La cooperación ruso-china es cada vez más estrecha y se extiende a ámbitos sensibles antes inimaginables. En octubre de 2019, el presidente Vladímir Putin reveló, por ejemplo, que Rusia está ayudando a China a crear un sistema de alerta para ataques de misiles, lo que parece anticipar un modelo integrado y un rudimento de alianza militar defensiva. Esos son, ciertamente, avances mayores.
En la misma línea, la última gran declaración conjunta chino-rusa, la de Moscú del pasado 11 de septiembre, ofreció todo un catálogo de la ampliación de la sintonía entre Moscú y Beijing sobre la situación internacional –recordemos que la primera visita al extranjero de Xi Jinping como presidente fue a Rusia–.
Aquella declaración mencionaba la campaña y la politización antichina con motivo de la pandemia (el «virus de Wuhan» de Donald Trump), la campaña europea y estadounidense para minimizar la decisiva aportación de la Unión Soviética en la derrota del nazismo, y la revitalización de un militarismo sin complejos en las dos potencias derrotadas en 1945: Alemania y Japón. Denunciaba también las sanciones y la presión militar, con injerencias desestabilizadoras y alianzas con países hostiles para apretar el cerco alrededor de cada una de las dos potencias: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el grupo GUAM –Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia, creado en 1997– en el caso de Rusia, y el grupo Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (Quad, por sus siglas en inglés) –Australia, India, Japón y Estados Unidos– en el de China.