Dos fotografías han conectado en los últimos días los más de 6.300 kilómetros que separan el Estado de Quintana Roo, en México, y Santiago de Chile. Las imágenes son radicalmente distintas, pero hablan de lo mismo: una crisis de seguridad. En la primera, unos militares patrullan en las playas de uno de los paraísos turísticos de México. Del Caribe al Pacífico, de Cancún a Acapulco, la consigna es la misma, proteger a los visitantes en plena temporada vacacional después de que la Semana Santa empezara con ocho asesinatos en esos dos destinos. La segunda instantánea muestra al presidente de Chile, Gabriel Boric, junto con los exmandatarios Sebastián Piñera, Michelle Bachelet y Ricardo Lagos, en el funeral de Daniel Palma, el tercer carabinero asesinado en poco más de tres semanas.
Entre la militarización del litoral mexicano y esa señal de unidad de la clase política chilena se puede trazar una línea imaginaria, que en realidad se hace muy palpable en el día a día de la región. Atraviesa Centroamérica, Ecuador, Perú y se extiende hasta Colombia e incluso Argentina. Tras ella, el crimen organizado, la violencia, las mafias que explotan los flujos migratorios y la miseria complican los planes de los gobiernos, ralentizan las reformas y encabezan las listas de los principales problemas de los latinoamericanos. El caso más flagrante del fenómeno, el más reciente aunque en términos absolutos no tan profundo como en otros países, amenaza con provocar una crisis en la coalición de Gobierno de Boric. Esta semana el bloque se rompió en el Congreso ante la votación de una ley que aumenta el poder de la policía, que resultó finalmente aprobada. El año pasado fue el más violento de la última década en el país sudamericano, con una tasa de homicidios de 4,6 por cada 100.000 habitantes.