Eche cincuenta australes en la ranura si quiere ver la vida más ochentosa. En la vida de un hombre común hay alfonsines a través de los cuales observar los hechos más dispares, un supermercado, una caminata a la escuela en una mañana fría de otoño o un discurso presidencial en la Sociedad Rural. Alfonsines tornasolados que no son más que ilusiones del pasado para entender el futuro.
Yo hice mi primer peregrinaje a Chascomús el 8 de julio de 1989. Alfonsín dejaba el gobierno en el tumulto hiperinflacionario y un montoncito de estúpidos imberbes subido a unos micros escolares naranjas viajó un par de horas para alentar a su cascoteado líder. Chascomús era un pueblo modesto, a la medida de Alfonsín. La laguna y el pequeño casco rodeado de unas cuantas casas viejas, la plaza, el edificio municipal de Francisco Salamone (uno de los más insípidos de su carrera), el club náutico en el que Alfonsín había ritualizado la rosca alrededor de un plato de pejerreyes con puré.