jueves 28 de marzo de 2024
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«Acceso Directo», de Andy Cherniavsky

En los años 80, el rock argentino vivió quizá su mayor efervescencia: Los Abuelos de la Nada, Sumo, Charly, Fito, Soda Stereo, Los Twist, Virus empezaban a atravesar fronteras de todo tipo. Y las fotografías de Andy Cherniavsky también. “Veo desfilar los años 80 todos los días en mis trabajos, como si fuera un libro de historia; los músicos más importantes pasaron ante mis ojos y sigo atada de alguna manera a todos ellos por su talento y mi admiración por su música”, escribe en Acceso directo, sus memorias de aquellos años energéticos, rebeldes, divertidos, inigualables. “Y a través de mis ojos puedo ver cómo la historia se acopla con la música y la imagen”.

Desde las anécdotas de Charly García viviendo en su casa hasta su larga relación con Andrés Calamaro, desde su primera cámara réflex hasta las producciones para las tapas de discos más emblemáticas de la historia del rock nacional, de las giras a las grabaciones y las noches interminables, la autora nos lleva de viaje por una época donde ser mujer y fotógrafa era todo un desafío, lleno de contrastes y revelaciones, luces y sombras.  

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Capítulo 5 – Mil Horas

Música para escuchar durante la lectura de este capítulo: 

Chico Novarro, Charly García, Andrés Calamaro, Enanitos Verdes, La Sobrecarga, Sumo, Los Abuelos de la Nada, The Beatles, Don Cornelio y la Zona, Los Fabulosos Cadillacs, David Lebón, Fricción, Cosméticos, Soda Stereo.

El comienzo de mi noviazgo con Andrés fue complicado porque nos gustábamos muchísimo, pero los dos éramos muy tímidos y ninguno se animaba a tomar la iniciativa. Por lo tanto, el cortejo se prolongó mientras desbarrancaba mi relación con Clota, y cuando la situación ya estaba en el fondo del abismo y no escuchaba ningún latido de supervivencia, mi camino quedó libre. Comenzamos a vernos como amigos que sabían que querían pasar al siguiente nivel, pero sin idea de cómo hacerlo.

Una tarde nos fuimos caminando desde la casa de Andrés en Las Heras y Canning (hoy Scalabrini Ortiz) hasta la mía en Vuelta de Obligado y Zabala. Salíamos de una reunión con Los Abuelos de la Nada a la que yo había ido en calidad de fotógrafa y amiga de todos, pero al terminar, Andrés se había quedado tocando el piano en su habitación. Y yo estaba enmudecida, porque después de lanzarme una mirada tímida para que me sentara con él, había arremetido con una delicada versión de «Algo contigo», el famoso bolero de Chico Novarro, que años después grabaría.

Era toda una declaración de amor, y debo confesar que ya no aguantábamos más. Estábamos por las nubes y salimos a la calle. Hicimos todo el trayecto de su casa a la mía tomados de la mano, «casi sin decirnos nada». El contacto físico nos enmudecía y nos levantaba un poco la temperatura. Era una suerte que fuera fotógrafa porque podía acercarme sin pedir permiso y soñar con nuestro primer beso. Pero en ese momento, técnicamente, todavía estaba con Clota. Así que después del bolero no nos besamos y solo nos atrevimos a caminar de la mano.

Pese a todo, nada se definió hasta que llegó el mes de febrero de 1982 y el festival de rock de La Falda. Después de siete años con Clota, todo había terminado mal, y ese día tenía que tomar una decisión. ¿Quería seguir con Charly o quería estar con Andrés? Había que definir con quién iba a dormir esa noche… y por los siguientes nueve años.

Como éramos buenos amigos, comencé en la habitación de Charly porque había joda y estaban todos los músicos. Pero en el medio de todo el tumulto me agarró un ataque de desesperación al imaginarme a Andrés solo en una habitación muy chiquita; él sabía o intuía que yo estaba en la habitación de Charly.

Como Andrés recién comenzaba, le habían dado la pieza más horrible y me brotó el amor al sentirlo tan desprotegido. Casi no me deja entrar, tenía una cara de orto monumental, pero desde esa noche no nos separamos nunca más durante los siguientes nueve años. Volvimos de La Falda y nos fuimos directamente a vivir juntos a casa.

Tan natural fue todo que Charly no se sorprendió de mi nueva relación, tal vez porque él había retomado las cosas con Zoca —que había regresado de Brasil—, o por lo menos lo intentaban. Cuando nos mudamos a la calle Serrano y Nicaragua, Charly comenzó a visitarnos como siempre y era obvio que lo nuestro había terminado. Además, entre Charly y Andrés había una conexión natural, se adoraban y habían trabajado juntos en la grabación del primer disco de Los Abuelos de la Nada. Ese grupo estallaba, pero todavía no habían encontrado la clave para volverse masivos. El álbum iba a facilitarles mucho las cosas, aunque no todas.

Para mí ese disco era una bomba, pero pese al auge que el rock argentino había cobrado con la guerra de Malvinas y el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, Los Abuelos no llegaron al éxito por la vía rápida.

Con temas como «No te enamores nunca de aquel marinero bengalí», «En la cama o en el suelo» y «Guindilla ardiente», ese disco no podía fallar. Nosotros los seguíamos a todos lados, se sentía esa unión que tienen los grupos cuando están determinados a alcanzar un objetivo. Sin embargo, la banda tardó en despegar y lo que inició ese proceso no fue una canción de ninguno de ellos, sino un tema de Gringui Herrera, gran guitarrista y amigo: «Tristeza de la ciudad». Y después, sí, se impuso «Sin gamulán», y para Andrés fue un espaldarazo que le dio confianza: había aprobado con honores. Así fue que se animaron a hacer dos presentaciones en el Teatro Coliseo.

Al mismo tiempo, a fines de 1982, forzado por el abrupto final de Serú Girán, Charly García sacó su primer disco como solista y tuvo un éxito espectacular. Yendo de la cama al living era una pequeña maravilla y se planeaba algo impactante para presentarlo: un show en Ferro. Una cancha de fútbol en aquel tiempo era algo que nadie se había animado a encarar dentro del rock.

Un pequeño detalle: Charly no tenía grupo. O pensábamos que no tenía, porque su loca cabeza había seleccionado a tres de Los Abuelos para acompañarlo: Gustavo Bazterrica —una elección natural, ya que habían sido compañeros en La Máquina de Hacer Pájaros—, Cachorro López y Andrés Calamaro. Por supuesto, para ellos era un honor que Charly los convocara, pero para Miguel Abuelo fue una ofensa total, casi un desprecio.

Como dice un viejo proverbio árabe: «La venganza es un plato que se sirve frío», y Miguel se guardó el malestar hasta el verano. El show de Charly en Ferro fue un triunfo total y rotundo. El problema es que a Los Abuelos les estaba yendo bien, pero tres de sus integrantes tenían trabajo con el artista principal de la compañía de Daniel Grinbank. Ese verano, con todos Los Abuelos y sus familias, copamos un hotel de Pinamar que se utilizó como base de operaciones. Desde ahí todas las noches viajamos a los distintos teatros de la costa donde tocaban los chicos.

Uno de Los Abuelos invitó a una amiga nórdica que se sumó a la gran familia. Había llevado una planchita de ácidos muy fresca de Europa. En esa época a Los Abuelos los acompañaba la «seguridad» de Guillermo y la barra del Torino, policías retirados que nos hacían de custodia, porque las fans de Los Abuelos eran tremendas. Nos abrían paso con el Torino destartalado al que le ponían encima una sirena afanada de la policía.

La cantidad de minas que se acercaban y rodeaban el micro era increíble: el quilombo era tal, que no se podía avanzar ni salir. Y el epicentro del amontonamiento femenino era la ventanilla de Andrés. Honestamente, a mí no me molestaba y creo que a él le encantaba, pero al resto no tanto porque era el galán de Los Abuelos y sus canciones románticas no paraban de escalar. Para mí, las fans eran parte del decorado. Además, tenía muy claro cómo era nuestra relación y lo que sentíamos. Andrés fue un tipo que jamás me dio motivos para que yo sintiera celos.

Confieso que por momentos el acoso me rompía las pelotas, pero era más un plomo que algo relacionado con otra mina. Algunas fans, que más bien eran groupies, lograban subirse al micro. Entonces me despertaba y veía que en el asiento de adelante estaba Miguel Abuelo con una mina que no conocía. Me jodían más las groupies y las minas conocidas del ambiente, que se arrojaban al micro tratando de curtirse a alguno, no importaba cuál ni que estuvieran o no casados. Por dentro pensaba: «¡Qué hija de puta!». Encima les daba igual cualquiera. Otras me gritaban: «¿Sos la novia de Andrés? ¡Te odio!».

Cuando yo iba a las giras, para no hacer parar el micro, agarraba un vasito de plástico, me iba a algún rincón del micro donde nadie pudiera verme, hacía pis en él y lo tiraba por la ventanilla. Creo que hubiera sido peor hacer parar al micro para internarme en los dudosos yuyos de algún paraje sin nombre.

La ingesta de LSD se terminó cuando una noche comprobamos que la sustancia no lograba mermar la legendaria cólera de Miguel. Habíamos ido todos a bailar a Sobremonte, una discoteca que era la mejor de Mar del Plata en aquella época. Y sin decir ni mú, el Abuelo le dio una piña a Charly, con tanta puntería que le pulverizó los anteojos. Fue un escándalo enorme porque nosotros no podíamos entender el porqué. Charly era nuestro amigo, había producido el disco de Los Abuelos: era un «hermano palta». Y por otro lado, en esa época era un poco como Dios, y además lo queríamos muchísimo. Después, cuando Miguel les dio un ultimátum a Bazterrica, Andrés y Cachorro, comprendimos que esa piña se la tenía guardada desde hacía mucho.

En Mar del Plata siempre pasaban cosas fuertes. Me acuerdo de un show de Charly en el que estaba en el camarín. De repente, vi entrar a una vedette famosa que, sin darse cuenta de que yo estaba ahí, sin siquiera decirle «hola» a Charly, se levantó la camiseta y le mostró las tetas. Fue increíble, el flaco salió del camarín contándole a todos lo que había pasado y algunos no le creyeron. Pero yo lo vi con mis propios ojos.

Volviendo a la relación de Charly con el Abuelo, no hubo mayor derramamiento de sangre ni de vidrios y se decretó un empate técnico: los músicos volvieron a Los Abuelos de la Nada tras completar los shows pendientes con Charly en Obras, durante marzo de 1983. Tampoco hubo más LSD y la nórdica desapareció junto con los anteojos de García. Habíamos vivido aquella noche como si fuera una película de terror en 3-D. Pasamos de la euforia total al bajón absoluto en lo que demora una piña en llegar a destino. Regresamos a Pinamar en medio de un clima de espanto.

Había algo en mí que sabía que la respuesta no estaba en los químicos. «Nada es real», como escribió John Lennon en «Strawberry Fields Forever». Las drogas fueron una mecánica retorcida que dejó a muchos amigos en el camino que no pudieron decir «no, gracias». Esa aventura de recorrer el lado oscuro de la mente no era para mí.

Hoy recuerdo las giras, los teatros, de micro en micro, de hotel en hotel, los miles de shows y camarines, casi como una sola cosa de 1981 a 1985. Los tres Luna Park de Los Abuelos, con Alfredo Desiata y Melingo; Andrés cantando «No me pidas que no sea un inconsciente»; el show de Cala Llonga en Ibiza; las cinco funciones en el Teatro Coliseo con Juan del Barrio como invitado. En su mejor año hicieron más de 200 shows. ¡Era no parar nunca! A eso hay que sumarle una gira costera por la provincia de Buenos Aires, el Teatro Lido de Punta del Este, una función en el parque Rodó de Montevideo, un show por la asunción del presidente Sanguinetti de Uruguay… Y para rematar, agregaron cinco funciones en el Teatro Ópera con Melingo, Desiata, Del Barrio y Gringui que reemplazaba a Bazterrica. De postre, el festival Rock & Pop en Vélez, el Tour Gran Buenos Aires y el último show de Andrés en Hurlingham.

Las giras son antinaturales, como si fueran un viaje de egresados, con mucha adrenalina. Los Abuelos eran de ponerse nerviosos antes de cada show y yo jamás entraba cerca de la hora del comienzo del recital a los camarines.

Como fotógrafa te movés a través del tiempo y el espacio demasiado rápido, siempre es una experiencia extrema. Está la grandeza y la locura de tocar en vivo y después sigue la soledad y la desolación, para algunos músicos. Son como niños perdidos en su propio grupo; algunos ya no son amigos, pero la música los salva, les da una razón para existir.

La muerte de Miguel Abuelo, fue un cambio importante en mi vida. Miguel podía ser muy directo, a veces decía cosas sin pensar, y eso dolía. Él era así de loco y de lindo. Cuando se murió, pensé en todo lo que viví con él desde que lo conocí, a los doce años, cuando lo vi por primera vez. Sabía de dónde venía y a dónde había llegado. No puedo olvidarlo, lo recuerdo como alguien impulsivo, creativo, loco y, sobre todo, libre. Empezaban a apagarse los años 80.

Recuerdo también con muchísimo cariño a la familia de Andrés, que me trató como a una hija más. Su padre, Eduardo, y su madre, «la Nena»; también me acuerdo de su tía Anita, y de sus hermanos. Todos los domingos almorzábamos en la casa de los padres de Andrés y la pasábamos muy bien. Era una familia real y concreta. Y yo formaba parte de ella. A mí me sentaba muy bien esa situación.

Con Javier, el hermano de Andrés, hicimos juntos varias tapas para sus discos y tenía muy buenas ideas. Laburamos mucho en fotografía y todavía nos tenemos mucho cariño. Un día cayó por nuestra casa de Serrano y nos regaló una tortuga chiquita que se nos murió al toque. Más tarde nos trajo a Basualdo, la lechuza, que tuvo una vida más prolongada. A mí me agarró un ataque de nervios cuando la vi. ¿Una lechuza en casa? ¿Cómo me iba a relacionar con ella? Pero al poco tiempo la adoraba: me tiraba al piso con un poquito de carne y le hacía ruiditos y sonidos muy agudos con la boca. Nos comunicábamos perfecto: yo hacía un sonido y ella me contestaba con otro igual, y movíamos juntas la cabeza de un lado al otro. Era amor…

Lo complicado era la relación entre los gatos, que vivían adentro, y Basualdo, que estaba afuera, en el patio. Se peleaban a través de un vidrio que separaba la cocina del patio; Basualdo desplegaba las alas y hacía ruidos tremendos y los gatos arañaban el vidrio que los separaba, gritaban y gemían todos a coro. Basualdo vivió un montón, pero, claro, cuando la trajeron le habían cortado las alas y nosotros ese corte de alas no íbamos a renovarlo. Un buen día, salió volando y nunca más la volvimos a ver. O lo volvimos a ver: nunca supimos si era macho o hembra. Era bastante mayor para ese entonces.

La convivencia con Andrés funcionó a las mil maravillas y nos divertimos muchísimo siempre. Éramos los creadores del Club Palta, nos gustaban nuestros respectivos trabajos, leíamos, escuchábamos muchísima música, veíamos tele —seguíamos Starsky y Hutch y Dinastía, las series del momento—, hicimos mil viajes, giras. Teníamos mucha vida social, los mismos amigos, una familia Calamaro y una gatuna. Como Andrés trabajaba mucho durante la noche, dormía de día. Por eso se grababa toda la programación televisiva de la jornada y después la veía a la noche. Teníamos horarios totalmente disímiles y todo era muy gracioso.

Para ese entonces yo ya tenía mi primer estudio, con mi socio y amigo, el fotógrafo Gabriel Rocca, en la calle Charcas. Estábamos en un séptimo piso y compartíamos el teléfono con unos vecinos. Andresito Pastor, nuestro amigo y la tercera pata de Rocca-Cherniavsky, genio del estilismo y el vestuario, empezó a trabajar con nosotros casi como un cadete. Estábamos entusiasmadísimos y mis horarios eran más normales: a las diez de la mañana partía hacia el estudio y regresaba alrededor de las siete de la tarde.

En el estudio Rocca-Cherniavsky, las cosas no paraban de crecer. Pasamos a ser los creadores de grandes campañas publicitarias y con el genio de Andresito conformamos un gran trío. Cada día teníamos más trabajo, más ideas y aprendíamos más: el estudio era mi segundo hogar y una usina de creatividad inagotable. Las ideas de los tres se fusionaban; Gaby siempre fue un gran creativo y nos equilibrábamos de maravilla, aparte de que nos divertíamos muchísimo.

En casa, con Andrés, cocinábamos, hacíamos asados, recibíamos a nuestros amigos, estábamos muy enamorados, y la relación continuó así durante más de nueve años.

Él se armó su propio estudio de grabación casero, que bautizó El Hornero Amable. Muchas noches nos visitaban Charly y otros amigos, y nos íbamos a La Esquina del Sol, nuestro territorio amigo en la esquina de Gurruchaga y Guatemala. Para mí fue el lugar más auténtico de todos. Entre 1983 y 1984 todos los grupos tocaron allí. Charly tocó un día como Giovanni y los de Plástico; David Lebón se presentó como El Ruso y sus Cometas. Y después estuvieron Los Abuelos, La Torre, Soda Stereo, Sumo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Juan Carlos Baglietto, Fito Páez, Suéter, Los Twist y Fontova, por nombrar solo algunos. Y todos mezclados, también. Realmente fue una época dorada.

La nuestra era una casa abierta y venían toda clase de amigos, más y menos ruidosos, pero nunca tuvimos un solo problema con los vecinos. La discusión más grave que tuve fue con doña Lala, a quien una fan, cuando estábamos de gira, le dejó una caja con un perrito recién nacido adentro, y ella la recibió y a la semana me la entregó como si nada. Yo casi me muero, no me quería hacer cargo del pobre perrito y le dije de todo por haberlo aceptado en nuestro nombre.

Andrés y yo teníamos tres gatos, la lechuza y una paloma medio renga que Andrés había traído de la calle; estábamos locos por los animales, eran nuestros hijos, y cada uno tenía una historia. Queríamos curtir en paz y no molestar ni que nos molestaran, aunque las fans dejaban todo tipo de regalos en la puerta. A veces se nos complicaba el control de daños a terceros, porque las giras de Los Abuelos siempre comenzaba en casa, y el micro de gira, estacionado en la puerta con todos los músicos y asistentes, era difícil de mantener en silencio. Sobre todo cuando la banda hacía doscientos shows en un año…

Acceso Directo
Por primera vez en palabras, Andy Cherniavsky retrata esos momentos de música, risas, aplausos, giras, escenarios, micros, soledad y muchos peligros, además de sus comienzos como una de las fotógrafas –no solo de rock– más creativas y reconocidas de la Argentina y del mundo.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 07/01/2020
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-6215-1
Disponible en: Libro de bolsillo
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