Una tarde de sábado en junio, un grupo juega al fútbol en una de las canchas de la Villa 31, el barrio marginal más antiguo de Buenos Aires.
Distribuidos por las gradas recién construidas, muchos de los espectadores sostienen sus termos y toman sus mates.
Los gritos de la hinchada rivalizan con el fuerte sonido de reggaeton que invade las calles estrechas que bordean a la cancha, alineadas con postes unidos por una maraña de hilos donde cuelgan carteles ofreciendo servicio de internet de banda ancha.
A primera vista, es un fin de semana como cualquier otro en lo que es una de las mayores comunidades de la capital argentina, con más de 40 mil habitantes. Pero una cosa ha cambiado: los puestos de parrilla (carne asada) desaparecieron.