medio año antes de que los nazis tomaran el poder. Una vez que el régimen estuvo instalado, su estímulo económico provino de un impulso armamentista basado en el endeudamiento que afectó las finanzas públicas y causó una escasez aguda de materiales para la construcción y mano de obra, retrasando así la construcción de carreteras. Aunque ningún otro país poseía caminos como los tres mil novecientos kilómetros de carreteras de cuatro carriles de la Alemania nazi en 1942, la red de autopistas quedó inconclusa y atrasada. En términos económicos y de infraestructura, el programa de autopistas fue un fracaso espectacular. Sin embargo, el énfasis que la propaganda puso en la capacidad de la autobahn para mejorar los mercados de trabajo, la cohesión nacional y la regeneración racial estableció un vínculo firme entre la política de motorización y la revitalización de la “comunidad del pueblo”.

Otras iniciativas apuntaron hacia un objetivo ideológico similar. Si las políticas de motorización iban a contribuir a la reconstrucción de la sociedad alemana a imagen de la “comunidad popular” nacionalsocialista, tal como circulaba el argumento dentro del gobierno, se necesitaba mucho más que un mejoramiento de infraestructura. Además del lanzamiento de un programa de construcción, el régimen buscó convertir las crecientes rutas de Alemania en espacios públicos para exhibir la Volksgemeinschaft y su comportamiento. Al poner la conducta de los usuarios de los caminos en sintonía con la noción de “comunidad popular”, el gobierno emprendió un intento a largo plazo de reformar la cultura vial cotidiana de Alemania y aprobó un nuevo Código Vial del Reich en mayo de 1934. Este nuevo marco de referencia reemplazó el anterior, desigual sistema de regulaciones viales regionales en el que los límites de velocidad diferían significativamente a través de Alemania. Más allá de proporcionar un ejemplo de la “coordinación” (Gleichschaltung) mediante la cual el nuevo régimen consolidaba su poder, esta iniciativa se esforzó por infundir nuevas normas de conducta en la cultura de conducción del país. El párrafo 25 del código establecía que “cada participante del tráfico público tiene que comportarse de manera que no ponga en peligro ni obstruya ni perjudique a nadie más que lo absolutamente inevitable en una situación dada”. Esta indicación dio a los conductores amplia libertad de acción para determinar su conducta en la carretera porque les permitía hacer cualquier cosa excepto ponerse en peligro uno al otro. “Mientras el camino esté libre”, comentaba un periodista en 1934, “uno puede manejar como le plazca”, y añadía explícitamente que, en ausencia de tráfico en sentido contrario en un camino de dos carriles, los conductores no estaban obligados a permanecer a la derecha. Además, el código abolía toda restricción de velocidad. Mientras hasta entonces se había prohibido a autos y otros vehículos superar una velocidad de treinta a cuarenta kilómetros por hora en áreas urbanas, el gobierno nazi dejaba la determinación de la velocidad apropiada a quienes estaban detrás del volante. En un movimiento que aparece contrario al carácter dictatorial del régimen, el nuevo código de tráfico frenaba el control estatal, depositaba una considerable confianza en los conductores y les concedía una libertad sin precedentes.

De algún modo, el código vial era una respuesta a demandas del sector automotor, que se había opuesto a los límites de velocidad por años. Más aún, las nuevas directrices se ajustaban a un amplio movimiento europeo contra la supuesta excesiva regulación de las carreteras que, por ejemplo, llevó a los legisladores británicos a eliminar todos los límites de velocidad en 1930. En el Reino Unido, los legisladores abolieron los límites de velocidad, porque respondían a los conductores de clase media, que constituían la mayoría de los propietarios británicos de automóviles, con la instrucción de seguir “códigos de conducta informales y caballerescos” para minimizar la imprudencia. El gobierno alemán también ponía su confianza en el poder de las convenciones informales para guiar la conducta vial, pero el caballero británico no era la inspiración detrás del movimiento nazi. Más bien, el código vial del Reich alcanzaba el estatus de promulgación de las “ideas nacionalsocialistas”, según enfatizaba un manual partidario titulado El pueblo en armas en 1934. En tanto concedían a los conductores más autonomía y eliminaban las restricciones de velocidad, el código vial y su párrafo 25 sólo lograron promover la anarquía. Sin embargo, la publicación explicaba que servían para llevar el “bien común por encima del bien individual”, porque se suponía que un sentido de mutua obligación controlaría la conducta en la carretera. En un giro profundamente irónico del significado del título, El pueblo en armas llamaba a los conductores a suscribir la máxima de “consideración de todos hacia todos”. No se trataba de un llamado aislado a la prudencia en los caminos de la Alemania nazi. El periódico del partido, Völkischer Beobachter, se ocupaba de aclarar que conducir un gran automóvil “con gran potencia […] no incrementa los derechos del conductor, sino su deber de tratar a otros con consideración”. Recién en 1939, Hitler se puso al hombro este principio al denunciar a aquellos que “tratan a los camaradas nacionales [Volksgenossen] de manera desconsiderada, impropia de nacionalsocialistas”.

Los funcionarios del partido y la prensa afirmaban que “caballerosidad” y “disciplina” eran virtudes que fomentaban estilos de conducción que impedirían el caos y mantendrían el “orden” en ausencia de límites de velocidad. Al extenderse a todos los usuarios de la carretera, desde peatones y ciclistas a motociclistas y conductores, se suponía que el ethos de la mutua consideración establecería una nueva “comunidad vial” (Verkehrsgemeinschaft). Frecuentemente invocada por los miembros del partido, los expertos en transporte y los comentaristas jurídicos, la “comunidad vial” tenía la intención de ofrecer “una imagen especular de la comunidad del pueblo”, según el manual del partido antes citado. Una cartilla para los propietarios de automóviles de 1938 tocaba una tecla similar: “Conductor, sea un ejemplo de camaradería y caballerosidad detrás del volante. La comunidad vial es una parte de la comunidad del pueblo”. Aunque, en principio, la “comunidad vial” estaba abierta a ambos sexos, el repetido énfasis puesto en la “caballerosidad” revela que, de acuerdo con las nociones jerárquicas de género profundamente arraigadas del nacionalsocialismo, el régimen esperaba que los conductores fueran sobre todo hombres.

La fórmula de la “comunidad vial” tomaba varias cuestiones centrales de la ideología nazi. Para todos, desde humildes peatones hasta ciclistas, motociclistas y propietarios de automóviles, lo que se pretendía era “superar los antagonismos de clase existentes”, como afirmaba El pueblo en armas. Al mismo tiempo, el régimen no pretendía nivelar la jerarquía entre los distintos usuarios de caminos, sino que promovía un código que reconocía y moderaba las diferencias entre una minoría de conductores altamente empoderada y una mayoría que conducía máquinas más débiles o directamente nada. La responsabilidad para el buen funcionamiento de la “comunidad vial” descansaba principalmente en sus “miembros”, los propios usuarios del camino, entre los cuales los automovilistas tenían una responsabilidad particular, dada su posición en el punto más alto de la jerarquía. Las autoridades tomaron un papel de fondo en esta nueva forma de comunidad. En lugar de controlar estrictamente los asuntos del tráfico cotidiano, los organismos estatales, incluida la policía, recibieron instrucciones de enfocarse en la educación del conductor.

El auto del pueblo. Una historia global del Volkswagen Beetle
La historia de cómo un encargo de Hitler diseñado por Ferdinand Porsche se convirtió en uno de los autos más queridos del mundo.
Publicada por: Lenguaje claro
Fecha de publicación: 08/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3764-31-8
Disponible en: Libro de bolsillo
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