Un antiguo filósofo griego decía que no había que dramatizar tanto el tema de la muerte porque “puesto que mientras somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos”. Borges sentenciaba que la muerte era una vida vivida y la vida una muerte que viene. Perspectivas tranquilizadoras sobre ese terrible lugar común: la muerte. Los aforismos pueden ser válidos para el desafío de asumir la cuestión desde una perspectiva individual, pero su validez es más discutible cuando se trata de personas públicas o que tuvieron un rol destacado en la acción política.
Carlos Saúl Menem ha muerto, sin embargo está insoportablemente vivo entre nosotros.
Una tentación frecuente a la hora de los obituarios es abordar al personaje desde dos perspectivas polares que son dos caras de la misma moneda: de manera absolutamente independiente de su época o como un producto directo de ella. Más allá de las condiciones sociales y las luchas políticas de las que fue —en última instancia— una consecuencia, pero también una causa. Menem como tema del traidor y del héroe; como traducción fatalista de un vendaval internacional; como expresión del más profundo cinismo argentino; de la verdadera fiesta del monstruo o de un rufián tragicómico salido de una novela de Roberto Arlt con sus anuncios de revoluciones imaginarias, sus promesas delirantes y sus resultados terribles. Un caudillo del interior profundo con la estética de un tigre de los llanos y el programa de los lobos de Wall Street. Hombre de mil nombres y múltiples facetas con todos los condimentos para un género seductor: la biografía no autorizada, perfectamente funcional a la moralización de la política y la despolitización de la moral.