Durante el gobierno de Jair Bolsonaro, Brasil era un paria internacional. No son mis palabras, sino las del ministro de Relaciones Exteriores: al parecer, era “bueno ser un marginado”. No extraño a esa gente.
Cuando Luiz Inácio Lula da Silva asumió la presidencia en enero, después de derrotar a Bolsonaro, la mayoría esperaba que regresara a Brasil a la corriente internacional dominante. Las primeras señales fueron buenas: en noviembre, incluso antes de asumir la presidencia, Lula viajó a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (la COP27) en Egipto y realizó una visita amistosa a Estados Unidos en febrero. Después, Lula comenzó a salirse del guion. En cuestión de unas cuantas semanas frenéticas, se esforzó por iniciar conversaciones de paz en Ucrania, criticó la supremacía del dólar estadounidense, viajó a China y recibió al ministro ruso de Asuntos Exteriores.
Muchos en Occidente se indignaron, un comentarista lo acusó de ofrecer “apoyo político a déspotas antiestadounidenses”. Es un punto de vista tentador, sobre todo cuando Lula —como hizo en China— considera que Rusia y Ucrania son responsables en partes iguales de la guerra. Pero, en cualquier caso, está equivocado. En conjunto, los movimientos de Lula no son tanto un intento de frustrar a Occidente, sino una estrategia para promover los intereses nacionales de Brasil, así como su compromiso de aliviar la pobreza y el hambre en el sur global. Alineado a la historia de multilateralismo del país, y sensible a sus necesidades, Lula está trazando su propio rumbo.