El ex presidente estadounidense Donald Trump y el actual presidente brasileño Jair Bolsonaro tienen mucho en común: ambos son provocadores de derecha con una inclinación por avivar el odio y promulgar políticas crueles. Pero en los últimos días se ha evidenciado una similitud adicional: a ninguno de los dos le gusta admitir la derrota.
La semana pasada, Jair Bolsonaro rompió su largo silencio tras su derrota frente a Lula da Silva con una denuncia oficial ante el Tribunal Superior Electoral de Brasil, la máxima instancia judicial del país en materia electoral. El presidente renegado informó al tribunal que una empresa que había contratado para investigar las máquinas electorales del país había encontrado un error en las máquinas que hacía que la elección fuera inválida, alegando que las máquinas atribuyeron incorrectamente millones de votos a su favor a Lula, y que por lo tanto él realmente ganó la segunda vuelta del 30 de octubre.
¿Fue una sorpresa esta afirmación? Sí y no. No, porque Bolsonaro llevaba años sentando las bases para impugnar su reelección, mucho antes de que comenzara el ciclo electoral e incluso antes de que se confirmara que Lula sería su oponente. Sí, porque desde su derrota ante Lula el mes pasado, Bolsonaro ha estado inusualmente callado, sin publicar en las redes sociales ni aparecer en público. Hasta la impugnación de la semana pasada, la última palabra del presidente, aunque sin reconocer la victoria de Lula, fue que cumpliría con sus obligaciones «constitucionales» y seguiría adelante con la transición presidencial.