jueves 28 de marzo de 2024
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«El partido», de Andrés Burgo

Este es un libro sobre el partido de fútbol más legendario de la historia: el del 22 de junio de 1986, en el Mundial de México, cuando la selección argentina enfrentó a Inglaterra y le ganó con dos goles de Maradona, uno convertido con la mano, el otro inscripto en el firmamento de las obras de arte. Andrés Burgo reconstruye aquí cada minuto de aquel partido y de aquel día, desde el momento en que los jugadores argentinos despertaron como integrantes de una selección en la que nadie confiaba –habían clasificado con una performance agónica– hasta la noche en la que ya se habían transformado en la guardia pretoriana de un dios –Maradona– a quien ese partido ungió como ser mitológico.

Retrato de época, de años en los que no existían sponsors (Bilardo tuvo que enviar a sus asistentes a recorrer mercados de la ciudad de México para conseguir camisetas azules de tela aireada el mismo día del partido), postal de un tiempo en el que un grupo de jugadores cargó sobre sus espaldas una rivalidad que excedía las fronteras del estadio, el relato avanza poniendo en duda todas las etapas de construcción del mito: ¿la frase “la mano de Dios” la inventó Maradona? ¿Alguien recuerda que los canales de televisión argentinos no enviaron un solo relator a México y que todo el Mundial se relató desde Buenos Aires? Con el viento oscuro de la guerra de Malvinas como telón de fondo, este libro cuenta el revés de aquella trama: la parte real de la leyenda.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

A las 7:30 del 22 de junio de 1986, mientras los utileros del seleccionado argentino ya trabajan en el Azteca —y  los hinchas más impacientes comienzan a arremolinarse en la puerta del estadio— , los jugadores se levantan en la concentración del América. Algunos, en realidad, apenas pudieron dormir: es difícil conciliar el sueño antes del partido de tu vida. A la tensión habitual de un cruce por los cuartos de final en un campeonato del mundo se le suma el hecho de enfrentar a Inglaterra, el imperio al que cuatro años atrás Argentina había desafiado en una guerra por la recuperación de las Islas Malvinas que los británicos ocupan desde 1833. El conflicto, desatado en 1982 por la dictadura militar que tenía el poder por entonces en el país, produjo la muerte de 649 argentinos, la mayoría de menos de 20 años; más de 1.082 heridos, y cerca de 500 suicidios después del regreso al continente.

En los días previos a una noche difícil de sobrellevar, el plantel había intentado aislarse de la radiación bélica que el partido desprendía. Del cuello de los futbolistas colgaba un peso ineludible: si el escritor español Manuel Vázquez Montalbán se refería al Barcelona como un «ejército simbólico y desarmado de Cataluña», en el primer Argentina-Inglaterra posterior a la guerra las selecciones de los dos países pasaron a ser eso: tropas simbólicas y desarmadas de cada país.

— Los días previos al partido, las Malvinas se convirtieron en protagonistas — recuerda Valdano mediante un correo electrónico en junio de 2015, desde el Distrito Federal, donde volvió contratado por la televisión mexicana para comentar la Copa América de Chile— . Intentábamos centrarnos en el partido, pero todas las preguntas giraban en torno a ese tema, hasta el punto de gene rar una interferencia muy incómoda. El tema podía utilizarse como un factor motivante, pero tenía el peligro de que nos olvidáramos de jugar.

El estrés con el que los jugadores debieron lidiar en la mañana del 22 de junio de 1986 se percibe, tres décadas más tarde, en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. La lectura de los diarios y las revistas de aquellos días permite imaginar que en la concentración del América, durante aquellos días, el aire olía a azufre, como si el partido hubiese sido una ocurrencia del diablo.

«No creo que hayamos dormido siquiera seis horas. La noche anterior al partido, Valdano y yo caminábamos antes de irnos a dormir, y nos costaba», diría Brown en Crónica del martes 24, dos días después del triunfo.

En febrero de 2015, el Tata recuerda aquel nerviosismo en un remanso de paz. Hace pocos meses volvió a vivir en Ranchos, su lugar natal, 120 kilómetros al sur de Buenos Aires, y se revela como un anfitrión de lujo: me espera en la entrada al pueblo, con el auto estacionado al costado de la ruta provincial 29. «Llamame después de que pases Jeppener, así voy saliendo», me había indicado.

— Contra Inglaterra fue jodido: la cabeza te trabaja como la puta que te parió —d ice Brown— . En México, al lado de la cama, tenía la foto de mis hijos, la miraba, y no podía dormirme. Pensaba en la canchita de fútbol en la que empecé a jugar, acá en mi pueblo. ¿Cómo hacés para pegar un ojo si sabés que te vas a jugar toda tu carrera?

Si dormir en un Mundial ya es difícil, las lluvias bíblicas tampoco ayudan. En la noche del sábado 21 de junio de 1986, el cielo se había descargado con furia sobre el Distrito Federal. El domingo 22 amanecería con sol y el partido se jugaría bajo un calor sofocante, pero la posibilidad de pasarse la pelota por una cancha empantanada inquietó a algunos jugadores.

«La noche anterior hablé con Valdano mientras llovía como si fuera la última vez. Él me dijo que el barro favorecería a los ingleses y yo sostenía todo lo contrario. Para mí, si Maradona se tiraba atrás y encaraba, tenía que llegar al fondo en todos los intentos», declaró Bilardo en La Nación del miércoles 25.

— No recuerdo la escena, pero me la puedo imaginar — responde Valdano, casi treinta años después— . La lluvia llegaba puntual todas las tardes y cuando se juega contra Inglaterra es normal verla como una amenaza. Ellos están habituados hasta el punto de que el barro es un hábitat natural y hasta deseable para algunos jugadores. En Argentina hubo una época en que la amenaza de lluvia era motivo de suspensión de los partidos. En todo caso amaneció radiante y la cancha no fue un problema.

— No dormí esa noche — dice Bilardo— , pero en verdad no dormí nunca en México, durante dos meses. Me acostaba por la tarde, de 14 a 16. Le decía a Pacha (Pachamé, su ayudante) que me despertara en dos horas. «Ahora quedate levantado vos», le pedía. Y no quería tomar pastillas para dormir porque me dejaban groggy. De noche leía. Cualquier boludez. Los diarios. Era difícil dormir. Porque uno venía carburando, carburando, carburando. Mi cuarto era el más chico, dos metros por tres. Con un bañito. Entraba una cama y un perchero. El elástico de la cama estaba vencido así que tiré el colchón al piso. Dejé la cama parada contra la pared.

— Bilardo venía a la madrugada a las piezas para hablarte —r ecuerda Giusti— . Yo dormía con Bochini, y Bilardo entraba despacio, para no despertarlo, y me decía: «Giusti, Giusti, ¿te acordás lo que te dije? Mirá que el grandote va para el costado y te limpia».

— Carlos es un tipo que no espera y que no duerme — asiente Batista— . Si vos tenías que marcar al 8 contrario y se le ocurrió a las cuatro de la mañana que no, que mejor que marcaras al 7, te llamaba.

En la mañana del 22 de junio de 1986, como en el resto del Mundial, el compañero de cuarto de Maradona es Pedro Pablo Pasculli. Ambos tenían buena química desde que compartieron plantel y delantera en Argentinos Juniors, en 1980.

— Con Diego somos amigos. Ya habíamos compartido habitación en las Eliminatorias y después repetimos en México —r esponde Pasculli por teléfono desde su casa en Lecce, Italia, la ciudad en la que formó familia y se radicó— . Dormimos como cuarenta noches ahí. Era una piecita básica, con ladrillos a la vista, dos camas y una Virgen de Luján que habíamos llevado desde Buenos Aires. Teníamos una cábala: el día previo al partido de Argentina, pegábamos fotos en las paredes. Eran souvenirs, fotos, recuerdos de México. Al principio el cuarto estaba desnudo, pero después ya casi no había lugar. Al final buscábamos cualquier foto. Una era de Valeria Lynch: a Diego le encantaba escuchar sus canciones durante el Mundial.

Con los jugadores todavía desperezándose, el carrusel de cábalas se activa y se desparrama como petróleo por una concentración en la que se evita hasta la psicosis cualquier vínculo con el infortunio: no existe la habitación número 13, de la 12 se pasa a la 14. Puede tratarse de un domingo extraordinario, y de hecho lo es, pero en el orden del día figura un programa habitual: la invocación a una serie interminable de ritos supersticiosos. Los jugadores y el cuerpo técnico deben repetir las conductas que precedieron a los primeros triunfos en el Mundial como si fueran un arpón que los enganchará a una nueva victoria. Por ejemplo, Carlos Tapia no necesita afeitarse pero tiene que hacerlo, y lo hace feliz, porque así ocurrió en las horas previas a los partidos con final feliz ante Corea del Sur (3-1), Italia (1-1), Bulgaria (2-0) y Uruguay (1-0).

— Yo tenía esa costumbre en Boca y la repetía en la selección cada vez que me tocaba jugar o ir al banco de suplentes, como ese día contra Inglaterra — recuerda Tapia en noviembre de 2015, en la puerta de los estudios de América TV, en Palermo, donde trabaja como panelista de El Show del Fútbol— . Tuviera o no barba, me afeitaba.

Todo está sincronizado en la mañana del 22 de junio de 1986: Tapia debe esperar la llegada de Pumpido y el arquero pedirle la crema, mientras en simultáneo Bilardo visita a Brown y le toma prestada la pasta para cepillarse los dientes. Como hasta Maradona necesita el poder sobrenatural de esa liturgia —o  se presta a ese juego— , camina hasta el vestuario principal del América, se baña primero, se afeita después y recién entonces —u n plan meticuloso— se encuentra con Valdano. En verdad, la clonación de dichos y hechos había afectado a todos los jugadores durante toda la semana. —D os días antes del primer partido — dice Brown— , fuimos a un centro comercial, Sanborns, y nos dio hambre. Éramos como siete, también estaba Diego. Pedimos gaseosas y hamburguesas para cada uno, nos sentamos en una mesa, empezamos a comer y aparece el médico, Madero. ¡Para qué! Nos dijo que éramos unos irresponsables, que con todo el esfuerzo que hacíamos para jugar el Mundial y terminábamos comiendo hamburguesas en un shopping. Justo entra Bilardo, que es un enfermo de las hamburguesas, y le dice: «Pará, Raúl, andá que yo hablo con los muchachos, dejalo». Madero se fue y Bilardo dice: «Mozo, traigame una a mí». Ganamos y se repitió siempre, hasta la final.

«En el Sanbors teníamos que invitar a sentarse a nuestra mesa a tres mujeres que pasaran juntas — le dijo Brown a El Gráfico en 1987— . Poco antes del final del torneo llegaron nuestras esposas y Bilardo se enloqueció, les decía que se fueran, que él les daba plata para que se compraran cosas, pero que no se sentaran. No le hicieron caso. En eso pasaron tres mexicanas, las invitamos y Bilardo las presentaba: la señora de Brown, la señora de Pumpido, la señora de Garré.»

El día previo a cada partido, el plantel también debía entregarse a la ceremonia de un asado en la concentración. La carne viajaba desde la pampa húmeda: la llevaban dos pilotos de Aerolíneas Argentinas que cubrían el trayecto Buenos Aires-Distrito Federal. Lo que parecía un ritual estándar, tratándose de jugadores argentinos — devoción por las carnes rojas— , escondía un temor prehistórico del técnico:

«Un sábado previo a un partido, cuando era jugador de Estudiantes —e scribió Bilardo en su autobiografía Doctor y campeón (Planeta, 2013)— , un muchacho preparó pollo. El domingo perdimos. Otro sábado volvimos a comer pollo y volvimos a perder. Osvaldo Zubeldía (el entrenador de aquel equipo de la década de 1960, y referente de Bilardo) dijo: “Basta, desde ahora asado”. Nunca más hubo pollo. Y cuando pasé a ser entrenador, nunca le di pollo a mis jugadores el día antes de los partidos.»

También en la previa de cada partido, a las 17 del día anterior,

Bilardo debía llamar por teléfono a su mujer, que estaba en Buenos Aires. «No se escuchó bien y Bilardo contó su preocupación: “No se oía mucho, a ver si hay alargue y tiros en los postes”. Y para su tranquilidad repitió el llamado», publicó La Nación el jueves 26 de junio. En realidad, la lista de cábalas era otra forma de mantener la tensión entre partido y partido. Maradona y sus compañeros nos divertían en la cancha pero se aburrían en la concentración. El tedio solo se sacudía con los ritos supersticiosos o, en el caso de Valdano, con la lectura: el delantero era un lector empedernido que en las noches de México 86 devoraba páginas de Margarite Yourcenar y de Platón, y que durante las salidas del América buscaba librerías por el Distrito Federal.

— En México compré un libro llamado El deporte rey, ritual y fascinación del fútbol, del antropólogo inglés Desmond Morris (Vergara, 1983) —r ecuerda Valdano— . Es un libro maravilloso del autor de El mono desnudo. Me impresionó tanto que al año siguiente comencé en la Cadena Ser de España un programa de radio que se llamaba La Cátedra de Valdano, un poco pretencioso el título, y a todos los invitados les regalaba ese libro. La edición era magnífica. Llevé una buena pila de libros que me salvaron del aburrimiento y de la sobreinformación futbolística a la que nos sometía Bilardo. Cada jugador necesita su propio equilibrio y a mí la obsesión me sienta mal.

—E n los Mundiales casi no hay que entrenar —explica Bilardo— .  Los muchachos llegan muertos después de la temporada en sus clubes. Lo que hicimos fue ponerlos 10 puntos para el primer partido y después los cuidamos. Simulaba entrenamientos, porque también había algo que hacer. Que se toquen los tobillos, que siempre hagan algo, que nadie esté parado. Si no lo hacés, los periodistas te rompen los huevos.

— Nos reuníamos en las habitaciones, tomábamos unos mates, charlábamos y encendíamos un cigarrillo, o dos, o tres — cuenta Oscar Garré, defensor, en el local de uno de sus hijos en Lomas del Mirador, en marzo de 2015— . Éramos varios fumadores: Pumpido, Batista, yo.

«Maradona tiene que entrenarse como los gatos. Durmiendo y comiendo», respondió Rubén Oliva, el médico de la selección en los Mundiales 78 y 82, cuando le preguntaron por la preparación física que Maradona necesitaba para un torneo de treinta días.

—A l principio, los entrenamientos en México habían sido bravos y algunos muchachos vomitaron por la altura y el smog —h abla Giusti—, pero cuando empezó el Mundial no hacíamos  nada. Nada, eh. Bilardo te veía caminando y te decía: «Andá a descansar». Estabas todo el día morfando, descansando, teníamos ganas de hacer algo, lo que fuera, y Carlos nos decía: «No, nada, quédense sentados o váyanse a bañar». Del partido contra Uruguay al de Inglaterra pasaron seis días. ¿Sabés lo que es estar seis días pelotudeando, pastoreando? Algunos, como Clausen, se iban a correr por la noche porque querían hacer algo, para descargar. También por la noche, Bilardo sabía que había gente que no dormía demasiado y venía con sanguchitos en una bandeja.

Es otra de las imágenes extrañas en la cuenta regresiva al partido con Inglaterra: Bilardo avalando la ingesta de calorías y de azúcares. El cuerpo técnico había dispuesto que los futbolistas llegaran a México con dos kilos de exceso porque presagiaba que la altura del Distrito Federal y el desgaste del torneo les harían perder ese sobrepeso. La previsión fue correcta porque todos terminarían el Mundial en sus cifras habituales. En oposición a su perfil de tipo obsesivo, Bilardo se convirtió en un motivador de la pereza y prohibió casi todos los entrenamientos. Llegó un día en que Maradona se cansó del hastío y, en la semana previa al partido de su vida, se fue a entrenar solo.

—B ilardo me dijo: «Hoy es día de descanso, no le des una pelota a nadie» — recuerda Benros— . Pero al rato apareció Diego, con una radio que parecía un camión, escuchando música, y me dijo: «Dame un fulbo». Le dije que Bilardo me lo había prohibido, pero insistió: «Dejate de hinchar las pelotas, Tito, dame un fulbo». ¿Y yo qué iba a hacer, si era Maradona? Le di la pelota, con la condición de que se hiciera cargo si Bilardo se enojaba. Diego empezó a hacer jueguito, vinieron un par de muchachos y al rato estaban todos. Bilardo no quería saber nada pero tuvo que armar un entrenamiento.

«Un día Bilardo dio unas horas libres —r ecordó Madero en El Gráfico— y me quedé solo en la concentración. Igual, yo tenía a mi pajarito guardián con su walkie-talkie y estaba al tanto de todo — en referencia a los empleados del América que con disimulo le pasaban la información de lo que ocurría en el predio— . Diego andaba con una actriz mexicana. Me puse a comer algo y de golpe cayó Diego, solito. Me consultó si podía comer conmigo. Le dije que sí, claro. “Diego, ¿por qué se volvió?”, le pregunté. “Podía estar con una mujer preciosa, pero en situaciones así uno toma una cervecita o un whisky y la verdad, lo que yo quiero es ser campeón del mundo”. Cuando escuché eso dije: “Ya está, no le van a sacar la pelota”.»

El partido
Este es un libro sobre el partido de fútbol más legendario de la historia: el del 22 de junio de 1986, en el Mundial de México, cuando la selección argentina enfrentó a Inglaterra y le ganó con dos goles de Maradona.
Publicada por: Tusquets
Fecha de publicación: 06/01/2020
Edición: 1a
ISBN: 978-987-670-323-9
Disponible en: Libro de bolsillo
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