viernes 29 de marzo de 2024
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«Cultura mainstream», de Frédéric Martel

CULTURA MAINSTREAM

¿Cómo se fabrican los grandes éxitos de taquilla? ¿Qué tienen en común Almodóvar, Oprah Winfrey y las noticias de la cadena de televisión Al Yazira? ¿A qué se debe el predominio de la cultura estadounidense y por qué está ausente Europa en esta gigantesca batalla cultural a escala mundial? ¿Existen las armas nacionales emergentes para el entretenimiento? El libro «Cultura mainstream» intenta respoder estas y otras preguntas acerca del dominio de la cultura de masas en la sociedad. En este adelanto, el rol de la MPAA como instrumentod e presión de Hollywood.

Jack Valenti o el lobby de Hollywood

«Mire aquí. A la derecha de Johnson y de Mrs. Kennedy, esta cara triste y preocupada, aquí abajo a la izquierda, soy yo». Jack Valenti señala con el dedo un rostro, el de un joven moreno, de aspecto tímido, en una gran foto en blanco y negro colocada en un atril. Es él.

Han pasado cuarenta años. Valenti se pasa nerviosamente la mano por su legendaria cabellera blanca y ahuecada. Está moreno y radiante. Tengo ante mí a un gigante de Hollywood con botas de cowboy. Mide 1,70. Estoy en su despacho, en el cuartel general de la MPAA en Washington. La célebre Motion Picture Association of America es el lobby y el brazo político de los estudios hollywoodienses. Tiene su sede en el número 888 de la calle 16, a menos de doscientos metros de la Casa Blanca. Jack Valenti ha presidido la MPAA durante 38 años, de 1966 a 2004.

La foto que me muestra es histórica. A bordo del Air Force One, Lyndon Johnson tiene la mano levantada, Jackie Kennedy está lívida. En ese preciso momento, el 22 de noviembre de 1963, Johnson presta juramento y se convierte en presidente de Estados Unidos. En el fondo de la carlinga, aunque en la imagen no se ve, reposa bajo la bandera de las barras y las estrellas el cuerpo de John F. Kennedy, asesinado dos horas antes en Dallas. Valenti formaba parte del séquito oficial; oyó los disparos y luego fue evacuado por el FBI. Como en una película de Hollywood, ese día para Valenti la pequeña historia y la grande avanzan simultáneamente. Todo se acelera. Al cabo de unas horas, dentro de ese avión, se convierte en consejero especial del nuevo presidente de Estados Unidos.

Delante de mí, aquella mañana en Washington, Valenti se toma todo su tiempo. Quien fuera uno de los hombres más poderosos de Hollywood, el portaestandarte del cine estadounidense en el mundo durante cuarenta años, recuerda su trayectoria. Ahora está jubilado y le gusta hablar de sí mismo. Nacido en 1921 en Texas, Valenti es descendiente de una familia siciliana de clase media que le enseñó a amar a Estados Unidos y a decir, como al principio de la película El padrino de Coppola: «I believe in America». Es la edad de oro de Hollywood y Valenti, que está loco por las películas, trabaja como acomodador en un cine de Houston durante las vacaciones. Es valiente y combate como piloto en un bombardero B-25 durante la guerra, antes de entrar en el MBA de Harvard, gracias a una ley que facilita el acceso a la universidad de antiguos militares. Valenti vuelve luego a Texas para dedicarse a los negocios, concretamente al petróleo, y luego a la prensa. Y allí conoce a Johnson.

Jack Valenti permanece tres años en la Casa Blanca, como consejero especial del presidente, asesor para la política, la comunicación y la diplomacia. Siempre leal. Así aprende en qué consiste el trabajo de hacer lobby al más alto nivel: ¿cómo hacer que el Congreso apruebe las leyes que defiende el presidente? ¿Cómo negociar con los jefes de Estado extranjeros? Valenti coordina para Johnson el trabajo parlamentario de la Casa Blanca, formando coaliciones y concediendo favores. Y la cosa funciona. Algunas de las leyes más audaces de la historia de Estados Unidos en materia social, educativa y cultural, así como la ley decisiva sobre la inmigración que hizo a Estados Unidos más diverso, sin olvidar las leyes más famosas sobre los derechos de los negros, se votaron durante el mandato de Johnson (y no de Kennedy). Valenti se convierte en el «amo del Senado», pero también es muy criticado por quienes no ven en él más que a un «lacayo» de Johnson. El Wall Street Journal se burla de su servilismo.

La fidelidad tiene sus límites. Se va alejando del despacho oval a medida que la guerra de Vietnam ensombrece el prestigio de la administración Johnson y, en 1966, este gentleman patriota acepta ser candidato a la presidencia del poderoso lobby de los estudios de Hollywood. Por primera vez, es propulsado al corazón de la industria del cine, él que lo que conocía sobre todo eran los bastidores de la política.

Jack Valenti se disculpa y contesta a una llamada telefónica que parece urgente. Lo llaman de Hollywood. Siempre ha dirigido la MPAA de esta manera, me dirá su sucesor: a través de innumerables llamadas telefónicas combinadas con entrevistas mano a mano, y no tanto con reuniones formales. No tiene rival para reconciliar al republicano más derechoso con el cineasta más izquierdista. Ahora lo escucho resolver el asunto en pocos minutos, vivaz y enérgico a pesar de sus 82 años, y noto que al reanudar la entrevista reprime su impaciencia, la impaciencia del hombre que siempre tiene prisa, aunque su amabilidad de diplomático trate de disimularlo. Al fin y al cabo soy francés —un huésped que hay que tratar con los miramientos debidos a los enemigos de la MPAA— y Valenti me enseña con orgullo la rosette de comendador de la Legión de Honor que le impuso el ministro de Cultura francés, Jack Lang. Porque al frente de la MPAA, una auténtica representación consular de Hollywood en Washington, Valenti fue el principal embajador y el principal diplomático cultural estadounidense.

En Seúl como en Río de Janeiro, en Mumbai como en Tokio, en El Cairo como en Beijing, la Motion Picture Association (MPA en el extranjero, pues la MPAA pierde su segunda A para no parecer tan americana) vela por los intereses de Hollywood. En todas las ciudades, he visitado a sus representantes, unos soldados abnegados y con frecuencia buenos conocedores del terreno local. Este importante lobby profesional de los estudios nació en 1922, en tiempos del cine mudo, por iniciativa de Louis Mayer (el de la Metro-Goldwyn-Mayer). En la actualidad, la MPAA está dirigida por un consejo de administración compuesto por tres representantes de cada uno de los cinco estudios principales (Disney, Sony-Columbia, Universal, Warner Bros, Paramount y 20th Century Fox). El presidente «ejecutivo» de esa poderosa organización coordina el trabajo de lobby dirigido al Congreso estadounidense y se ocupa de las regulaciones públicas; sigue las negociaciones más delicadas con los sindicatos hollywoodienses y planifica una estrategia de conquista mundial. El lobby actúa en la sombra en el extranjero y a la luz del día en su propio país.

La proximidad entre este organismo sin afán de lucro, oficialmente independiente, y el poder político estadounidense es un secreto a voces. La trayectoria de Jack Valenti lo demuestra. Desde las ventanas de su despacho de Washington, veo la Casa Blanca. Más que un símbolo. Y el Congreso tampoco está muy lejos: «Cuando un parlamentario se mostraba un poco reticente, me presentaba a la cita con Clint Eastwood, Kirk Douglas, Sydney Poitier o Robert Redford —me explica Valenti—. Esto siempre tenía un efecto positivo».

En 2008, tuve ocasión de acompañar a Robert Redford a una comparecencia ante el Congreso. Vi el impacto de su presencia en los senadores estadounidenses, emocionados al poder ver en carne y hueso, bajo la bandera de las barras y las estrellas, al célebre actor de la película Todos los hombres del presidente defendiendo la cultura norteamericana. «He cumplido con mi deber. Toda mi vida, en mis películas, y hoy al frente del Festival de Cine de Sundance, he militado a favor del cine. Y cuando se me necesita, aquí estoy», me dijo Redford en el largo pasillo del Senado, después de la comparecencia, antes de volver a tomar el avión para Los Ángeles.

Jack Valenti es un hombre que sabe lo que quiere. En la década de 1980, para aumentar su influencia, le regala a Ronald Reagan una sala de cine dentro de la propia Casa Blanca. Los estudios de Hollywood contribuyen a escote para que, según la expresión de Valenti, la sala sea state of the art (ultramoderna). También crea un sistema VIP: las películas que pide el presidente, con frecuencia antes del estreno, se le envían inmediatamente desde Hollywood en un avión especial y en versión 35 mm. El presidente Reagan y todos sus sucesores pasarán muchas veladas en esta sala, haciendo que les sirvan perritos calientes y palomitas, como en un verdadero multicine.

Cuando esta labor de lobby en Washington no basta, Valenti recurre al as que guarda en la manga: Los Ángeles y su poder de fundraising (recaudación de fondos). Invita entonces a los miembros influyentes del Congreso o a los asesores de los presidentes a la ceremonia de los Oscar o a comidas de trabajo en su lujosa suite privada del hotel Peninsula en Beverly Hills (el señor Valenti era uno de los lobbystas mejor pagados de Washington, su sueldo anual superaba los 1,3 millones de dólares). «Cuando diriges la MPAA, representas a los estudios, pero también debes trabajar con los independientes, los sindicatos y las sociedades de autores —añade Valenti—. Es como si todos los días estuvieras en campaña electoral para que te eligieran alcalde».

¿Una campaña electoral? Lo que Valenti no dice es que fue uno de los fundraisers políticos más importantes de Estados Unidos. A título personal, o en nombre de los patronos de Hollywood, ha organizado numerosas colectas para financiar las campañas electorales de los candidatos, tanto demócratas como republicanos, que se mostraban favorables a la industria del cine. Ahí reside el secreto del poder que tiene el lobby de la MPAA en Estados Unidos.

A escala internacional, este brazo político de los estudios también se apoya en el Congreso para favorecer la exportación de las películas de Hollywood y, con la ayuda del Departamento de Estado y de las embajadas estadounidenses, presiona a los gobiernos para que liberalicen los mercados, supriman las cuotas de pantalla y los aranceles, y suavicen la censura. Con ello y con una docena de despachos y un centenar de abogados en todo el mundo, la MPAA fomenta en el extranjero determinadas prácticas anticompetencia y concentraciones verticales que en territorio estadounidense están prohibidas por el Tribunal Supremo. En el extranjero, muchas veces se denuncian como «doble vara de medir».

La estrategia internacional de Jack Valenti es con frecuencia discreta. Se apoya en una visión de conjunto de las necesidades de Hollywood. En Italia, por ejemplo, la MPA ha instado a los estudios a invertir en los multicines locales, a crear su propia rama de distribución local y a multiplicar las coproducciones con los italianos. «Es una estrategia de 360 grados —me explica el responsable de la asociación de productores italianos, Sandro Silvestri, entrevistado en Roma—. La MPA y Jack Valenti han sido muy listos al incitar a los estudios a entrar a la vez en la producción, la distribución y la exhibición de películas en Italia. Así, cobran un porcentaje de todo lo que ingresa la industria del cine». Esta táctica global funciona en Europa y en América Latina, pero todavía tropieza con las cuotas de pantalla en China y en los países árabes. Por eso Valenti preconiza en todo el mundo la supresión de la censura y su sustitución por un código ético dictado por la propia industria del cine. Como en Estados Unidos.

«Son los profesionales los que deben fijar las reglas, no los gobiernos —me confirma en su despacho de Washington Jack Valenti—. Y si actualmente no hay censura para el cine en Estados Unidos, es gracias a mí». Es cierto que, en cuanto lo nombraron en 1966, Jack Valenti estableció en nombre de la MPAA un nuevo código, el rating system, para clasificar las películas por categorías en función de su grado de violencia, de desnudos y de sexo (el hecho de fumar en una película fue añadido como criterio en 1997). Fue un golpe maestro. Con este código, Valenti dio un nuevo sentido a las letras G, R y X: una película es «G» si es apta para todos los públicos; «PG», para advertir a los padres de que tengan cuidado; «PG-13», si no es recomendable para un niño de menos de 13 años; «R», si se trata de una película prohibida a los menores de 17 años no acompañados; y por último «NC-17», si es una película terminantemente prohibida a los menores de 17 años y que por lo tanto no puede proyectarse en las salas comerciales (esta última categoría sustituyó en 1990 a la «X»). «Este código ha tenido una influencia considerable en todo el mundo. También es muy americano —me repite Valenti— porque yo quise que fuese Hollywood quien se autorregulase; fue la misma industria la que lo aprobó, y no el gobierno o el Congreso. No es una censura política, sino una opción voluntaria de los estudios». En realidad, el código de clasificación de las películas, que supuestamente se adoptó para proteger a las familias, ha servido sobre todo para preservar los intereses económicos de los estudios, en un momento en que estaban amenazados por el Congreso. Oyendo hablar a Valenti, me acuerdo de la frase de Peter Parker, en Spiderman: «With great power comes great responsability». Y no me equivoco. Valenti añade: «En Estados Unidos, la libertad lleva aparejada la responsabilidad».

Como buen conocedor de la historia de los estudios RKO, Orion, United Artists o incluso de la Metro-Goldwyn-Mayer, Valenti sabe que los estudios son mortales. Protegerlos fue su máxima preocupación. Y, como es lógico, la MPAA fue mucho más allá de su estricta misión de lobby.

Jack Valenti no ve qué es lo que quiero decir. Le pregunto por el calendario, por la fecha de estreno de las películas, que ahora ya es planetario. ¿Hay un acuerdo entre los estudios para evitar hacerse la competencia? No, Valenti no entiende mi pregunta.

En Estados Unidos, los dos periodos cruciales para lanzar una película mainstream son bastante estables: el primero es el verano, entre el Memorial Day (último lunes de mayo) y el Labor Day (el Día del Trabajo, el primer lunes de septiembre). El segundo es el que corresponde a las fiestas de fin de año, entre el Día de Acción de Gracias (el cuarto jueves de noviembre) y Navidad. A ello hay que añadir, en menor medida, las vacaciones escolares, que varían muchas veces de un estado a otro y de una escuela a otra. En esos periodos se estrenan la mayor parte de los blockbusters, como Harry Potter, Shrek, Piratas del Caribe o Avatar. Es menos frecuente que se estrenen en primavera, que es la época más floja de la taquilla estadounidense, cuando los productores no pueden esperar obtener un Oscar en su país y cuando la mayor parte del cine no estadounidense tiende a aumentar en el resto del mundo.

Pero hoy en día las fechas de estreno de las películas ya no son sólo nacionales, y aquí es donde las cosas se complican. Jack Valenti me explica este rompecabezas internacional. Primero está lo que, delante de mí, denomina el domestic box office (la taquilla nacional), que incluye curiosamente, además de Estados Unidos, las entradas de cine vendidas en Canadá, el vecino de América del Norte, que Hollywood considera a efectos económicos como un anexo de su territorio. Pero allí justamente las fechas de estreno son distintas, sobre todo porque la fiesta de Acción de Gracias se adelanta al segundo lunes de octubre y las vacaciones se organizan de otra forma. En México, un país católico, decisivo por su proximidad geográfica, las cosas se complican aún más, porque no celebran Acción de Gracias.

En Europa, que es un mercado crucial para los estadounidenses, el calendario todavía es más complejo habida cuenta de las sensibilidades nacionales, las vacaciones escolares, los días de fiesta, y hasta los partidos del Mundial de fútbol y el clima. En Asia, las fechas ideales para estrenar una película también son diferentes. Para tener éxito en China, hay que estar en las salas el día de San Valentín (14 de febrero), el día de la fiesta nacional china (1 de octubre), el Día del Trabajo o durante el verano. Pero para evitar que las películas estadounidenses dominen el box office chino, la censura prohíbe generalmente las películas extranjeras en esas fechas. En India, lo ideal es que el estreno se produzca el día de la gran fiesta de Diwali en otoño, que es en India lo que la Navidad en Europa. En los países árabes, en cambio, el verano es la época ideal para difundir una película mainstream, y es el momento en que se estrenan generalmente las grandes comedias egipcias. Pero hay que evitar absolutamente el ramadán, que prohíbe programar películas; ahora bien, la fecha del ramadán cambia cada año, y a veces cae en verano. Para tener alguna posibilidad de llegar a un gran público en los países árabes vale más apostar por las fechas clave del final del ramadán (fecha de la ruptura, Aid El Fitr), la fiesta del sacrificio (Aid El Kebir, la fiesta más importante del islam, que marca el final del hadj y en la que se sacrifica un cordero), o más generalmente los fines de semana (que en Arabia Saudí tienen lugar del jueves al viernes por la noche, pero en el Magreb del viernes al sábado por la noche). Una película que se estrene durante el ramadán o en el periodo entre los dos aids tendrá pocas probabilidades de llegar a un gran público. Afortunadamente, como la taquilla de los países árabes no cuenta para Hollywood, el plan de marketing para el estreno de una película estadounidense puede no tener en cuenta esas fechas árabes. «La seasonability de nuestro oficio es un factor clave», me confirmará unas semanas más tarde en Los Ángeles Dennis Rice, uno de los presidentes del estudio United Artists.

En cualquier caso, en vista de ese complejo calendario internacional, la MPAA ha inventado un sistema anticompetencia destinado, en secreto, a permitir que los seis principales estudios se pongan de acuerdo sobre las fechas del estreno nacional e internacional de las películas más mainstream. Si dos blockbusters corren el riesgo de competir entre ellos por estrenarse en las mismas fechas, se programa una reunión de conciliación y uno de los estrenos se retrasa. Estas «ententes» se organizan bajo los auspicios de la MPAA. Jack Valenti me asegura que estas prácticas no han existido jamás.

Dan Glickman se echa a reír. «¡No te enteras, tío!», me lanza Glickman cuando le digo que se ha equivocado de job. Este diputado demócrata por Kansas, que fue ministro de Agricultura con Bill Clinton, sucedió recientemente a Jack Valenti al frente de la MPAA. De la agricultura a la cultura; la trayectoria es sorprendente. Irónicamente, se lo hago observar a Glickman. «Cuando era ministro de Clinton, me ocupaba de las cuotas agrícolas, y especialmente del maíz. Y hoy, como sabes, me ocupo del cine. ¿Y cuál es el elemento básico de la economía del cine? Las palomitas. Antes las cultivaba; ahora las vendo. Del maíz a las palomitas, ¡ya ves que el job siempre es el mismo!». Esta vez, soy yo quien se echa a reír.

Desde la muerte de Valenti en 2007, Dan Glickman lleva él solo las riendas de la MPAA. En su despacho de Washington, donde le entrevisto, se muestra a la vez como un fiel heredero de Valenti y como su antítesis, elude pocas preguntas, es franco y directo. El nuevo patrón de la MPAA, que nació en Kansas en una familia de inmigrantes judíos ucranianos y que fue elegido al Congreso, donde se especializó en las cuotas agrícolas y las barreras arancelarias internacionales (también fue presidente de la comisión parlamentaria de control de los servicios secretos estadounidenses en el Senado), se toma a sí mismo menos en serio que su predecesor. Es discreto, sin un ego demsiado fuerte, al contrario que Valenti, que era cálido y un poco vocinglero, con lo que en Estados Unidos se llama un «Texas-sized ego» (un ego del tamaño de Texas). Glickman parece preocupado, incluso ansioso; compensa esa tensión con una apariencia relajada, con una ética del trabajo y sobre todo con un gran sentido del humor, del que hace gala conmigo.

Dan Glickman conoce el perímetro de su imperio. Desde principios de la década de 1990, las industrias del entertainment ocupan la segunda posición en las exportaciones estadounidenses, detrás de la industria aeroespacial. Como el mercado del cine está estancado en Estados Unidos y los costes de producción aumentan, los estudios se ven abocados a adoptar una estrategia comercial planetaria. En este aspecto, Glickman puede sentirse optimista, ya que el box office internacional de Hollywood está aumentando considerablemente (se ha incrementado en un 17 por ciento entre 1994 y 2008). Glickman sabe además que ese mercado global es extraordinariamente heterogéneo: Hollywood difunde sus películas en 105 países aproximadamente, pero en lo que a beneficios se refiere cuenta esencialmente con ocho: Japón, Alemania, Reino Unido, España, Francia, Australia, Italia y México (por orden de importancia, de media, sin contar Canadá). Estos ocho países representan ellos solos alrededor del 70-75 por ciento de la taquilla internacional de Hollywood.

Pero Glickman ya está pensando en el paso siguiente. No le ha pasado desapercibido el incremento constante, estos últimos años, de las exportaciones de películas a Brasil y Corea. Por eso ha multiplicado los viajes a México, Seúl y São Paulo, así como a Mumbai y Beijing. Piensa en los países emergentes, donde los beneficios de Hollywood conocen actualmente una progresión de dos dígitos. Por ahora, el número de entradas aumenta más rápidamente que el de ingresos en dólares, pero ahí es donde está el futuro de Hollywood. Glickman sabe que pronto tendrá que contar menos con los mercados maduros, como Europa, que con los recién llegados al G20, los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y otros países del ASEAN (los países del sudeste asiático). Recientemente la taquilla china y rusa de la película Avatar ha superado a las de la mayor parte de países europeos. Está emergiendo una nueva cartografía mundial del mercado del cine estadounidense.

Al mismo tiempo, Glickman sabe que su optimismo tiene un límite. Los estudios hollywoodienses corren el riesgo de convertirse en simples «activos no estratégicos» para conglomerados multinacionales como Sony. A los monopolios, ayer bien regulados en Estados Unidos, hoy ya no se les pone freno; con Reagan se autorizó a los estudios a comprar redes televisivas e incluso —algo que el Tribunal Supremo había prohibido desde 1948— a poseer salas de cine. Y encima hay que contar con la piratería, que para Glickman y la MPAA es una obsesión. Con los DVD, algunos mercados como China rozan el 95 por ciento de copias ilegales; la situación aún se ha deteriorado más con Internet, que permite bajarse cualquier película antes incluso de que se estrene en Estados Unidos. Por último, hay que tener en cuenta la actual escalada de costes en Hollywood. Hoy, el apartado «maquillaje» de una película puede llegar a superar los 500.000 dólares. Hay que ver lo caros que están los lápices de labios.

Dan Glickman sopesa ante mí los puntos fuertes y los puntos débiles de Hollywood. Son las estrellas sobre todo las que constituyen el corazón de esta compleja ecuación económica. Sólo un pequeñísimo número de actores —principalmente Johnny Depp, Brad Pitt, Matt Damon, Tom Cruise, Tom Hanks, Leonardo DiCaprio, Nicole Kidman, Julia Roberts, Harrison Ford, George Clooney, Will Smith— puede permitir que una película se estrene en todo el mundo. El caché de estas estrellas representa una parte cada vez mayor del presupuesto de las películas, sobre todo porque en general significa un porcentaje de los beneficios. El dilema es el siguiente: lanzar una película internacionalmente sin un nombre importante comporta un riesgo demasiado grande; pero lanzarla con una estrella mundialmente conocida implica un coste desorbitado.

La MPAA al asalto de América Latina

En Brasil, el hombre fuerte de la MPA se llama Steve Solot. Desde Río de Janeiro, coordina la acción de los estudios en el conjunto de América Latina. «Para la MPAA, América del Sur no cuenta en términos de taquilla, pero cada vez es más importante en términos de influencia y de número de entradas vendidas —me explica Steve Solot en Río—. La cuota del cine estadounidense en el box office brasileño supera el 80 por ciento, como ocurre a menudo en América Latina. E incluso en el otro 20 por ciento no hay que olvidar que muchas películas brasileñas son coproducciones con Estados Unidos. En total, superamos pues el 85 por ciento». La oficina de la MPA en Río analiza la evolución del mercado cinematográfico, de la televisión y del cable, lucha contra la piratería en Internet y vela para evitar todas las cuotas protectoras de la industria brasileña.

Desde esta base, se vigila toda América Latina: cuando México intentó aplicar unas cuotas de pantalla para proteger su industria, Steve Solot se instaló en Ciudad de México para coordinar una estrategia contraofensiva. Con el apoyo en Washington de Jack Valenti y del Congreso estadounidense, la MPA logró hacer fracasar el proyecto de ley mexicano y anular esas cuotas de pantalla. «Los estadounidenses han sido muy hábiles. Han llevado una doble ofensiva: primero ante el gobierno mexicano, en nombre del TLCAN, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y luego haciendo lobby sobre el terreno con los dueños de las salas, como yo, para movilizarnos contra las cuotas. A los mexicanos les gustan los blockbusters estadounidenses, es un hecho. Con las cuotas, habría bajado nuestro volumen de negocio. Por eso luchamos contra las cuotas de pantalla», me explica el mexicano Alejandro Ramírez Magaña, director general de la importante red de salas Cinépolis, al que entrevisté en México.

Durante mucho tiempo, la MPA estuvo representada en América del Sur por Harry Stone. Jack Valenti: «Era una especie de oficial de caballería británico, alto y con bigote, perfectamente bilingüe en español y en portugués. Cualquiera que fuese el presidente de Brasil, Harry era amigo suyo». (No conocí a Stone, que falleció a finales de la década de 1980).

En Río, le pregunto a Steve Solot por su predecesor: «Durante cuarenta años, Harry Stone hizo lobby al estilo antiguo: alta diplomacia y reuniones mundanas. Conocía a todos los presidentes de todos los países de América del Sur. Daba fiestas suntuosas con caviar y champán francés en las embajadas y consulados de Estados Unidos. En una época en que las películas estadounidenses tardaban varios meses en llegar aquí, la élite brasileña o argentina estaba ansiosa por ver en preestreno 2001: una odisea en el espacio, El padrino o Taxi Driver». La estrategia consistía entonces en promover los valores y la cultura estadounidenses en América Latina para fomentar el comercio.

Alberto Flaksman, de la agencia gubernamental de promoción del cine brasileño, me confirma el papel determinante que desem peñó Harry Stone en América Latina: «Harry era un homosexual notorio, pero estaba casado con una dama brasileña de la alta sociedad. Como presidente de la MPA para América Latina, invitaba a grandes recepciones a los banqueros, a la jet set, a los hombres de negocios, a las familias de la buena sociedad, pero también a los militares de la dictadura, lo cual daba a las fiestas un ambiente un poco viscontiniano. En la década de 1970, la MPA trabajaba bien bajo la dictadura en Brasil, bajo Pinochet en Chile, aunque lo tuvo más difícil en Argentina con Perón, que era muy antiestadounidense. Al mismo tiempo, Harry Stone frecuentaba poco a las celebridades del cine latinoamericano; le parecían demasiado izquierdistas o demasiado nacionalistas. Sin su apoyo, pero sí con el de los dictadores, lanzaba las películas de Hollywood destinadas a tener éxito, y efectivamente lo tenían. A la oligarquía brasileña o chilena le gustaba el cine estadounidense, y siempre se vendió a la MPA». Esa complicidad con los poderes locales permitió a la MPA obtener ventajas para la difusión de las películas estadounidenses, por ejemplo la supresión de tasas a la exportación sobre las copias de las películas, un tipo de cambio más favorable para repatriar los ingresos por taquilla a Estados Unidos y a veces, cuando existían, la no aplicación de las cuotas de pantalla nacionales.

En Río de Janeiro, Buenos Aires, México e incluso Caracas he conocido a representantes de la MPA que defienden el cine estadounidense. La mayor parte de las veces, son sudamericanos que gestionan las redes de distribución a favor de los blockbusters de los estudios. ¿Por qué lo hacen? «Por dinero —me contesta Alberto Flaksman en Río—. Es un poco como la Coca-Cola: vayas donde vayas, en todo el mundo, en el pueblo más pequeño de Asia o de África, encontrarás una botella fresca de Coke. Localmente, la mayoría de esos distribuidores de películas no son estadounidenses. Aquí, son brasileños y no promueven el cine estadounidense por razones ideológicas, sino simplemente por interés comercial». Estos representantes locales trabajan a menudo para varias majors hollywoodienses a la vez. Los estudios no se hacen la competencia en América Latina, sino que se apoyan. Existen acuerdos de distribución entre Disney y la 20th Century Fox, entre Warner y Columbia, y sobre todo entre Viacom y Universal, que incluso gestionan juntas algunas salas en Brasil. Las leyes que protegen la libre competencia en Estados Unidos no se aplican en América del Sur. Alberto Flaksman suspira: «Y frente a esta formidable máquina de guerra, nosotros, los sudamericanos, estamos muy divididos. No tenemos ninguna red de distribución común. Y ni siquiera un cine “latino” que defender».

En México, Jaime Campos Vásquez tiene una historia muy particular. «Soy peruano y, durante veinticinco años, he trabajado para los servicios secretos peruanos. Hoy aquí estoy luchando contra la piratería para la MPA», me dice de entrada, en español (curiosamente, Vásquez no habla inglés). Lo conocí en la sede de la MPA en México. Elegantísimo, con una corbata de rombos malva estilo Vasarely, un reloj de oro espectacular y el pelo lacado y repeinadísimo, Jaime Campos Vásquez es un personaje inclasificable y, contrariamente a lo que cabría esperar, simpático. «Veinticinco años en los servicios secretos es mucho tiempo», repite riendo, contento del efecto que produce, mostrándome con insistencia su pelo blanco. Adivino, detrás de la jovialidad, a un hombre temible. «La piratería de las películas es como un crimen, pero más light —me dice—. Aquí en México es un comercio ilegal apoyado por el crimen organizado, por las redes mafiosas. Trabajamos con la policía local y con las aduanas, y mi experiencia en los servicios secretos me ayuda mucho para el análisis de la información, la investigación y la inteligencia tecnológica».

Le pregunto si no hay una contradicción en trabajar para los estadounidenses. Vásquez sonríe: «No tengo ningún problema en trabajar para los gringos. Yo lucho contra todas las falsificaciones y contra la economía sumergida ilegal. Todo lo que debilite al crimen organizado en América Latina es positivo. Estamos a favor de la tolerancia cero». Titubea, vuelve a enderezarse en su sillón, y luego prosigue, visiblemente incómodo por tener que oír a un francés reprochándole que trabaje para los gringos: «Aquí en México, sabrá usted que el cine le debe mucho a los estadounidenses. Hace unos quince años, ya no quedaban salas, no había películas. Hoy se construye un nuevo multicine cada día y hay el doble de salas en México que en Brasil, siendo la población la mitad. Todo eso es gracias a los blockbusters de Hollywood, que permiten que el cine vuelva a ser rentable y que el público vuelva a las salas. Y los estadounidenses fomentan y financian también la producción local. Forman a los cineastas hispanos en sus universidades y les dan una oportunidad en Los Ángeles. Hoy el cine mexicano está renaciendo» ,

 

Cultura maintream
¿Por qué triunfan Avatar, Shakira, Spielberg, Mujeres desesperadas, Slumdog Millionaire, Disney, Michael Jackson o MTV? ¿Cómo se fabrican los best sellers, los discos superventas y los grandes éxitos de taquilla? ¿A qué se debe el predominio de la cultura estadounidense y por qué está ausente Europa de esta gigantesca batalla cultural a escala mundial? Para responder a estas preguntas, el sociólogo y periodista Frédéric Martel ha llevado a cabo una ambiciosa investigación de más de cinco años por treinta países, entrevistando a mil doscientas personas en todas las capitales del entertainment, de Hollywood a Bollywood, de Tokio a Miami, del cuartel general de Al Yazira en Qatar a la sede del gigante Televisa en México. Y su conclusión es inquietante: la nueva guerra mundial por los contenidos ha comenzado. En el corazón de esta lucha: la cultura mainstream, originalmente diseñada y comercializada por potentes industrias del entretenimiento en Estados Unidos que extienden su influencia hasta el último rincón del planeta gracias a productos cuyas estrategias de creación y difusión resultan fascinantes. A la vez, nuevos países emergen con sus medios de comunicación y sus propias diversiones masivas. Internet multiplica su poder. Todo se acelera. En India, en Brasil o en Arabia Saudí se compite por dominar la web y ganar la batalla de la influencia cultural. Se quiere controlar las palabras, las imágenes y los sueños. Este libro cuenta esta guerra global de la cultura. Y explica lo que hace falta hacer para gustar a todo el mundo... en todo el mundo.
Publicada por: Taurus
Fecha de publicación: 04/23/2014
Edición: Primera edición
ISBN: 9788430608034
Disponible en: Libro de bolsillo
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