martes 16 de abril de 2024
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«Historia alternativa del siglo XX», de John Higgs

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Creemos saberlo todo sobre el siglo xx, con ese eje narrativo épico y geopolítico que recorre la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín. Pero por alguna razón ese relato, observa Higgs, «no logra explicarnos el paso al mundo actual, en el que nos encontramos a la deriva en un sistema de vigilancia constante, con una competencia insostenible, entre tsunamis de datos banales y oportunidades extraordinarias».

Es tiempo de una nueva perspectiva histórica. Con John Higgs como guía, nos salimos del camino trazado, paseamos por algunos de los más curiosos senderos del siglo xx y, así, descubrimos nuevas claves para entender el mundo de hoy. Nos acompañan en este periplo algunos de los más radicales artistas, científicos y locos de su tiempo, que nos ayudan a entender en qué medida el cubismo, la física cuántica, el posmodernismo y la teoría del caos, lejos de ser horrorosos conceptos abstractos, fueron en realidad grandes señales que nos condujeron al mundo en que vivimos.

Brillante, original y con un reparto que incluye a genios como Einstein o Picasso y a tipos infames como Keith Richards o Timothy Leary -el evangelista de la psicodelia-, este libro explora lo que hay de verdaderamente nuevo, inesperado y radical en el siglo xx, y nos revela cómo un mundo de imperios pasó a ser un mundo de individuos.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Resulta que tengo al señor McLuhan aquí mismo

Si uno quiere comprender el posmodernismo, debería pasar unas horas jugando al Super
Mario Bros., un videojuego diseñado en 1985 por el japonés Shigeru Miyamoto para Nintendo.

En Super Mario Bros., el jugador controla a un fontanero italiano y bigotudo que se llama Mario. El trabajo de Mario es atravesar el Reino Champiñón para rescatar a la Princesa Peach, que ha sido secuestrada por Bowser, el monstruoso rey de los koopas, unos seres con aspecto de tortuga. Hay que decir que nada de esto tiene sentido.

Super Mario Bros. es una combinación de elementos que no encajan en ningún sistema de categorías que no sea la lógica del propio juego. Los reinos fantásticos están muy bien, pero no suelen ser el patio de recreo de los fontaneros italianos. Del mismo modo, la combinación de los elementos que Mario se va encontrando a lo largo del juego, desde balas gigantes hasta plantas que escupen fuego desde sus tiestos, no se prestan a un análisis lógico. No resulta necesario buscar un sentido oculto en el simbolismo de Super Mario Bros., porque no lo tiene. El personaje de Bowser, por ejemplo, al principio iba a ser un buey, pero se convirtió en una tortuga monstruosa porque el dibujo original de Miyamoto parecía más una tortuga que un buey. El propio Mario también surgió más o menos por azar. Había aparecido originalmente en el juego Donkey Kong, y era conocido como Jumpman, porque era un hombre que saltaba. Más adelante fue bautizado como Mario. Se trataba de una broma privada, en honor del propietario que le alquilaba un almacén a la división norteamericana de Nintendo. La Princesa Peach fue rebautizada Princesa Toadstool para la versión estadounidense del juego, sin que mediara ninguna razón importante para ello.

Nada de esto afectó al éxito del juego. Lo que importaba era que cada uno de los elementos resultaba divertido en sí mismo. Probablemente este sea el aspecto más reconocible del posmodernismo: un conjunto de formas que no guardan relación alguna y que se juntan con la esperanza de que funcionen cada una a su manera. La posibilidad de que una autoridad externa pueda opinar o afirmar que algunos de dichos elementos encajan pero otros no ha sido firmemente rechazada.

Otro rasgo del posmodernismo que tiene relación con esto es lo que los teóricos llaman jouissance, un término que significa «goce», y que se refiere al «placer del juego» pero también tiene una carga transgresora y sexual. El arte posmoderno no se avergüenza de juntar un montón de elementos dispares y desconectados, sino que disfruta al hacerlo. Obtiene un verdadero placer de hacer algo que no es lo que se supone que hay que hacer. Un buen ejemplo de goce posmoderno puede encontrarse en los discos británicos de música de baile de finales de la década de 1980, como Pump Up The Volume, de MARRS, o Whitney Joins The JAMs, de The Justified Ancients of Mu Mu. Se trata de discos hechos por músicos que acababan de descubrir los samplers y estaban explorando lo que podían hacer con ellos. Se lo estaban pasando bomba jugando y juntando toda clase de grabaciones sonoras.

Una tercera característica posmoderna es que el resultado del juego es objeto de una producción en masa. Super Mario Bros. está hecho a partir de un código fuente, y ese código fuente se copia para crear cada ejemplar de la obra. No es que haya una única versión «auténtica » del juego y las demás sean imitaciones inferiores. El código fuente creado en el ordenador de Shigeru Miyamoto, desde el momento en que dio por terminado el juego, no tiene ninguna marca que lo señale como más auténtico que una destartalada copia de segunda mano que uno pueda encontrar en un mercadillo de Utrecht. El estatus de las copias idénticas de una obra de arte ha sido un tema candente en el mundo del arte desde que en 1936 el crítico alemán Walter Benjamin publicó su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Para los posmodernistas, ese debate había concluido. Todas las copias producidas en masa de Super Mario Bros. eran intrínsecamente igual de buenas, y eso no podía cambiar por mucho que uno tuviera la esperanza de encontrar un aura mágica en la copia original del artista.

Un cuarto factor importante es que el juego es plenamente consciente de ser un juego. Super Mario Bros. no intenta esconder las convenciones formales, sino que las pone de manifiesto con regularidad, cosa que no sucede en juegos como el ajedrez o el tenis. Si el jugador encuentra y recoge un champiñón verde y naranja conocido como «1-Up», recibirá una vida extra, por lo que aumentará la duración del juego. De un modo similar, el juego está salpicado de recompensas, poderes y otros elementos habituales en estos juegos que afectan al desarrollo de la partida y que solo tienen sentido en el contexto de un videojuego.

Esta autoconciencia del posmodernismo suele aparecer en las películas, la televisión o el teatro. Un ejemplo de ello es la película Annie Hall, estrenada por Woody Allen en 1977. El personaje que interpretaba Allen lograba ganar una discusión con un santurrón aburrido en la cola de un cine haciendo que apareciera en pantalla el teórico de la comunicación Marshall McLuhan. En este momento, Allen se gira hacia la cámara y, dirigiéndose al público, exclama: «¡Tío, ojalá la vida fuera así!». Al hacerlo, está reconociendo la artificialidad de la situación: que es un personaje de una película hablando a la cámara para decirles algo a quienes vayan a verlo al cine en un momento futuro.

Las situaciones posmodernas como esta no son tan frecuentes en las artes narrativas, porque dichas artes se basan en el pacto de ficción, por el cual el lector deja de lado su incredulidad para poder entrar en la obra. Son, en cambio, bastante comunes en el género de la comedia, como en las obras del grupo cómico británico Monty Python. En la secuencia final del episodio dedicado a la Inquisición española, perteneciente a su segunda serie para televisión, aparecen tres miembros de la Inquisición que llegan tarde a un sketch en el que tenían que aparecer. Cuando se dan cuenta, se dan prisa y se suben a un autobús para ir más rápido. Saben que se están quedando sin tiempo porque los créditos finales comienzan a aparecer sobre ellos. Al final llegan al sketch en el preciso momento en que termina el programa.

Otro aspecto posmoderno de Super Mario Bros. es que cada vez que se juega, el juego es distinto. No hay una única versión auténtica, y por lo tanto, no hay una «intención del autor» que permita comprender correctamente la obra de Miyamoto. Algunos usuarios incluso llegan a modificar el código fuente para crear diferentes versiones del juego, conocidas como mods. En el mundillo de los videojuegos, esto se considera una práctica totalmente válida.

Los posmodernistas han interiorizado sólidamente la idea de Duchamp de que cuando distintas personas leen un libro o ven una película, sus percepciones de la obra son diferentes. Hay muchas interpretaciones de una obra, y no puede justificarse de ninguna manera que un punto de vista particular sea el «verdadero», ni aunque se trate del punto de vista del autor. La gente puede encontrar valiosa una obra interpretándola de un modo que al autor no se le ha ocurrido nunca.

Por último, el juego trasciende las categorías de arte culto y arte popular, ya que es las dos cosas al mismo tiempo. Cuando apareció Super Mario Bros., en 1985, los críticos culturales lo habrían considerado arte popular, si hubieran sabido de su existencia. En aquella época, los videojuegos se veían como algo bobo y ruidoso para niños, y tuvieron que pasar algunas décadas antes de que se escucharan las voces que afirmaban su validez cultural. Sin embargo, en 2005, la página web IGN calificó a Super Mario Bros. de «mejor juego de todos los tiempos»2. Es difícil decidir si un entretenimiento bobo para niños que es considerado la cumbre de una forma artística reconocida pertenece al mundo de la alta cultura o al arte popular.

Monty Python es un buen ejemplo de que la cultura posmoderna se siente muy cómoda siendo profunda y superficial al mismo tiempo. Su Partido de fútbol entre filósofos mostraba un encuentro entre los principales filósofos de Alemania y la antigua Grecia. Como buena parte de sus obras, esta era a la vez tonta e ingeniosa. Así comenta el partido el locutor encargado de la transmisión: «Hegel está argumentando que la realidad es meramente una serie apriorística de éticas no naturales, Kant sostiene por medio del imperativo categórico que ontológicamente solo existe en la imaginación, y Marx afirma que fue fuera de juego».

No es nada polémico asegurar que Shigeru Miyamoto es el diseñador de videojuegos más importante que ha habido. Su influencia en este campo puede compararse a la de Shakespeare en el mundo del teatro o la de Dickens en el de la novela. Su obra, como las de Dickens y Shakespeare, combina un atractivo para un público mayoritario con un nivel de creatividad sin parangón, que lo coloca muy por encima de sus colegas. No estoy sugiriendo que los videojuegos sean similares a las novelas o a las obras de teatro. Un juego no intenta emular la comprensión de la complejidad de la naturaleza humana que logran estas disciplinas artísticas en sus mejores obras. Es un intento de crear un estado de «flujo» en el jugador. El jugador reacciona ante lo que sucede en la pantalla, y su forma de reaccionar altera eso que sucede. Esto crea un bucle de retroalimentación continuo entre el juego y el jugador. Como en tantas otras cosas surgidas en el siglo )), la relación entre lo observado y el observador es fundamental.

Para Miyamoto y el público que disfrutaba de sus creaciones, por supuesto, estas consideraciones no tenían ninguna importancia. La distinción entre arte culto y arte popular no era más que una excusa carente de sentido para buscar una validación externa. El posmodernismo no reconocía la autoridad de ningún marco de referencia externo. Los conceptos como «arte culto» y «arte popular», o «artístico » y «no artístico», eran proyecciones que hacían sobre las obras los críticos o los galeristas en su propio beneficio. No eran cualidades intrínsecas de la obra. Lo único que importaba en los juegos como Super Mario Bros. era que fuera bueno en sí mismo.

 

El hecho de que un juego como Super Mario Bros. funcionara con pleno sentido para un público de niños muestra que la población en general podía aceptar el posmodernismo y asumirlo, cosa que nunca pudo hacer con el modernismo.

El capitalismo tampoco tenía nada que objetar al posmodernismo. Una prueba de ello es la reacción del mundo del arte ante el rechazo posmoderno de la distinción entre arte culto y arte popular. Esta reacción se manifestó, por ejemplo, con la aceptación del artista pop estadounidense Roy Lichtenstein, que tomaba viñetas de cómics vulgares y los copiaba en grandes lienzos. Los galeristas no se preocuparon en absoluto por el hecho de que Lichtenstein estuviera vulnerando derechos de autor, sino que consideraron que sus cuadros eran obras de arte importantes y las imágenes de los cómics que plagiaba descaradamente no lo eran. Algunas de sus obras, como Chica dormida, de 1964, o Veo la habitación entera… ¡y no hay nadie dentro!, de 1961, se han vendido por más de 40 millones de dólares. Desde el punto de vista del negocio del mundo del arte, esto es una excelente noticia. Los galeristas, entretanto, siguen pensando que los cómics originales que estas obras plagiaban carecen completamente de valor, o son solo algo curioso, algo que ha ganado interés debido a lo que Lichtenstein ha hecho con ellos. Los artistas de cómic, como es lógico, no se sienten muy felices al respecto.

Pero si el público y el establishment comercial están tan satisfechos con el posmodernismo, ¿por qué es un movimiento que despierta tanto odio? A comienzos del siglo ))*, no es fácil encontrar a alguien que tenga algo bueno que decir sobre el posmodernismo. El propio término se ha convertido en un insulto, un insulto que niega la necesidad de hacer una crítica más amplia; en cuanto algo se ha tachado de posmoderno, por lo visto, puede ser rechazado sin más.

El posmodernismo, como sugiere la palabra, fue lo que llegó después del modernismo. La palabra «moderno» viene del latín modo, que significa «ahora». Post significa «después», por lo que «posmodernismo » significaría «después de ahora». El término «modernismo» quizá no fuera una etiqueta particularmente útil para la cultura vanguardista de comienzos del siglo XX, pero era muy descriptiva comparada con su sucesora.

Tampoco resulta de gran ayuda el hecho de que el término «posmoderno » se haya empleado en un sentido tan amplio. Los muebles de la década de 1980 que parecían haber sido ideados por diseñadores bajo los efectos de la cocaína eran posmodernos. Los cómics en los que aparecían personajes que descubrían que formaban parte de un relato de ficción eran posmodernos. La arquitectura desmañada y tímida de la década de 1970 también era posmoderna. Desde El nombre de la rosa, de Umberto Eco, hasta los vídeos pop del grupo New Order, y desde las esculturas de Jeff Koons hasta la serie de dibujos animados Danger Mouse, todo era posmoderno, lo cual generó la sospecha de que el término no tenía sentido. Muchos de los intentos que se han hecho por definirlo también dan esta impresión.

El motivo por el que en la actualidad se rechaza el posmodernismo tiene que ver con su relación con la academia. Se puede decir que el romance entre la academia y el posmodernismo no terminó bien.

Al principio, su relación era muy prometedora. La academia de la posguerra reconoció con rapidez el posmodernismo y dijo muchas cosas sobre él. Pensadores importantes dedicaron su atención a este fenómeno y lo relacionaron con movimientos como el estructuralismo, el posestructuralismo y la deconstrucción. El posmodernismo comenzó a generar un gran debate intelectual, sobre todo en el ambiente académico estadounidense. Algunos filósofos franceses, como Michel Foucault y Jacques Derrida, llegaron a ser muy influyentes. Sin embargo, a medida que este proceso avanzaba, comenzaron a surgir dudas. Para empezar, no estaba claro qué utilidad tenía todo ese diálogo posmoderno; no parecía producir nada sólido. Existía la sospecha de que careciera de sentido. En un momento inicial, muy pocos expresaron dicha sospecha por miedo a parecer ignorantes, pero poco a poco se fue volviendo difícil pasar por alto el hecho de que una gran parte del discurso académico posmoderno era deliberadamente oscuro, ininteligible y pretencioso.

La situación llegó a un punto crítico en 1996, cuando Alan Sokal, un físico de la Universidad de Nueva York, envió a la revista académica posmodernista Social Text un artículo titulado «Transgredir los límites: Hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica». El artículo afirmaba que la realidad era «un constructo social y lingüístico » y que el desarrollo de una ciencia posmoderna proporcionaría «un poderoso apoyo intelectual al proyecto político progresista ». Sokal se estaba burlando de la idea deconstruccionista de que la ciencia era un «texto» construido socialmente y que, por lo tanto, estaba abierto a distintas interpretaciones, argumentando que incluso las leyes de la física podían ser lo que quisiéramos que fueran. En esencia, se trataba de una travesura, y el artículo era voluntariamente absurdo y carente de significado. Pero el equipo editorial de Social Text no lo vio así; sus miembros pensaron que era la clase de artículo que estaban buscando y decidieron publicarlo.

En circunstancias normales, la broma de Sokal se habría considerado un ataque al mundo de las publicaciones académicas. El error de juicio de los editores de la revista era, irónicamente, el tipo de cosa del que no paraban de hablar los deconstruccionistas cuando argumentaban que la ciencia era un texto social. Pero gracias a la gran ansiedad que rodeaba al posmodernismo académico, la broma de Sokal se vio como un golpe mortal no para las revistas académicas, sino para el propio posmodernismo.

Tras la broma de Sokal, los filósofos no tardaron mucho en abandonar el posmodernismo, como puede verse en los obituarios críticos que se publicaron tras la muerte, en 2004, de Derrida, el pensador francés fundador de la deconstrucción. El titular del New York Times decía: «Jacques Derrida, teórico obtuso, muere a los 74 años»3. Podría haberse pensado que una figura tan influyente sería tratada con un poco más de respeto al morir, pero para entonces el mundo de la filosofía se sentía profundamente avergonzado de la fase posmoderna en la que había entrado tras la Segunda Guerra Mundial y quería distanciarse al máximo de ese sentimiento de vergüenza.

El problema era que en el posmodernismo no había ninguna manera de distinguir lo significativo de lo carente de significado. Como resultado de esto, era posible hacer una carrera académica a base de parecer inteligente, aunque uno no lo fuera. En un texto publicado en Nature en 1998, el biólogo inglés Richard Dawkins aporta el siguiente ejemplo de discurso posmoderno evidentemente carente de sentido: «Podemos ver con claridad que no hay ninguna correspondencia bi-unívoca entre los vínculos lineales de significado, o archi-escritura, dependiendo de los autores, y esta catálisis maquínica multirreferencial y multidimensional. La simetría de la escala, la transversalidad, el carácter pático no discursivo de su expansión: todas estas dimensiones nos apartan de la lógica del centro excluido y nos reafirman en nuestro rechazo del binarismo ontológico que ya hemos criticado»4. Tras unas cuantas décadas de esta clase de cosas, los filósofos ya habían tenido suficiente. Es comprensible que cualquiera que hubiera pasado su vida profesional leyendo textos como este se apresurara a enterrar el posmodernismo en cuanto Sokal lo derribó.

Para los académicos, el posmodernismo era como las arenas movedizas. Una vez que uno se metía en él, era casi imposible salir. Cuanto más se esforzara por hacerlo, más profundamente se hundiría. Además, daba la sensación de ser inherentemente engreído y autocomplaciente. A modo de ejemplo, podríamos pensar en la forma en que este capítulo ha empleado un videojuego antiguo para explicar el posmodernismo. Esto es algo sumamente posmoderno. Se trata de un caso de conceptos aparentemente desvinculados que se juntan con la esperanza de que funcionen, evitando las etiquetas de la alta cultura y la cultura popular. Y ahora, este capítulo ha empezado a comentarse a sí mismo, lo cual muestra su autoconciencia. Este despliegue de autoconciencia demuestra, ante todo, lo que este párrafo trataba de explicar, lo cual lo convierte en una justificación de sí mismo, lo cual, a su vez, lo vuelve aún más posmoderno y, de este modo, se valida todavía más a sí mismo. Es fácil entender por qué el posmodernismo resulta tan irritante para la gente.

Tal vez la academia y el posmodernismo sean esencialmente incompatibles. El posmodernismo negaba que hubiera un marco de referencia externo que pudiera validar sus obras, y sin embargo, en eso precisamente consiste la academia: en un sistema para categorizar y comprender el conocimiento en relación con una rígida estructura externa. El rechazo posmoderno de los marcos de referencia externos daba a entender que había defectos en los cimientos de la academia. Esto colocaba a la academia en una posición incómoda, del mismo modo en que el Teorema de Incompletitud de Gödel colocaba en una posición incómoda a los matemáticos que tenían una mentalidad lógica. En tales circunstancias, resulta muy comprensible que lo que en un momento dado era ortodoxo pasara a convertirse en un insulto a gran velocidad.

Pero fuera de la academia, el posmodernismo continuó extendiéndose, completamente indiferente a los escándalos que provocaba. Uno de los campos en los que se puede ver su influencia es el de la religión y la espiritualidad. Como ya hemos señalado, el modelo espiritual de subordinación a un amo que proporcionaba protección y amenazaba con el castigo había sido socavado por el individualismo. Se estaban buscando modelos sustitutos y, teniendo en cuenta el ambiente cultural del momento, dichos modelos solo podían ser extremadamente posmodernos.

 

Durante las décadas de 1960 y 1970, era difícil no pensar que la humanidad estaba a punto de entrar en una gloriosa nueva era [New Age]. Esta idea se expresaba sucintamente al comienzo del espectáculo Hair: The American Tribal Love-Rock Musical [Cabello: El musical tribal americano de amor y rock], con el que Broadway trató de captar el espíritu de finales de la década de 1960. La primera canción de la obra se llamaba «Aquarius» [Acuario], y celebraba el inicio de la Era de Acuario, haciendo referencia al hecho de que la constelación astrológica que hay detrás del sol naciente va cambiando lentamente con el tiempo. Se tarda 2.150 años en pasar de una constelación a otra. El siglo XX había comenzado hacia el final de la Era de Piscis, que había coincidido con la era cristiana, lo cual era muy adecuado para una constelación cuyo símbolo es el pez. Muy pronto comenzaría la Era de Acuario, y había gente que pensaba que esto era importante desde el punto de vista espiritual. Carl Jung también lo pensaba. Escribió que 1940 «es el año en que nos acercamos al meridiano de la primera estrella en Acuario. Es el terremoto premonitorio de la nueva era».

Esta era la idea que celebraban en Hair. La canción inicial comenzaba afirmando que la Luna estaba en la séptima casa y Júpiter se había alineado con Marte, lo cual anunciaba un periodo de amor y paz. El panorama parecía bastante bueno. Por desgracia, todo esto era un absoluto sinsentido. Como ha señalado el astrólogo Neil Spencer, Júpiter se alinea con Marte cada pocos meses y la Luna pasa por la séptima casa todos los días.

Estas primeras frases de «Aquarius», por lo tanto, nos pueden dar mucha información sobre el movimiento New Age. Era enormemente positivo y creativo, resultaba fresco y excitante y sus representantes eran personas jóvenes, hermosas, apasionadas y vestidas de un modo extravagante, y además no tardaban mucho en desnudarse. Pero lo que decían no resistía el menor análisis.

El movimiento New Age no destacó por tener una base sólida y, como el posmodernismo, suele ser objeto de burla por este motivo. Sin embargo, desdeñar un movimiento espiritual con el argumento racional de que contiene inexactitudes fácticas es, en cierto sentido, una muestra de que no se ha entendido nada. Las religiones y la espiritualidad son mapas de nuestro territorio emocional, no de nuestro intelecto. La fe cristiana, por ejemplo, emplea un crucifijo como su principal símbolo. La crucifixión era uno de los métodos de tortura más horribles en la Edad de Hierro, y el icono de la cruz representa un sufrimiento inimaginable. La imagen de la cruz pretende provocar un entendimiento emocional, más que intelectual, de dicho sufrimiento. Al igual que un chiste es válido si resulta divertido, aunque lo que se diga en él no sea cierto, los símbolos espirituales funcionan si logran transmitir unos valores emocionales o psicológicos, independientemente de la exactitud de las historias que los rodeen. Mirar el símbolo del crucifijo y cuestionar si los acontecimientos que representa sucedieron en realidad es una muestra de no haber entendido nada.

La aparición del movimiento New Age pone de manifiesto cómo el gran cambio de perspectiva que tuvo lugar a comienzos del siglo )) nos afectó en el plano emocional. El hecho de que esto sucediera es llamativo en sí mismo, ya que los cambios espirituales a gran escala y no forzados que afectan a una proporción considerable de la población son fenómenos históricos muy poco frecuentes. La New Age fue un rechazo de la espiritualidad jerárquica centrada en la adoración de un dios. Proponía, por el contrario, que el yo individual asumiera el papel de la autoridad espiritual. Esto produjo en el mundo espiritual prácticamente los mismos resultados que había producido el posmodernismo en el mundo cultural. Se afirmaron puntos de vista muy variados y contradictorios, lo cual hizo que surgiera un batiburrillo de religiones y prácticas espirituales, entre las que estaban la astrología, el taoísmo, el chamanismo, el tarot, el yoga, el angelismo, el ecologismo, la cábala, el movimiento del potencial humano, las antiguas tradiciones de sabiduría y muchas más.

Cualquier cosa que arrojara luz sobre la doble función del creyente, que es un individuo autónomo y al mismo tiempo forma parte de un todo mayor, podía funcionar. En la New Age, todos eran libres para tomar lo que les pareciera que enriquecería su credo particular y rechazar el resto. Se convirtieron en consumidores espirituales que acudían a la compra a un mercado de tradiciones. Para quienes seguían teniendo fe en la existencia de las certezas absolutas, todo esto resultaba extraordinariamente irritante.

El carácter de muchas de las tradiciones que se popularizaron en la New Age hizo que los practicantes incorporaran formas contradictorias de ver la vida. Esto se hace evidente, por ejemplo, en la adopción occidental del tai-chi, un arte marcial chino que consiste en secuencias de movimientos lentos y precisos. El tai-chi funciona, como muestran muchos estudios occidentales: la práctica diaria resulta beneficiosa a nivel mental y físico, sirve para reducir la presión arterial y para desarrollar la flexibilidad, y es especialmente útil para quienes padecen depresión, ansiedad, osteoartritis, déficit de atención y fibromialgia.

Para hacer tai-chi hay que gestionar el chi, un antiguo concepto chino que se refiere a una energía vital que no es muy diferente de «la fuerza» de La guerra de las galaxias. El chi, dicen los científicos occidentales, no existe. Sin embargo, no se puede afirmar sencillamente que el tai-chi produce resultados positivos a pesar del hecho de que su explicación tradicional sea errónea. Para los estudiantes de tai-chi, el chi es muy real. Durante su práctica, lo sienten moverse en su cuerpo. De hecho, los estudiantes tienen que ser conscientes de su existencia, ya que no es posible hacer los ejercicios adecuadamente sin esa consciencia. Los occidentales que practican tai-chi, por lo tanto, tienen que aceptar la contradicción de que su salud mejora por medio de la gestión de algo que no existe.

Quizá no debiera resultar sorprendente que el movimiento New Age estuviera tan lleno de contradicciones. En un siglo en el que ni siquiera el intelecto de Bertrand Russell fue capaz de crear un sistema lógico y matemático libre de paradojas, es difícil criticar a quienes exploran territorios emocionales y señalar sus errores intelectuales. La New Age fue un intento de comprender cómo podemos ser individuos aislados y formar parte de un todo al mismo tiempo. Un cierto nivel de paradoja era parte integral del proyecto.

El movimiento New Age tal vez diera la impresión de carecer de lo que la sociedad en general considera un detector aceptable de pam plinas, pero también fue un reflejo bastante preciso de dónde se hallaba espiritualmente la raza humana a finales del siglo XX.

 

Tras la amplia ridiculización del posmodernismo, quizá sea difícil recordar por qué surgió. No se trató solo de un error bochornoso, como afirman sus detractores, o de un paso equivocado del que deberíamos aprender para seguir adelante; al observar la gran influencia que ha tenido en la historia reciente, desde Super Mario Bros. hasta la New Age, queda claro que en ese fenómeno había algo más importante que lo que podrían sugerir los rifirrafes de la academia.

A comienzos de siglo, la teoría de la relatividad dio lugar a un cambio de paradigma en las ciencias físicas. Einstein se dio cuenta de que el ónfalo a partir del cual organizábamos nuestra comprensión del universo no existía, y de que la idea de que había un «centro del universo» era absurda. Dejó de creerse en la existencia de un único punto de vista verdadero para admitir que hay numerosos puntos de vista distintos. Las mediciones solo podían ser válidas en relación con el observador.

Es comprensible que los físicos se pongan nerviosos cuando la teoría de la relatividad se emplea para justificar cualquier forma de relatividad cultural o moral. Entonces hacen hincapié en que la lección de Einstein no es que «todo es relativo», sino que su obra concilió una serie de puntos de vista relativos y en conflicto en un espaciotiempo objetivo y no relativo. Esta afirmación es cierta, pero es también ligeramente taimada. Como ya hemos señalado, lo extraño de lo que sucedió a comienzos del siglo )) es que distintas personas en distintos campos, como el arte, la política, la música y la ciencia, dieron un paso similar más o menos al mismo tiempo. No es que los artistas y pensadores trataran de inspirarse en Einstein pero no lo comprendieran del todo bien. Está claro que ciertos artistas ya estaban dándole vueltas a la relación entre el observador y lo observado, o tratando de conciliar múltiples puntos de vista, antes de que se publicara la Teoría de la Relatividad General. Si uno se siente intrépido, puede afirmar que Einstein fue un científico modernista, aunque al hacerlo irritará a un montón de físicos.

Al avanzar el siglo, otros científicos y matemáticos, como Heisenberg, Freud, Gödel y Lorenz, fueron reafirmando la inexistencia del ónfalo e hicieron hincapié en la incertidumbre, en la incompletitud y en que carecíamos de un sistema autónomo y libre de paradojas.

Al mismo tiempo, algunos artistas y filósofos, como Picasso, Korzybski, Joyce y Leary, continuaron su exploración de la psique humana y llegaron a una conclusión muy similar. Los modelos multiperspectivistas que propusieron hicieron posible el individualismo por el que abogaron Crowley, Rand, Thatcher y los Rolling Stones. Se afirmó que todos estábamos separados, que todos éramos diferentes y que considerábamos que nuestros puntos de vista eran válidos a nivel personal. Nuestra imagen del mundo solo podría ser absoluta si obligáramos a los demás a compartirla, y ni siquiera Hitler o Stalin habían conseguido algo semejante.

Nuestras realidades personales, por lo tanto, eran relativas. Simplemente no contábamos con nada absoluto a partir de lo cual orientarnos. Lo más cercano a un punto fijo que tenían los habitantes del hemisferio norte era Polaris, la Estrella Polar, que es el único elemento celeste que permanece fijo a lo largo del tiempo que dura una vida humana. E incluso Polaris oscila un poco.

Podemos sentirnos incómodos con todo esto. Podemos maldecir la teoría de la relatividad, y anhelar algo absoluto. Pero eso no cambia el hecho de que no lo tenemos.

El posmodernismo no fue una bobería intelectual deplorable, sino una suma muy precisa de lo que habíamos aprendido, aunque se tratara de unas arenas movedizas de las que no parecía posible escapar y que no le gustaban a nadie.

A comienzos del siglo XXI, la entera estructura del posmodernismo había sido rechazada de un modo rutinario. Este rechazo, por desgracia, incluía todas las ideas que habían contribuido a generarlo. Nuestra ideología actual afirma que por supuesto que hay un absoluto. Por supuesto que hay una verdad. Richard Dawkins defiende esta postura cuando sostiene que «nos enfrentamos a un desafío igual, pero mucho más siniestro, procedente de la izquierda: el relativismo cultural, la idea de que la verdad científica es solo una clase de verdad y no hay por qué privilegiarla especialmente». O, como dijo el papa Benedicto XVI en su discurso previo al cónclave de 2005: «Hoy en día, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la presencia generalizada, en nuestra sociedad y en nuestra cultura, de ese relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja solo como último criterio al yo con sus caprichos. Y bajo la apariencia de libertad, se convierte en una prisión para to dos, ya que separa a unos de otros, encerrando a cada uno en su propio ego». Así lo expresó Martin Luther King: «Estoy aquí esta mañana para deciros que algunas cosas están bien y otras están mal. Esto es así eternamente, de un modo absoluto. Odiar está mal. Siempre ha estado mal y siempre estará mal»9. O, en palabras del filósofo británico Roger Scruton, «al discutir sobre problemas morales, el relativismo es el primer refugio de los canallas». La existencia de una verdad absoluta también ha sido afirmada por neoliberales y socialistas, por terroristas y justicieros, por científicos y hippies. La fe en la certidumbre, desde luego, tiene una iglesia muy amplia.

Por desgracia, todos ellos están en desacuerdo con respecto a qué forma adopta este absoluto. Pero están seguros de que existe.

Esta fe en las certezas absolutas no se basa en ninguna prueba de la existencia de dichas certezas. A veces parece brotar de la necesidad psicológica de certezas que siente mucha gente, en particular las personas mayores. El debate cultural, a comienzos del siglo ))*, se ha rebajado hasta convertirse en una guerra de certezas. Hay distintas facciones, todas las cuales creen en la existencia de una verdad absoluta, que tratan de hacer callar a cualquiera que proponga una definición distinta de la suya de dicha verdad absoluta.

Por suerte, no abunda la gente que cree verdaderamente en un absoluto. Casi todos, científicos y no científicos, tienen una posición agnóstica en la que caben múltiples modelos, es decir, admiten que entendemos el mundo empleando una serie de modelos distintos y a veces contradictorios. Un agnóstico de este tipo no diría que todos los modelos tienen el mismo valor, ya que algunos son más útiles que otros y la utilidad de cada modelo varía en función del contexto. Tampoco intentaría tener en cuenta un número infinito de interpretaciones de la realidad, ya que eso sería muy poco práctico, pero siempre daría por hecho que no hay una única interpretación de nada. Por otro lado, tampoco afirmaría que algo no es «real» por el hecho de que nuestra visión de ello sea un constructo cultural o lingüístico. Puede haber cosas reales aunque nuestra visión de ellas sea imperfecta. Los agnósticos que emplean múltiples modelos, por último, son bastante moderados. No suelen adoptar posiciones extremas o poco razonables, lo cual tal vez sea el motivo por el que no encajan en los consejos editoriales de las revistas académicas posmodernas.

El agnosticismo de múltiples modelos es una posición conocida para cualquier científico. Los científicos no tienen una gran teoría sobre nada, sino una serie de modelos contradictorios que compiten entre sí y son válidos a ciertas escalas y en ciertas circunstancias. Un buen ejemplo de esto es el dispositivo de navegación por satélite de los coches. Los microchips de silicio que hay en su interior utilizan lo que sabemos del mundo cuántico; el satélite GPS del que depende para determinar su posición fue puesto en órbita gracias a nuestro conocimiento de las leyes de la física newtoniana; y el satélite se basa en la teoría de la relatividad de Einstein para poder ser preciso. Aunque el modelo cuántico, el modelo de Newton y el modelo de Einstein se contradicen, el navegador funciona.

En general, los científicos no pierden el sueño por estas cuestiones. Un modelo, por definición, es una versión simplificada e incompleta de lo que describe. Puede no ser defendible como algo absoluto, pero por lo menos nos permite encontrar el camino de vuelta a casa.

Sin embargo, hay una tendencia a considerar estos modelos contradictorios como parte de un absoluto oculto, tal vez para evitar el tufo a posmodernismo.

Ante el carácter contradictorio de los modelos científicos, quienes mantienen la fe en algo absoluto afirman que, como todos esos modelos tienen defectos, serán reemplazados por una gran teoría del todo, una teoría maravillosa que no contenga paradojas y que pueda explicarlo todo, a cualquier escala. Dan Falk, un periodista canadiense especializado en cuestiones científicas, publicó en 2005 un libro sobre la búsqueda de una teoría que logre comprenderlo todo. La obra se llamó El universo en una camiseta, debido a la creencia en que dicha teoría sería lo bastante concisa como para poder imprimirse en una camiseta, como la ecuación E = mc².

Para un agnóstico que emplea múltiples modelos, esta idea es un acto de fe. Recuerda la errónea creencia de Einstein en que la incertidumbre cuántica debía de ser un error, porque a él no le gustaba. Por supuesto, si se encontrara una teoría que pudiera aplicarse a todo, los agnósticos saldrían a celebrarlo como todo el mundo. Pero hasta que llegue ese día, no hay ningún motivo para asumir que esa teoría pueda existir. Esto es como apelar a un ideal externo cuya existencia, por el momento, los hechos no respaldan. Un científico que diga que tal teoría debe existir muestra la misma fe ideológica que alguien que dice que Dios debe existir. Podría estar muy bien que así fuera, en ambos casos, pero por el momento tenemos que ser lo bastante relativistas como para admitir que no son más que hipótesis no demostradas.

En 1981, el artista pop estadounidense Andy Warhol comenzó una serie de cuadros en los que aparecía el signo del dólar. Warhol era un dibujante publicitario de Pittsburgh que se hizo famoso en la década de 1960 con sus serigrafías de iconos culturales, producidas en masa y hechas con colores chillones. Su obra más famosa, una serie de serigrafías de latas de sopa Campbell, probablemente haya captado la esencia de la edad de oro de la posguerra mejor que ninguna otra obra de arte visual.

Las pinturas con el signo del dólar no fueron lo último que hizo. Warhol murió en 1987, y siguió produciendo en masa lienzos típicamente suyos hasta el final. Sin embargo, resulta tentador considerar el caso del dólar como el momento en que se quedó sin ideas. Salvo una creciente preocupación por la muerte, no hay nada nuevo en las obras de sus últimos años. En cierto modo, los cuadros con el signo del dólar parecen representar la conclusión de su trayectoria artística.

Se trataba de cuadros grandes, de más de dos metros de alto y casi dos metros de ancho. Cada lienzo podía ocupar toda una pared de una galería de arte. La experiencia de entrar en un espacio blanco y vacío salvo por unos signos del dólar enormes y brillantes es bastante desagradable. En un primer momento, uno se siente tentado a afirmar que es una obra superficial, pero queda la duda de si Warhol no estará diciendo algo. Tal vez realmente no había nada que él pudiera hacer más que pintar el signo del dólar lo más grande y brillante posible. Tal vez los neoliberales estaban en lo cierto y el dios del dólar era el único poder auténtico del mundo. Tal vez hubiéramos tenido un ónfalo válido todo el tiempo.

En la década de 1980 daba la impresión de que el dinero era la única cosa lo bastante sólida y estable como para servir de punto de referencia para que la gente se orientara. El individualismo y el Haz lo que quieras se habían convertido en los principios fundamentales de la vida, de modo que la capacidad de cumplir los propios deseos pasó a ser lo más importante. Esa capacidad se condensaba sobre todo en el dinero. El dinero era lo que permitía a la gente hacer lo que quisiera, y su carencia era lo que se lo impedía. No importaba que un mundo en el que el signo del dólar era el único objeto de verdadera adoración fuera triste y desagradable. En la cultura posmoderna, las ideas como esta se consideraban opiniones subjetivas. Los artistas, pensadores y científicos eran libres de presentar alternativas ante el tribunal de la opinión pública, y el hecho de que no lo hicieran era muy revelador.

En 1992, el científico político estadounidense Francis Fukuyama publicó su libro más influyente, El fin de la Historia y el último hombre. Fukuyama afirmaba que, con el desplome de la Unión Soviética, el argumento neoliberal había vencido. El capitalismo era la única opción que quedaba y las democracias liberales eran la única forma de Estado que se podía justificar. Fukuyama aseguraba que al fin habíamos alcanzado la forma predeterminada y definitiva de la sociedad. Se trata de un argumento esencialmente teleológico y, por lo tanto, de carácter religioso. En su libro, empleaba un tono deliberadamente profético, evangélico, para proclamar la «buena nueva» del triunfo del paraíso capitalista para toda la eternidad.

En este contexto, los cuadros con el signo del dólar que hacía Warhol tenían pleno sentido. ¿Era aquel, entonces, el punto final del siglo ))? ¿Así iba a terminar nuestra historia? Por fortuna, Fukuyama se equivocaba por completo, como ahora sería el primero en admitir. Se distanció del movimiento neoconservador cuando Estados Unidos invadió Irak, aunque inicialmente estaba a favor de la intervención militar, y votó a Barack Obama en 2008.

El individualismo que había impulsado el triunfo neoliberal no fue el punto final de la humanidad, como en algún momento creyeron Fukuyama y Margaret Thatcher, entre otros, sino que caracterizó un periodo liminal. El siglo XX fue una época situada entre el final de un gran sistema y el comienzo del siguiente. Como todos los periodos criminales, fue un tiempo de tremenda violencia, de libertad y confusión, porque en las etapas que se extienden desde que dejan de tener vigencia las antiguas reglas hasta que comienzan a funcionar unas reglas nuevas, todo vale.

En la siguiente etapa, se conservaría la libertad individual que había sido tan celebrada en el siglo XX, pero quedaría unida a lo último que hubieran deseado los Rolling Stones u otros como ellos. La libertad individual estaba a punto de entrar en contacto con lo que siempre había rechazado: iba a encontrarse con la responsabilidad, y así daría comienzo un nuevo periodo histórico. En los centros de investigación de Silicon Valley se estaba construyendo un bucle de retroalimentación.

Historia alternativa del siglo XX
¿Realmente crees conocer la historia del tan cercano siglo XX? La historia del siglo XX contada a través de las ideas producidas en los márgenes de la ciencia, las artes y la cultura.
Publicada por: Taurus
Fecha de publicación: 07/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789877370201
Disponible en: Libro de bolsillo
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