La imagen de la detención de Assange por agentes de Scotland Yard señala el final de una era de activismo en la Red… mediante un acto de traición. Solo, cansado, tras años de actividad, se había convertido en una molestia para sus anfitriones ecuatorianos, una piedra en el zapato en las relaciones de Ecuador con los Estados Unidos.
Washington, y sobre todo el Pentágono, han sido muy diligentes en buscarle la ruina a Assange, después de que WikiLeaks publicara materiales clasificados sobre una operación de guerra sucia a cargo de soldados norteamericanos que se les fue de las manos, matando a varios civiles y periodistas iraquíes. La detención de Assange señala el final de una historia que hundía sus raíces en el activismo de los medios de la Red. Había tejido sin escrúpulos una madeja de alianzas, tanto con medios convencionales de envergadura como con líderes políticos hostiles al libre flujo de información (Vladimir Putin, sobre todo), sacando en ese proceso secretos impronunciables a la luz pública.
Durante muchos años, su organización, WikiLeaks, ha sido sinónimo de una forma de activismo digital que desfila bajo las banderas de la transparencia, elevada por su radical oposición contra el secreto militar e industrial y la manipulación de la realidad por parte de los medios. En sus misiones de guerrilla en territorio enemigo, tanto dentro como fuera del hiperespacio, Assange se alió con muchos extraños compañeros de cama, desde los “hackers” más politizados y radicales (Anonymous) a directores de cine radicales (Ken Loach) y los mejores periodistas de investigación (Glenn Greenwald), hasta reveladores de secretos en el ejército norteamericano (Chelsea Manning), y creó las condiciones para que gente como Edward Snowden tomara la decisión de poner al descubierto las felonías de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) norteamericana.