Hace casi dos décadas que la historia del “amigo invisible” retumba en mi cabeza: fue el momento en que la Justicia tuvo en sus manos una de las pistas más firmes para desentrañar la conexión local del atentado, e inexplicablemente, la dejó escurrirse entre sus dedos.
En 1995, un joven a quien yo no conocía vino a pedirme que quería colaborar conmigo en la investigación del caso AMIA. Le dije que no, porque no podía pagar colaboradores, pero el muchacho no se rindió tan facilmente: insistió e imploró que no le importaba cobrar sino que quería aprender a investigar.