Félix Arango no conserva fotos de cuando era niño. A los diez años se vio obligado a huir de la casa porque su padrastro lo molía a porrazos, y su madre instigaba para que lo golpease con más fuerza. Trabajó en el campo de sol a sol, arando la tierra con sus manos. Se crio solo, sin pisar el aula de una escuela. A los 38 años, analfabeto todavía, entró a la guerrilla de las FARC. Dejó las armas en 2017 tras el acuerdo de paz con el Gobierno. En el tránsito hacia la vida civil, Félix ha aprendido a leer y a escribir a sus 64 años, y ahora es guía turístico en Tierra Grata, una ciudadela rural en el norte de Colombia en la que convive con otros excombatientes y sus familias. Desde el terreno de su futura casa tiene a la vista las cordilleras que antes patrullaba y le servían de escondite.
Para un guerrillero raso, como él, no existían los horarios ni planes para el futuro. En las largas caminatas por selvas y montañas, fue muchas veces el último en la fila, con la misión de ir borrando las huellas de los caminantes. En ocasiones cargaba hasta 50 kilos en marchas que duraban días y noches. Un peso, el de ser guerrillero, que carga tanto que aún se presenta con su nombre de guerra. Aclara que oficialmente está registrado como Alcides Rivera y se encoge de hombros al recordar su niñez en el Catatumbo: “Me tocó una vida dura. Cuando me metí en la guerrilla no me quedó nada grande porque yo ya estaba enseñado a sufrir”.