América Latina vive desde 2014 un momento democrático muy particular. De Argentina a Perú, pasando por Brasil y Guatemala, la democracia tiende a expresar los intereses de minorías económicamente privilegiadas. En el corazón de esta paradoja, existen instrumentos culturales que permiten esconder los egoísmos sociales. Históricamente, las democracias viven un pulso permanente entre razón y persuasión. Las contradicciones políticas y sociales tendrían que superarse en democracia por la vía del debate entre ciudadanos debidamente informados y los consecuentes eventos electorales. Pero desde sus comienzos, grupos social y políticamente diversos intentaron acortar el espacio de la razón. A veces militarmente, instaurando dictaduras presentadas como democracias de un tipo particular: «auténtica», «orgánica», «popular», «participativa», «racial». A veces buscando el poder, imponiendo por vías persuasivas la hegemonía de una minoría, instrumentalizando colectivamente diversos tipos de emocionalidades –nacionales, religiosas, pacifistas, europeístas, mundialistas– para «fabricar consensos»1.
Pero la afirmación de esta hegemonía cultural y política instrumentaliza también hoy, como en el siglo xix, la religión. No se trata mayormente de las religiones tradicionales, católica o evangélicas históricas, sino de religiones nuevas. A veces son religiones «laicas», que sacralizan formas de poder, un jefe carismático o una única manera de gobernar, siguiendo el molde de las religiones monoteístas: la unidad latinoamericana, la unión europea2. Pueden ser también religiones de tipo distinto, evangélicas pentecostales o carismáticas. Tomaron una dinámica decisiva en los últimos años de la Guerra Fría, especialmente en América Latina y en África3, lo que no quiere decir que no estén presentes en Europa o en Asia.