“Hola chorro amoral que te afanaste hasta la comida de los pibes. ¿Nos tomamos un café que necesito chequear unos datos aunque la sola idea me revuelva el estómago?”
No sé cuál sería la respuesta de la fuente porque jamás lo planteé así. Aunque pude haberlo pensado más de una vez en mis más de dos décadas en esta profesión. La fuente no es una entelequia amorfa que nos provee información por telequinesis. Tiene nombre, rostro, historia, personalidad más o menos afable. A veces trayectoria; otras currículum. Y en mucho casos un poco de cada.
A menos que alguno tenga el don de generar confianza inmediata, la relación con las fuentes se construye. Y esa construcción, como cualquier relación, es de a dos. Y suele perpetuarse en el tiempo para la persecución de distintos objetivos. Puesto así, casi parece el artículo del Código Penal que describe una asociación ilícita. Pero todavía no llegamos al capítulo criminal de esta historia. En general en la mayoría de nuestras biografías ese capítulo no existe. Aunque hay excepciones.
Necesitamos a las fuentes. Necesito que elijan que ese café sea conmigo y no con otro colega. O por lo menos que de esa mesa de café por la que pasaron otros yo me lleve algo distinto. Nuevo. Mejor. Para que mi nota sea distinta. Nueva. Mejor. ¿Y cómo lo hago? No diciéndole lo mucho que me desagrada ese encuentro. Eso seguro. Y ahí entra en juego la seducción y el riesgo de no saberlo jugar. Mantener cercanía, el llamado por el cumpleaños, una foto compartida… Ni siquiera encariñarse con las fuentes tiene reproche penal. Si fuese así, ya varios de nosotros, los y las periodistas, habríamos pasado varias veces por el pianito de un juzgado acusados de algún tipo de delito.