En un soleado balcón de Berlín, Tim Keeley y Daniel Krasa se disparan palabras como balas. Primero en alemán, pero siguen en hindi, nepalí, polaco, croata, mandarín y tailandés.
Apenas están hablando un idioma y la conversación salta de forma inadvertida a otro. Entre ambos pasan por al menos 20.
Dentro del lugar me encuentro con pequeños grupos intercambiando trabalenguas. Otros se reúnen por tríos, preparandose para un juego en el que traducen dos idiomas a la vez: parece la receta perfecta para un dolor de cabeza, pero les da igual.