jueves 18 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Músicos en tránsito», de Matthew Karush

Contra la idea de que la globalización conduce a una cultura homogénea, bajo la batuta estandarizadora de los Estados Unidos, Néstor García Canclini dijo alguna vez que “hay muchas más oportunidades en nuestro futuro que optar entre McDonald’s y Macondo”. Las historias de músicos en tránsito que cuenta Matthew Karush en este libro muestran, precisamente, cómo algunos de los artistas más influyentes de la música popular argentina hicieron una carrera internacional y llegaron a públicos de Europa, Estados Unidos y otros países de América Latina, trabajando con creatividad esa tensión entre las demandas y limitaciones de un circuito comercial en manos de multinacionales y sus propias búsquedas estéticas e ideológicas.

Karush reconstruye momentos reveladores, puntos de inflexión en las carreras de músicos que produjeron innovaciones artísticas y lograron éxito comercial, al tiempo que generaron maneras novedosas de conceptualizar su identidad nacional, regional y étnica. Cuenta las trayectorias en el exterior de Oscar Alemán, Lalo Schifrin y el Gato Barbieri, en particular sus vínculos con el jazz y el modo en que debieron adaptarse al casillero de “música latina”, confirmando estereotipos y a la vez explorando márgenes para la impronta personal. Analiza el itinerario de Mercedes Sosa, quien a principios de los años sesenta tuvo eco en un público reducido que apreciaba la poesía y la delicada música de sus temas, y se transformó en una estrella internacional cuando se reinventó como la encarnación de un indigenismo abstracto y el ícono de un latinoamericanismo revolucionario. Y el de Astor Piazzolla, que tomó como modelo el cool jazz norteamericano para transformar el tango en un género sofisticado acorde con la modernización de los sesenta y el nacionalismo cosmopolita que cultivaban las clases medias.

En ese circuito de apropiaciones y reelaboraciones, los artistas crearon estilos y géneros híbridos (Sandro y la balada pop, Santaolalla y el rock latino), pero también maneras nuevas de representar la argentinidad. A través de un relato atrapante, atento a la riqueza de las historias personales, este libro es una pieza decisiva para entender la estructura jerárquica de la globalización y los procesos de construcción de identidades.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

El gurú del rock latino

En la primera década que pasó en Los Ángeles, Santaolalla había cambiado radicalmente. Había trocado los gustos musicales y la vestimenta de un hippie por los de un artista new wave. Se había zambullido en el punk chicano y el ska, al tiempo que aprendía a moverse en un estudio de grabación del primer mundo. Aunque conservaba el interés por combinar el rock con géneros latinoamericanos para expresar su identidad musical, su propia concepción de esa identidad y su gusto por distintos géneros musicales se habían ampliado de manera notable. Sin embargo, necesitaba aún otra ocasión de hacer música rock moderna por completo pero específicamente latinoamericana, como había hecho durante el breve período con The Plugz. Esa oportunidad no la tuvo en la Argentina sino en México.

Como los jóvenes argentinos, los de México habían adoptado el rock en los años sesenta y setenta para forjar una contracultura que les permitiera resistir los valores conservadores, patriarcales de sus padres y del gobierno. Sin embargo, en los años setenta, el gobierno monopartidista y autoritario de México reprimió el rock con más eficacia que las dictaduras argentinas. Después del polémico festival de Avándaro, que se llevó a cabo en 1971, el rock fue empujado a una zona subterránea, limitado a espacios semiclandestinos e improvisados que se conocían como “hoyos fonquis”, pero en los años ochenta hubo un renacer del rock mexicano. Los factores que intervinieron fueron múltiples: las “chavos banda” inspiradas por el punk, las bandas de clase media y alta que imitaban a los últimos grupos new wave de los Estados Unidos, los nuevos programas de radio y clubes nocturnos, además del activismo cívico que surgió en Ciudad de México en respuesta al terremoto de 1985 y dio nuevas oportunidades a las bandas underground.

Otro aspecto importante de ese renacer del rock mexicano era la influencia del rock argentino. Las nuevas bandas argentinas tenían mucho éxito en México, donde sus únicos competidores eran los grupos rockeros españoles que pasaban también por un momento de auge. Casi un tercio de las ventas de Soda Stereo provenían de México.665 En 1987, BMG México lanzó una serie de álbumes con participación mexicana, española y argentina, y los promocionó con un título colectivo: “Rock en tu idioma”. Impresionadas por las cifras de ventas, las multinacionales empezaron a contratar a bandas mexicanas. Necesitaban conocedores para seleccionar a esos grupos musicales y darles una forma que pudiera venderse en todo el continente. Naturalmente, recurrieron a los productores argentinos de rock, que tenían una experiencia comprobada. El principal era Oscar López, productor en ese entonces de Miguel Mateos, estrella argentina que se había separado de ZAS y había comenzado una exitosa carrera solista. Como resultado de esa influencia, la mayoría de las bandas mexicanas que firmaron contrato con grandes sellos grabadores en los años ochenta se atenían a la fórmula argentina: eran bandas de poprock cuyo estilo evocaba el de los éxitos de entonces en el Reino Unido y los Estados Unidos.

Poco a poco, algunos grupos comenzaron a apartarse de ese modelo haciendo un rock típicamente mexicano. El fenómeno adquirió empuje en 1989, cuando la banda Caifanes lanzó el sencillo de “La Negra Tomasa”, guaracha cubana arreglada como cumbia. Caifanes era un grupo pospunk que, en su sonido y aspecto, seguía el modelo de la banda británica de rock gótico The Cure. López consiguió que BMG los contratara y tuvieron un éxito discreto con su primer álbum. Con espíritu bromista, habían tomado la costumbre de inaugurar sus conciertos con “La Negra Tomasa”, cuyo ritmo bailable y letra de senfadada marcaban un notorio contraste con los temas típicos de la banda. Los integrantes de Caifanes se habían criado en un barrio de clase obrera de la Ciudad de México, en el que la cumbia era una música bailable muy popular y “La Negra Tomasa”, un clásico. La versión grabada sonaba como si The Cure tocara una cumbia, y tuvo un éxito enorme. Se comprobó así que al público mexicano no solo le gustaba el rock en español sino que tendría una respuesta favorable ante un rock que incorporara elementos de la cultura local.

Gustavo Santaolalla estaba preparado para aprovechar esa tendencia incipiente. Tenía contacto con los productores de rock argentino, como Oscar López, que había producido su álbum solista en 1982 y que en esta nueva ocasión lo presentó a muchas de las bandas que iban surgiendo en el escenario mexicano. Además, tenía residencia en Los Ángeles, donde había adquirido experiencia en las técnicas de grabación de vanguardia, junto con Aníbal Kerpel, con quien seguía colaborando. Pero lo que las bandas mexicanas tenían en cuenta por encima de todo eran los intereses musicales de Santaolalla. A diferencia de López, que se limitaba a prometerles que les daría un “perfil pop estadounidense”, el argentino tenía ambiciones estéticas: buscaba distintas maneras de combinar el rock con elementos latinoamericanos. La ocasión de hacerlo se le presentó cuando firmó contrato para producir el primer álbum de la banda Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio. Ese grupo surgió en el período posterior al terremoto de 1985. Llevaba un nombre que indicaba sus raíces de clase trabajadora: las “vecindades” son edificios coloniales que se han fraccionado en viviendas baratas y el “quinto patio”, la parte más barata y marginal de todo el conjunto.Santaolalla los incitó a experimentar, les recomendó que “encontraran el sonido del rock mexicano, que inventaran ese sonido”, y Maldita Vecindad elaboró un estilo innovador que, en proporciones diversas, mezclaba géneros de América Latina y de otras regiones.

Maldita Vecindad creó así una suerte de modelo que tuvo enorme influencia en el nuevo rock latino o rock mestizo, como le decían a veces. El segundo álbum de la banda, El circo, producido también por Santaolalla, tuvo un éxito enorme, al punto de que se vendieron 200 000 copias antes de que su cumpliera un año de su lanzamiento. Tanto en las letras como en el atuendo elegido para sus presentaciones, la banda evocaba la cultura popular mexicana de los años cuarenta y cincuenta, en especial, la figura del “pachuco”, ícono contracultural de la “hipermasculinidad de clase baja”, que surgió primero en los años cuarenta entre los chicanos de Los Ángeles, y que el actor de cine German Valdés –conocido como Tin Tan– popularizó después en México. Alabando a los pachucos – condenados por la intelectualidad por haberle dado la espalda a la patria–, Maldita Vecindad tendió un puente hacia la comunidad chicana de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, la canción “Pachuco” indicaba un vínculo implícito entre los pachucos y los punks de la generación posterior: “Hey pa fuiste pachuco, / también te regañaban. / Hey pa bailabas mambo. / Tienes que recordarlo”. Como la cumbia colombiana y otros géneros bailables caribeños, el mambo cubano tenía una larga historia en México. Una de sus primeras estrellas, Dámaso Pérez Prado, se hizo famoso en México en 1949 al frente de una banda que incluía al célebre cantante cubano Benny Moré. De modo que, si bien no podía decirse que se trataba de música folclórica mexicana, históricamente los géneros bailables cubanos formaban parte de la cultura popular mexicana. Además, como el mambo había quedado erradicado de las radios mexicanas durante mucho tiempo porque las emisoras propalaban, en cambio, baladas y otras formas de pop latino, los músicos jóvenes podían reapropiarse de él con miras a mexicanizar el rock.

Maldita Vecindad utilizó el mambo, la ranchera mexicana y el son veracruzano además del punk, el raï argelino y el afrobeat de Fela Kuti, pero el ritmo maestro que hacía posible esa fusión era el ska. Precursor del reggae, el ska surgió en Jamaica a finales de la década de 1950 cuando productores y músicos modificaron el rhythm and blues norteamericano incorporando una guitarra en staccato y una sección de vientos metálicos con una acentuación o énfasis sobre todas las fracciones débiles de cada pulso en un compás binario o cuaternario. En 1979 hubo un renacimiento pleno del ska en las ciudades industriales británicas de Birmingham y Coventry. En razón del sello que lo difundió, el estilo se hizo conocido con el nombre de Two Tone. Había en ese movimiento bandas birraciales que combinaban el ritmo del ska con los tempos rápidos y la actitud del punk. Grupos como The Specials, The Beat, The Selecter y Madness subrayaban la diversión y también difundían un ideal de armonía racial, simbolizado en la imagen de un tablero de ajedrez en blanco y negro. La época de apogeo del ska se prolongó hasta 1983 aproximadamente, pero tuvo gran impacto del otro lado del Atlántico.

En México, los integrantes de Maldita Vecindad llegaron al ska a través de The Clash, una banda punk británica que había experimentado mucho con géneros jamaiquinos. El grupo mexicano se hizo eco del mensaje izquierdista de The Clash, pues se había politizado con la frustración sufrida ante las medidas del gobierno para resolver la situación posterior al terremoto. En el ska, esos músicos veían algo que los vinculaba con la música bailable que habían disfrutado sus padres. Roco comentó: “Al momento de oír eso reconocí toda la parte caribeña. A partir de ahí profundizamos en el ska”. El ritmo sincopado y la sección de metales les abrieron una puerta para ensayar la incorporación de otros ritmos caribeños. Fue el mismo tipo de asociación que había hecho Santaolalla cuando tocó un ritmo ska en la guitarra mientras improvisaba con el Cuarteto Leo. Two Tone había transformado el ska en un género anglo de moda y ese hecho, a su vez, hizo posible que los rockeros mexicanos paladearan el sabor de la música bailable ejecutada por bandas numerosas que contaban con una sección de vientos metálicos, modelo totalmente ausente en el rock, cuyo eje era la guitarra. Pato, guitarrista de la banda mexicana, describía así la situación: “Cuando nosotros empezamos a tocar, dentro de la ortodoxia rocanrolera, era impensable decir que te gustaba Pérez Prado o que te gustaban los mambos. […] Después, con el paso del tiempo, esto se volvió una modita, como que todos los grupos están rescatando la mexicanidad”. Como esas palabras dejan perfectamente en claro, la versión de la identidad mexicana construida por Maldita Vecindad no era excluyente y subrayaba los vínculos de México con otras culturas latinoamericanas. La banda no solo incorporó piezas pertenecientes a géneros mexicanos como la ranchera y el son jarocho, sino, además, mambo y cumbia. La larga historia de Santaolalla en su empeño por combinar el rock con la música folclórica argentina, así como sus experiencias más recientes con The Plugz y el Cuarteto Leo lo convertían en un productor perfecto para que Maldita Vecindad lograra lo que se proponía. Era capaz de imaginar una combinación del punk y el ska con la música bailable latinoamericana, pero, además, gracias a sus vínculos con la industria musical transnacional, podía vender ese producto híbrido a los principales sellos grabadores.

Santaolalla y Maldita Vecindad no eran los únicos que intentaban vincular el rock, el punk, el ska y los ritmos caribeños. Casi en simultáneo, otros dos grupos influyentes se movían en ese mismo sentido. Los integrantes de la banda argentina Los Fabulosos Cadillacs oyeron por primera vez ritmos jamaiquinos en los grandes éxitos de The Police, pero su contacto con el ska se produjo a través de un grupo underground argentino, Sumo, cuya principal figura, Luca Prodan, había pasado buena parte de su juventud en Inglaterra. A principios de la década de 1980, los Cadillacs adoptaron el espíritu festivo de la música de bandas como Madness, del sello Two Tone, y comenzaron a buscar músicos que tocaran instrumentos metálicos de viento. Después de grabar varios álbumes de ska, ampliaron su espectro a otros ritmos caribeños, especialmente en el álbum El León (1992), en el que había salsa, calipso, bolero y merengue. Vicentico, líder de la banda, explicó en estos términos su evolución estilística: “Siempre estuvimos cercanos a lo latino […]. Empezamos a encontrar en la salsa y en la música latina algo parecido a lo que encontramos alguna vez en el reggae, el soul y el ska”. Por esa misma época, Mano Negra – grupo francés encabezado por Manu Chao, que era hijo de exiliados españoles– recorría un camino similar. Inspirado en la mezcla de punk y ska del grupo The Clash, Mano Negra elaboró un estilo carnavalesco que combinaba letras políticamente comprometidas con diversos idiomas y estilos musicales, reuniéndolos en un pastiche caótico. El interés de esa banda por los ritmos latinoamericanos se acentuó durante la gira de 1992. Su linaje europeo confería a Mano Negra cierta estatura, y el interés que demostró por los experimentos latinoamericanos legitimaba el empeño de los rockeros de América Latina por incorporar ritmos del Caribe. Santaolalla comentó tiempo después que la aparición de Mano Negra “hizo que las bandas que habían empezado siendo ska tomaran su mismo camino”. De modo que, ya en 1991, Maldita Vecindad, Los Fabulosos Cadillacs y Mano Negra habían esbozado las posibilidades que ofrecía un rock construido sobre la fusión con ritmos caribeños. Aunque no todas las bandas de rock latino que surgieron en la década siguiente compartían ese interés por la música jamaiquina, el ska se mantuvo como una poderosa fuente de cambio dentro del género. Más importante aún, el ska había contribuido a derribar los muros que encerraban al rock y permitió que los ritmos de América Latina penetraran en ese recinto.

Santaolalla conservó su lugar en las avanzadas del nuevo rock latino. En 1992 descubrió a Café Tacuba, una banda oriunda de Ciudad Satélite – suburbio de clase media de la Ciudad de México–, y produjo el primer álbum que grabó el grupo para WEA. También produjo todos sus discos posteriores y contribuyó a que Café Tacuba se transformara en la banda de rock más aclamada por la crítica en América Latina. El álbum de 1994, Re, seguía el derrotero de Maldita Vecindad, Los Fabulosos Cadillacs y Mano Negra, pero llevaba la idea de fusión musical a su extremo. Hay en las piezas un conjunto sorprendente de géneros: desde funk, disco y speedmetal hasta el huapango, la ranchera y el mariachi mexicanos, además de la cumbia y el bolero caribeños. Es más, como señala Josh Kun, los géneros e incluso las métricas parecen entrar en colisión en el espacio de una misma canción. Así, por ejemplo, “El aparato” comienza con una guitarra rasgueada que recuerda el tradicional son jarocho y termina con salmodias de estilo indígena ejecutadas con sintetizadores y sonidos de un teclado de videojuegos. Según Kun, ese pastiche “reconoce el lugar de lo local pero también recorre el espacio de lo global, generando un movimiento musical transnacional que empieza a borrar la distinción misma entre esas dos categorías”. En esa reiterada yuxtaposición de lo local y lo global, la música de Café Tacuba refleja la Ciudad de México de la época y, de hecho, a la mayoría de las ciudades latinoamericanas, donde la modernidad cosmopolita y consumista coexiste con elementos de la cultura tradicional. También evidencia un despertar estético que recuerda el de Maldita Vecindad. En palabras del cantante de la banda, Rubén Albarracín: “Al principio copiábamos de los Estados Unidos todo lo que podíamos. Pero después empezamos a incorporar la música que escuchaban nuestros padres, boleros y cosas tropicales […]. El eclecticismo nos liberó”.

En su trabajo con las bandas mexicanas, Santaolalla había empezado a concretar la visión de una música rock específicamente latinoamericana, pero todavía no había podido llevar ese enfoque a su Argentina natal. Sentía que la mayor parte de las bandas surgidas en los años ochenta estaban demasiado empeñadas en copiar las tendencias de los Estados Unidos e Inglaterra. Sin embargo, en 1993 se reinsertó en el mundo del rock argentino cuando invitó a Los Ángeles al poderoso trío Divididos y produjo su nuevo álbum, La era de la boludez. Divididos había sido fundado por dos de los antiguos miembros de Sumo, que se disolvió en 1987 después de la muerte de Luca Prodan. La nueva banda se especializaba en una mezcla de hard rock, blues y funk, pero había dado indicios de interesarse por la música folclórica. A esa tendencia respondió Santaolalla y la fomentó. En La era de la boludez había un cover de estilo blusero de “El arriero”, de Atahualpa Yupanqui, que aparecía veinte años después de que el Gato Barbieri reivindicara esa canción para el jazz latino. Incluía además una chacarera hard rock titulada “Huelga de amores”. No obstante, Divididos no se limitaba a mezclar el rock con la música folclórica: de acuerdo con el espíritu del rock latino, incorporaba también otros ritmos, entre los cuales el más notable era el reggae. En el mayor éxito de ese álbum, “Qué ves”, había una parte reggae de guitarra que se contraponía a un ritmo de 6/8 típico de la chacarera, mientras Santaolalla tocaba en contrarritmo en el charango. La mezcla de géneros jamaiquinos y andinos con timbres instrumentales y un estilo vocal que provenían del hard rock no se parecía en nada a la música de Café Tacuba, pero, conceptualmente, representaba el mismo tipo de hibridez. Desde el punto de vista comercial, La era de la boludez resultó un triunfo: fue propuesto como el álbum del año en varias encuestas de fans y llevó a Divididos a la posición más sobresaliente entre las bandas de rock argentinas.

Si el nuevo rock latino era un movimiento, género o estilo coherente, esa coherencia se debía a las tácticas de marketing de los principales sellos discográficos. Asociados de manera informal con un puñado de grandes empresas latinoamericanas de medios, los seis principales sellos grabadores multinacionales determinaban el perfil de la producción de música popular en América Latina. Aunque en 1996 esa región representaba solamente el 6,2% de las ventas globales, los mercados que la componían eran los que crecían con mayor velocidad en todo el mundo. Además, los mercados latinoamericanos estaban por completo dominados por las principales empresas grabadoras, cuyos productos representaban el 80% de las ventas musicales. En su afán por aumentar las ventas, esos sellos no solo se dedicaron a vender obras de artistas europeos y norteamericanos sino que produjeron las de latinoamericanos, como habían hecho desde que apareció la industria grabadora. En consecuencia, en los años noventa, las ventas de grabaciones en los mercados más importantes de América Latina estaban divididas aproximadamente en tercios: uno correspondía a productos en inglés, otro a material nacional y el tercero a obras de América Latina en general. Ese último tercio demostraba la enorme influencia que tenía la industria de la música global sobre la música popular latinoamericana. El empeño de las grandes grabadoras por encontrar productos que tuvieran eco en toda la región tuvo bastante éxito en los años sesenta y setenta, cuando se popularizaron los cantantes de balada, como Sandro. Ese modelo seguía más o menos vigente en los años noventa. Según el director de PolyGram para Venezuela, “cada día es menos importante de dónde proviene un artista […]. Y puesto que ya no es rentable producir solo para el mercado nacional, el buen producto hay que proyectarlo internacionalmente”. Los grandes sellos veían a la creciente población de latinos que vivían en los Estados Unidos como otro segmento del mercado latinoamericano y promovían con tesón a los artistas que también pudieran atraer a ese público. En cambio, Brasil no fue integrado de igual manera, porque se pensaba que la barrera del idioma era insuperable y porque la inmigración brasileña no constituía un grupo importante en los Estados Unidos. El perfil del rock latino reflejaba todos esos imperativos ideológicos y comerciales.

A partir de la campaña “Rock en tu idioma”, iniciada por BMG a finales de la década de 1980, las multinacionales habían orientado sus esfuerzos a crear para el rock en español un mercado único que abarcara a los latinoamericanos tanto en sus países de origen como a los residentes en los Estados Unidos, tal como habían hecho con la balada. Esa estrategia recibió un empuje enorme en 1993, cuando la empresa de cable MTV lanzó un canal nuevo dirigido al público latinoamericano hispanohablante (MTV Brasil, inaugurada tres años antes, era una red totalmente independiente). MTV Latino transmitía desde Miami, y para presentar los videos de música rock empleaba a jóvenes video-jockeys, sobre todo de origen mexicano o argentino. El objetivo principal de la red era crear un público latinoamericano que consumiera productos de marcas internacionales para la juventud, como Levi’s, CocaCola y Reebok. Con ese fin, al principio elaboró una programación mixta en la que los artistas norteamericanos y británicos representaban más o menos el 75% de los videos que difundía, y los latinoamericanos, solo el 25%. Con el tiempo, la proporción de música proveniente de América Latina aumentó, pero el rock en inglés conservó su posición dominante. Es más, la red evitaba todos los géneros latinoamericanos que chocaran demasiado con el rock: “No puedes pasar de Aerosmith […] al merengue o la salsa y suponer que no habrá un choque”, comentó un ejecutivo. Las piezas latinoamericanas que consiguieron ser difundidas con frecuencia por MTV Latino pertenecían a bandas de rock de los sellos principales, como Los Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo, Divididos, Café Tacuba y Caifanes. En un sentido muy concreto, la red de Miami instaló la idea del rock latino, lo que permitió que los músicos y los fans escucharan bandas de todo el continente, y de esta manera ayudó a construir también el nuevo género mediante su discurso y su programación. Si bien cada video-jockey hablaba con un acento nacional identificable, la red construyó una identidad juvenil latina única y homogénea. No había referencias a la historia del rock en cada país ni a subgéneros locales; por el contrario, bandas originarias de toda América Latina quedaban descontextualizadas o, mejor dicho, recontextualizadas como ejemplos de un género único que se llamaba rock latino.

En el curso de ese proceso de formación del rock latino en cuanto género reconocible, Santaolalla ocupaba el lugar de guardián y persona de mayor influencia. En 1996 firmó un contrato con MCA – que pronto habría de cambiar su nombre por el de Universal Music– para dirigir los esfuerzos de ese sello destinados a encontrar y producir “artistas que funcionen no solo en América Latina sino también en los Estados Unidos”. Al año siguiente, creó un sello propio, Surco Records, subsidiaria de Universal. Teniendo ya a Surco como eje, Universal comenzó una campaña de importancia para “meterse en el mercado de la música latina”. En el transcurso de los cinco años siguientes, Santaolalla produjo álbumes de éxito de muchos artistas distintos: Molotov y Julieta Vanegas, de México; Puya, de Puerto Rico; Bersuit Vergarabat, Árbol y Érica García, de la Argentina; Peyote Asesino y La Vela Puerca, de Uruguay, y Juanes, de Colombia. En parte gracias a la influencia de Santaolalla, Los Ángeles llegó a ser reconocida como la capital del rock latino. Además de Surco Records, había en esa ciudad muchos estudios de grabación y espacios para eventos que presentaban bandas de rock oriundas de América Latina y otras que estaban compuestas por latinos de los Estados Unidos. También tenían sede en esa ciudad empresas de relaciones públicas y gestión, como Cookman International, que se especializaban en promover a las estrellas del género. Asimismo, Los Ángeles albergaba a muchas de las bandas rockeras formadas en esos años por latinos de los Estados Unidos, además de La Banda Elástica, principal revista para fans dedicada al rock latino de los Estados Unidos y de América Latina.

En muchos sentidos, la construcción del rock latino era un espejo de lo que se había hecho con la balada y el género que la sucedió, el pop latino, pero el producto final sonaba muy diferente. En los años noventa, Emilio Estefan Jr., exdirector de Miami Sound Machine, producía en Miami la mayor parte del pop latino. El boom del pop latino de 1999, cuando estrellas como Ricky Martin y Jennifer López se hicieron conocer en los Estados Unidos y lograron cifras de ventas sin precedentes, fue impulsado casi con exclusividad con álbumes producidos por Estefan para Sony Records. Parecía que todas las grandes estrellas pop de América Latina pasaban por las manos de Estefan, ya fuera que pretendieran hacer pie en el mercado anglo, como la colombiana Shakira, o que quisieran construirse un público latinoamericano y latino, como el mexicano Alejandro Fernández. En el caso del pop latino, la concentración de la industria, el hecho de que hubiera apenas un puñado de empresas dominantes, y su ubicación geográfica en una ciudad estadounidense determinaron la homogeneización del producto, a medida que la fórmula de Estefan se imponía: balada norteamericanizada y pop bailable con sabor caribeño.696 En referencia al caso del cantante colombiano de vallenato Carlos Vives – cuyo estilo musical se transformó cuando decidió trabajar con Estefan– , Ana María Ochoa sostiene que la influencia de Miami produjo un “sonido global, panlatino”. En cierta medida, se puede observar la misma dinámica en la producción de Santaolalla: él mismo proclamaba que las grabaciones de Café Tacuba sonaban tan bien como las de Radiohead, y cabe decir que la voluntad de emular los estándares de producción del primer mundo es una forma de norteamericanización. Sin embargo, Santaolalla nunca impuso fórmulas rígidas a la música que producía. Para la mayoría de los oyentes, el rock latino era más variado que el pop latino, pero también tenía metas estéticas más ambiciosas. Además, en contraste con las historias de amor que predominaban en el pop, bandas como Maldita Vecindad y Divididos a menudo utilizaban la música para expresar una crítica social feroz.

Esas diferencias sugieren algo paradójico. El hecho de que la industria musical global estuviera dominada por un puñado de empresas multinacionales con sede en los Estados Unidos y Europa hizo posible el nacimiento del rock latino. Una forma de capitalismo global radicalmente desigual facilitó de algún modo la producción de formas de rock específicas de Latinoamérica. Por otro lado, Ignacio Correa señala que el rock latino expresaba los impulsos cosmopolitas y consumistas de las clases medias de América Latina en la época de las reformas económicas neoliberales: es decir, el deseo de consumir rock que sonara tan bien como Radiohead, pero que también representara una resistencia a la homogeneización cultural.¿ Cómo puede ser que las estructuras de la cultura de masas global generaran productos homogeneizados en el caso del pop producido en Miami, pero fomentaran la diversidad y la resistencia en el caso del rock producido en Los Ángeles?

Una posibilidad es que, en su afán por conquistar al público de América Latina y a los latinos de los Estados Unidos, las grandes discográficas hayan descansado mucho en el trabajo de intermediarios con experiencia local, y que Santaolalla y Estefan hayan resultado ser intermediarios de muy distinta índole. Esto no quiere decir que Santaolalla desconociera los objetivos comerciales. Todo lo contrario. Al analizar el mercado, hablaba el mismo lenguaje que sus socios de Universal: “Los latinos que viven en los Estados Unidos gastan 292 000 millones de dólares anuales […]. En México y la Argentina, el mercado está creciendo y en todo ese enorme espacio, habrá lugar para la música alternativa”. Pero, dentro de los límites comerciales impuestos por la búsqueda de ganancias por parte de los grandes sellos, Santaolalla tenía sus propias metas estéticas e ideológicas. En primer lugar, nunca dejó de lado la actitud contracultural que lo inspiró en sus años de rockero argentino pelilargo. Al comentar los mensajes de rebeldía que propalaban muchas de las bandas que él producía, reconoció la ironía de su situación: “Me encantó la idea de crear Surco, un sello financiado por el primer mundo, pero donde hacíamos productos que, en cierto sentido, provocaban, molestaban […] con cosas que hablaban de la realidad”. Gracias a su influencia como intermediario, Santaolalla pudo usar dinero del primer mundo para hacer música que expresaba una perspectiva tercermundista.

Es difícil precisar cómo influye un productor, en especial uno que – como Santaolalla– evitaba imponer una fórmula determinada. Aunque muchos han señalado en gran parte de sus grabaciones un sonido de guitarra particular o una manera especial de registrar las voces, la principal influencia radicaba en el proceso de selección. Lo habitual en él era pedir a las bandas que acudieran a las sesiones de grabación con muchas más canciones preparadas de las que cabían en un disco compacto. Es razonable suponer que, de todo ese material, se inclinaría por el que más satisficiera sus gustos. Más importante aún: ejerció una gran influencia en perfilar el género al elegir las bandas con las cuales quería trabajar. Su acceso a la organización y el presupuesto publicitarios de un sello muy importante más su propia historia de producción de éxitos lo calificaban como un productor muy codiciado que podía trabajar con cualquier artista que eligiera. Si bien cada una de las bandas que produjo tiene un sonido característico, todas comparten la tendencia al pastiche de géneros y a esfumar las fronteras entre lo local y lo global. La banda de rap y heavy metal Molotov incluía ritmos de polca norteña; Árbol tocaba chacareras y canciones hardcore y La Vela Puerca yuxtaponía el skapunk con la murga, una forma folclórica afrouruguaya. Sin duda, Santaolalla utilizó su influencia como intermediario ante Universal para orientar el rock latino en esa dirección. Según sus propias palabras: “Cualquiera que se me acerca en la actualidad sabe que un elemento que estará siempre presente es el tema de la identidad […]. Es importante que haya un reflejo en lo que hacés de quién sos y de dónde venís”.

La estética de Santaolalla se perfiló y fue posible cuando apareció la moda de la world music, estrategia que las grabadoras y los minoristas adoptaron para comercializar artistas que no eran de los Estados Unidos ni de Europa. Desde luego, esa moda preparó a los críticos norteamericanos para responder positivamente al nuevo rock latino, en particular a las bandas que enfatizaban elementos latinos reconocibles. Después de un programa doble de Maldita Vecindad y Caifanes en Nueva York, un crítico elogió a la primera porque “mezclaba el ska, el rock y elementos de música caribeña”, y censuró a la segunda por tocar un aburrido “rock setentista”. Como los fans de la nueva corriente de world music exigían diferencia, tuvieron una reacción positiva ante el uso de ritmos latinoamericanos en el rock latino. Santaolalla tenía plena conciencia de que la música que él producía tenía buena acogida entre los fans de world music. A veces justificaba sus optimistas predicciones para el rock latino citando la opinión de David Byrne – uno de los principales promotores de lo que se llamó “world music”– sobre la originalidad de los enfoques del rock que provenían del tercer mundo. El proyecto de Santaolalla tuvo sentido para los principales sellos grabadores porque estaba en consonancia con el discurso acerca de la world music.

No obstante, el rock latino difería de la world music; esta última proporcionaba un carácter exótico a sus elementos fundiendo la diversidad y las particularidades en una única diferencia esencial: nosotros y ellos, occidental y no occidental. Héctor Fernández L’Hoeste ha descripto la historia de la banda colombiana Bloque (cuyo nombre original era Bloque de Búsqueda) como un ejemplo paradigmático de ese proceso. Después de firmar contrato con el sello de Byrne, Luaka Bop, la banda fue prácticamente olvidada en Colombia. Fue aclamada por la crítica y tuvo cierto éxito comercial en los Estados Unidos, pero a costa de que la “exhibieran como una curiosidad musical del tercer mundo”. En general no sucedió lo mismo con el rock latino. Aunque el sello de Byrne, Luaka Bop, y el de Santaolalla, Surco, eran subsidiarias de dos de las grandes compañías (Warner Brothers y Universal, respectivamente), el primero se orientaba hacia el mercado estadounidense, mientras que el segundo había sido creado con miras a los consumidores latinoamericanos y latinos de los Estados Unidos. Fernández L’Hoeste entiende que Bloque fue arrancada de su contexto original colombiano, pero el contexto del que emergió la mayor parte del rock latino era fundamentalmente transnacional. Se hacía encajar la música en un molde – lo latino– construido, al menos en parte, por una mirada norteamericana que la estereotipaba y volvía exótica, pero la forma específica de ese molde era diseñada por Santaolalla y otros intermediarios, junto con los músicos latinoamericanos que trabajaban con ellos. Por otra parte, como esa música solo era viable comercialmente en la medida en que apelaba a los oyentes latinoamericanos, no podía expresar solo exotismo.

En una entrevista de 1998, Santaolalla dijo que su trabajo de ese entonces era una continuación de lo que había intentado con Arco Iris, que había procurado usar el rock para expresar “una identidad latina” desde los años setenta. En cierta medida, eso era cierto, pero su concepción de esa identidad había cambiado. Con Arco Iris, había intentado vincular la música rock – que expresaba su sensación de pertenecer a la cultura juvenil cosmopolita– con las tradiciones folclóricas andinas, que simbolizaban su identidad argentina y sudamericana. En cambio, las bandas con las que trabajaba en los años noventa abrevaban en un mar musical mucho más vasto que incluía diversos géneros comerciales con los que no tenían una relación étnica o nacional. Así, una banda como Maldita Vecindad podía expresar su “latinidad” mediante una música híbrida cuyos ingredientes eran el ska jamaiquino, el punk británico y el mambo cubano. Quienes escuchaban esos géneros percibían en ellos una identidad latina no porque representaran una tradición folclórica profunda, sino porque, en conjunto, sonaban como la América Latina contemporánea, un pastiche de lo antiguo y lo nuevo, lo regional y lo global.

Músicos en tránsito
La globalización de la música popular argentina: del Gato Barbieri a Piazzolla, Mercedes Sosa y Santaolalla.
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 10/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-629-943-5
Disponible en: Libro de bolsillo
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