Si le sale bien, Sergio Massa podrá preservar Tigre, retener a los dirigentes que todavía lo acompañan y decir que ayudó a definir el nombre del futuro presidente. Ofrendar su renunciamiento para dejar atrás al partido del ajuste y esperar -más adelante- una nueva oportunidad, con un mapa reconfigurado y un presidente más amable ante sus pretensiones. Si le sale mal, en cambio, tendrá que empezar otra vez de cero, con la piel curtida por el fracaso.
El exjefe de Gabinete de Cristina Kirchner es capaz de concentrar la atención durante días y generar hasta el infinito noticias blandas que duran horas. Pero no puede contra la corriente. El adictivo juego de las especulaciones que lo convirtió en vencedor en 2013 terminó mal en 2015 y en 2017. Ni el protagonismo de ayer ni el rol secundario de hoy son su entera responsabilidad. Massa encarnó en su origen un hastío con el cristinismo que dos años después buscó un vehículo más afín para sus intereses, el macrismo. Antiguos apoyos suyos, la aristocracia obrera y la clase media que reclama orden pero no quiere el gobierno del Fondo, ahora esperan por Roberto Lavagna o retornan a la tierra del ex Frente para la Victoria.
Su extraordinaria capacidad para generar fuego de artificios y el precio alto con que cotiza entre los medios amigos no alcanza para disimular que el massismo bonaerense ya decidió por él ir a una alianza con el peronismo cristinista. Al revés que en 2013, pero igual que en 2015, ahora el tiempo le juega en contra y su peso se devalúa en la mesa de las definiciones. Por eso, también, se demora el cierre con los Fernández.